9
DREW ARLEN: FLORIDA
Partí de Seattle, rumbo a Huevos Verdes, en un avión de la flota de la corporación de Kevin Baker. Las razones de Kevin para no haber seguido al resto de los Insomnes a Sanctuary, al contrario de las de Leisha, no eran idealistas. Él era la liaison financiera entre Sanctuary y el resto del planeta. Yo calculé que, siendo un avión Insomne, era altamente improbable que se accidentara por algún daño causado por el disolvente de duragem. El avión debía de haber sido controlado y recontrolado obsesivamente; los Insomnes son muy eficientes en cuestiones de seguridad. «Será porque tenemos tan poca», dijo sombríamente Kevin cuando lo llamé para solicitarle el uso de un avión con piloto. En ese momento, yo no estaba interesado en los problemas sociales de los Insomnes. Nunca le había caído bien a Kevin, y nunca le había pedido ningún favor. Pero ahora lo hice. Iba a Huevos Verdes a vivir un momento decisivo, a escuchar algunas respuestas importantes. Tal vez Kevin lo sabía. Uno nunca sabe qué es lo que ellos saben.
El permanente enrejado, apretado, se balanceó en mi mente.
—Sólo una cosa, Drew —dijo Kevin, y creí ver las sombras y formas de la disculpa atravesando su rostro en la pantalla de vídeo. Como toda su generación de Insomnes, parecía un apuesto hombre de treinta y cinco años—, Leisha insiste en ir contigo.
—¿Cómo se enteró Leisha de que voy a ir a Huevos Verdes? ¡Hasta donde ella sabe, estoy de gira dando conciertos!
—No lo sé —contestó Kevin, lo que podía ser cierto, o no. Es posible que Leisha tuviera sus propios espías electrónicos en mi habitación de hotel, o en el concierto de Seattle. Aunque era difícil imaginar que ella o Kevin pudieran hacer algo así sin que Huevos Verdes se enterara. Quizá los Súper lo supieran, y toleraban el sistema de información de Leisha. Tal vez Leisha me conociera tan bien que imaginaba cómo me sentía. Quizá tuviera alguna clase de programa de probabilidades que predijera lo que yo iba a hacer, lo que cualquier Normal haría. Uno nunca sabe qué es lo que ellos saben.
—¿Y si le digo que no a Leisha? —sugerí.
—Entonces no hay avión —respondió Kevin. Rehuyó mi mirada. Noté que él sentía que le debía esto a Leisha, por antiguas deudas, cosas que habían sucedido antes de que yo naciera. Noté también muy ligeros signos de hinchazón en su mandíbula, el inicio de la decadencia de su aspecto. Tenía 110 años. Planas, bajas formas se deslizaron por mi mente, del color de la plata empañada. Kevin no iba a cambiar de idea.
Antes de llegar a Huevos Verdes, el avión se dirigió a Atlanta, a dejar algo muy secreto y muy industrial, que no me interesaba en lo más mínimo. Antes de eso, aterrizó en Chicago para recoger a Leisha. No había reporteros. Los agentes de la ACNG debían de estar allí, por supuesto, por alguna parte, pero no los vi. Leisha subió al avión con un portafolios de abogado y una pequeña maleta verde con muda para una noche, con su dorado cabello ondeando al fresco viento del lago Michigan. Llevaba pantalones blancos, sandalias, y una liviana camisa amarilla. Miré derecho hacia delante.
—Tengo que ir contigo, Drew —dijo Leisha, sin rastros de disculpa. Este era su razonable tono de ir al grano. Me hizo sentir otra vez como un chico al que se le reprende porque ha sido suspendido en las costosas escuelas Auxiliares a las que ha sido enviado. Escuelas a las que no tenía acceso ningún Vividor o, al menos, eso me habían dicho entonces—. Amo también a Miranda, lo sabes. Y tengo que enterarme de lo que están a punto de hacer ella y los otros Súper. Porque si es lo que pienso...
Un rastro de enfado se deslizó en su voz. Leisha podía sentirse con derecho a enfadarse sólo por haber sido excluida de la información. No le respondí.
Miri me había dicho, una vez, que hay solamente cuatro preguntas importantes que se pueden formular acerca de cualquier ser humano: ¿cómo ocupa su tiempo? ¿Cómo se siente con respecto a eso con lo que ocupa su tiempo? ¿Qué ama? ¿Cómo reacciona ante aquellos a quienes percibe como inferiores o superiores a él?
—Si haces que alguien se sienta inferior, aun sin intención —me había dicho, mirándome con sus oscuros e intensos ojos—, cuando estén cerca de ti se sentirán incómodos. En esa situación, algunos atacarán. Algunos intentarán ridiculizarte, para «ponerte en tu lugar». Pero otros te admirarán y aprenderán de ti. Si haces sentir superior a alguien, algunos se alejarán de ti. Otros, esgrimirán su poder, porque ellos pueden, para bien o para mal. Pero habrá quienes se sentirán impulsados a protegerte y a ayudarte. Esto vale tanto para una pandilla de algún albergue juvenil como para un equipo de gobierno.
Me pregunté cómo era posible que supiera algo sobre pandillas de albergues juveniles. Pero, admirándola como la admiraba, y deseoso de aprender, no había dicho nada.
—Sólo deseo protegeros, a ti y a Miranda, Drew —dijo Leisha—, y ayudar de la forma que pueda.
Miré por la ventanilla del avión, hacia la luz del sol reflejada en las alas metálicas, hasta que las formas que había detrás de mis párpados borraron las de mi mente.
El avión, que había sido tan cuidadosamente revisado en Seattle para confirmar que no había sufrido la contaminación del disolvente de duragem, debió de contaminarse en Atlanta. Cayó a tierra en medio de Georgia. Reviví todo lo de la SuperCúpula, excepto que este piloto no rezó, ni maldijo, ni murmuró, y esta vez estábamos volando a siete mil metros.
El cielo mostraba un azul nebuloso, con nubes por debajo que impedían toda visión de la tierra. El avión se inclinó ligeramente hacia la izquierda y vi cómo la piel del cuello del piloto cambiaba desde el color carne hasta un marrón moteado. Leisha levantó la vista de su portafolios. Luego, el avión se enderezó y pude sentir cómo mi mente, que se había cerrado en una tensa forma rígida, se abría nuevamente. Pero un instante después, el avión dio otro bandazo y comenzó a vibrar. El piloto habló por su consola dando órdenes urgentes, golpeando simultáneamente los controles manuales. El avión se inclinó de trompa, con un salto.
El piloto tiró de él con tanta fuerza que fui arrojado contra Leisha. Su brillante cabello se metió en mi boca. Su portafolios salió volando contra el respaldo del asiento delantero. El portafolios dijo:
«Para máxima utilidad, por favor, conserve esta unidad cerrada con seguro.» —Un hilo largo y delgado se anudó en mi mente.
Leisha se aferró al respaldo del asiento delantero y se apartó de mí.
—¡Drew! ¿Estás bien?
El avión se precipitó. El piloto permaneció en él, repartiendo órdenes con su monótona voz, controlada como la de una máquina, manipulando los controles manuales. El portafolios de Leisha dijo:
«Esta unidad está desactivada», con una voz aguda y clara como la de una soprano experimentada. Leisha extendió a tientas la mano para comprobar si tenía bien sujeto mi cinturón.
—¡Drew!
—Estoy bien —dije, pensando: Esto no está nada bien. El hilo se soltó, tensándose cada vez más.
Nos sumergimos en las nubes. Se oía un crujido que sonaba casi por encima de nosotros, como si perteneciera a una máquina completamente distinta. Luego, el avión golpeó de lleno con la panza contra el suelo pantanoso. Sentí el golpe en los dientes, en los huesos. Leisha, arrojada una vez más contra mí, dijo algo en voz muy baja, una sola palabra; pudo haber sido «Papi».
En el mismo instante en que el avión colisionó, se abrieron las puertas laterales. Pero no pudo haber sido en el mismo instante, pensé posteriormente, porque nadie diseñaría un equipo de emergencia de esa manera. Sin embargo, pareció pasar sólo un segundo hasta que se abrieron los laterales, y se soltaron los cinturones de seguridad de los pasajeros. Leisha me empujó fuera del avión en el mismo momento en que comencé a sentir el olor acre del humo.
Caí sobre mi vientre, sobre los diez centímetros de agua que cubrían el suelo fangoso. Leisha se zambulló tras de mí y cayó de rodillas. Sin mi silla a motor me sentía desvalido, como un pez desesperado, apoyándome sobre los codos para sostenerme fuera del agua. Me arrastré un trecho, impulsándome con mis brazos por entre el barro, alejándome del avión, con mis piernas inútiles siguiendo al resto de mi cuerpo.
Leisha se puso de pie, tambaleándose, y trató de levantarme.
—¡No, corre! —le grité, como si el humo que salía del avión a grandes bocanadas nos impidiera oír y no ver.
—No sin ti —repuso.
Podía sentir el avión detrás de mí, como una bomba. Volví a gritarle:
—¡Puedo ir más rápido por mis propios medios! —Posiblemente fuese verdad.
Ella siguió tirando de mi cuerpo, aunque resultaba evidente que para ella era demasiado pesado. El humo se volvió más denso. No escuché al piloto saltar del avión; ¿estaría herido? Mi mano izquierda resbaló, y caí, con la cara metida de lleno en el barro. Traté frenéticamente de volver a erguirme sobre las manos y de arrastrarme lejos de allí.
—¡Corre! —volví a gritarle a Leisha, que no se movía. Desesperados, desesperados. Ella no tenía la fuerza suficiente para cargarme y el avión estaba a punto de explotar.
El hilo se rompió. Como en Seattle, el enrejado de mi mente desapareció.
Alguien vino corriendo hacia Leisha desde el otro costado del avión. ¿El piloto? No, no era el piloto. El hombre se arrojó sobre Leisha, y ella cayó sobre mí. Una vez más, mi cara se hundió en el barro. Luego escuché una débil explosión. Cuando pude quitarme el barro de los ojos, vi que el aire que nos rodeaba a los tres resplandecía. Un escudo de fuerza. Energía Y. ¿Cómo sería de fuerte? ¿Podría soportar...?
El avión estalló, cubriéndolo todo de luz, calor y colores cegadores.
Caí de espaldas en el barro, atrapado debajo de Leisha. El mundo dio vueltas y vi cómo una pequeña serpiente de agua, negra, aterrorizada por la intrusión en su pantano, se movía velozmente y me mordía en la mejilla. Comenzó siendo un hilo delgado, luego se transformó en una cercana mancha en movimiento, y luego el mundo se volvió tan negro como brillante era su extensión. Nunca supe si el hilo había resistido o no.
Era un agente de la ACNG. Cuando volví en mí, tres de ellos se encontraban de pie a mi alrededor, en círculo, como el círculo de médicos que rodeaba mi cama décadas atrás, cuando quedé inválido. Me encontraba de espaldas, sobre un claro relativamente seco de tierra esponjosa a orillas del angosto lago. Leisha estaba sentada un poco más lejos, apoyada contra un árbol de chirimoya, con la cabeza sobre las rodillas. Al otro lado del pantano, el avión de Kevin Baker ardía, el humo ascendía en ondulantes nubes.
—¿Leisha? —me oí graznar. Mi voz me parecía tan extraña como todo lo demás. Sólo que no me era extraño, en absoluto. Reconocí la pesadez del aire húmedo, el zumbido de los insectos, los charcos espumosos y las orquídeas, que parecían de cera blanca. Y, cubriéndolo todo, las grises barbas chorreantes del musgo. Yo me había criado en el interior de Louisiana. Esto era, tenía que ser, Georgia, pero la zona pantanosa es la misma. Era yo el que se había convertido en un extraño.
—La señora Camden estará bien en un momento —contestó uno de los agentes—. Probablemente sea sólo una conmoción. Viene ayuda en camino. Somos de la ACNG, señor Arlen. Quédese acostado; tiene la pierna rota.
Otra vez. Pero esta vez no sentía dolor. No quedaban en ella nervios que transmitieran el dolor. Alcé un poco la barbilla, sintiendo el tirón en los músculos del estómago. Mi pierna izquierda estaba doblada en un imposible ángulo agudo. Bajé la barbilla.
Las formas que se deslizaban en mi mente eran grises e informes por fuera, afiladas como estacas por dentro. Tenían una voz que decía: «¿No puedes hacer nada bien, tú, chico? ¿Quién te crees que eres, un condenado Auxiliar?»
—Una serpiente me mordió en la mejilla —dije con voz chillona, como la de un niño.
Un segundo hombre se inclinó y me miró de cerca, bizqueando. Yo tenía la cara cubierta de barro. Me dijo, sin demasiada aspereza:
—Viene en camino una doctora. No lo vamos a mover hasta que ella llegue. Sólo permanezca acostado y trate de no pensar.
No pensar. No soñar. Pero yo era el Soñador Lúcido. Lo era. Tenía que serlo.
—¿Estamos arrestados? —A mis espaldas, la voz de Leisha sonó espesa—. ¿Bajo qué cargos?
—No, por supuesto que no, señora Camden. Nos alegra poder serles útiles —dijo el nombre que me había mirado la mejilla. Los otros dos agentes permanecieron con el rostro inexpresivo, aunque vi parpadear a uno de ellos. Se puede transmitir desprecio con un parpadeo. Leisha y yo, asociados para colaborar en Huevos Verdes. Los manipuladores de genes. Los destructores del genoma humano.
Vi a Carmela Clemente-Rice, de pie junto al enrejado de mi mente, una limpia forma fría, vibrando suavemente.
—Ustedes son la ACNG —dijo Leisha. No era una pregunta, pero ella era abogada: esperaba respuesta.
—Sí, señora. Agente Thackeray.
—El señor Arlen y yo les estamos muy agradecidos por su ayuda. Pero con qué derecho...
Nunca llegué a enterarme de qué excusa legal iba a utilizar Leisha.
Unos hombres vestidos con harapos irrumpieron desde detrás de los árboles, a través de las enmarañadas vides, desde el mismo suelo fangoso. En un momento dado, no había nadie allí, y al siguiente estaban todos; así pareció. Gritaban, chillaban y aullaban. El agente Thackeray y sus dos desdeñosos suplentes no tuvieron tiempo siquiera de desenfundar sus revólveres. Echado sobre mi espalda, vi cómo los andrajosos sujetos se acercaban, mientras alzaban sus pistolas y disparaban a lo que parecía, pero no pudo haber sido, un blanco fijo. Thackeray y los dos agentes cayeron al suelo contorsionándose. Oí que alguien gritaba:
—¡Eh, sí, es una abominación, esa que está ahí es Leisha Camden! —Y un revólver que disparaba otra vez: una vez, dos veces. La primera vez, Leisha gritó.
Giré la cabeza en dirección a ella. Todavía estaba sentada contra el árbol de chirimoya, pero ahora su tronco se había inclinado hacia delante, con gracia, como si se hubiese quedado dormida. Había dos manchas rojas en su frente, una debajo de la otra, la de más arriba estaba enredada en una mecha de brillante pelo rubio que se había salvado del barro. Escuché un prolongado y quedo gemido, y pensé: «¡Está viva!», un pensamiento que era una brillante burbuja desesperada, hasta que me di cuenta de que el quejido era mío.
El hombre que había gritado «¡Eh, sí!», se inclinó sobre mí. Su aliento me dio en la cara; olía a menta y a tabaco:
—No se preocupe de nada, señor Arlen. Sabemos que usted no es una abominación contra la naturaleza. Está tan seguro como en casa.
—¡Jimmy! —gritó una mujer de voz aguda—. ¡Ahí vienen!
—Bueno, Abigail, estáis todos listos para recibirlos, ¿eh? —dijo Jimmy en tono razonable. Traté de arrastrarme hacia Leisha. Estaba muerta.
Leisha estaba muerta.
En lo alto se oyó el ronroneo de un avión. El equipo médico. Podrían ayudar a Leisha. Pero Leisha estaba muerta. Sin embargo, Leisha era una Insomne. Los Insomnes no morían. Vivían y vivían. Kevin Baker tenía 110 años. Leisha no podía estar muerta...
La mujer llamada Abigail bajó del terraplén hasta el pantano. Usaba botas de caña alta hasta la cadera, pantalones y camisa hechos jirones, y llevaba, apoyado sobre el hombro, un lanzacohetes, de diseño anticuado, pero reluciente de tan limpio. El avión médico plegó las alas para realizar un aterrizaje gravitacional. Abigail apuntó, disparó y lo derribó. Convertido en una segunda antorcha, cayó dentro del pantano.
—Muy bien —dijo alegremente Jimmy—. Eso es. Vengan todos, hagan trampas, los tendremos a todos por aquí en menos que canta un gallo. Señor Arlen, lo lamento, este viajecito va a ser terrible para usted, señor.
—¡No! ¡No puedo abandonar a Leisha! —No sabía lo que estaba diciendo. No sabía...
—Seguro que puede —dijo Jimmy—. No va a ponerse más muerta. Y usted no es nada de su clase, de todas formas. Ahora usted está en compañía de James Francis Marión Hubbley. ¿Campbell? ¿Dónde estás? Llévatelo.
—¡No! ¡Leisha! ¡Leisha!
—Ten un poquito de dignidad, hijo. No eres un crío berreando por su vieja.
Un hombre corpulento, de cerca de dos metros de alto, me recogió y me colocó sobre su hombro. No sentía ningún dolor en mi pierna, pero tan pronto como mi cuerpo golpeó contra el de él, un fuego rojo me punzó la espina dorsal, hasta el cuello, y lancé un alarido. El fuego ocupó toda mi mente, y la última visión que tuve de Leisha Camden fue la de su cuerpo graciosamente caído contra el árbol de chirimoya, como si se hubiera quedado tranquilamente dormida, envuelta en el fuego rojo de mi mente.
Desperté en un cuarto pequeño, sin ventanas, con paredes lisas. Demasiado lisas... como las nanoparedes, tan lisas, perpendiculares e impolutas eran. En ese momento no advertí que había hecho inconscientemente esta observación. Mi mente estaba obnubilada por la pena, que brotaba en chorros, en geiseres, en ríos de lava ardiente, del color de las dos manchas que abrían la frente de Leisha.
Estaba muerta de verdad. De veras lo estaba.
Cerré los ojos. La lava ardiente seguía allí. Golpeé el suelo con los puños y maldije mi cuerpo inútil. Podría haberme movido para protegerla, para interponerme entre ella y los andrajosos pistoleros...
Ni siquiera los entrenados agentes de la ACNG habían sido capaces de protegerla. Ni de protegerse ellos mismos.
No pude contener las lágrimas, que me resultaron embarazosas. La lava había tapado el cerrado enrejado de mi mente, y lo estaba enterrando, como me estaba enterrando a mí. Leisha...
—Ahora acabe con eso, hijo. Conserve algo de dignidad. No existe mujer nacida de hombre que merezca esa clase de comportamiento.
Era una voz amable. Abrí los ojos y el odio reemplazó a la lava. Me puse contento. El odio creaba una mejor forma: afilada, fría y muy compacta. Esa forma no me enterraría. Miré al preocupado rostro de James Francis Marión Hubbley perfilarse sobre mí, dejé que las formas compactas y frías se deslizaran a través de mí, y supe que iba a vivir, a permanecer alerta y dominarme, porque de otra manera no iba a poder matarlo. Sabía que iba a matarlo. Aunque eso significara que la suya fuera la última cara que yo viera.
—Así está mejor —dijo Hubbley con cordialidad, y se sentó sobre un tocón de árbol, con las manos sobre las rodillas, moviendo la cabeza alentadoramente.
Era realmente un tocón de árbol. En ese momento, las paredes emitieron luces intensas y entonces comprendí en qué clase de lugar me encontraba. Había visto ese tipo de paredes cuando había estado con Carmela Clemente-Rice, y también en Huevos Verdes. Era un búnker subterráneo, cavado en la tierra por los diminutos y precisos instrumentos de la nanotecnología, recubierto con alguna aleación por algún otro instrumento diminuto. Eliminar la tierra sobrante y colocar una capa de aleación no era difícil, me había dicho una vez Miri. Cualquier nanocientífico competente puede crear mecanismos inorgánicos que lo hagan. Las corporaciones lo hacían todo el tiempo, a despecho de las normas gubernamentales. Lo difícil era reproducir la nanotecnología con base orgánica. Cualquiera podía cavar un hoyo, pero sólo Huevos Verdes podía crear una isla.
Sin embargo, Hubbley no parecía un científico. Se inclinó hacia mí y me sonrió. Tenía los dientes podridos. Largos mechones de pelo grisáceo le colgaban a los costados de su cara larga y huesuda, con la piel quemada por el sol y descoloridos ojos azules. Una extraña protuberancia debajo de la piel le deformaba el costado derecho del cuello. Podía tener entre cuarenta y sesenta años. No usaba mono sino unos harapos a rayas de un tono pardusco apagado, pero sus botas de caña alta provenían, sin duda, de alguna tienda especializada. Nunca lo había visto antes, pero lo reconocí: pertenecía al atrasado y aislado Sur.
En la mayor parte del país, los almacenes del Supervisor de Distrito Tal, o los cafés del Congresista Cual, habían eliminado el comercio independiente. Si los Vividores podían obtener todo lo que necesitaban gratis, ¿por qué pagar por ello? Pero en el Sur rural, y en algunos lugares del Oeste, todavía se podían encontrar mercadillos, moteles cubiertos de maleza, burdeles y granjas para cría de pollos, que se empobrecían cada vez más desde hacía cuarenta años, pero todavía resistían porque el condenado gobierno no puede quitarnos el negocio de nuestra vida, ellos. A esa gente no le importaba demasiado ser pobre. Estaban acostumbrados a la pobreza. Era preferible a ser dominados por los Auxiliares. Intercambiaban sus mercaderías por artesanías, pollos o habichuelas, o por otros servicios. Desdeñaban los monos, las unidades médicas y el software escolar. Y dondequiera que existieran estos patéticos comercios, aparecían criminales como Hubbley. El robo también estaba al margen del gobierno, por lo que se convertía en una marca que llenaba de orgullo.
Hubbley y su banda eran capaces de robar almacenes, edificios de apartamentos, hasta gravicarriles, por algo que no necesitaban en absoluto. Podrían cazar y pescar en el pantano, y tal vez cultivar alguna cosilla. En algún lugar, debía de haber un alambique. Oh, yo conocía a Jimmy Hubbley, y muy bien. Lo había conocido toda mi vida, antes de que Leisha se hiciera cargo de mí. Mi viejo era un Jimmy Hubbley, sin la independencia para romper con el sistema al que había insultado hasta el día en que el whisky legalmente aprobado por el gobierno, ni siquiera uno de destilación casera, lo mató.
Y éste era el hombre que había matado a Leisha Camden. Las formas del odio tienen una gran energía, como los cuchillos robóticos.
—Esto es un laboratorio ilegal —dije.
—¡Eso es exactamente cierto! —contestó Hubbley, con la cara arrugada en una gran mueca—. Es usted listo, muchacho. Es nada más que un puesto de avanzada, y lo usa Abigail para sus equipos y nosotros para recoger suministros. Este lugar no lo utilizarán nunca más las abominaciones genéticas. Está visitando el Puesto Libre de Avanzada Francis Marión, señor Arlen. Y déjeme decirle que nos sentimos honrados de que esté con nosotros. Todos vimos sus conciertos. Es un Vividor, ¿correcto? Haber vivido con Auxiliares e Insomnes no lo ha dañado para nada. Pero así pasa con la sangre legítima, ¿no es así?
Su acento tenía algo extraño. Traté de descifrar qué era, y finalmente lo logré: no hablaba como un Vividor, no tenía nada de lo que Miri llamaba «intensificación de los pronombres personales», pero tampoco hablaba como un Auxiliar. Había algo artificial en las frases que usaba. Y yo había oído esa forma de hablar anteriormente, pero no recordaba dónde.
—¿Puesto Libre de Avanzada Francis Marión? —dije, para que siguiera hablando—. ¿Quién era Francis Marión?
Hubbley me miró de cerca, frunciendo el entrecejo. Se rascó la protuberancia del cuello y dijo:
—¿Nunca oyó hablar de Francis Marión, señor Arlen? ¿De veras? ¿Un hombre educado como usted? Fue un héroe, tal vez el héroe más grande que jamás haya tenido este país. ¿Nunca oyó hablar de él, señor?
Sacudí la cabeza. Ya no me dolía. Advertí que mi pierna había sido vendada. Me habían suministrado calmantes. Debía de haberme visto un médico, o al menos una unidad médica.
—Ahora no quiero hacer que se sienta mal —dijo Hubbley seriamente. Su larga cara huesuda irradiaba condescendencia—. Usted es nuestro huésped, y no está nada bien hacer sentir mal a un huésped por su ignorancia. Especialmente por una ignorancia que él no puede evitar. Es por el sistema escolar, una gran desgracia para una democracia, eso es lo que tiene la culpa aquí. Por completo. Así que no se preocupe por una ignorancia que no es culpa suya, señor.
Había matado a Leisha y a los agentes de la ACNG. Me había secuestrado. Y ahí estaba, preocupado por que no me sintiera mal por no saber quién era Francis Marión.
Por primera vez pensé que podría estar viéndomelas con un loco.
—Francis Marión fue un gran héroe de la Revolución Americana, hijo. El enemigo lo llamaba «El Zorro de los Pantanos». Se escondió en los pantanos de Carolina del Sur y de Georgia, y se abatió sobre los británicos, y luego volvió a confundirse en los pantanos. Nunca lo pudieron pescar. Peleaba por la libertad y la justicia, y utilizaba la naturaleza para que lo ayudara. No entorpecía.
Entonces descubrí de dónde me sonaba su forma de hablar.
Una vez Leisha y yo habíamos pasado toda una noche mirando viejas películas sobre un movimiento por los derechos civiles. No por los derechos civiles de los Insomnes, sino películas sobre un movimiento anterior a ellos, quizá cien años atrás, de los negros, o de las mujeres. O tal vez fuera de los asiáticos. Nunca fui muy bueno en historia. Pero tenía que preparar un trabajo para una de las escuelas a las que Leisha insistía en enviarme. No recuerdo la historia, pero sí recuerdo que Leisha buscó películas viejas que se pudieran adaptar a una tecnología decente, porque pensaba que yo no iba a leer los libros indicados. Estaba en lo cierto, y eso me molestó. Yo tenía entonces dieciséis años. Pero las películas me gustaron. Me quedé sentado en mi silla, contento porque eran las tres de la mañana y no tenía sueño, y estaba en vela, junto a Leisha. Todavía creía, a los dieciséis, que podría.
Toda la noche estuvimos mirando a comisarios que usaban automóviles terrestres, destrozando lugares a los que los votantes acudían personalmente: era una época anterior a los ordenadores. Vimos ancianas que se sentaban en el fondo de los autobuses. Vimos cómo se les negaba el acceso a los cafés a Vividores negros, aunque tuvieran sus fichas para comida. Todos ellos hablaban como James Francis Marión Hubbley. O, mejor dicho, él hablaba como ellos. Su discurso era una creación deliberada, una nueva puesta en escena de viejos tiempos, yendo hacia atrás a través de la historia hasta donde lo permitía la electrónica. Quizás él creyera que así hablaba la gente en la época de la Revolución Americana. Quizás él lo supiera bien. Fuera como fuese, era fruto de la disciplina y la deliberación.
Era un artista.
—Marión era enclenque —continuó diciendo Hubbley—, carecía de una educación sólida, era malhumorado y de malos modales. Sus rodillas eran defectuosas, desde el mismo día en que su vieja lo echó al mundo. Los británicos quemaron su plantación, sus hombres desertaban cuando sentían nostalgia de la familia, y su propio oficial comandante, el general de división Nathanael Greene, no le tenía mucha estima. Pero nada de eso detuvo a Francis Marión. Cumplió con su obligación por su país, su obligación como la veía él, aunque se viniera el mundo abajo.
—¿Y cuál imagina usted que es su obligación para con su país? —le pregunté, arrancándome las palabras a la fuerza. Los ojos le destellaron:
—Dije que era listo, hijo, y lo es. Lo ha pescado al vuelo. Estamos cumpliendo con nuestro deber, como lo hizo el Zorro de los Pantanos, que es el de luchar contra los opresores foráneos.
—Y en esta oportunidad los opresores foráneos son todos aquellos que tienen modificaciones genéticas.
—Lo entendió muy bien, señor Arlen. Los Vividores son la verdadera gente de este país, como lo era el ejército de Marión. Tienen la voluntad de decidir por ellos mismos en qué clase de país quieren vivir, y nosotros tenemos la voluntad también de decidir por nosotros mismos. Tenemos la voluntad, y tenemos la idea de cómo debería verse esta gloriosa nación, aunque no se vea exactamente como se ve ahora. Nosotros, los Vividores. Y si no me cree, eh, sólo mire el lío en que metieron a este gran país los Auxiliares: deudas con naciones extranjeras, alianzas intrincadas que nos exprimen hasta dejarnos secos, la infraestructura deshaciéndose ante nuestros propios ojos, la tecnología mal usada. Igual que los británicos, que usaron mal los cañones y las armas de su época.
Comenzó a latirme la cadera, difusamente. El calmante no era lo suficientemente potente. Todo esto ya lo había oído antes. No era más que odio contra la investigación, disfrazado de patriotismo. Y habían atrapado a Leisha, finalmente, los sicarios del odio. No pude soportar seguir mirando a Hubbley, y giré la cabeza.
—Por supuesto —dijo—, no se puede detener a la ingeniería genética. Y nadie debería hacerlo. Nosotros seguro que no, o no podríamos haber sacado de aquí este disolvente de duragem.
Giré lentamente la cabeza para mirarlo fijamente. Sonrió, haciendo una mueca. Sus desteñidos ojos azules relucieron en su cara quemada por el sol.
—No me mire así, hijo. No quiero decir yo, Jimmy Hubbley en persona. Ni siquiera esta brigada. Pero no pensará que este disolvente de duragem se dispersó por accidente, ¿verdad?
Fue en ese momento cuando me fijé en las paredes, nanotécnicamente perfectas, y recordé los informes de Miri, incapaces de señalar ni una sola fuente de la que pudiera haber surgido la filtración del disolvente.
—Somos muchos —dijo Hubbley, nuevamente serio—. Se necesita mucha gente para hacer una revolución. Tenemos el propósito de decidir en qué clase de país queremos vivir, y tenemos la idea. Y la tecnología.
—¿Qué tecnología? —pregunté, con la voz estrangulada.
—Toda. Bueno, posiblemente no toda. Pero mucha. Algo de nanotecnología inorgánica, algo de orgánica de bajo nivel.
—El disolvente de duragem... ¿cómo... ustedes...?
—Ahora, ya lo aprenderá a su debido tiempo. Por hoy ya es suficiente. Vamos a hacer caer a este falso gobierno, lo mismo que la Revolución hizo caer a los británicos. Tomamos la tecnología que necesitamos, como Marión tomó las armas directamente del enemigo. Porque, en 1781, justo frente al río Santee...
—Pero usted asesinó a los agentes de la ACNG...
—A los que tenían modificaciones genéticas —aclaró Hubbley brevemente—. Abominaciones contra la naturaleza. Eh, usar nanotecnología para un buen fin... no es distinto de usar los cañones en los tiempos del general Marión. Pero usarla con los seres humanos... ésa es otra guerra, hijo. No está bien. Las personas no son cosas, y no deberían ser tratadas como cosas, con sus partes alteradas, retrocapacitadas y realineadas. No son vehículos, ni fábricas, ni robots. Los Auxiliares de este país han estado tratando a la gente como cosas durante demasiado tiempo. A la gente Vividora.
—Pero usted no puede autorizar la ingeniería genética orgánica para microorganismos y esperar que no vaya a aplicarse también a las personas. Si se autoriza una...
—Eh, no —Hubbley se puso de pie y flexionó las piernas—. No es lo mismo, para nada. Está muy bien matar gérmenes, ¿verdad? Incluso matar animales para comer. Pero no está bien matar seres humanos. Hacemos esa distinción muy precisa en nuestras leyes sobre el asesinato, ¿no? ¿Por qué se piensa que no podemos hacer lo mismo con las leyes sobre ingeniería genética?
—¡No se pueden ocultar de la ACNG! —exclamé, antes de pensar en lo que iba a decir.
Hubbley me dirigió una amable mirada con sus acuosos ojos azules:
—Huevos Verdes lo hace, ¿no es así?
—Es diferente, son Súper...
—No son dioses. Ni siquiera ángeles —estiró la espalda—. La cuestión, señor Arlen, es que hace cinco años que venimos ocultándonos de la ACNG. Oh, no todos nosotros. El enemigo ha matado a unos pocos soldados hasta ahora. Y les causamos nuestras bajas, también. Pero seguimos aquí. Y el disolvente de duragem anda por ahí, llevando a toda esta guerra a un final más acelerado.
—¡No pueden esconderse de Huevos Verdes!
—Bueno, eso es más difícil. Pero el hecho es que sospecho que no lo hemos logrado. Sospecho que Huevos Verdes sabe mucho más sobre nosotros que la ACNG. Responde a la lógica.
Miranda nunca me lo había dicho. A mí, no. Jonathan nunca me lo había dicho, ni Christy, ni Nikos. A mí, no. A mí, no.
—Hasta ahora no hemos sido lo suficientemente fuertes como para encargarnos de Huevos Verdes, así que es una buena cosa que no nos hayan tomado en cuenta. Pero ahora es diferente: ni siquiera Huevos Verdes puede impedir que el gobierno siga perdiendo el control, no ahora que el disolvente de duragem no puede ser detenido.
—Pero...
—Es suficiente por ahora —dijo Hubbley, no sin cierta amabilidad—. Tenemos que empezar a movernos, ahora. La muerte de esos agentes habrá causado todo un desmadre de tíos desatados, dispuestos a reventarlo todo. La compañía tiene que estar lista para partir, y usted va a venir con nosotros. Pero no se preocupe de nada, señor Arlen; vamos a tener mucho tiempo, usted y yo, para conversar. Sé que todo esto es nuevo para usted, porque tuvo una mala educación. Y ha estado perdiendo el tiempo con los Insomnes, que no son verdaderamente humanos. Pero ya aprenderá mejor. No puede evitarlo, ahora que ha visto la verdadera guerra de cerca. Y le debemos esto. Usted ha sido una gran ayuda para nosotros.
No hice otra cosa que quedarme mirándolo. Una enfermiza inundación de formas se abrió paso desde los bordes de mi mente, una ola destinada a inundarme, a sumergirme.
—Que yo he sido...
—¡Bueno, por supuesto! —dijo Hubbley con lo que pareció auténtico asombro—. ¿No lo se lo había imaginado ya? Su último concierto, «El luchador», ha estado haciendo sentir a la gente mucho más independiente y lista para luchar con el deseo y con la idea. Usted ha logrado eso, señor Arlen. Probablemente no era su intención, pero ha ocurrido. Desde que usted comenzó a ofrecer «El luchador», nuestros reclutamientos se han incrementado en un trescientos por ciento.
No pude hablar. Se abrió una puerta, y Campbell apareció ante mí.
—Eh —dijo Hubbley—, incluso conseguimos que, hace dos meses, se nos uniera voluntariamente una célula de científicos expertos en modificaciones genéticas, sin necesidad de tortura ni nada. Ha marcado toda una diferencia, hijo. Y ahora, de veras que nos tenemos que ir. Campbell lo llevará. Si esa cadera empieza a doler demasiado, seguro que va a gritar. Tenemos más calmantes, y adonde vamos hay un doctor. No queremos que sufra, no con toda la ayuda que ha estado brindándonos, señor Arlen, señor.
»Usted está con nosotros. A algunos les lleva más tiempo que a otros darse cuenta, nada más. Llévalo con cuidado, Campbell... eso es, ¡vamos allá!
Campbell me cargó por el pantano durante cerca de dos horas, según pude calcular. Es difícil ser preciso con el tiempo porque todavía seguía ausente. Me llevaba sobre su hombro como si fuera un saco de soja, pero podría decir que estaba tratando de ser gentil. Aunque eso no ayudaba.
Caminábamos en fila de a uno, aproximadamente diez personas, conducidas por Jimmy Hubbley. Él conocía los pantanos. Los que lo seguíamos caminábamos por momentos sobre angostas ondulaciones de tierra semifirme, con charcos fangosos a cada costado, la clase de arena movediza que, cuando niño, había visto tragarse a un hombre en menos de tres minutos. En otras ocasiones, chapoteábamos a través de agua salobre, infestada de tortugas y serpientes. Todo el mundo usaba botas altas hasta la cadera. Se mantenían pegados a las densas marañas de vides, debajo del musgo gris que colgaba de los árboles. Eso no cambiaría nada, por supuesto, una vez que la ACNG trajera un robot rastreador, que es diez veces más eficiente que el mejor perro de caza en seguir el rastro de feromonas, no sólo rastreando su huella sino analizando su contenido. Esperaba encontrarme con la ACNG en dos horas.
Entonces vi que la última persona de la fila era una mujer. Abigail, la que había derribado el avión de rescate con un lanzacohetes. Lo había dejado en el puesto de avanzada. En su lugar, portaba sobre su cabeza una curvada máquina de color desvaído, parecida a una flecha de metal, colocada en posición paralela al suelo. Yo sabía lo que era: un supresor de feromonas de Harrison. Liberaba las moléculas que se hallaban en todo vestigio molecular humano y las neutralizaba. Era equipo militar clasificado, del cual tuve oportunidad de saber sólo a través de Huevos Verdes, y no había forma de que el Puesto Libre de Avanzada Francis Marión poseyera uno. Pero lo tenían.
Por primera vez empecé a creer a Jimmy Hubbley, cuando decía que su movimiento no estaba compuesto por fanáticos aislados.
Abigail estaba embarazada. Con sus brazos alzados sobre la cabeza, pude ver claramente la curva de su vientre bajo el mono, un embarazo de cerca de cinco meses. Mientras caminaba tarareaba para sí una alegre tonadilla sin melodía. Su pensamiento parecía estar a kilómetros de allí, en otros escenarios.
El pantano se hizo cada vez más denso y más cálido. Las ramas arañaban mi rostro, colgado indefenso sobre el hombro de Campbell. Serpientes del tamaño de la muñeca de un hombre se deslizaban en los charcos poco profundos. Algo parecido a un tronco se irguió, se deslizó bajo las negras aguas y desapareció, con un alboroto de siseantes burbujas: un caimán.
Cerré los ojos. El aire húmedo era pesado, lleno del aroma de las orquídeas blancas que crecían en el tronco de los fresnos. No eran parásitos; vivían del aire.
Los insectos zumbaban y picaban, en una nube constante.
—Bueno, aquí estamos —dijo Jimmy Hubbley—. Señor Arlen, señor, ¿cómo se encuentra?
No respondí. Cada vez que lo miraba mi mente se llenaba con las formas del odio, frías y punzantes como cuchillos. Leisha estaba muerta. Jimmy Hubbley la había matado. Estaba muerta. Yo iba a destruirlo.
No pareció importarle que no respondiera. Nos habíamos detenido bajo un enorme laurel cubierto de musgo gris. Numerosos árboles se erguían cerca de él. Un viejo ciprés caído había quedado casi convertido en pulpa, cubierto por las devoradoras ramas de una higuera que lo estrangulaba. En la tenebrosa media luz vi a un lagarto a rayas, que huía bajo las vides. Al otro lado del laurel había una extensión de musgo verde oscuro, suave y cuidado como el parque de un enclave. El lugar olía fuertemente a podredumbre selvática.
—Ahora, hijo, la parte que viene le podrá parecer un poco desconcertante. Es importante que recuerde que no se encuentra en peligro. Eso, y respirar profundamente, cerrar la boca y taparse la nariz. Y le diré también que yo iré primero, justamente para asegurárselo. De ordinario, iría primero Abby, pero esta vez lo haré yo. Al menos como muestra de deferencia hacia la novia.
Le sonrió a Abigail, exhibiendo sus dientes rotos. Ella le devolvió la sonrisa y bajó la mirada, pero un minuto después la pesqué mirando disimuladamente a uno de los otros hombres, con una expresión tan dura y significativa como una granada. Jimmy Hubbley no la vio. Profirió un grito de rebeldía, y saltó dentro de la extensión de musgo.
Quedé boquiabierto, con un jadeo que produjo un inesperado dolor en mi costado izquierdo. De inmediato, Jimmy quedó sumergido hasta la cintura en el negro y gelatinoso lodo que había debajo del musgo. Su única esperanza consistía en quedarse absolutamente inmóvil y permitir que Campbell tirara de él hacia arriba. En lugar de eso, meneó breve y vivazmente sus hombros, tapándose la nariz con una mano, y tomándose descuidadamente el costado con la otra. Permaneció inmóvil unos diez segundos, y luego algo lo succionó hacia dentro. Primero desapareció su pecho, luego sus hombros, y por último, su cabeza. El musgo, ligeramente salpicado de lodo, se cerró sobre él.
El corazón me martilleaba contra los pulmones.
Abigail fue la siguiente. Metió su supresor de feromonas de Harrison en una bolsa de sinteplast y la selló. Luego saltó dentro del musgo y desapareció.
—Tápese la nariz, usted —me dijo Campbell. Eran las primeras palabras que pronunciaba.
—Espere. Espere. Yo...
—Tápese la nariz, usted —me arrojó sobre el musgo.
Mi costado izquierdo aulló. Mis pies golpearon primero el musgo, pero no había sensibilidad allí, no la había habido durante décadas. No fue sino hasta que me sumergí a la altura de la cintura cuando sentí el lodo pegajoso que se me adhería como excremento, frío tras el cálido aire de la superficie. Olía a podredumbre, a muerte. Negras formas inundaron mi mente y forcejeé, aun cuando una parte de mí sabía que debía estar quieto, que no habría ayuda a menos que permaneciera absolutamente inmóvil, Leisha... Alguien lanzó una risita ahogada.
Luego algo me tiró desde abajo. Algo incorpóreo pero poderoso, como una ráfaga de viento. Me succionó hacia abajo. El musgo alcanzó mis hombros, y luego mi boca. Cubrió mis ojos, llenando el mundo con las mismas formas fecales que mi mente. Me sumergí.
Por tercera vez, como esperaba morir, el enrejado púrpura desapareció.
A continuación me encontré acostado sobre el suelo de una habitación subterránea, mientras unas manos enguantadas levantaban mi cuerpo envuelto en lodo y lo llevaban a rastras. El dolor provocaba espasmos en mi costado izquierdo. Alguien me limpió la cara. Las manos me quitaron la ropa y me empujaron bajo una ducha de sonar; el barro se me despegó de la cabeza y de las ropas en secos copos escamosos, que luego fueron succionados por un aspirador que había en el suelo de la ducha. Alguien aplicó un parche medicinal sobre mi columna y el dolor desapareció.
—Puede darse una ducha de verdad, también, si lo desea —dijo Jimmy Hubbley con amabilidad—. Algunos tipos lo necesitan. O piensan que lo necesitan —se detuvo ante mí, vestido con un mono limpio, en absoluto andrajoso, imposible de distinguir de cualquier otro Vividor salvo por su descuidada dentadura.
Abigail emergió de la ducha de agua, sin conciencia de estar desnuda, secándose el cabello. Su hinchado vientre de embarazada se meneaba ligeramente de lado a lado. Sonó una campanilla, aguda y melodiosa, y Campbell fue succionado hacia la plataforma de aterrizaje que, ahora lo podía ver, se extendía a sólo escasos centímetros de un saliente bajo. Inmediatamente, dos hombres tiraron de Campbell hacia fuera de la plataforma y le limpiaron los ojos y la nariz. Campbell se irguió, cubierto con el reluciente lodo, y se dirigió pesadamente hacia la ducha de sonar.
—Quítense los guantes, muchachos, y ayuden al señor Arlen, aquí. Joncey, vas a tener que apartar la mirada de tu adorable novia.
Uno de los dos hombres se sonrojó levemente. Hubbley pareció creer que esto era gracioso y lanzó una risotada, pero pude sentir las formas del enojo de Joncey en mi mente. No dijo nada. Abigail continuó secándose el pelo impúdicamente, sin ninguna expresión en la cara. Joncey y el otro hombre me alzaron tomándome por debajo de los brazos. Entre los dos me sacaron fuera de la ducha de sonar y me colocaron en el centro de la habitación. Joncey me tendió un par de monos limpios.
—¿Qué tamaño de botas usa, usted? —Era más joven que Abigail, y tenía el cabello negro y los ojos azules; era apuesto, aunque en un estilo tosco que nada tenía que ver con la ingeniería genética.
—Me gustaría recuperar mis propias botas —dije. Eran de cuero italiano. Me las había regalado Leisha—. Póngalas debajo de la ducha de sonar.
—Será mejor que use botas de las nuestras, usted. ¿Qué tamaño?
—Cuarenta y uno.
Salió de la habitación. Me vestí. El enrejado había vuelto a mi cabeza, tan ajustadamente cerrado como una de las exóticas flores de Leisha.
Realmente estaba muerta.
Joncey volvió con un par de botas y una silla de ruedas manual. Ni siquiera tenía tracción gravitacional, sino ruedas tradicionales que, evidentemente, se hacían girar a mano.
—Una antigüedad —dijo Jimmy Hubbley—. Lo siento, señor Arlen, señor, esta cosa, aquí, es lo mejor que pudimos hacer en tan poco tiempo. Pero usted nos va a dar un poco más de tiempo.
Me sonrió lleno de satisfacción, obviamente esperando que me sorprendiera el hecho de que este búnker subterráneo estuviera tan bien equipado como para que un inesperado prisionero lisiado pudiera ser provisto con una silla de ruedas. No reaccioné. Una vaga decepción brilló en su rostro.
Entonces logré captar su forma. Deseaba ser admirado. James Francis Marión Hubbley. Y ni siquiera sabía que dos de sus acólitos, Abigail y Joncey, ya estaban resentidos con él.
¿Hasta qué punto?
Debía averiguarlo.
Joncey y el otro me subieron a la silla de ruedas. Me coloqué las botas de Vividor. Vestido y sentado, en lugar de estar desplomado en el suelo como si fuera un pescado, me sentí menos desesperanzado. Leisha estaba muerta. Pero yo iba a destruir a los bastardos que la habían asesinado.
Estudié la habitación. Era baja, de no más de dos metros de altura; Campbell tenía que encorvarse. De ella nacían, en forma de radios, cinco corredores. Las paredes eran nanotécnicamente lisas. Sabía por Miranda que el punto débil de cualquier búnker subterráneo protegido es la entrada. Es lo que más probablemente detecten los expertos de la ACNG. El laboratorio de East Oleanta tenía un elaborado escudo creado por Terry Mwakambe; no había ninguna posibilidad de que la ACNG lo atravesara. Pero estas personas no eran Súper. No podían poseer tecnología más avanzada que la que tenía el gobierno. Sospechaba, sin embargo, que la charca del pantano que servía de entrada mostraba un uso de la tecnología en la que el gobierno no había pensado todavía, adaptada por algún científico loco que había crecido en la zona de los pantanos, y que era virtualmente indetectable. Hasta ahora.
¿Hasta dónde se extendería el sistema de túneles subterráneos? Con nanoexcavadoras, todavía en ese instante podrían seguir llevándose a cabo construcciones adicionales, a kilómetros de aquí, sin grandes perturbaciones en la superficie. Hubbley había dicho que su «revolución» había ido progresando durante cerca de cinco años.
Y esta gente había soltado el disolvente de duragem por todo el país sin que la ACNG imaginara jamás que no era responsabilidad de Huevos Verdes.
¿O acaso la ACNG lo sabía, y a pesar de eso filtraba a la prensa que los responsables eran los Súper? Porque estaba muy bien echar la culpa a los Insomnes, pero era embarazoso admitir que no se podía atrapar a un manojo de Vividores que tenían nanocientíficos, capturados o renegados, de su lado.
Yo no lo sabía. Pero sí sabía que en una guerra esta avanzada, estos túneles, contarían con terminales. Miri me había hecho memorizar códigos de acceso para la mayoría de los programas-tipo. Y aunque los programas no fueran estándar, Jonathan Markowitz me había hecho memorizar, una y otra vez, ardides para acceder a Huevos Verdes. Y Huevos Verdes lo controlaba todo. Tenía que haber una manera de llegar hasta ellos. Todo lo que necesitaba era un terminal.
Si Huevos Verdes lo controlaba todo, ¿no conocerían el movimiento clandestino?
Debían conocerlo. Recordaba a Miranda, inclinada sobre los papeles en Huevos Verdes: «No podemos localizar el epicentro del problema del duragem.» Pero los Súper, al menos, debían ser conscientes de que el disolvente estaba siendo liberado por algún grupo organizado de alcance nacional. Su inteligencia era demasiado elevada como para no saberlo.
Y Miranda no me lo había dicho.
—¿Tienes hambre, tú? —preguntó Joncey. Se dirigía a Abigail, que ahora vestía un mono verde, pero el que contestó fue Hubbley.
—Eh, sí. Vamos a por ello, muchachos.
Empujó mi silla él mismo. Lo dejé hacer, pasivo, sintiendo en mi mente las formas duras como varillas de fibra de carbono. Todos bajamos por el túnel que quedaba a la izquierda, pasando frente a varias puertas cerradas. En cierto momento, todos entraron por una de ellas, y Hubbley y yo por otra. La pequeña habitación estaba amueblada con mesa y sillas de madera, no de sinteplast. Sobre la pared colgaba el holorretrato de un soldado de nariz enorme y ojos oscuros, con alguna clase de uniforme anticuado.
—El mismo general de brigada Francis Marión —dijo, con satisfacción—. Siempre como aparte de la tropa, señor Arlen. Contribuye a elevar la moral. ¿Sabía usted, señor, que el general Marión era fanático de la higiene? Por Dios que sí. Afeitaba en seco a cualquier soldado que no apareciera acicalado y limpio en la revista, y él mismo bebía vinagre y agua todos los días de su vida, casi, para su salud. Bebida de los soldados romanos. ¿Sabía eso, señor?
—No sabía eso —dije. Mi odio hacia él encendió en mi mente formas frías, lustrosas. La habitación no tenía terminal.
—Ya en 1775, un general británico escribió: «Nuestro ejército será destruido por condenadas pequeñeces»... y Francis Marión fue la condenada pequeñez que aquellos pobres casacas rojas jamás vieron. Justo como esta guerra, que será ganada por condenadas pequeñeces, señor. —Hubbley rió, mostrando unos dientes marrones. Sus ojos descoloridos se arrugaron. Nunca me los sacó de encima.
—La voluntad y la idea, hijo. Nosotros tenemos ambos. La voluntad y la idea. ¿Sabe qué es lo que hace que la Constitución sea tan grandiosa?
—No —respondí. Entró un jovencito, vestido con un mono turquesa y largo cabello sujeto con una cinta. Llevaba potes de estofado caliente. Hubbley le prestó tanta atención como a un robot.
—Lo que hace que la Constitución sea tan grandiosa es que sitúa al hombre común en el proceso de toma de decisiones. Deja que nosotros decidamos qué clase de país queremos. Nosotros, el hombre común. Nuestra voluntad, y nuestra idea.
Leisha había dicho siempre que lo que hacía que la Constitución fuese tan grandiosa eran sus controles y equilibrios.
Estaba muerta. Realmente muerta.
—Es por eso, señor —continuó Hubbley—, que es indispensable que recuperemos a este gran país de manos de los patrones Auxiliares que nos esclavizan. Con pequeñeces, si es preciso. Sí, por Dios, con pequeñeces —atacó con placer su estofado.
—De hecho, preferiblemente con pequeñeces —dije—. No le gustaría tanto esta guerra como le gusta si tuviera que pelearla sobre tierra, en los tribunales.
Esperaba haberlo hecho enfadar. En lugar de eso, apoyó su cuchara y frunció el ceño, pensativo.
—Sí, creo que tiene razón, señor Arlen. De veras creo que tiene razón. Cada uno tiene el temperamento que Dios le dio, y el mío es pelear con pequeñeces. Igual que el general Marión. Ahora, ése es un punto de vista realmente interesante. —Volvió a su estofado.
Probé el mío. Fondo de soja Vividora ordinaria, pero con trozos agregados de carne de verdad, picantes y un poco duros. ¿Ardilla? ¿Conejo? Hacía décadas que no me había visto obligado a comer ninguno de los dos.
—No es que la Constitución no tenga sus propios límites —continuó Hubbley—. Ahora, vea a Abigail y a Joncey. Ellos entienden exactamente qué límites son necesarios. Están manipulando combinaciones genéticas de la forma correcta: a través de la procreación humana —arrastró las dos últimas palabras, saboreando cada sílaba—. Algunos genes de Joncey, algunos de Abigail, y la mezcla final en las manos de Dios. Respetan la clara distinción que hace la Constitución entre lo que debe manipular Dios y lo que debe manipular el hombre.
Yo necesitaba conocer todo sobre él, no importa cuan chiflado fuese, porque todavía no sabía qué necesitaría para matarlo.
—¿En qué parte de la Constitución se marca esa distinción?
—Ah, hijo, ¿no le han enseñado nada en esas escuelas elegantes? No debería permitirse, no, no debería. Porque, justo ahí en el Preámbulo, anuncia, tan claro como el día, que: «Nosotros, el Pueblo, estamos escribiendo esta cosa con Objeto de formar una Unión perfecta, establecer la Justicia, asegurar la Paz interior, proveer a la defensa común», etcétera. ¿Qué perfecta unión hay en dejar que los Auxiliares controlen el genoma humano? Eso separa y aleja a la gente. ¿Cuál es la Justicia de no permitir que el crío de Joncey y Abby comience su vida en pie de igualdad con un niño Auxiliar? ¿En qué colabora con la paz interior? Eh, colabora para que haya envidia y resentimiento, en eso colabora. ¿Y qué cosa es, en esta verde tierra de Dios, la «defensa común», sino la defensa de que la gente común, los Vividores, pueda hacer que sus hijos tengan tanto valor como un crío modificado genéticamente? Abby y Joncey están peleando por lo suyo, exactamente como cualquier padre natural en todas partes, y la Constitución les da el derecho a hacerlo, justo ahí, en su sagrado primer párrafo.
Nunca antes había oído a nadie usar la palabra «crío». Se sentó allí, comiendo su miserable estofado, Jimmy Hubbley, el ser más artificial y sincero que jamás había conocido.
Los argumentos intelectuales me confunden. Siempre me han confundido. Siento alzarse en mí ese sentimiento de impotencia, el mismo que siempre tuve al discutir con Leisha, con Miranda, con Jonathan, Terry y Christy. Lo mejor que pude contestar, ocultando mi enojo y odio, fue:
—¿Y qué le da a usted el derecho de decidir qué es lo correcto para ciento setenta y cinco millones de personas?
Me miró y volvió a arrugar el entrecejo. Adoptó de nuevo su tono apologético:
—¿Por qué, hijo...? ¿No es lo que está haciendo Huevos Verdes? —Lo observé fijamente—. Seguro que sí. Sólo que no pueden decidir por la gente común porque no lo son. Claramente. No como nosotros. No como él.
Señaló con la cuchara el retrato de Francis Marión. Trozos de estofado cayeron de la cuchara a la mesa.
—Pero...
—Necesita examinar sus principios, hijo —dijo, muy gentilmente—. Voluntad e Idea. —Volvió a su comida.
El jovencito volvió a aparecer con dos tazones. Whisky de destilación casera. Dejé el mío sin tocar, pero me obligué a comer el estofado. Necesitaría todas mis fuerzas. El odio brillaba en mí como una miríada de soles.
Hubbley habló más sobre Francis Marión: su coraje, su estrategia militar, su manera de vivir de los productos de la tierra.
—Verá, él escribió al general Horatio Gates pidiéndole suministros porque «somos pobres continentales sin dinero». ¡Pobres continentales! ¿No es grandioso? ¡Pobres continentales! Y eso somos nosotros —vació su whisky. Puro vinagre y agua.
—La ACNG los detendrá. O lo hará Huevos Verdes —dije, con voz ahogada.
—¿Sabe lo que dijo el teniente coronel Banastre Tarleton del Ejército de Su Majestad sobre Francis Marión? «Pero en cuanto a este condenado zorro viejo, ni el Diablo en persona podría agarrarlo.»
—Hubbley... usted no es Francis Marión.
Inmediatamente se puso serio:
—Bueno, por supuesto que no, hijo. Cualquiera puede verlo, tan claro que apenas necesita comentario, verdad, salvo por algún chiflado. Es claro como el día que no soy Francis Marión. Yo soy Jimmy Hubbley. ¿Qué le pasa, señor Arlen? ¿Se siente bien?
Se inclinó por encima de la mesa, con el rostro surcado de preocupación.
Podía sentir el ruido sordo que producía mi corazón en mi pecho. Era impenetrable, tan impenetrable como Huevos Verdes. Al cabo de un momento, me palmeó el brazo.
—Está bien, señor Arlen, señor, está un poco impresionado por los acontecimientos, es todo. Estará bien por la mañana. Es sólo el malestar del descubrimiento de la verdad después de tanto tiempo de creer en falsedades. Perfectamente natural. Ahora, no se preocupe por nada; estará bien por la mañana. Sólo duerma, y por favor, discúlpeme: tengo que asistir a un consejo de guerra.
Me palmeó nuevamente el brazo, sonrió y se fue. El muchacho hizo rodar mi silla hasta un dormitorio con una cama individual, un lavabo químico y un cerrojo en la puerta que se podía abrir solamente desde fuera.
Por la mañana vino el médico a examinarme. Resultó ser el hombrecito que había ayudado a Joncey en la plataforma de aterrizaje. Joncey estaba con él. Vi que lo estaba vigilando; aparentemente, el médico no pertenecía a Voluntad e Idea. Pero estaba autorizado a rondar por el recinto subterráneo, lo que significaba que probablemente sabía dónde estaban los terminales.
—La pierna se ve bien —dijo—. ¿Algún dolor en el cuello?
—No —Joncey se reclinó contra el vano de la puerta y sonrió. La sonrisa se le ensanchó, y pude ver de reojo a Abigail cuando pasaba por el corredor. Joncey dio un paso al otro lado de la puerta. Risillas y una peleíta.
Rápidamente y en voz baja dije:
—Doctor... puedo hacer que los dos salgamos de aquí, si me puede llevar hasta algún terminal. Conozco maneras de llamar pidiendo ayuda que anularán cualquier cosa que posiblemente tengan...
Su carita se arrugó, alarmado. Demasiado tarde advertí que, por supuesto, estaba controlado. La gente de Hubbley oía todo lo que él oía o decía.
Joncey regresó, y el doctor se apresuró con lo suyo, interesado sólo en permanecer con vida.
El enrejado de mi mente se había cerrado aún más que nunca, apretado como una forma amontonada, escondiendo su contenido. Hasta las formas diamantinas de su superficie parecían más pequeñas. Airadas, inútiles formas se movían pesada, lentamente a su alrededor, como peces tirados en la playa.
Hubbley me dejó con mis amargas formas hasta media mañana. Cuando abrió la puerta, parecía sombrío:
—Señor Arlen, señor, comprendo que quiera conseguir un terminal y echarnos encima a sus amigos de Huevos Verdes.
Lo miré con indisimulado odio, allí sentado en mi anticuada silla de ruedas.
Suspiró y se sentó en el borde del catre, con las manos sobre sus largas rodillas, y el cuerpo inclinado hacia delante con severidad:
—Es importante que entienda, hijo, que contactar con el enemigo en tiempos de guerra es traición. Ahora, yo sé que no es un soldado regular, al menos no todavía, sino más bien un prisionero de guerra, pero igualmente...
—Usted sabe que Francis Marión no hablaba de esa forma, ¿verdad? —dije, brutalmente—. Esa clase de habla sólo data de aproximadamente cincuenta años atrás, de las películas. Es falsa. Tan falsa como toda su guerra.
Su expresión no se alteró:
—Pero, por supuesto que el general Marión no hablaba así, señor Arlen. ¿Piensa que no lo sé? Sin embargo, es diferente de la manera en que habla mi tropa, es anticuada, y no es ni Auxiliar ni Vividora. Con eso es suficiente. No me interesa cómo sea expresada la verdad, en tanto se haga.
Me dirigió una mirada amable y paciente.
—Permítame recorrer el recinto con mi silla de ruedas —dije—. No voy a aprender sus verdades encerrado en este cuarto. Póngame un guardia, como el que tiene el doctor.
Hubbley se frotó la protuberancia del cuello:
—Bueno... podría hacerlo, supongo. No parece que usted pueda someter a nadie, sentado en esa silla.
De pronto las formas de mi mente cambiaron. Rojo oscuro, manchado de plata. La gente de Hubbley no efectuaba controles muy exhaustivos. El no había advertido que yo había entrenado mi torso con los mejores maestros en artes marciales que pudo pagar el dinero de Leisha. Ella había procurado ofrecerme una salida para mi rebeldía juvenil.
¿Qué otra cosa no sabía? Leisha, incapaz de alterar mi ADN no Insomne, había hecho, no obstante, cuanto había podido por mí. Mis ojos tenían implantadas córneas con enfoque bifocal periférico aumentado; los músculos de mis brazos habían sido aumentados. Probablemente ellos considerarían esto abominaciones, crímenes contra la humanidad común de la Constitución.
Intenté parecer ansioso:
—¿Puedo pedir que Abigail sea mi guardián?
Hubbley rió:
—No te hará ningún bien, hijo. Abby va a casarse con Joncey en un par de meses. Dará a ese crío un verdadero papi. Abby tiene por aquí un montón de encaje, en alguna parte, para un vestido de novia.
Vi a Abigail con sus botas y su camisa rota, disparando un lanzacohetes al avión de rescate. No podía imaginarla vestida de novia. Luego me di cuenta de que tampoco podía imaginar a Miranda así vestida.
Miranda.
Apenas había pensado en ella desde la muerte de Leisha.
—Pero le diré una cosa —comentó Hubbley—. Ya que está tan ansioso de compañía femenina, le asignaré una mujer para que lo vigile. Pero, señor Arlen, señor...
—¿Sí?
Sus ojos parecieron más oscuros, más serios:
—No olvide que esto es una guerra, señor. Y aun agradecidos como estamos por la ayuda que sus conciertos nos han brindado, usted es prescindible. Sólo recuérdelo.
No contesté. Una hora más tarde, la puerta se volvió a abrir y entró una mujer. Era, debía de ser, la gemela de Campbell. De casi dos metros de altura, casi tan musculosa como él. Su corto cabello color caca estaba aplastado rodeando una cara hosca, con las pesadas mandíbulas de Campbell.
—Soy la guardiana, yo —su voz era aguda y aburrida.
—Hola. Soy Drew Arlen. Usted es...
—Peg. Sólo compórtese como es debido, usted. —Me contempló con indisimulado disgusto.
—Correcto —dije—. ¿Y qué combinación natural de genes la ha producido a usted?
Su disgusto no aumentó, no titubeó. En mi mente, la vi como un sólido monolito, granítico, como una roca.
—Lléveme donde sea que esté su café, Peg.
Cogió la silla de ruedas y la empujó con brusquedad. Bajo su mono verde, sus fuertes músculos vibraron. Ella pesaba alrededor de quince kilos más que yo; tenía más largo alcance, y estaba en una excelente forma.
Vi el cuerpo de Leisha, ligero y delgado, apoyado contra el árbol de chirimoya, con dos agujeros rojos en la frente.
El café era una habitación grande en la que convergían varios túneles. Había mesas, sillas, un holoterminal de los más simples, solamente receptor. Mostraba una carrera de motos. No había cinta transportadora, pero varias personas estaban comiendo potes de estofado de soja. Se giraron indisimuladamente cuando Peg hizo rodar mi silla hasta dentro. Al menos media docena de caras eran claramente hostiles.
Abigail y Joncey estaban sentados en una mesa más alejada. Ella estaba verdaderamente cosiendo retazos de encaje... a mano. Era como ver que alguien fabricara velas, o cavara un hoyo con una pala. Abigail me echó una mirada, y luego pasó por alto mi presencia.
Peg empujó mi silla contra una de las mesas, me sirvió un pote de estofado y se acomodó para mirar la carrera de motos. Su enorme cuerpo sobresalía de la silla de sinteplast de tamaño estándar.
Miré la carrera mientras lo observaba todo a través del área de visión periférica de mis córneas. El encaje de Abby tenía un complejo diseño de pequeñas formas oblongas, todas distintas entre sí, como copos de nieve. Recortó uno y se lo mostró, riendo, a Joncey. Tres hombres jugaban a las cartas; el que yo podía ver tenía un par de reyes. Después de un momento le dije a Peg:
—¿Así es como pasáis todos los días? ¿Contribuyendo a la revolución?
—Cállese, usted.
—Quiero ver algo más del recinto. Hubbley dijo que podía si tú me llevabas.
—Diga «coronel Hubbley», usted.
—Coronel Hubbley, entonces.
Levantó mi silla con tanta fuerza que me chocaron los dientes, y me empujó a través del corredor más cercano:
—¡Eh! ¡Más despacio!
Disminuyó la velocidad hasta un arrastre insolente. No discutí. Traté de memorizarlo todo.
No era fácil. Los túneles parecían todos iguales: blancos, lisos, nanoperfectos, cubiertos con aleación resistente a la suciedad y con puertas blancas idénticas, sin marcas. Traté de dejar caer pequeños trozos de comida y marcas de botas, para reconocer el camino. Una vez vi un pequeño trozo de encaje atrapado en una puerta, y supe que Abigail debía de haber pasado por ahí. Peg me empujaba como un robot, impasible e infatigable. Yo iba perdiendo la pista de lo que trataba de memorizar.
Al cabo de tres horas, dejamos atrás a un robot de limpieza, que estaba recogiendo lo que yo había tirado para marcar el camino.
En todo el recorrido vi solamente dos puertas abiertas: una era un baño común, la otra se abrió sólo un momento, permitiéndome echar un rápido vistazo a instrumentos de alta seguridad, hileras e hileras de ellos. ¿Disolventes de duragem? ¿O algún otro destructor del genoma no-humano que Jimmy Hubbley creía que debía ser liberado sobre sus enemigos?
—¿Qué era eso? —le pregunté a Peg.
—Cállese, usted.
Una hora después volvimos a las áreas comunitarias. Todavía estaban almorzando. Peg me empujó hacia una mesa vacía y colocó otro pote de estofado frente a mí. Yo no tenía hambre.
Después de algunos minutos, Jimmy Hubbley vino a sentarse conmigo.
—Bueno, hijo, espero que haya quedado satisfecho con su excursión.
—Oh, fue grandioso —respondí—. Vi toda clase de contribuciones a la revolución.
Rió.
—Oh, está bien. Pero no querrá que le muestre todo antes de que esté listo. Hay tiempo, hay tiempo.
—¿No teme que sus tropas se cansen de no hacer nada, como ahora? ¿Qué hacía el general Marión con sus hombres entre las batallas? —Dejé mi cuchara; lo odiaba demasiado como para intentar siquiera comer en su presencia. Dios, deseaba un trago.
Pareció sorprendido:
—Señor Arlen, no todos los días no hacen nada. Hoy es domingo, sabático. Venga mañana, volvemos al ejercicio regular. El general Marión conocía el valor de un día para descansar y recuperar el espíritu humano.
Miró alrededor, con satisfacción, a los que jugaban a las cartas sin orden ni concierto, a los que miraban la carrera, deprimidas figuras probablemente drogadas. Solamente tres rostros en toda la condenada habitación mostraban verdadera animación. Joncey y Abigail, sonriéndose el uno al otro, Abby aún cosiendo ondulantes modelos de encaje. Y Peg.
—Cómase su estofado, hijo —indicó amablemente Hubbley—. Necesita alimentarse para conservar las fuerzas.
Dejé la cuchara donde estaba:
—No —dije—, no lo haré.
Por supuesto que no lo entendió. Pero Peg, con cautela animal, captó algo en mi tono. Me miró fijamente, antes de volver a mirar a Jimmy Hubbley, con su hosca cara transformada por el temor y el respeto, y la desesperanza, anhelante de amor por una persona ordinaria que para ella, claramente, estaba tan por encima de ella como un dios.