11
BILLY WASHINGTON: EAST OLEANTA
El día siguiente de que East Oleanta destrozara el almacén, ellos, la comida comenzó a venir por aire. Como le había dicho a la doctora Turner, no éramos todos así en East Oleanta. Sólo algunos gilipollas, más otros como Celie Kane, que siempre se enfadan por cualquier cosa, ellos, y se volvieron momentáneamente locos. Todos se calmaron cuando el avión comenzó a venir todos los días, sin artículos del almacén, pero con un montón de comida. La técnica que controlaba los robots de distribución sonrió abiertamente, ella, y dijo:
—Atención de la congresista Janet Carol Land. Pero tenía con ella tres robots de seguridad, y la rodeaba un resplandor azulado que la doctora Turner dijo que era un escudo personal de las fuerzas armadas.
La doctora Turner se fue, ella, de la parte trasera de la cocina, justo una hora antes de que los robots de distribución comenzaran a marchar hacia allí. Por poco la atrapan, a ella.
—Toda Roma se encuentra en el Foro —dijo, lo cual no tenía sentido. Volvió al Hotel de la Representante Estatal Anita Clara Taguchi.
Después se rompió la ducha de mujeres de los baños. Se rompió un robot de seguridad. Se rompieron las luces de las calles, o algo que las controlaba dejó de funcionar. Tuvimos un helado ramalazo de aire ártico, y la nieve no paró de caer.
—¡Condenada nieve! —refunfuñaba Jack Sawicki cada vez que lo veía. Las mismas palabras, las mismas, cada vez que lo veía, como si el problema hubiese sido la nieve. Jack había perdido peso. Creo que no deseaba ser alcalde nunca más.
—¡Son los Auxiliares los que nos están haciendo esto! —chilló Celie Kane—. ¡Están manipulando el jodido clima, ellos, para matarnos a todos, nosotros!
—Venga, Celie —dijo, razonable, su padre—, nadie puede controlar el clima.
—¿Cómo sabes lo que son capaces de hacer, ellos? ¡No eres más que un viejo tonto! —Doug Kane volvió a tomar su sopa, mirando un concierto del Soñador Lúcido que daban por el terminal.
Ya en casa, Lizzie me dijo:
—¿Sabes, Billy? El señor Kane tiene razón. Nadie puede controlar el clima. Es un sistema caótico.
Yo no sabía lo que eso significaba. Lizzie decía un montón de cosas que no sabía, yo, desde que había estado haciendo software a diario con la doctora Turner. Ahora, casi podía hablar como una Auxiliar. Pero no si se hallaba su madre cerca. Lizzie era demasiado lista, ella, para eso. La escuché decirle a Annie:
—Nadie puede controlar el clima, nadie.
Y Annie, contando unos bollos pegajosos y unas hamburguesas de soja que se estaban asando en un rincón del apartamento, asintió sin prestarle atención y dijo:
—Hora de irse a la cama, Lizzie.
—Pero estoy en mitad de...
—¡A la cama!
En mitad de la noche alguien aporreó la puerta del apartamento.
—¡B-B-Billy! ¡Annie! ¡D-d-déjenme en-n-trar!
Me senté en el sofá donde dormía, yo. Durante un minuto creí que estaba soñando. La habitación estaba completamente a oscuras.
—¡D-d-déjenme e-en-entrar!
Era la doctora Turner. Me levanté del sofá, tropezando. Se abrió la puerta del dormitorio y apareció Annie, con su camisón blanco y Lizzie pegada a ella como viento de cola.
—¡No abras esa puerta, Billy Washington! —ordenó Annie—. ¡No la abras, tú!
—Es la doctora Turner —dije. No podía mantenerme erguido, yo, tan borracho de sueño como estaba. Me tambalee y me cogí del borde del sofá—. No quiere causar ningún daño, ella.
—¡Nadie va a entrar aquí! ¡No vamos a atender a razones, nosotros!
Entonces vi que ella también estaba borracha de sueño. Abrí la puerta.
La doctora Turner entró tropezando, ella, con una maleta en la mano pero vestida con camisón, cubierta de nieve. Su hermosa cara de Auxiliar estaba blanca y le castañeteaban los dientes:
—¡Cierren con llave!
—¿La están persiguiendo, ellos? —preguntó Annie.
—No. N-n-n-no... s-sólo déjeme c-c-calentarme...
Entonces me di cuenta. El hotel no estaba tan lejos del apartamento, aunque estaba nevando. La doctora Turner no tenía por qué estar tan helada. La así de los hombros.
—¿Qué sucedió en el hotel?
—La u-u-unidad de c-c-calefacción s-s-se apagó.
—La unidad de calefacción no puede apagarse —repuse. Sonaba como Doug Kane tratando de hablar con Celie—. Es energía Y.
—N-n-no el equipo de circulación. Debe de t-t-tener partes d-d-de duragem. —Se detuvo junto a nuestra unidad y empezó a frotarse las manos; todavía tenía la cara del mismo color que la nieve que se apilaba en las calles.
—¡Oigo gritos! —exclamó de pronto Lizzie.
—Est-t-tán quem-m-mando el hotel.
—¿Quemándolo? —dijo Annie—. ¡La espuma premoldeada no arde!
La doctora Turner sonrió, ella, con esa sonrisa torcida de los Auxiliares que indica que finalmente los Vividores se daban cuenta de algo que los Auxiliares ya sabían.
—Lo están intentando, de cualquier forma. Les dije que con eso no iban a acabar con el disolvente de duragem, y que probablemente alguien resultaría herido.
—Usted les dijo —dijo Annie, con una mano apoyada sobre su ancha cadera—. Y luego viene acá, con una multitud detrás de usted...
—Nadie me está siguiendo. Están demasiado ocupados en contravenir las leyes de la física. Y además me estoy congelando, Annie. ¿A qué otro sitio podría ir? La técnica reprogramó los códigos de entrada a la cocina, y de todas maneras todavía está llena de robots de distribución cada vez que aparece ese impredecible avión.
Annie la miró y ella miró a Annie. Pude advertir, yo, que había algo raro en lo que decía la doctora Turner. No estaba implorando ayuda, aunque sus palabras así lo indicaran. Ni siquiera trataba de sonar razonable. Lo que la doctora Turner realmente estaba preguntando era: «¿A qué otro sitio podría ir? ¿Puede indicarme otro lugar que no se me haya mencionado?» Y no se lo estaba preguntando a Annie. Me lo estaba preguntando a mí.
Yo no estaba dispuesto a decirle, a ella, que por fin ya lo sabía. Sabía dónde estaba Edén.
—Puedes quedarte aquí, con nosotros —dijo Lizzie, y sus grandes ojos pardos se dirigieron a su madre. Sentí los músculos de mi espalda hechos un nudo, ellos. Aquí estaba, el Armagedón entre Annie y la doctora Turner. Sólo que no ocurrió. No todavía. Tal vez porque Annie temía averiguar, ella, por quién tomaría partido Lizzie.
—Muy bien —dijo Annie—, pero sólo porque no puedo, yo, ver que nadie se muera congelado, o despedazado por esos condenados gilipollas. Pero no me gusta, a mí.
A nadie se le habría ocurrido lo contrario. Tuve la precaución, yo, de no mirar a nadie.
Annie le dio a la doctora Turner algunas mantas de la pila almacenada contra la pared oeste. Teníamos todo allí, nosotros, ocupando todo el espacio: mantas, monos, sillas, cintas, comida podrida y qué sé yo cuántas cosas más. Me pregunté, yo, si debía darle el sofá a la doctora Turner, pero desparramó sus mantas sobre el suelo, ella, y me figuré que podría hacerme compañía, ella, pero también tenía treinta años menos que yo. O veinte, o cuarenta... Con los Auxiliares nunca se puede decir, realmente.
Todos nos volvimos a acostar, nosotros, pero los gritos de afuera siguieron oyéndose durante largo rato. Por la mañana, el Hotel de la Representante Estatal Anita Clara Taguchi estaba destruido. Todavía en pie, porque la doctora Turner tenía razón, y la espuma premoldeada no arde, pero las puertas y las ventanas habían sido sacadas de sus goznes, y todo el mobiliario estaba roto, hasta el terminal no era más que una pila de chatarra tirada en la calle. Jack Sawicki parecía muy serio, él, con respecto a esto. Ahora todo lo que tenía para hablar con Albany era el terminal del café. Además, estas cosas son caras. La representante estatal Taguchi iba a enojarse como el demonio, ella.
La nieve entró por las ventanas del hotel y se acumuló sobre el suelo, y por el aspecto que ofrecía se podía pensar que el lugar había estado desierto durante años. Al mirarlo, algo se me retorció en el pecho. Estábamos perdiendo más y más cosas, nosotros.
Esa tarde, el avión no vino, él, y para la hora de la cena del día siguiente se había terminado la comida en el café.
Hay un lugar, río arriba, a casi un kilómetro del pueblo, al que suelen ir los ciervos, ellos. Cuando teníamos un robot guardián, les lanzaba perdigones, en invierno. Los perdigones contenían una especie de droga, para que los ciervos no pudieran reproducirse, ellos, más allá de los alimentos que el bosque les proporcionara. El robot guardián no fue nunca reemplazado, él, desde antes del asunto de los mapaches rabiosos, durante el verano. Pero los ciervos siguen viniendo al claro. Sólo hacen lo que hicieron toda la vida, ellos, porque no conocen otra cosa.
O tal vez sí conocen, ellos. Aquí el río fluía lo bastante rápido para no congelarse por completo, a menos que la temperatura bajara muchos grados. La nieve barría el claro y se apilaba sobre la falda de la colina boscosa de atrás, así que les resultaba fácil encontrar las plantas. Habitualmente, se podían divisar dos o tres ciervos sin tener que esperar demasiado.
Cuando fui allí, yo, con el viejo rifle de Doug Kane, alguien había llegado primero. La nieve estaba manchada de sangre, y un cadáver carcomido yacía al costado del riachuelo. La mayor parte de la carne estaba estropeada por culpa de alguien demasiado haragán o demasiado estúpido para cortarla correctamente. Los bastardos ni siquiera se molestaron en arrastrar el cadáver fuera del agua.
Caminé, yo, un poco más lejos. Estaba nevando, pero no muy fuerte. La tierra crujía bajo mis pies, y mi aliento parecía humo. Me dolían la espalda y las rodillas, y no traté siquiera, yo, de caminar sin hacer ruido. «No vayas solo, tú», había dicho Annie, pero yo no quería que dejara sola a Lizzie. Y era más cierto que el infierno que no iba a llevar conmigo a la doctora Turner. Había venido a quedarse con nosotros, ella, y probablemente eso estuviese bien porque los Auxiliares tienen toda clase de cosas que uno ni sospecha hasta que las necesita, como la medicina de Lizzie del verano pasado. Pero la doctora Turner era una mujer de ciudad, ella, y espantaría a la caza, abriéndose camino entre la maleza como un elefante, o un dragón, o cualquiera de esos monstruos de otras épocas. Yo necesitaba cazar algo ese día. Necesitábamos la carne, nosotros.
En una semana habíamos consumido toda nuestra comida almacenada. Una cochina semana.
Desde Albany no llegó nada más, ni por el carril, ni por aire, ni por el circuito de gravedad. La gente irrumpió en el café, ellos, en la cocina donde Annie solía cocinar pastel de manzanas para la cinta transportadora, pero no había quedado nada.
Me fui alejando, siguiendo la corriente. Cuando era muchacho, yo, me encantaba ir al bosque en invierno. Pero entonces no tenía miedo de mi sombra. Entonces no era un viejo tonto con la espalda dolorida, que lo único que tiene en la cabeza son los grandes ojos oscuros de Lizzie, nublados por el hambre. No puedo soportar eso, yo. Nunca.
Lizzie. Hambrienta...
Cuando salí del pueblo, con el rifle bajo mi chaqueta, todos se dirigían al café. Algo tramaban, no sabía qué. No quería saberlo. Lo único que quería, yo, era evitar que Lizzie tuviera hambre.
Sólo podía imaginar, yo, dos maneras de lograrlo. Una era ir al bosque y cazar alguna pieza para comer. La otra era llevar a Lizzie y a Annie al Edén. Lo había hallado, yo, justo antes de que dejara de funcionar el tren por última vez. Encontré a esa joven cabezona en el bosque y la seguí, yo, y ella permitió que la siguiera. Vi una puerta abierta en la montaña, donde no debía haber ninguna puerta. La joven entró por ella y vi que la puerta se cerraba otra vez, como si nunca hubiese habido allí puerta alguna. Pero un instante antes de que se cerrara, la joven Insomne se giró, ella, directamente hacia mí, y me dijo: «No traiga a nadie más aquí, señor Washington, a menos que sea absolutamente necesario. No estamos adecuadamente preparados para ustedes todavía.»
Esas fueron las palabras más aterradoras que jamás he oído, yo.
¿Preparados para nosotros para qué?
Pero llevaría a Lizzie y a Annie si tenía que hacerlo, yo. Si tenían demasiada hambre. Si no encontraba otra forma de procurarles comida.
Llegué a un lugar en el que solían crecer las violetas, allá por junio. Me puse de rodillas, que chillaron de dolor, ellas, pero no me importó. Desenterré todos los bulbos de violeta que pude encontrar y los metí en mis bolsillos. Se pueden asar. También había llenado mi mono de bellotas, que se machacan hasta convertirlas en harina —agotadora tarea, ésa—, y algunas ramitas de nogal, que se hierven y sirven como sal.
Luego me puse, yo, sobre una roca, a esperar. Me quedé tan quieto como me fue posible. Mis rodillas dolían como el demonio. Esperé, yo.
Un conejo salió de la espesura, él, en la orilla opuesta, como en su casa. Tranquilo, despreocupado. Un conejo no representa tanta comida que justifique gastar una bala. Pero tenía demasiado frío, yo, así que sabía que pronto comenzaría a temblar, y luego no sería capaz de darle a nada.
¿Bala o conejo? Decídete de una vez, viejo tonto.
Vi los hambrientos ojos de Lizzie.
Lenta, muy lentamente, alcé el rifle, yo, y apreté el gatillo. El conejo no llegó a oírlo. Voló por el aire, y cayó otra vez, limpiamente. Vadeé el riachuelo, y lo cogí.
Algo tenía de bueno: cabía debajo de mi chaqueta, él. Un ciervo no habría cabido. No quería que alguien hambriento viera mi conejo, y tampoco quería quedarme dando vueltas cerca de donde había sonado el disparo. Es demasiado sencillo quitarle algo a un viejo.
Pero nadie lo intentó, hasta que me vio la doctora Turner:
—¿Va a despellejar eso? —dijo, alzando la voz al final. Podría haberme echado a reír, yo, con sólo verle la cara, si pudiera creer que era divertido.
—¿Va a comérselo, usted, con la piel, acaso?
No dijo nada. Annie soltó un bufido. Lizzie dejó a un lado su terminal y se acercó a mirar.
—¿Cómo vamos a cocerlo, Billy? —dijo Annie—. La unidad de energía Y no da calor suficiente para eso.
—Yo lo coceré. Esta noche, en el río. Puedo hacer un fuego que casi no eche humo, yo. Y voy a asar los bulbos de violeta sobre el carbón —me sentí bien al ver cómo me miró Annie entonces.
—Pero si tú... —comenzó a decir Lizzie—, ¿adonde vas, Vicki?
—Al café.
Alcé la vista. Tenía las manos manchadas de sangre. Era una buena sensación.
—¿Para qué va a ir allá, doctora? No es seguro para usted. Los pandilleros todavía se juntan en el café, ellos. La cinta transportadora de comida está vacía, pero el holoterminal funciona.
Se echó a reír.
—¡Oh, no se preocupe por mí, Billy! Nadie me molesta. Pero algo se está tramando allí y quiero saber qué es.
—Hambre, eso es lo que es —dijo Annie—. Y en el café no parece muy distinta a la que hay aquí. ¿No puede dejar tranquila a esa pobre gente, usted?
—Yo también soy parte de «esa pobre gente», como usted dice —contestó la doctora Turner, aún sonriente, aunque no había dicho nada gracioso—. Tengo tanta hambre como ellos, Annie. O como usted. Y voy a ir al café.
—¡Bah! —resopló Annie. No creía, ella, que la doctora Turner no estuviera, de algún modo, comiendo alguna comida de Auxiliares, y nadie podía convencerla de lo contrario. Con Annie, nunca se puede.
Terminé de despellejar el conejo, yo, y les mostré a Annie y a Lizzie cómo se debían machacar las bellotas para convertirlas en harina. Hay que agregar un poquito de ceniza a la cocción, para quitarle el gusto amargo. Había anochecido, ya estaba oscuro. Envolví el conejo en un mono de verano, que impedía que el olor se expandiera, a menos que un perro se acercara a olfatear. Me puse una pequeña linterna Y en el bolsillo y me dirigí hacia el río, yo, para encender el fuego.
Sólo que no fui al río.
Más y más gente iba hacia el café. No sólo los pandilleros, sino gente común. En la penumbra invernal, se afanaban por llegar, apresurándose, como si algo estuviera persiguiéndolos, yendo tras los pasos de cada uno de ellos. Bueno, algo estaba persiguiéndome también a mí. Aspiré con fuerza, para asegurarme de que nadie podría oler la carne fresca del conejo, y luego entré en el café.
Todo el mundo estaba mirando el concierto del Soñador Lúcido, «El luchador».
Tuve la sensación de que todos habían estado mirándolo el día entero, ellos. Más y más, yendo y viniendo, pero hasta los que se iban volvían para ver más. Sospecho, yo, que si se tiene la panza vacía, ayuda sentirse bien mentalmente. El concierto estaba justo finalizando cuando entré, y la gente estaba frotándose los ojos, llorando, y con aspecto aturdido, como ocurre siempre tras un sueño lúcido. Pero vi enseguida que la doctora Turner se hallaba bien, ella. Algo más estaba ocurriendo.
Jack Sawicki se plantó frente al holoterminal y lo apagó. El Soñador Lúcido, en su silla a motor, con esa sonrisa suya que siempre se siente como cálida luz de sol, desapareció.
—Pueblo de East Oleanta —dijo Jack, y se detuvo. Se debió haber dado cuenta, él, de que sonaba como algún político Auxiliar—. Escuchad, todo el mundo. Estamos metidos en un río de mierda aquí. Pero podemos hacer algo, nosotros, por nosotros mismos.
—¿Como qué? —preguntó alguien, pero educadamente. De veras quería saber. Traté de ver, yo, quién era, pero la multitud era muy compacta.
—La comida se acabó —dijo Jack—. El gravicarril no funciona. En el terminal oficial de Albany, no contesta nadie. Pero nos tenemos a nosotros. ¿A qué distancia estamos de Coganville? ¿A diez kilómetros? Tal vez allí tengan comida, ellos. Tienen allí un apeadero de la concesión del gravicarril, y además están en una línea estatal, así que tienen dos posibilidades de que alguno de los trenes todavía funcione, ellos. O quizá su congresista o su supervisor o alguien haya acordado que la comida llegue por aire, como la nuestra, sólo que no se interrumpió. Están en un distrito parlamentario diferente. No sabemos, nosotros. Pero podemos ir caminando hasta allá, algunos de nosotros, y ver. Podríamos conseguir ayuda.
—¿Diez kilómetros por las montañas, y en invierno? —gritó Celie Kane—. ¡Estás más loco de lo que creía, Jack Sawicki! ¡Tenemos a un loco, nosotros, por alcalde!
Pero nadie la secundó en sus gritos. Me subí a una silla, yo, contra la pared trasera, para poder ver mejor. La sensación que se tiene después de un sueño lúcido todavía los embargaba. O quizá no. Quizás el concierto se hubiera metido dentro de ellos, de tanto verlo. De cualquier modo, no estaban enfurecidos, ellos, protestando contra los políticos Auxiliares que nos habían metido en este lío, salvo Celie Kane y unos pocos como ella. Siempre hay alguno. Pero la mayoría de los rostros que veía, yo, parecían pensativos, y la gente hablaba en voz baja. Algo se me movió en el vientre, algo que yo no sabía que existía.
—Iré, yo —dijo Jack—. Podemos seguir la línea del gravicarril.
—Ha de estar cubierta por la nieve amontonada —dijo Paulie Cenverno—. Hace dos semanas que no hay trenes que se abran camino a través de la nieve y la aflojen.
—Llevad una unidad Y —dijo de pronto una voz de mujer—. Encendedla al máximo y derretid lo que podáis.
—Voy a ir, yo —dijo Jim Swikehardt.
—Si armáis un carrito, vosotros —agregó Krystal Mandor—, podréis traer más comida.
—Si tienen comida, ellos, podríamos establecer un enlace regular...
La gente comenzó a sugerir ideas, pero sin disputas. Diez hombres se acercaron a Jack Sawicki, más Judy Farrell, que mide más de un metro ochenta, ella, y puede vencer a Jack en una lucha mano a mano.
Bajé de la silla, yo. Una de mis rodillas crujió. Me abrí camino a través del gentío, y me detuve junto a Jack.
—Yo también, Jack. Voy contigo.
Alguien rió, alto y con grosería. No era Celie. Pero luego se callaron, todos a la vez.
—Billy... —dijo Jack, con su voz amable. Pero no lo dejé terminar. Hablé realmente en voz baja y rápidamente, yo, así nadie más que Jack, y el que estaba al lado de él, Ben Radisson, podían escuchar:
—¿Vas a detenerme, Jack? Si vais a ir, ¿vais a impedirme caminar detrás de vosotros? ¿Vais a derribarme de un golpe, vosotros, para que no pueda seguiros? Lizzie tiene hambre. Annie no tiene a nadie más que a mí. Si no hay suficiente comida en Coganville como para traer bastante, ¿vas a decirme que Annie y Lizzie van a obtener un reparto equitativo, ellas? ¿Con la doctora Turner viviendo con nosotros?
Jack no contestó. Ben Radisson asintió con la cabeza, él, muy lentamente, mirándome directamente a los ojos. Es un buen hombre. Por eso le permití escuchar.
Sentía la carne tibia del conejo contra mi pecho. Nadie la había olido. Nadie pudo ver el bulto, porque después de todo no era más que un pedacito de carne, un insignificante conejito, patético como una mierda. Lizzie tenía hambre. Annie era una mujer corpulenta. Iba a ir, yo, a Coganville.
Pero no iba a decírselo a Annie. Me mataría, ella, antes de que pudiera tener la oportunidad de salvarla.
Partimos, nosotros, con las primeras luces, doce personas. Más habrían asustado a la gente de Coganville. No queríamos, nosotros, lo que tenían ellos para su uso. Sólo el sobrante.
No, no es cierto. Queríamos, nosotros, todo lo que necesitábamos.
Me levanté del sofá sin hacer ruido, para no despertar a Annie y a Lizzie que dormían en sus habitaciones. Pero la doctora Turner, envuelta en su pila de mantas, me oyó, la condenada. Un hombre no puede tener intimidad con los Auxiliares.
—¿Qué pasa, Billy? ¿Adonde va? —susurró.
—Al Edén, no —le dije—. Vuelva a acostarse, maldita sea, y déjeme en paz.
—Van a otro pueblo a buscar comida, ¿no es verdad?
Recordé, yo, que la noche anterior había dicho que iba al café. Pero no la vi allá, yo. Sin embargo, los Auxiliares se enteran de cosas, ellos. De algún modo. Uno nunca sabe qué es lo que ellos saben.
—Escuche, Billy —dijo, con verdadero cuidado, pero luego se detuvo como si no supiera qué era lo que yo debía escuchar.
Me puse tres pares de calcetines, yo, hasta que pudo continuar.
—Hay una novela, escrita hace mucho tiempo...
—¿Una qué? —pregunté, y luego me insulté a mí mismo. No debía preguntarle nada, yo. Podía hablarme sin parar, todo el tiempo.
—Un cuento. Sobre un pequeño sitio en el que la gente creía en compartir todo. Hasta que llegó una época de escasez, y la gente que había quedado atrapada en un tren averiado necesitó comida del pueblo más cercano. Los pasajeros no habían comido nada en dos días. Pero los habitantes del pueblo no tenían suficiente comida para ellos mismos, y la poca que tenían no la podían compartir. —El susurro en la habitación a oscuras se oía sordo, apagado.
No pude evitar preguntarle, yo. Me gustan los cuentos.
—¿Qué le ocurrió a la gente del gravicarril?
—Arreglaron el tren justo a tiempo.
—Suerte para ellos —dije. Pero nadie iba a arreglar nuestro gravicarril ni la cocina del café. No esta vez. La doctora Turner lo sabía, ella.
—Era un cuento de hadas, Billy. Valiente, inspirador y dulce, pero un cuento de hadas. Usted está en los reales Estados Unidos. Así que lleve esto con usted.
No me dijo que no fuera, ella. En lugar de eso, me dio una cajita negra que apretó contra mi cinturón, y se quedó pegada en él. Sentí un palpitar divertido dentro de mi pecho. Sabía lo que era, aunque nunca había usado uno antes, y no imaginaba que lo iba a hacer. Era un escudo de energía de uso personal.
—Toque aquí —dijo la doctora Turner—, para activarlo. Y en el mismo lugar para desactivarlo. Detiene condenadamente bien cualquier ataque que no sea nuclear.
Activado, no se sentía nada en especial. Sólo un ligero cosquilleo, y bien podía ser mi imaginación. Pero pude ver un débil resplandor a mi alrededor.
—Pero tenga cuidado, Billy, no lo pierda —dijo la doctora Turner—. Lo necesito. Podría necesitarlo desesperadamente.
—¿Por qué me lo da, usted, entonces? —exclamé, pero ya lo sabía, yo. Era por Lizzie. Todo era por Lizzie. Como debía ser.
De todas maneras, la doctora Turner probablemente tuviera otro. Los Auxiliares no dan nada a menos que les sobre.
—Gracias —dije, más bruscamente de lo que deseaba, pero no pareció importarle.
La mañana era fría y clara, con esa clase de amanecer rosado y dorado que convierte la nieve limpia en algo glorioso. No había viento, gracias a Dios. El viento nos habría calado muy profundo. Caminamos, nosotros, a lo largo de la pista del gravicarril hacia Coganville. Nadie habló demasiado. En una ocasión, Jim Swikehardt dijo «bello», refiriéndose al sol, pero nadie respondió.
Al principio la nieve no era muy profunda porque la espesura a los costados de la vía lo impedía. Más adelante se hizo más profunda. Stan Mendoza y Bob Gleason llevaban unidades de energía Y, ellos, que habían arrancado de algunos edificios, y con ellas apuntaron a los lugares donde se veía más densa, y la derritieron. Las unidades eran pesadas, y los hombres jadeaban por el esfuerzo. Era una marcha lenta, colina arriba, pero lo hicimos. Yo era el último.
Tres kilómetros más adelante el corazón me martilleaba en el pecho y las rodillas me dolían. No les dije nada, yo, a los demás. Estaba haciéndolo por Lizzie.
Hacia el mediodía, aparecieron algunas nubes y comenzó a soplar el viento. Perdí la cuenta, yo, de qué distancia podíamos haber recorrido. El viento soplaba directamente sobre nuestras caras. Stan y Bob hacían girar las unidades calefactoras a nuestro alrededor, siempre que podían, y entonces caminábamos a través de un aire un poco más cálido, que el viento se apresuraba a barrer.
Me puse a pensar, yo, tropezando en la nieve.
«¿Por qué no se puede... no se puede...?»
—¿Necesitas descansar, Billy? —me preguntó Jack. Pude ver diminutos cristales de hielo en el vello de su nariz—. ¿Es demasiado para ti?
—No, estoy bien —dije, sin importarme que fuese mentira. Pero tenía que decir, yo, lo que había comenzado—. ¿Por qué no pueden... hacer los Auxiliares montones de... montones de... unidades calefactoras para que nosotros... llevemos...
—Tranquilo, Billy.
—... llevemos puestas en nuestros guantes, en nuestras botas y monos... en invierno? Si la energía Y es tan barata...
Nadie contestó, nadie. Llegamos a un gran ventisquero, y dirigieron sus unidades calefactoras hacia él. Se derretía, en verdad, con mucha lentitud. Finalmente avanzamos con grandes dificultades, a través de lo poco que se había derretido, con la nieve hasta la cintura, más húmeda y más pegajosa de lo que habría estado si no hubiéramos tratado de derretirla. Jack trastabilló, él. Stan lo levantó. Judy Farrell se puso de espaldas al viento, para descansar un instante, y sus mejillas tenían ese color rojo y blanco que indica que van a doler como el demonio cuando finalmente se calienten.
Por fin, Jim Swikehardt dijo, en voz muy, muy baja:
—Porque nunca pedimos, nosotros, montones de calefactores pequeños, y ellos nos dan sólo lo suficiente para conservar nuestros votos —después de eso, nadie dijo nada más.
No sé, yo, qué hora era cuando llegamos a Coganville. El sol estaba totalmente oculto tras las nubes. Aún no era el atardecer. El pueblo estaba tranquilo y silencioso, y no había nadie en las calles. Se veían brillar las luces en todas las ventanas. Caminamos por la calle principal, nosotros, hasta el Café del Congresista Joseph Nicholls Capiello, y oímos música. Un holocartel resplandecía en el techo, con luces azules y púrpuras: «¡GRACIAS POR ELEGIR A LA SUPERVISORA DE DISTRITO HELEN ROSE TOWNSEND!» Parecía que aquí el mundo seguía siendo normal, y los que estaban fuera de lugar éramos nosotros.
Pero, a esta altura, ya no creía eso, yo.
Entramos en el café. Seguramente era muy tarde para almorzar, y demasiado temprano para cenar, pero el café estaba lleno de gente. Se estaban preparando para una noche de apuestas de carreras de motocicletas. Había banderas de sinteplast y arcos. Se habían colocado las mesas contra la pared para dejar libre el centro como pista de baile. El olor a comida proveniente de la cinta transportadora nos golpeó al mismo tiempo que el calor, y juro que vi lágrimas en los ojos de Stan Mendoza.
Todos se quedaron quietos, ellos, cuando entramos.
—¿Quién es el alcalde aquí? —preguntó Jack.
—Soy yo —dijo una mujer—. Jeanette Harloff.
Tenía alrededor de cincuenta años, ella, el cabello plateado y grandes ojos azules. La clase de Vividora sobre la que se bromea acerca de que tiene modificaciones genéticas, aunque uno sepa que no las tiene. Habladurías de la gente, nada más. La gente puede ser condenadamente estúpida. Pero tal vez ésa fuera la razón por la que esta mujer era la alcaldesa, ella. Nadie iba a decirle lo que tenía o no tenía que hacer.
Jack explicó, él, quiénes éramos y qué queríamos. En el café, todos prestaban atención. Alguien había apagado el holoterminal. Se podría haber oído la pisada de un ratón.
Jeannette Harloff nos estudió con verdadera atención. Sus grandes ojos azules tenían una expresión fría. Pero, finalmente, dijo:
—El gravicarril principal se ha averiado, pero tenemos un apeadero que aún funciona. Mañana nos llega otro cargamento para la cocina. Y se puede confiar realmente en nuestro congresista, él. No nos faltará comida, a nosotros. Tomen lo que necesiten.
Jack Sawicki bajó sus ojos hacia el suelo, él, como si se sintiera avergonzado. Todos lo estábamos, nosotros. No sé de qué. Éramos ciudadanos Vividores, después de todo.
La alcaldesa y dos hombres nos ayudaron, ellos, a llenar los dos carritos con todo lo que pudimos sacar de la cinta transportadora. Jeanette Harloff quería que nos quedáramos a pasar la noche en el hotel, pero dijimos que no, nosotros. Todos teníamos lo mismo en la mente. Allá en casa, en East Oleanta, nos estaban esperando, hambrientos: los niños, las esposas, las madres y los amigos, con sus barrigas que gruñían y dolían, y con esa mirada de agotamiento en sus rostros. Preferíamos emprender el regreso ahora, nosotros, aunque oscureciera, que escuchar esas barrigas y ver esas caras en nuestras mentes. Fuimos llenándonos la boca con comida mientras llenábamos los carritos, y llenando nuestros monos, nuestros sombreros y nuestros guantes. Abultábamos como mujeres embarazadas, nosotros. La gente de Coganville observaba en silencio. Algunos se fueron del café, ellos, con la vista baja.
Deseé decirles: «Confiamos en nuestra congresista, también, nosotros. Una vez.»
Cogimos toda la comida que había preparada en la cinta transportadora, pero los carritos podían contener todavía más. Cuando se terminó, nos detuvimos, nosotros, y esperamos que los robots de la cocina prepararan más. Y durante todo ese tiempo, nadie, salvo Jeanette Harloff, nos dirigió la palabra. Nadie.
Cuando nos fuimos, nosotros, llevábamos grandes cantidades de comida. Pensándolo ahora, veo que no sería tan grande la cantidad cuando había que alimentar a toda la gente hambrienta de East Oleanta. Deberíamos volver al día siguiente, u otro lo haría. Nadie se lo dijo a Jeanette Harloff. No podría decir, yo, si se lo imaginaba.
El cielo mostraba ese aspecto que indica que la mayor parte del día se ha ido. Stan Mendoza y Scotty Flye, los más jóvenes y fuertes, arrastraron al principio los carritos, ellos. Los patines eran de espuma plástica curvada, más lisos que los de madera. Se deslizaban fácilmente por la nieve. Esta vez, al menos, teníamos el viento de cola.
Al cabo de media hora, Judy Farrell dijo:
—Ni siquiera podemos hablar por el terminal, nosotros, con el pueblo más próximo. Podemos hablar con Albany, nosotros, o con cualquier político Auxiliar, y conseguir fácilmente información, pero no podemos hablar con el pueblo más próximo para decirles que nos quedamos sin comida.
—Nunca lo pedimos, nosotros —dijo Jim Swikehardt—. Era más divertido tomar el gravicarril. Daba algo que hacer.
—Y mantiene separada a la gente —dijo Ben Radisson, sin enojarse, como si nunca antes se le hubiera ocurrido—. Deberíamos haberlo pedido, nosotros. —Y después de eso, nadie dijo nada.
Cuando oscureció, el frío se volvió tan lacerante como el dolor. Podía sentir, yo, el agujero abierto en mi pecho a través del que silbaba el viento. Hacía un ruido en mi interior que podía oírlo en mis oídos. Las luces Y hacían que la vía pareciera tan brillante como el día, pero el frío era una cosa oscura, que nos rodeaba como un animal rabioso.
Sin embargo, prácticamente estábamos en casa. No faltaba más que un kilómetro. Entonces se oyó el disparo de un rifle, y el joven Scotty Flye cayó muerto.
En un instante estuvieron sobre nosotros, ellos. Reconocí a la mayoría, yo, aunque sólo recordaba los nombres de dos: Clete Andrews y Ned Zalewski. Pandilleros. Diez o doce de ellos, de East Oleanta, de Pilotburg y de Carter's Falls, que habían venido antes de que se averiara el gravicarril, y se quedaron. Gritaban y armaban jaleo, ellos, como si fuera un juego. Saltaron sobre Jack, Stan y Bob y vi caer a los tres, aunque Stan era un hombre corpulento y Bob un buen luchador, él. Los pandilleros no gastaron más balas, ellos. Tenían cuchillos.
Presioné sobre la cajita negra que llevaba en el cinturón.
Apareció el cosquilleo, y el resplandor. Un gamberro saltó sobre mí, y lo oí golpear contra el metal sólido. Así sonaba. Podía oírlo todo. Judy Farrell lanzó un alarido, y Jack Sawicki gimió. Los ojos del gamberro, bajo su máscara de esquí, se abrieron como platos:
—¡Coño! ¡El viejo de mierda tiene un escudo, él!
Tres de ellos se abalanzaron sobre mí. Sólo que no era sobre mí, sino sobre una fina capa a tres centímetros de mi cuerpo, como si yo fuera una tortuga con un caparazón irrompible. No podían tocarme, ellos, sólo empujarme y golpear el caparazón. Por último el gamberro gritó algo sin sentido, él, y empujó el escudo con tanta fuerza que caí sobre el borde de la vía, bajo un pequeño terraplén, llenándome de nieve como los muñecos de nieve que solía hacer Lizzie, ella. Algo se quebró en mi rodilla.
Cuando pude arrastrarme, yo, de vuelta a la vía del gravicarril, los gamberros habían desaparecido en el bosque, llevándose con ellos los carritos.
Solamente Scotty estaba muerto. Los demás estaban malheridos, ellos, especialmente Stan y Jack. Puñaladas, cabezas rotas, y no podría decir cuántas cosas más. Nadie podía caminar. Me arrastré por la nieve, a lo largo del último kilómetro, con temor de llevar alguna de las linternas, buscando la vía a tientas cada vez que me caía. Algunos hombres de East Oleanta me encontraron, a mitad de camino, justo cuando creía que ya no podía más. Habían oído el disparo del rifle.
Salieron a recoger a los demás. Alguien, no sé quién, me llevó a casa de Annie. Fuera quien fuese, no dijo nada acerca de mi escudo personal Auxiliar. O quizá, para ese momento, estuviera desactivado. No lo recuerdo, yo. Todo lo que puedo recordar es que no cesaba de repetir: «¡No los aplasten! ¡No los aplasten!» Tenía seis bocadillos en el bolsillo de mi mono. Para Lizzie, Annie y la doctora Turner.
Luego no se puso todo negro, como dijo Annie más tarde. Se puso rojo, con relámpagos de dolor en mi rodilla, tan brillantes que creí que me matarían.
Pero no lo hicieron, por supuesto. Cuando el rojo desapareció, ya era el día siguiente, y yacía, yo, sobre la cama de Annie, con ella dormida a mi lado. Lizzie también estaba allí, al otro lado de Annie. La doctora Turner estaba inclinada sobre mí, haciéndole algo a mi rodilla.
—¿Han comido? —croé.
—Por ahora —contestó la doctora Turner. Su voz era sombría. Lo que dijo a continuación no tenía sentido para mí—: Afrontar la adversidad contribuye a la solidaridad común.
—Traje comida para Annie y Lizzie, yo —dije. Parecía un milagro. Annie y Lizzie tenían algo para comer. Lo hice, yo. Ni siquiera pensé, entonces, que dos bocadillos no las saciarían durante mucho tiempo. Ni se me ocurrió. Debía de ser alguno de esos calmantes, que nublan la mente.
La expresión de la doctora Turner cambió. Pareció sobresaltarse, ella, como si lo que yo había dicho fuera una buena respuesta a lo que ella había dicho, aunque no lo era, porque yo no había comprendido sus grandes palabras. Pero no me importaba, a mí. Annie y Lizzie tenían algo para comer. Lo hice, yo.
—Ah, Billy —dijo la doctora Turner, en voz baja y triste, lúgubre, como si se hubiera muerto alguien. O algo. ¿Qué?
Pero no era problema mío. Me dormí, yo, y en todos mis sueños Annie y Lizzie me sonreían, bajo una luz de sol verde y dorada como el verano en la montaña, allí donde lo supe más tarde, que Stan, Scotty, Jack, y el «algo» de la doctora Turner habían muerto realmente, después de todo.