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DREW ARLEN: FLORIDA

Estuve bajo tierra, con el Puesto Libre de Avanzada Francis Marión, durante dos meses, a lo largo de septiembre y octubre.

Nunca creí que fuera posible ocultarse de la ACNG durante días, semanas y meses. El puesto de avanzada estaba formado por un hatajo de chiflados. ¿Qué posibilidades tenían de escapar del gobierno después de haber matado a tres agentes de la ACNG y a Leisha Camden y de haber hecho estallar un avión de rescate de la Agencia? Ninguna. Nada. No era posible. Eso es lo que había creído.

Tampoco creí que fuera posible ocultarse de Huevos Verdes. Cada día, cada hora, esperaba que vinieran a buscarme.

Las formas que aparecían en mi mente eran delgadas y frágiles, como membranas nerviosas. Vulnerables. Inciertas. Estas formas nadaban alrededor del inmóvil enrejado verde como peces espectrales. A veces tenían cara, o el esbozo de una cara, en las sombras inciertas. A veces, eran mi cara.

A las cinco de la mañana de mi segundo día bajo tierra, había sonado una alarma. Mi corazón dio un vuelco: sus defensas habían cedido. Pero tan sólo era un toque de diana.

Peg entró, con su andar desgarbado, de mal humor. Me llevó, con mi silla de ruedas, a un baño común: me tiró adentro y me sacó. No le revelé que podía haberlo hecho solo. Luego me llevó a la zona comunitaria, repleta de gente que comía deprisa, tanta gente que algunos engullían su comida de pie. Sacó de su bolsillo un trozo de papel y me lo alargó, de malos modos:

—Ten. Tuyo.

Era un programa de trabajo, impreso, cuyo encabezamiento decía: «Arlen, Drew, asignado temporalmente a la Compañía 5.»

—He sido asignado a la Compañía 5. ¿Es tu grupo, Peg?

Emitió un bufido de burla y me llevó de vuelta, empujando mi silla con tanta fuerza que estuve a punto de caer al suelo.

La Compañía 5 se había reunido en una gran sala subterránea vacía: lugar de revista. No vi a Joncey, ni a Abigail, ni a ningún otro que conociera. A lo largo de dos horas estuvieron haciendo ejercicios calisténicos. Deliberadamente, intenté realizar débiles imitaciones en mi silla. Peg gruñía y sudaba.

Luego siguieron otras dos horas de holoinstrucción sobre armas propelentes, láser, biológicas y gravitacionales. Me sorprendió que Hubbley me dejara verlo, pero luego lo entendí: no esperaba que tuviera la posibilidad de decírselo a nadie.

Mientras el holovídeo explicaba la forma de cargar, cuidar y usar un arma, los veinte miembros de la Compañía 5 practicaban con el objeto real. Me encontraba a tres metros de arrebatarle el revólver a Peg y matarla de un disparo. Ella ni se molestó en tomar precauciones, aunque pude ver que algunos de ellos me observaban atentamente. Probablemente Peg no tomaba precauciones porque así se lo había ordenado Hubbley. Quizás ésta era la manera que tenía Francis Marión de lograr la conversión de sus prisioneros de guerra.

Almuerzo; luego más entrenamiento físico; luego, un holovídeo acerca de cómo vivir de los productos de la tierra. Increíblemente, provenía de la Oficina de Documentos Gubernamentales. Me quedé dormido.

—Mire la Verdad Política, usted —dijo Peg, dándole una patada a la silla.

Me empujó más cerca del resto de la compañía, que estaban sentados en el suelo, formando un semicírculo, frente a la holo-pantalla. Todos estaban sentados muy derechos. Pude sentir tensas formas, que se tensaban cada vez más, en mi mente. La atmósfera estaba cargada y provocaba escozor. Estábamos ahí para algo más interesante que ver el documental de la Oficina de Documentos Gubernamentales.

Jimmy Hubbley entró y se sentó con la compañía. Nadie lo saludó. Comenzó otra holoproyección.

Tenía la deliberada textura granulada que muestran las películas de un momento real no editadas. No hay manera de alterar cualquier parte de ellas sin destruir la totalidad. Es la misma técnica holocreativa que utilizo en mis conciertos, aunque mis equipos compensan el granulado con efectos de esfumado de los bordes, como en un sueño. Pero es importante para la gente ver un concierto de la vida real, no uno que fue creado pegando trozos entre sí y editándolos posteriormente. Necesitan saber que ése soy realmente yo.

Este holo había sucedido de verdad.

Mostraba toda la instalación subterránea, incluyendo a James Hubbley en el momento de obtener el disolvente de duragem en un laboratorio clandestino. Los apresados inventores eran luego forzados a producir disolventes en enormes cantidades, que eran almacenados en pequeñas cubetas, completamente solubles una vez abiertas. No se había liberado su contenido hasta que todas las cubetas quedaron almacenadas a lo largo de todos los Estados Unidos. A continuación, el disolvente programado había sido liberado simultáneamente en todas partes, de manera tal que no pudiera rastrearse el origen. Yo estaba recibiendo una información por la que la ACNG habría dado las vidas de todos sus miembros.

El laboratorio principal estaba situado en la parte superior del estado de Nueva York, en las montañas Adirondack, cerca de un pueblecito llamado East Oleanta.

Me quedé sentado, quieto, permitiendo que las formas de mi mente me cubrieran. Era imposible luchar contra ellas. Miranda había dicho siempre que East Oleanta había sido elegido por Huevos Verdes al azar, escogido por un ordenador con un programa de azar para eludir los programas locales deductivos de la ACNG. Eso es lo que me había dicho.

«Eres una parte necesaria del proyecto, Drew. Un miembro de pleno derecho.»

—Muy bien —dijo Jimmy Hubbley, cuando terminó el holo—, ahora, ¿quién puede decirme por qué vemos aquí este holo una y otra vez, prácticamente casi todos los malditos días?

Una joven dijo con fervor:

—Porque compartimos los conocimientos, nosotros, por igual. No como los Auxiliares.

—Está muy bien, Ida —dijo Hubbley, sonriéndole.

Un hombre, con una voz profunda de campesino, dijo:

—Necesitamos, nosotros, conocer los hechos para poder tomar las decisiones correctas sobre nuestro país. La idea de una América para americanos reales y humanos. La voluntad nos llevará hasta allí.

—Está bien —dijo Hubbley—. ¿No les suena bien, soldados?

—Pero ¿no significa, eso, que deberíamos preguntarles a todos, en todo el país, lo que piensan? ¿Por votación? —preguntó alguien, titubeando.

Hubo una pequeña agitación en la habitación.

—Si tuvieran todo el conocimiento que nosotros tenemos, Bobby, seguro que significaría eso —dijo gravemente Hubbley. Una luz brillaba en sus ojos descoloridos—. Pero no saben todo lo que nosotros sabemos. No han tenido el privilegio de luchar por la libertad en la línea del frente. Especialmente, no han visto el holo del laboratorio capturado. No conocen las armas de que ahora disponemos. Podrían pensar que esta revolución es inútil, sin saber eso. Pero nosotros sí lo sabemos. Así que tenemos la obligación de decidir por ellos, y de actuar con la mejor de las voluntades por nuestros compañeros americanos.

Varias cabezas asintieron. Noté cuan especiales se sentían Ida, Bobby y Peg al decidir por ellos mismos en defensa de los mejores intereses de todos los americanos. Lo mismo que había hecho Francis Marión.

Sentí la voz de Miranda en mi cabeza: «Tal vez no puedan comprender las consecuencias biológicas y sociales del proyecto, Drew, no más de lo que los contemporáneos de Kenzo Yagai podían comprender las consecuencias sociales de la energía barata y ubicua. Él tuvo que avanzar y desarrollarla sobre las bases de sus proyecciones mejor informadas. Y así lo hacemos nosotros. No lo podrán comprender a fondo hasta que suceda.»

Porque eran gente común. Como Drew Arlen.

Hubo un largo silencio. La gente se revolvía en el suelo, cambiando de posición, o se sentaba antinaturalmente erguida. Las miradas se dirigían al de al lado, luego se desviaban. Yo podía sentir los tirones en mi propia espalda. Toda esta tensión no era sólo por una holoproyección que habían visto «prácticamente casi todos los malditos días».

—Dije que no sabían lo que teníamos —dijo Hubbley—, y quiere decir que no lo saben. Pero tan seguro como que el infierno existe que lo van a averiguar. Campbell, tráelo aquí.

Campbell entró desde uno de los corredores arrastrando a un Vividor desnudo y esposado. Daba una impresión lamentable. Apenas medía metro y medio de alto al lado de los dos de Campbell, y parecía aún más bajo por sus vanos intentos de resistirse a ser arrastrado. Iba encorvado, con sus descalzos talones arrastrando por el suelo. No emitía sonido alguno.

—¿Está lista la robocámara? —preguntó Hubbley.

—Acabo de encenderla —le contestó alguien, a su espalda.

—Bien. Ahora, saben que ésta es la clase de película que no puede ser editada sin autodestruirse. Y ustedes, los que miran desde afuera, lo saben también. Hijo, mírame cuando estoy hablando.

El cautivo alzó la cabeza. No hizo ningún esfuerzo por cubrirse los genitales. Muy conmocionado, advertí que su falta de corpulencia no era debida a la mala calidad de los genes Vividores: era un muchachito, de trece, tal vez catorce años, y con modificaciones genéticas. Se veía en los brillantes ojos verdes y en la nítida línea de su bien parecida barbilla. Pero no era un Auxiliar. Era un técnico, esos vástagos de familias fronterizas que no pueden afrontar el gasto de hacerse modificaciones genéticas completas, que incluyen los potenciadores del CI, pero que aspiran a ser algo más que Vividores. Compran para sus hijos las características físicas, nada más, y los chicos crecen, tempranamente, para proveer esos servicios que están a mitad de camino entre los robots y las inteligencias Auxiliares. Mis ayudantes eran técnicos. Podía argüirse que en Huevos Verdes, Jason, el bisnieto de Kevin Baker, era poco más que un técnico.

El chico parecía aterrado.

—¿Cómo llamaban al general Francis Marión sus jóvenes tenientes? —preguntó Hubbley, sin dirigirse al chico.

—Hijo de puta feo, malhumorado, patizambo y con nariz de gancho —contestó Peg fervorosamente.

—Ya ves, hijo —le explicó Hubbley amablemente al chico—, el general Marión no tenía modificaciones genéticas. Era tal como su Señor lo había hecho. Y se convirtió en el héroe más grande que haya tenido este país. Curtis, ¿cuál decía el general Marión que era su política cuando estaba en una desventaja numérica demasiado grande como para atacar al enemigo directamente?

A mi izquierda, un hombre se puso en pie y recitó rápidamente:

—«Entonces los apremiaré con tanta intensidad y en tan gran medida como para quebrarlos.»

—Absolutamente correcto. «Apremiarlos tanto como para quebrarlos.» Y eso es, justamente, lo que estamos haciendo, vosotros, los que nos miráis desde afuera. Apremiarlos. Este hombre, aquí, es un enemigo capturado, un trabajador de una clínica de modificaciones genéticas. Los padres llevan a sus inocentes crios aún no nacidos a ese sitio, y los convierten en algo que no es humano. Sus propios hijos. Para algunos de nosotros esto está condenadamente cerca de ser inconcebible.

Quise decirle que las modificaciones genéticas in vitro tenían lugar antes de que existiera ningún «crío», que se hacían sobre el huevo fertilizado por biostasis artificial. Pero tenía pegada la lengua al paladar. El muchachito técnico miraba hacia delante, sin ver nada, como un conejo deslumbrado ante luces brillantes.

—Ahora, tal vez ustedes piensen que este muchacho es demasiado joven para ser responsable de sus actos. Pero tiene quince años. Junie, ¿cuántos años tenía el sobrino de Francis Marión, Gabriel Marión, cuando murió mientras luchaba contra el enemigo en la plantación de Mount Pleasant?

—Catorce —dijo una voz de mujer. Desde mi silla no podía verle la cara.

La voz de Hubbley se volvió confidencial. Se inclinó ligeramente hacia delante:

—Los de fuera, lo pueden ver, ¿no? Esto es una guerra. Hablamos en serio. Tenemos la Idea de qué clase de país queremos, y la Voluntad para conseguirlo. No importa a qué costo personal. Earl, háblales a nuestros espectadores de la ACNG de la señora Rebecca Motte.

Un hombre vestido con un mono púrpura se puso en pie con dificultad, balanceando descuidadamente los brazos:

—El 11 de mayo...

—El 10 de mayo —corrigió Hubbley, frunciendo brevemente el ceño. No quería inexactitudes en su ineditable vídeo.

—El 10 de mayo, el general Marión y sus hombres atacaron la plantación de Mount Pleasant, ellos, porque los británicos la habían tomado como cuartel general. Habían obligado a la señora y a los niños a mudarse a una pequeña cabaña de troncos. La señora se llamaba Rebecca Motte. La casa estaba demasiado bien defendida para atacarla directamente, así que el general decidió, él, dispararle flechas encendidas e incendiarla. Caballo Ligero Harry Lee, que trabajaba con el general Marión, fue, él, a decirle a la señora Motte que tenían que incendiar y destruir su hermosa casa. Y entonces ella entró en la cabaña y volvió a salir con un hermoso arco y flechas, verdaderamente cosas de Auxiliar. Y dijo, ella, acerca de su casa: «Aunque fuera un palacio, adelante con ello.»

Earl se sentó.

Hubbley asintió con la cabeza:

—Genuino sacrificio. Una genuina patriota, la señora Rebecca Motte. ¿Oíste eso, chico?

El técnico no parecía oír nada. ¿Estaría drogado?

Leisha siempre me había prevenido sobre la veracidad de los cuentos históricos más coloridos.

—No podemos detener la resistencia contra ustedes, enemigos de América. Y vosotros, espectadores, sois los peores, como lo son los traidores y los espías en cualquier revolución: simulan estar de un lado, en tanto conspiran y trabajan para el contrario. Los agentes de la ACNG son todos traidores, simulan salvaguardar la pureza de la raza humana en tanto permiten toda clase de abominaciones. Y luego dejan a este gran país en manos de esas otras abominaciones, los Auxiliares, como si los Vividores no nos diéramos cuenta de que nos dejarían morir de hambre, si pudieran. Y, de hecho, lo hacen. Joncey, ¿qué dijo el general Marión en su arenga a sus hombres después de atacar Doyle, en Lynche's Creek?

La voz de Joncey, mucho más fuerte y serena que la de Earl, recitó:

—«Pero, amigos míos, si se nos va a desacreditar por ofrecer una valiente resistencia contra nuestros tiranos, ¿qué se nos hará si nos echamos mansamente y nos sometemos a ellos?»

Me di la vuelta. La habitación estaba llena de gente. Todos los «revolucionarios» de las otras «compañías» contemplaban al joven técnico; ni siquiera los había oído entrar. Tampoco él, estaba seguro.

—Este muchacho, aquí, es un traidor —dijo Hubbley—. Trabaja en una clínica de modificaciones genéticas. Va a morir como un traidor, y vosotros, allá afuera, recordad que no será el único hoy, ni mañana, ni pasado mañana. ¿Abby?

Abigail apareció entre la multitud. Llevaba una cubeta ordinaria gris, no más grande que su puño.

—Abby —dijo Hubbley—, ¿qué hacía el general Marión con los bienes confiscados al enemigo?

Ella se giró para hablarle directamente a la robocámara:

—Cada sierra metálica que la brigada podía encontrar, la fundían, ellos, para hacer una espada.

—Eso es exactamente correcto. Y esto, aquí —alzó la cubeta sobre su cabeza—, es una sierra. Ni siquiera ha sido fabricada en algún laboratorio ilegal. Esto, aquí, proviene directamente del más grande de todos los traidores: el así llamado gobierno de Estados Unidos —dio la vuelta a la cubeta. Sobre ella, vi estampadas las palabras PROPIEDAD DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS CLASIFICADO. PELIGROSO.

No podía creerlo. Hubbley había pintado esas letras. No podía creerlo, pero tampoco sabía qué contenía la cubeta. Esta chusma que eran los autodenominados revolucionarios contenía delirios, sueños, deseos patéticos... No podía creerlo.

El enrejado de mi mente se agitó, como si un viento soplara a través de él.

—Muy bien, Abby —dijo Hubbley—, hazlo.

Abby, de espaldas a mí, hizo algo que no pude ver. El resplandor de un poderoso escudo de energía Y apareció alrededor del desnudo técnico, un hemisferio con suelo y techo en forma de cúpula, de dos metros de diámetro. La cubeta estaba dentro del resplandor.

El muchacho no estaba drogado, después de todo. Inmediatamente comenzó a gritar. El sonido no atravesó el escudo, que era del tipo que impide que nada pueda pasar, ni siquiera el aire. El muchacho golpeó con sus puños el interior y gritó, con su boca abierta como una caverna rosada, los ojos bien abiertos, redondos y aterrorizados. Sobre su labio superior tenía un suave vello, como de niño, y casi nada en las ingles.

Jimmy Hubbley pareció disgustado:

—Vive causando la muerte y no es capaz de morir como un hombre... Hazlo, Abby.

Lo que fuera que hiciese Abby, no pude verlo. La cubeta emitió un fuerte resplandor, luego se disolvió en un charco gris.

—Esto, aquí, es la sierra que vosotros hicisteis para cortarnos a nosotros con ella —dijo Hubbley—, pero nosotros hicimos una espada. «El que a hierro mata, a hierro muere.» Mateo, 26:52. Ya saben lo que es capaz de hacer esta cosa. Pero para aquellos que no lo saben —me miró directamente a mí—, lo repetiré. Esto de aquí es una de vuestras abominaciones genéticas. Separa las paredes celulares, de células de seres humanos vivos. Como éste.

El muchacho había dejado de golpear contra el escudo. Todavía estaba gritando, pero su boca era una forma cambiante. Se estaba disolviendo. No era lo mismo que cuando se arroja ácido sobre alguien; lo había visto una vez, antes de que Leisha se hiciera cargo de mí. El ácido quema y hace desaparecer la carne. Pero la carne del muchacho no se estaba quemando, se derretía como hielo en primavera. Trozos de piel cayeron al suelo, dejando expuesta la carne roja, y luego cayeron también trozos de ella. Siguió gritando, gritando, gritando. Sentí que el estómago se me revolvía, y que luego lo hacían también las formas de mi mente, alrededor del siempre cerrado enrejado.

Al muchacho le llevó casi tres minutos morir.

Hubbley dijo, muy suavemente:

—El general Marión terminó su arenga de Lynche's Creek con estas palabras: «Como bien sabe Dios, que es mi juez en este día en el que moriría mil muertes, las moriría con la más grande de las alegrías antes de ver a mi querido país en semejante estado de degradación y de miseria.» Dios es mi juez, espectadores —los descoloridos ojos de esa cara huesuda y quemada por el sol miraron directamente hacia afuera, llenos de luz.

Después de eso, nadie se movió. La robocámara se debe de haber apagado. Las formas de mi mente eran alquitranadas, sucias. Yo no había hecho nada para salvar al muchacho. Ni siquiera había tratado de hablar. No había intentado aparecer en el vídeo ineditable, para suministrar a los espectadores alguna pista acerca de dónde estaba teniendo lugar esta aberración... No había hecho nada.

—Se acabó lo que se daba —dijo Jimmy Hubbley, claramente complacido consigo mismo—. Así se decía en las viejas películas, lo que significa que la filmación ha terminado. Rompan filas. Y señor Arlen, señor, creo que es mejor que Peg lo lleve a su habitación. Se lo ve un poco cansado. Si no es demasiada impertinencia de mi parte el señalárselo.

Todo siguió igual durante semanas.

Entrenamiento físico, holos acerca del estado de la sociedad (¿dónde habían sido filmados?), instrucción política. Era como la peor parte de la escuela, todo de nuevo. Seguí encontrando pedacitos rectangulares del encaje del traje de novia de Abigail, y Peg nunca empujó mi silla a ningún sitio que estuviera a mano de ningún terminal.

No hubo más ejecuciones.

Ansiaba tomar un trago con desesperación. Hubbley me lo negaba. Permitía el «brillo del sol», porque no dejaba embotado a quien lo consumía, pero yo deseaba beber un trago porque sí dejaba embotado al bebedor.

Hubbley me había permitido tener un terminal manual mudo, de los que usan los niños para su tarea escolar, y una biblioteca-enciclopedia estándar. Una vez le dije, cuando ya no pude contenerme:

—Francis Marión reprobaba la ejecución de prisioneros. Incluso ayudó a escapar al realista Jeff Butler cuando pareció que los hombres de Marión podrían haber hecho una carnicería con él.

Hubbley rió con verdadero placer, y se frotó la protuberancia del cuello:

—¡Demonios, ha estado estudiando, hijo, vaya si lo ha hecho! ¡Estoy condenadamente orgulloso de usted!

Me dolieron los dientes de tanto apretarlos:

—Hubbley...

—Pero eso no significa que no le importara, señor Arlen, señor. El general Marión mostraba compasión por los realistas porque eran de su misma clase, sus vecinos, que vivían de los productos de la tierra igual que él. No mostró la misma compasión hacia los soldados británicos, ¿verdad? Los Auxiliares no pertenecen a nuestra clase. No son vecinos nuestros, en sus presumidos enclaves. Y con toda seguridad no viven como nosotros, privados de educación, propiedades personales y poder real. No, los Auxiliares son los británicos, señor Arlen. No mató a Jeff Butler, pero sí al Capitán de las Fuerzas de Su Majestad James Lewis, que fue ejecutado por un patriota de catorce años llamado Gwynn. Es la ley natural, hijo. Proteger lo de uno.

—Marión no...

—¡Diga «General Marión», usted! —aulló Peg. Miró arrobada a Hubbley, como un perro que espera una palmada en la cabeza. Hubbley sonrió, mostrando sus dientes podridos.

Éstas eran las personas que habían diseminado el disolvente de duragem por el país, destruyendo la civilización. Éstas.

Y estaba destruida. El holoterminal de la zona comunitaria captaba las redes de noticias Auxiliares. No había casi ningún gravicarril que mantuviera un recorrido regular, especialmente en las afueras de las ciudades. La mayoría de los técnicos habían sido trasladados a las áreas más pobladas, en las que se encontraban los votos. Y había el peligro de disturbios. La seguridad se había triplicado en la mayoría de los enclaves. Muy pocos aviones volaban, lo que significaba que el país se estaba manejando a través de teleconferencias a distancia. Las unidades médicas funcionaban mal: no emitían diagnósticos equivocados, sino que, sencillamente, habían dejado de diagnosticar.

Una epidemia viral se estaba extendiendo por el sur de California. Nadie sabía si era una mutación natural del virus, o si éste había sido bioprogramado.

Un mesías Vividor del este de Tejas había proclamado la llegada del Fin del Mundo. Citaba Revelaciones sobre los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, con una distorsión: el jinete de la guerra debía ser liberado por los Vividores. Ahora. Cuando el escuadrón de seguridad estatal intentó arrestarlo, él y sus seguidores hicieron volar a treinta y tres personas con armas ilegales mexicanas. El gobernador, según dijo la red de noticias con preocupación, prácticamente había perdido las elecciones.

En Kansas, una fábrica de soja sintética, propiedad de la concesión D'Angelo, había sido destruida por los acaparadores, quienes se habían llevado la soja ya tratada y la que aún estaba sin tratar. También habían destrozado maquinaria robótica por valor de tres millones de dólares.

El teniente-gobernador de Dakota del Sur había sido apuñalado de muerte mientras dormía, dentro de un enclave custodiado.

Vividores de San Diego irrumpieron en el mundialmente famoso zoológico que se encuentra allí, mataron a un león y a dos elehipos, y se los comieron, basándose en un informe según el cual los animales no contraían la nueva plaga.

El noreste había sido castigado por un prematuro invierno. Los pueblos pequeños se encontraban aislados, sin gravicarril, y muertos de hambre por la falta de comida. La gente estaba muerta de hambre. Pueblos pequeños como East Oleanta.

¿Dónde estaba Miranda? ¿Y a qué estaba esperando? ¿Acaso algo había fallado en los últimos tramos del proyecto? ¿Acaso la ACNG había descubierto Edén, siguiendo las pistas de los rumores cuidadosamente diseminados por los aislados pueblos Vividores?

Tal vez hubiese algo más que ella y Huevos Verdes no me habían dicho.

Por primera vez, me pregunté si acaso vendría en algún momento a buscarme.

«La grandeza de la Constitución está en su buena Voluntad hacia la gente común», decía Jimmy Hubbley, con un brillo en sus ojos descoloridos.

«La grandeza de la Constitución está en sus controles y equilibrios», había dicho siempre Leisha. Leisha. Que. Estaba. Muerta.

El enrejado de mi mente estaba enrollado como un paraguas, impenetrable, como una delgada línea afilada que me cortaba por dentro.

¿Dónde estaban los controles y equilibrios de Huevos Verdes?

—Llévame a dar una vuelta por el recinto otra vez —le dije a Peg.

Estaba desparramada sobre una silla de la zona comunitaria, mirando una carrera de motocicletas que se celebraba en algún lugar de California. Un lugar de California sin plaga.

—No quiero, yo, llevarte otra vez. Ya has visto todo lo que podías ver.

—Bien. Iré solo —hice rodar mi silla alejándome de ella. No me atrevía a ejercitar mi torso, no hasta que me encerrara por las noches. No podía ver los monitores de vigilancia, pero sabía que debían de encontrarse allí. Me las ingenié para realizar ejercicios furtivos, alzándome unos pocos centímetros sobre los brazos de mi silla varias veces por día, levantando mis piernas inútiles, cuidando de elegir lugares diferentes cada día.

—Espera, tú —Peg suspiró y se levantó. Bruscamente, empujó mi silla hacia fuera.

Un blanco corredor con las puertas sin marcas cerradas.

Otro corredor con las puertas sin marcas cerradas.

Y otro corredor con las puertas sin marcas cerradas.

La plataforma de aterrizaje, custodiada por Campbell, que estaba dormido pero no mucho. Otro corredor con...

Un trocito del vestido de boda de Abby apareció enganchado en una imperfección de la pared.

—¡Maldición! —dijo Peg, con más energía que la que nunca le oyera emplear para decir ninguna otra cosa—. ¡Esa zorra no puede mantener nada ordenado, ella! ¡Está lleno de estúpidas porquerías por todas partes!

Agarró el trocito de tela y lo rompió en pedacitos aún más pequeños. Su conmocionada cara estaba roja y había lágrimas en sus ojos.

¿Por qué había una imperfección en una pared nanoalisada, que pudiera enganchar un trocito de encaje suelto?

—¡Perra estúpida! —dijo Peg. Se le quebró la voz.

—Vaya, Peg —le dije—, estás celosa.

—¡Tú cállate, tú!

A través de la parte de mis córneas diseñada para enfocar, vi que la imperfección en la pared tenía aspecto de haber sido agregada posteriormente. No como un error en el nanoprograma, sino como algo hecho después, con un nuevo nanoarmador cronometrado, puesto manualmente. ¿Por qué?

¿Para enganchar un trocito rectangular de encaje?

Cada rectángulo era diferente. El encaje había sido diseñado de esa manera. Para formar una estructura única en un anticuado vestido de boda.

Para formar un código.

Peg se había recuperado. Tenía otra vez la cara blanca, pero los ojos rojos. A empujones, metió el trocito de encaje en el bolsillo de su enormemente poco agraciado mono turquesa. Su boca se torció de dolor. Yo no sentía ninguna forma de simpatía hacia ella. Peg no sabía lo que era el dolor. No había visto morir a Leisha, con el barro pegado a su fina camisa amarilla, con dos pequeñas manchitas rojas sobre la frente.

—Vámonos, tú —dijo con impaciencia, como si el que la hubiera delatado fuera yo.

Un código. Los trocitos de encaje eran un código, en un lugar donde cada palabra, cada acción, cada encuentro fortuito era controlado. Y se instaba a todo el mundo a ser «ordenados» y a recoger los desperdicios, porque el general de brigada Francis Marión había sido el más prolijo de los hijoputas que hubieran atacado al ejército británico.

¿Cuánta gente estaba involucrada? Abigail y Joncey, con seguridad. ¿A quiénes tendrían de su parte contra Hubbley? ¿Tendrían aliados en el exterior?

Recordé nuevamente la cubeta gris. PROPIEDAD DEL EJÉRCITO DE EE.UU. CLASIFICADO. PELIGROSO.

—Mira —gruñó Peg cuando regresamos a la zona comunitaria—, ¿has visto todo, tú? ¿Podemos quedarnos aquí en paz?

—Me aburro si me quedo en paz —le dije—. Vamos otra vez —y de nuevo hice rodar mi primitiva silla mientras Peg me insultaba a mis espaldas.

Tres días después, tres días de vueltas incesantes en mi silla, se abrió la puerta de la recámara privada de Jimmy Hubbley, y salieron de ella él y Abigail. Cuando Abigail vio a Peg, bajó la mirada, sonrió y fingió estar terminando de subirse el cierre de su mono.

Peg se encontraba detrás de mí, y no pude ver su cara, pero sí sus manos, grandes y toscas, apoyadas sobre los manubrios de mi silla. En la rigidez de sus manos, habitualmente controlada, comprobé que Peg ya estaba enterada de lo de Abigail y Hubbley. Por supuesto. Todo el mundo debía de saberlo; no se puede ocultar nada en un lugar como éste. Joncey debía aceptarlo. Tal vez esto apresurara sus planes y los de Abby para emprender la contrarrevolución. Tal vez pensara que Hubbley sólo estaba esparciendo sus genes en la permisible forma natural que fortificaba al genoma humano. Tal vez el mismo Hubbley pensara que estaba esparciendo los genes de Francis Marión, para cada soldado que sintiera la llamada de Voluntad e Idea.

—Hola, Peg —dijo Hubbley. Ella murmuró alguna respuesta con la voz estrangulada. Abigail sonrió recatadamente. Provocó una forma en mi mente: flores con diminutos, mortíferos dientes en sus corolas amarillas como el sol.

—Hola, mayor Hubbley —alcanzó a decir Peg. Yo no tenía idea de que había sido ascendido.

Pero ahora estaba en mis manos.

A la hora de la cena, la zona comunitaria estaba llena. Abigail estaba sentada con sus amigos, riendo y cosiendo su traje de novia de encaje blanco. Se la veía ruborizada, y con expresión frívola. Arriba, en el mundo del cual ahora sólo tenía noticias por el holo-terminal, era noviembre. Sesenta y siete días bajo tierra, y Miranda no había venido.

Joncey estaba de pie con un grupo y observaban a unos que jugaban al Diablo. Los dados de doce caras, hechos con algún metal brillante, refulgían cada vez que eran lanzados. Todos chillaban y reían. Peg estaba hundida en una silla, con su cara blanca, y tenía las toscas manos apoyadas sobre las rodillas. Le había pedido papel y lápiz, lo que le causó primero sospecha, y luego disgusto.

—¿Para qué? Ya tienes tu biblioteca, tú.

—Quiero escribir algo.

—Puedes hablarle, tú, al terminal y guardar cualquier cosa que quieras conservar.

—Quiero escribirlo. Sobre papel.

Su sospecha se acrecentó:

—¿Sabes escribir?

—Sí.

—Creí que el mayor Hubbley había dicho, él, que no eras un Auxiliar, tú.

—He ido a escuelas Auxiliares. Sé escribir. ¿Tú sabes leer?

—¡Por supuesto que sé leer, yo!

Es probable que supiera, al menos un poco. Los niños Vividores por lo general aprendían a leer palabras básicas, si no a escribirlas. Era preciso leer los nombres en los paquetes del almacén, en las señales de la calle, en las papeletas de apuestas de las motocicletas. Abrigué el profundo deseo de que supiera leer.

Un monitor invisible me observaba, por supuesto. Me incliné sobre el papel que me había dado Peg, unas hojas bastas que probablemente se usaran para envolver algo. No podía recordar la última vez que había escrito algo. Nunca fui demasiado bueno para eso. Sentía el lápiz pesado en mi mano.

—Drew, sujétalo de esta forma.

—¿Para qué, Leisha? Puedo hablar, yo, a la terminal para cualquier cosa que quiera saber.

—¿Qué pasa si un día no hay más terminales?

—¿Qué estás diciendo? ¡Siempre habrá terminales, tú!

Lentamente, escribí: «UNA HISTERIA DE LA SAGUNDA REVALUCIÓN AMERICANA.»

Al cabo de tres horas, después de mucho arrugar y rasgar papel y de revolverme en mi silla, tenía escritas tres páginas. En ellas describía la filosofía de James Francis Marión Hubbley, sus actividades y sus objetivos.

Hubbley en persona atravesó la habitación y miró por encima de mi hombro.

Me pregunté por qué había tardado tanto.

—Ahora, señor Arlen, señor, estoy contento como un día de domingo de que le haya interesado nuestra revolución lo bastante como para escribir sobre ella. Pero naturalmente quiero controlar lo que está diciendo, para saber si es exacto. Puede entender eso, hijo.

—¿Quiere decir que piensa que alguien puede realmente ver esto? —le pregunté, extendiéndole los papeles. Pero tratar de tenderle una trampa no fue efectivo. Su cara, naturalmente huesuda, se veía chupada y demacrada. La piel de alrededor de sus ojos se arracimaba en gruesas arrugas.

Apenas echó un vistazo a mi «histeria».

—Eh, está bien, hijo. Sólo necesita más datos sobre el coronel Marión. La inspiración es el corazón de la acción, siempre lo decimos aquí abajo.

—Nunca escuché a ninguno de ustedes decir eso.

—¡Vaya! —dijo, sin prestar verdadera atención. Miró distraídamente alrededor de la habitación. Abigail estaba todavía riendo con sus amigos, cosiendo su traje de novia de nunca acabar; había estado haciéndolo durante tres largas horas. Estaba embarazada de siete meses, y el encaje blanco caía en cascada sobre su vientre prominente. Joncey había desaparecido. También Campbell y el médico. Peg, despierta a mi lado, contemplaba a Hubbley como si contemplara el sol. Algo estaba sucediendo, algo que no comprendía.

En mi mente, las formas eran tirantes y duras, tan cerradas como el oscuro enrejado. Se me estaba acabando el tiempo.

Puse las manos sobre los apoyabrazos de la silla de ruedas, alcé mi torso unos centímetros del asiento. Luego volqué todo mi peso sobre la mano izquierda, hasta que la silla, que no era tan estable como una silla a motor, se dio la vuelta. Caí sobre Peg, que instantáneamente puso sus manos alrededor de mi garganta, apretándola. Luché conmigo mismo para no responder. Cada una de las fibras de mis brazos clamaba por golpearla, pero me mantuve quieto, con los ojos muy abiertos, casi estrangulado. La habitación onduló, se nubló. Pasó una eternidad hasta que Jimmy Hubbley la arrancó de mí.

—¡Basta ya, Peg, déjalo, el hombre no está peleando, sólo se cayó...! ¡Peg! ¡Suéltalo!

Ella obedeció en el acto. El aire se metió en mis pulmones, con dolor y quemazón como ácido. Jadeé y resollé.

Hubbley estaba reprendiendo a Peg, aunque ella le llevaba más de treinta centímetros y era indudablemente más fuerte que él. Hubbley mantuvo un brazo alrededor de la cintura de Peg. Con la otra levantó mi silla del suelo. Varios espectadores se habían reunido a nuestro alrededor.

—¡Vamos, todos, no pasó nada! La silla del señor Arlen se ha volcado... ¿Veis cómo se ha doblado esta cosa de metal de aquí abajo? Cálmate, Peg. Diablos, ni siquiera está armado. ¿Se ha lastimado, señor Arlen?

—N-n-no.

—Bueno, estas cosas ocurren. Starrett, sube al señor Arlen a la silla. ¿Dónde está Bobby? Allá estás. Bobby, ésta es tu sección, endereza este metal para que esta silla no vuelva a volcarse. Es muy peligrosa. Ahora, todos, es hora de apagar las luces, así que moveos e id a vuestras habitaciones.

Me sentaron en una silla común. Bobby sacó una pinza con un pequeño motor de su bolsillo y enderezó la pieza de metal de la parte inferior de la silla en quince segundos. Sin esa pinza con motor, me hubiera llevado media hora y cada onza de mi fuerza enderezarla esa tarde.

Hubbley soltó a Peg, que se estremeció. Salió de la habitación. Yo tomé mi «histeria» y dejé que Peg me llevara a la cama y me encerrara con llave. Estaba hosca, disgustada consigo misma por su exagerada reacción, preguntándose si alguien más había visto cuan desesperadamente había protegido a Jimmy Hubbley. Realmente no sabía que todos veían su pasión sin esperanzas, y se mofaban de ella. Pobre Peg. Estúpida Peg. Yo contaba con su estupidez.

Ya en mi habitación, hice un bulto con la manta sobre mi catre, tratando de dar la impresión de que yo estaba debajo. No fue fácil: la manta era muy delgada. Dejé la silla ostensiblemente vacía, a mi derecha, visible tan pronto se abriera parcialmente la puerta. Me coloqué detrás de la puerta, pegado a la pared, con mis piernas inútiles bajo mi cuerpo.

¿Cuánto tardaría Peg en desvestirse? ¿Vaciaría sus bolsillos? Por supuesto que lo haría. Era una profesional. Pero una profesional estúpida. Y enferma de pasión.

¿Lo suficientemente enferma y estúpida? Si no era así, podía darme por muerto, como Leisha.

Estaba sentado casi en la misma posición que tenía Leisha al morir. Pero ella nunca había sabido qué la golpeaba. Yo lo sabría. Las formas de mi mente eran tensas y veloces, como tiburones plateados rodeando el cerrado enrejado verde.

La nota que había puesto en el bolsillo de Peg estaba escrita con el mismo lápiz que mi «histeria» —debía de ser el único en todo el búnker—, pero no en el grueso papel claro de envolver. Estaba escrita en un trocito del encaje del traje de novia de Abigail, un rectángulo olvidado «al descuido» en un corredor, un rectángulo con menos perforaciones que las normales de cualquier pieza de encaje y mucho lugar para garabatear, lo que hice con una letra lo más diferente que pude de la de mi «histeria». Por supuesto, un experto calígrafo sabría que pertenecían a la misma persona, pero Peg no era un experto calígrafo. Peg apenas sabía leer. Era estúpida. Estaba enferma de pasión, de celos y de afán de proteger a su líder loco.

La nota decía: «Es una traidora. Planeemos algo. El cuarto de Arlen es más seguro.» La había escrito mientras arrugaba, rasgaba y me revolvía exhibiendo mi histeria, y no había sido difícil metérsela a Peg en el bolsillo. No para alguien que una vez le había metido la mano en el bolsillo al gobernador de Nuevo México, cuando fue huésped de Leisha, porque el gobernador era un importante Auxiliar, y yo era un hosco adolescente lisiado que acababa de ser expulsado de la tercera escuela a la que el dinero Auxiliar de Leisha había intentado enviarme.

Leisha...

Los tiburones plateados se movieron más velozmente por mi mente. ¿Se confundiría Peg con la palabra «traidora»? Tal vez hubiera debido escribir palabras de una sílaba. Tal vez era más una profesional que una enferma de amor, o menos estúpida que celosa. Tal vez...

La cerradura giró. La puerta se abrió. Un segundo después de que Peg entrase, la golpeé en plena cara con la silla de ruedas, agitándola hacia arriba con toda la fuerza de los aumentados músculos de mis brazos. Cayó contra la puerta, cerrándola. Quedó atontada por un instante, pero era todo lo que yo necesitaba. Volví a sacudir la silla, esta vez apuntándole con el apoyabrazos, que yo había doblado en ángulo, directamente al estómago. De haber sido un hombre, habría apuntado a sus pelotas. Pacientemente, había quitado el revestimiento del apoyabrazos y había doblado el metal hacia abajo, con fuerza, con el sudor corriéndome por la cara, hasta que se dobló, mellado, y luego había repuesto el revestimiento. Esto me había llevado días, a ratos perdidos, en los momentos en que podía plausiblemente inclinarme sobre el apoyabrazos para ocultar mi trabajo de la visión del monitor y de Peg. En unos segundos el afilado metal mellado perforó el abdomen de Peg y la empaló.

Gritó, agarró el metal y cayó sobre sus rodillas, impedida por el bulto de la silla. Pero era fuerte; en un momento se había sacado el apoyabrazos de la carne. La sangre manaba de su barriga sobre el torcido metal de la silla, pero no tanta como yo esperaba. Se volvió hacia mí, y supe que en ninguno de mis conciertos, en ninguno de mis trabajos con las formas subconscientes de la mente, había creado jamás algo tan salvaje como lo que Peg era en ese momento.

Pero ahora estaba de rodillas, a mi nivel. Era fuerte, entrenada y más grande que yo, pero una modificación genética había aumentado mi musculatura de un modo que nunca se lo permitiría su filosofía (la filosofía de Hubbley). Y yo también estaba entrenado. Nos agarramos, cuerpo a cuerpo, y rodeé su cuello con mis manos y apreté, con esos dedos que Leisha había pagado para que fueran más fuertes, por si alguna vez, dada la debilidad de mi cuerpo, pudiera necesitarlo.

Peg me golpeó con furia. El dolor estalló en mi cabeza como un geiser cálido, rociando el oscuro enrejado. Quedé como en suspenso. El dolor se abatió sobre los dos, abarcándolo todo.

Por tercera vez, el enrejado púrpura desapareció. Y luego, desapareció todo lo demás.

Muy lentamente, fui tomando conciencia de que los objetos del cuarto tenían sus propias formas, externas a mi mente. Eran sólidos, de bordes nítidos, reales. Mi cuerpo tenía forma: las piernas dobladas debajo de mí, mi cabeza apoyada sobre la silla de ruedas metálica, mis huevos gritando de dolor. Mis manos tenían forma. Se apretaban, cerradas en su forma, alrededor del cuello de Peg. Su cara era de color púrpura, con la lengua colgándole entre los labios. Estaba muerta.

Me dolió aflojar las manos.

La miré. Nunca había matado a nadie. Miré cada centímetro de su cuerpo. La nota garabateada en el encaje estaba entre sus dedos rígidos.

Tan rápidamente como pude, enderecé la silla, colgué el revestimiento de nuevo sobre el apoyabrazos e icé mi dolorido cuerpo hasta ella. Peg tenía un revólver en el mono; lo cogí. No sabía cuan sofisticado era el programa de vigilancia de mi habitación. Presumiblemente, Peg estaba autorizada a entrar en ella a voluntad. ¿Podría el programa de vigilancia interpretar lo que grababa, evaluando si debía hacer una llamada de alerta mediante una alarma? ¿O debía haber alguien observando? ¿Había alguien observando?

Francis Marión, me había dicho Hubbley, era meticuloso con respecto a los piquetes y centinelas.

Abrí la puerta y me impulsé por el corredor. Las ruedas dejaban un fino rastro de sangre sobre el perfecto nanopiso. No podía hacer nada para evitarlo.

Había observado, a través de todos mis viajes alrededor del búnker, quién entraba y salía por cada puerta. Había prestado atención, tratando de darme cuenta de quiénes eran los tenientes más de fiar, los que parecían lo bastante listos para hacer trabajo de informática. Me había imaginado qué puertas podían tener un terminal detrás.

Nadie había venido a buscarme. Habían pasado cinco minutos desde que dejara mi cuarto. Ocho. Diez. No sonó ninguna alarma. Algo andaba mal.

Me acerqué a una de las puertas que esperaba que tuviera un terminal; por supuesto, estaba cerrada. Pronuncié los trucos de acceso que me habían enseñado Miranda y Jonathan, los trucos que yo no comprendía, y la cerradura giró. Abrí la puerta.

Era un depósito, lleno hasta el techo de más cubetas pequeñas de metal gris. Ninguna de ellas estaba lacrada. No había ningún terminal.

Se oyeron rápidas pisadas que iban hacia el vestíbulo central. Rápidamente cerré la puerta desde dentro. Las pisadas cesaron: tenía aislamiento acústico. Volví a abrir la puerta unos pocos centímetros. Ahora se oía gente que gritaba más allá del corredor.

—¡Maldito sea, dónde está, él! ¡Maldito condenado! —Era Campbell, a quien nunca había oído pronunciar una sola palabra. Me estaban buscando. Pero el programa de vigilancia debía mostrar claramente dónde me encontraba...

Otra voz, esta vez de mujer, baja y lúgubre, dijo:

—Intentadlo en el cuarto de Abby.

—¡Abby! ¡Mierda, está metida en esto! ¡Ella y Joncey! Ya han ocupado la sala del terminal...

Las voces se apagaron. Cerré la puerta. Las formas súbitamente se hincharon en mi mente, expulsando todo pensamiento. Las empujé hacia abajo. Ahí estaba, entonces. Había comenzado. No estaban buscándome a mí, estaban buscando a Hubbley. La revolución contra la revolución había comenzado.

Traté de pensar tan rápidamente como pude. Leisha. Si Leisha estuviera aquí...

Leisha no era una conspiradora. Ni una asesina. Había creído que podía confiarse en el resultado positivo de una eventual lucha entre el bien y el mal, en las similitudes básicas entre los seres humanos, en su capacidad para asumir compromisos y convivir en paz. Los seres humanos podrían necesitar controles y equilibrios, pero no necesitaban de la fuerza impuesta con violencia, ni aislarse para defenderse, ni necesitaban una brutal represión. Leisha, al contrario de Miranda, creía en el imperio de la ley. Por eso estaba muerta.

Abrí la puerta de par en par e impulsé mi silla, doblada como estaba, a lo largo del pasillo. El revestimiento se cayó del apoyabrazos. Bloqueé el pasillo, con el revólver en la mano, y esperé a que apareciera alguien. Al rato, alguien apareció. Era Joncey. Le disparé a la ingle.

Gritó y cayó contra la pared. Perdía mucha más sangre que Peg. Me acerqué a él y lo alcé, colocándolo sobre mi regazo, sosteniendo sus muñecas con una de mis manos potenciadas, y el revólver con la otra. Otro hombre apareció por el corredor, con Abigail andando como un pato a sus espaldas. Abigail emitió un gemido, más parecido al sonido del viento que a un sonido humano.

—Oooohhhhh...

—No te acerques, o lo mataré. Vivirá, Abby, con la atención médica adecuada, si permito que la reciba pronto. Pero si no haces lo que te pido, lo mataré. Aunque alces tu revólver y me dispares, lo mataré primero a él.

—¡Dispárale al bastardo lisiado, tú! —dijo el otro hombre.

—No —contestó Abby. Había recuperado el control inmediatamente; sus ojos echaban chispas, pero se controlaba. Era una líder natural, mejor que la mayoría de ellos, incluso mejor que Hubbley. Pero yo tenía a Joncey en mis brazos, y no era lo bastante líder para ese sacrificio.

—¿Qué es lo que quieres, Arlen? —Se pasó la lengua por los labios, viendo cómo brotaba la sangre de la ingle de Joncey. Él se había desmayado, y lo acomodé para tener la otra mano libre.

—Os vais, ¿no es así? Los que habéis quedado vivos. ¿Mataste a Hubbley?

Asintió con la cabeza. Sus ojos no se apartaron de Joncey. Todavía estaba sobre mi regazo. Las casi olvidadas formas de mis plegarias infantiles zigzaguearon en mi mente: «Por favor, no permitas que muera.» Vi las mismas formas en los ojos de Abby.

—Dejadme aquí —dije—, sólo eso. Aquí, y vivo. Alguien vendrá en algún momento.

—Va a llamar, él, pidiendo ayuda —dijo el otro hombre.

—Cállate —contestó Abby—. Sabes que nadie puede usar el terminal salvo Hubbley, Carlos y O'Dealian, y están todos muertos, ellos.

—Pero, Abby...

—¡Cállate tú! —estaba pensando intensamente. Yo no sentía latir el corazón de Joncey.

Una mujer se acercó corriendo por el pasillo.

—Abby, ¿qué sucede? El submarino ya está en la costa... —Se interrumpió de golpe.

El submarino. De golpe comprendí cómo la revolución subterránea había conseguido eludir a la ACNG durante tanto tiempo. Un submarino implicaba ayuda militar.

Había agencias del gobierno involucradas, o al menos gente de esas agencias. PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS CLASIFICADO. PELIGROSO.

Durante un largo instante creí que estaba muerto.

—Muy bien —dijo Abby—. ¡Entrégame a Joncey y enciérrate en ese depósito, tú!

—No te acerques —le dije. Retrocedí hasta la habitación con las cubetas, todavía llevando a Joncey. En el último minuto lo dejé caer sobre el suelo, y cerré la puerta. Podía ser cerrada desde el interior, pero no tenía dudas de que ella podría abrirla desde fuera. Recordaba la urgencia en la voz de la segunda mujer, el pánico: «¡El submarino ya está en la costa!» Haz que el submarino se vaya. Haz que Abby quiera a Joncey vivo, a salvo dentro de una unidad médica, más de lo que desea verme muerto a mí. Haz que las cubetas de alrededor no contengan virus letales, y haz que no puedan ser liberadas por control remoto...

Me quedé sentado, con el corazón batiéndome contra el pecho. En mi mente, las formas eran rojas, negras, puntiagudas, dolorosas como cactus.

Nada ocurrió.

Pasaban los minutos.

Finalmente, una pequeña sección de la pared que estaba a mi lado resplandeció. Era una holopantalla, y yo ni siquiera la había visto. Un terminal mudo. Apareció la cara de Abby. La tenía manchada de sangre, torcida de odio.

—Escuche, Arlen, usted. Va a morir ahí, bajo tierra. He sellado el lugar. Y los terminales están bloqueados, todos. Dentro de una hora, el sistema de supervivencia se cortará automáticamente. Podría matarlo ahora, yo, pero quiero que primero lo piense..., ¿me oye? Está muerto, usted... muerto, muerto, MUERTO. —A cada palabra, su voz crecía, hasta que fue sólo un chillido. Meneó la cabeza de un lado a otro, con su cabellera empapada de sangre. Supe que Joncey había muerto.

Alguien la sacó de delante de la cámara, y la pantalla se oscureció.

Entreabrí la puerta del depósito. Mi silla de ruedas estaba tan doblada que apenas podía andar con ella por los pasillos. Mi visión se aclaraba y se oscurecía sucesivamente, hasta el punto de no estar seguro de cuáles eran las formas que tenía frente a mí y cuáles las que brotaban de mi cabeza, salvo el enrejado oscuro. Ese estaba en mi cabeza. Se movió, y por primera vez comenzó a abrirse, y cada centímetro de su abertura empujaba contra mi mente como el dolor.

Encontré a Jimmy Hubbley. Lo habían matado limpiamente, hasta donde pude comprobar. De un balazo en la cabeza. Francis Marión, recordé, había muerto tranquilamente en su cama, de una infección.

Campbell debía de haber ofrecido resistencia. Su enorme cuerpo bloqueaba uno de los pasillos, sangrante y desgarrado, como si hubiese recibido muchos golpes. Yacía tendido frente al doctor capturado. La cara del médico se veía a la vez aterrada e indignada; ésta no era su guerra. Su sangre se deslizaba por las paredes nanoalisadas, que habían sido diseñadas para evitar las manchas.

Cuando finalmente abrí la suficiente cantidad de puertas pude ver que había dos cuerpos tendidos sobre el suelo de la habitación del terminal: una mujer llamada Junie y un hombre al que nunca había oído llamar por otro nombre que «Lagarto». Ellos también habían tenido una muerte limpia, un balazo en la frente. El ansia de poder de Abigail no había dado paso al sadismo. Lo único que quería era tener el control. Mandar. Saber qué era lo mejor para ciento setenta y cinco millones de americanos, con o sin unos pocos millones de Auxiliares.

Me planté frente al terminal y dije:

—Terminal encendido.

—¡Sí, señor! —me contestó. Francis Marión había creído en la disciplina militar.

Me llevó quince minutos probar todo lo que Jonathan Markowitz me había enseñado. Pronuncié cada uno de los pasos, o bien los codifiqué manualmente, sin comprender lo que significaba ninguno de ellos. Aunque Jonathan me los hubiera explicado, no los habría comprendido. Y no me los había explicado. Las formas de mi mente se clavaban con rapidez, palpitantes, afiladas como garras.

—¡LISTO PARA TRANSMISIÓN AL EXTERIOR, SEÑOR!

Me quedé inmóvil.

Si Abigail había dicho la verdad, me quedaban treinta y siete minutos de supervivencia en el búnker subterráneo.

Huevos Verdes, en la costa mexicana, podría estar aquí en quince. Pero ¿lo harían? Hasta ahora, Miranda no había venido a buscarme.

—¿Señor? ¡Listo para transmisión al exterior, señor!

El enrejado de mi mente, finalmente, se estaba abriendo.

Comenzó a desenrollarse como un paraguas, o un pimpollo. Había pimpollos ahora, modificados genéticamente, que podían abrirse completamente en cinco minutos, bajo el estímulo correcto, para ser usados en diversas ceremonias. Son bonitos de ver. Los opacos paneles diamantinos del enrejado brillaron y se ensancharon al mismo tiempo.

El enrejado mismo se expandió, más y más grande, hasta que quedó completamente abierto.

Dentro había un niño de diez años, sucio y confiado, con los ojos brillantes.

No lo había visto, yo, hacía décadas. Ni su seguridad sobre lo que deseaba, su recta manera de dirigirse hacia allí. Ese niño había sido su propio patrón. Había tomado sus propias decisiones, indiferente a lo que el resto del mundo dijera que tenía que hacer. No lo había vuelto a ver desde el día en que llegara al enclave de Leisha Camden, en Nuevo México, donde había conocido a su primera Insomne, y había entregado su mente a los superiores. No lo había visto desde que me convirtiera en el Soñador Lúcido. Ni desde que había conocido a Miranda.

Aquí estaba otra vez, el sonriente muchachito solitario, por fin libre del pétreo enrejado que lo había encerrado. Una brillante forma refulgente.

—¿Señor? ¿Desea cancelar la transmisión, señor?

Me quedaban treinta y un minutos.

—No —contesté, y marqué el código de acceso de emergencia, el que me obligaron a memorizar cuidadosamente y a no olvidar, como bien podría olvidarlo Drew Arlen, el Vividor ordinario, para casos de urgencia.

Respondió ella, en persona.

—¿Drew? ¿Dónde estás?

Le di la longitud y la latitud exactas, obtenidas del terminal, y le indiqué cómo la fuerza de rescate debía actuar para entrar a través del charco fangoso. Mi voz estaba completamente serena.

—Es un laboratorio ilegal. Parte de la subversión que ha diseminado el disolvente de duragem. Pero ya lo sabéis todo al respecto, ¿no es así?

No pestañeó.

—Sí. Lamento no haber podido decírtelo.

—Entiendo. —Y era cierto. No lo había entendido antes, pero lo entendía ahora. Desde Jimmy Hubbley. Desde Abigail. Desde Joncey—. Hay un montón de cosas que debo contarte yo a ti.

—Estaremos allí en veinte minutos. Ya hay gente por los alrededores... Sólo veinte minutos, Drew.

Asentí con la cabeza, observando su rostro en la pantalla. No me sonrió; esto era demasiado importante. Eso me gustó. Las formas de mi mente no dejaban lugar a las sonrisas. El lloroso niño, la gente, toda la gente del mundo, dentro del enrejado oscuro. Dentro de mi mente, dentro de mi involuntaria responsabilidad.

—Sólo veinte minutos —dijo Carmela Clemente-Rice con su cálida voz—. Mientras tanto, dinos cómo el... —y la pantalla se apagó en el momento en que Huevos Verdes captó mi señal, accedió a ella y cortó mi comunicación con la ACNG.