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DIANA COVINGTON: WASHINGTON
La primera persona a la que vi en el Tribunal Científico, subiendo los anchos escalones planos de piedra blanca que se suponía que evocaban a Sócrates y Aristóteles, fue Leisha Camden.
Con Paul, el que venía antes de Anthony y después de Rex, solíamos disfrutar de las discusiones intelectuales. Él las disfrutaba porque ganaba; yo, porque él ganaba. Esto, naturalmente, sucedía antes de que yo comprendiera que las raíces de mi deseo de perder eran tan profundas como las de un cáncer. En ese entonces las discusiones entre nosotros parecían entretenidas, audaces incluso. La gente que Paul y yo frecuentábamos consideraba de mal gusto debatir cuestiones abstractas. Nosotros, los Auxiliares, éramos tan buenos en ese menester que era como alardear del simple hecho de caminar. Nadie deseaba quedar en ridículo. Era mucho mejor disfrutar en público del surfing corporal. O de la jardinería. O incluso, Dios nos ayude, de sumergirse en el agua hasta perder el sentido. Mucho mejor.
Pero una noche, Paul y yo, avanzando audaz e intolerantemente hacia nuestro trivial final, discutimos acerca de quién debía arrogarse el derecho de controlar la nueva tecnología radical. ¿El gobierno? ¿Los tecnócratas, en su mayoría científicos e ingenieros, que eran los únicos que realmente la comprendían? ¿El libre mercado? ¿La gente? No fue una buena noche. Paul sentía más deseos que nunca de ganar. Yo, por razones relacionadas con una puta de ojos dorados que habíamos encontrado la noche anterior en una fiesta, no estaba tan ansiosa por perder como de costumbre. Dijimos cosas, esa clase de palabras hirientes que no se borran. Los ánimos se caldearon. Después de esa noche, tuve que reemplazar uno de los paneles del escritorio de madera de teca de mi abuelo paterno. De todas formas nunca había hecho juego con los otros. El debate intelectual puede llegar a ser nefasto para los muebles.
De una manera sutil, yo culpaba a los Insomnes de mi ruptura con Paul. No directamente, sino como un désastre inoffensif, como el breve programa final que destruye un sistema informático que contiene demasiada información almacenada. Pero, bueno, ¿de qué no hemos culpado a los Insomnes en los últimos cien años?
Incluso fueron la causa de que se creara el Tribunal Científico: otro désastre inoffensif. Hace cien años, a nadie se le ocurrió tomar ninguna decisión acerca de si era aceptable o no manipular embriones humanos para convertirlos en Insomnes. Las compañías de modificaciones genéticas simplemente lo hicieron, de la misma forma que realizaron todas las otras modificaciones genéticas fetales cuando esta práctica no estaba regulada, antes de la creación de la ACNG. ¿Desea usted un niño de dos metros de alto, con cabello color púrpura, y programado para que sienta una predisposición hacia alguna destreza musical? Aquí lo tiene: un jugador de baloncesto, punk e intérprete de violoncelo. Mazel Tov.
Después llegaron los Insomnes: racionales, despiertos, inteligentes. Demasiado inteligentes. Y longevos, un premio sorpresa: nadie sabía al principio que el sueño interfería en la regeneración celular. A nadie le gustó cuando se descubrió. Demasiadas ventajas darwinianas concentradas en un solo grupo.
Así que, siendo esto Estados Unidos y no una monarquía del siglo dieciséis ni un estado totalitario del siglo veinte, el gobierno no prohibió las modificaciones genéticas radicales en forma categórica. En lugar de eso, hablaron del tema hasta morir.
El Foro Federal para la Ciencia y la Tecnología instruyó el debido proceso: un jurado formado por un grupo de científicos, discusiones y refutaciones, conclusión final por escrito, con la previsión de dejar un camino abierto para opiniones divergentes, la ROM completa. El Tribunal Científico no tiene poder, sólo puede efectuar recomendaciones, no establecer políticas. Ninguno de sus integrantes puede decirle a nadie qué debe o no debe hacer bajo ninguna circunstancia.
Pero jamás ha habido Congreso, ni presidente, ni cámara de la ACNG que haya actuado en contra de lo recomendado por el Tribunal Científico. Nadie. Jamás.
Así que yo tenía toda la force majeure del statu quo de mi lado, aquella noche de destrozo de muebles, cuando declaré que el gobierno debía controlar las modificaciones genéticas humanas. Paul sostenía que el control absoluto lo debían ejercer los científicos (él era uno). Ambos teníamos razón, en virtud de la práctica real. Pero, por supuesto, la práctica no tenía importancia, ni la teoría, en realidad. Lo que de veras deseábamos era pelear.
¿Alguna vez Leisha Camden habrá roto algún mueble, o golpeado la pared con un puño, o habrá hecho añicos una antigua copa de cristal para vino? Contemplándola caminar hacia el edificio de columnas blancas del Foro, en la avenida Pennsylvania, supuse que no. Washington en agosto es cálida; Leisha llevaba un traje blanco sin mangas. Su brillante cabello rubio estaba cortado de manera que formaba ondas suaves y cortas. Se la veía arreglada, hermosa, fresca. Me recordó, tal vez injustamente, a Stephanie Brunell. Lo único que le faltaba era el rosado perrito de triste destino y grandes ojos.
—Oyez, oyez —llamó el asistente, cuando se formó el panel de técnicos. Y después se enfadan cuando la prensa lo llama «tribunal científico». Washington es Washington, aunque se ponga de pie ante laureados con el Nobel.
Había tres de ellos esta vez, en un grupo formado por ocho personas: artillería pesada. Barbara Poluikis, biología química, una mujer diminuta de ojos hiperalertas. Elias Maleck, medicina, que irradiaba una preocupada integridad. Martin Davis Exford, física molecular, más parecido a un bailarín de ballet avejentado que a un premio Nobel. Nadie, por supuesto, en genética. Estados Unidos no ha obtenido uno en sesenta años. Los participantes habían recibido la aprobación de los abogados de ambas partes. Se presume que los participantes son imparciales.
Me senté en el sector destinado a la prensa, gracias a Colin Kowalski que me había entregado credenciales tan mal falsificadas que cualquiera que las hubiera comprobado habría llegado a la conclusión de que habían sido falsificadas por una enferma de Gravison, como yo, y no por una agencia competente. Había muchos representantes de la prensa, humanos y robots. Los juicios del Tribunal Científico se emiten por varias redes Auxiliares.
Una vez instalado el grupo de participantes, permanecí de pie —muy gauche— para ver si entre los espectadores había algún Vividor. Debía de haber uno o dos en la galería; el lugar era tan grande que resultaba difícil saberlo. «Por favor, siéntese —dijo una voz razonable desde mi asiento—, los demás pueden tener dificultades para ver más allá de usted.» No era de extrañar: con mi mono de color púrpura brillante y mi bisutería plástica, resultaba muy llamativa en el recinto de la prensa.
Al frente de la cámara, tras una antigua baranda de madera y un invisible escudo Y de alta seguridad, se sentaban los abogados, los expertos que iban a dar su testimonio y los personajes importantes. Leisha Camden estaba sentada al lado de la abogada amateur Miranda Sharifi, que había llegado repentinamente a Washington, desde Dios sabe dónde. No desde Huevos Verdes. Durante días la prensa había estado observando la isla con la misma avidez con que los residentes en una base lunar controlan una filtración en la bóveda. Así que, ¿desde qué frente geográfico había avanzado Miranda Sharifi, preparada para dar batalla en defensa del producto de su corporación?
Había rechazado la asistencia de un abogado profesional para defender su caso. También rechazó incluso a Leisha Camden, lo cual provocó risitas maliciosas en la zona de la prensa. Al parecer pensaban que una SuperInsomne no era adecuada para convencer a nadie de las bondades de la tecnología inventada por su propia gente. Nunca deja de asombrarme la estupidez de mis compañeros Auxiliares de CI reforzado.
Estudié a Miranda con atención: baja, cabezona, de frente estrecha. Pelo grueso e ingobernable atado con una cinta roja. A pesar del severo y costoso traje negro, no parecía ni Vividora ni Auxiliar. Vi que se pasaba furtivamente las manos por la falda; seguramente las tenía húmedas. Yo había visto imágenes de la notable Jennifer Sharifi, y Miranda no había heredado nada de la sangre fría, la fuerza ni la belleza de su abuela. Me pregunté si le importaba.
—Estamos hoy aquí —comenzó la moderadora, la doctora Senta Yongers, una mujer con aspecto de abuela y la dentadura perfecta de una estrella de las redes— para determinar todos los hechos relacionados con la Causa 1892-A. Me gustaría recordarles a todos los aquí presentes que esta audiencia tiene tres objetivos: el primero, unificar criterios acerca de todo lo relacionado con esta petición, incluyendo su naturaleza, sus acciones y sus efectos físicos secundarios, pero no limitándonos a ella.
»El segundo, propiciar que los argumentos en contra de esta demanda científica sean discutidos, debatidos y archivados para su posterior estudio.
»Y, por último, el tercer objetivo es satisfacer una petición conjunta de la Comisión Parlamentaria para la Nueva Tecnología, la Administración Federal de Drogas (FDA), y la Agencia para el Control de las Normas Genéticas (ACNG), que postula establecer recomendaciones para estudios futuros, para la eventual concesión de la licencia en el territorio de Estados Unidos o para el rechazo de la Causa 1892-A, en la que el status de patente aprobada ha obtenido sentencia favorable. Los estudios posteriores, quiero recordarles, permiten a los titulares de la patente solicitar voluntarios para realizar pruebas-beta de la misma. Otorgar la licencia equivale, prácticamente, a la autorización federal para su comercialización.
Yongers paseó gravemente su mirada en torno a la cámara, por encima de sus gafas con una afectación muy habitual, de moda entre Auxiliares con visión perfecta, para enfatizar la seriedad de esta posibilidad. Esto es importante, amigos: os podéis encontrar con que la Causa 1892-A ha aparecido sobre vuestros regazos. Como si alguno de los que estábamos aquí no lo supiéramos.
Volví a mirar a Miranda Sharifi, que tenía entre sus manos una gruesa carpeta encuadernada con tapas negras. Para mí, estaba claro que los Insomnes son una especie diferente a los Auxiliares y a los Vividores. Lo menciono solamente porque para un gran número de personas, inexplicablemente, esto no está claro. Miranda sin duda comprendía todo lo que había dentro de esa notablemente complicada carpeta que correspondía, después de todo, a su campo de acción, y, al menos en parte, a inventos de su propiedad. Pero probablemente también comprendía todo lo que hubiera de importante en mi campo (en todos mis pretendidos campos de acción, patéticos patios traseros como eran). Eso, más todo lo que hubiera de importante en la historia del arte, en leyes, en educación neonatal, en economía internacional, en antropología paleolítica. Según mi criterio, eso los transformaba en una especie diferente. Los Auxiliares tenemos mentes perfectamente adaptadas a nuestras necesidades, pero también las tenían los estegosaurios. Estaba contemplando a un mamífero multiadaptado.
Un poco erizada, vi cómo un periodista chasqueaba los dedos para indicarle a su robocámara que enfocara la leyenda esculpida que atravesaba la impresionante cúpula de la cámara: «EL PUEBLO DEBE CONTROLAR LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA.» Un simpático toque periodístico, aquél. Aprobé su ironía.
—El abogado defensor actuante en la Causa 1892-A —continuó la moderadora Yongers— es Miranda Sharifi, perteneciente a la Corporación de Huevos Verdes, los titulares de la patente. El fiscal de la oposición es el doctor Lee Chang, genetista senior de la ACNG, y titular de la cátedra Geoffrey Sprague Morling de Genética en la Universidad Johns Hopkins. Las especificaciones ulteriores han sido acordadas por ambas partes. Para más detalles, consulten por favor la copia suministrada, en la pantalla principal que está en el frente de la Cámara, o el canal 1640FORURM de la red oficial.
La «copia suministrada» consistía en cuatrocientas páginas de diagramas celulares, ecuaciones, tablas de genomas y procesos químicos, todo plagado de citas periodísticas. Pero en la portada había un resumen de una página que alguien había preparado para la prensa. Habría apostado mi mono púrpura a que esta simplificación había costado horas de protestas y gritos por parte de los expertos técnicos, que no querían ver sus preciosas realizaciones distorsionadas de forma tal que pudieran ser comprendidas. Sin embargo, aquí estaban las simplificadas distorsiones, listas para ser emitidas por las noticias de las redes. Washington es Washington.
—Los puntos acordados previamente por ambas partes —leyó la moderadora Yongers— son los siguientes nueve, a saber: Uno: La Causa 1892-A describe un nanodispositivo diseñado para ser inyectado dentro del torrente sanguíneo humano. El dispositivo ha sido fabricado con proteínas autorreproductoras genéticamente modificadas que presentan unas estructuras muy complejas. El proceso de creación de dichas estructuras es propiedad de la Corporación Huevos Verdes. El dispositivo ha sido llamado «Limpiador Celular» por sus creadores. Este nombre es una marca registrada y debe ser indicada como tal toda vez que sea utilizada.
Siempre es conveniente tener aseguradas las bases comerciales. Pasé la mirada sobre los rostros de los laureados con el Nobel: no demostraban nada.
—Dos. Bajo control en laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado su capacidad para abandonar el torrente sanguíneo y viajar a través de los tejidos, tal como lo hacen los glóbulos blancos. Bajo condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular también ha demostrado su capacidad de penetrar la pared celular, como lo hacen los virus, sin daño para la célula.
Hasta aquí, ningún problema. Incluso yo sabía que la FDA había aprobado y otorgado licencia a una partida de drogas que podían hacer eso. Orienté mis lentillas para que enfocaran más de cerca a Miranda Sharifi y vi cómo colocaba furtivamente su mano en la de Leisha Camden. Desafortunado gesto: todos los periodistas de la red y los observadores exteriores también pudieron verlo. ¿No podía hacer Miranda nada mejor que mostrar signos de debilidad al enemigo? ¿Acaso no había derrocado a todo el pseudo-gobierno de Sanctuary?
—Tres. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ocupa menos del uno por ciento del volumen de una célula normal. En el laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado la capacidad de ser potenciado por los agentes químicos presentes en la célula.
Yongers hizo una pausa y lanzó una mirada desafiante alrededor del lugar; no imaginaba por qué. ¿Acaso esperaba que alguno de nosotros refutara lo que habían estipulado previamente ocho científicos? Por lo que podíamos probar nosotros, legos, el Limpiador Celular podía haber sido potenciado por gérmenes biliares de rutina. Pero sólo en condiciones de laboratorio, por supuesto.
Ya empezaba a quedar claro por dónde iba a atacar la oposición.
—Cuatro. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado su capacidad para reproducirse a una velocidad levemente inferior al promedio de la que utiliza una bacteria para hacerlo (aproximadamente, veinte minutos para la división completa). En estas condiciones, la reproducción ha demostrado su capacidad para desarrollarse durante varias horas, utilizando solamente aquellos elementos químicos que normalmente se encuentran en el tejido humano, más otros contenidos en el fluido de la inyección original. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado la capacidad de cesar la reproducción al cabo de varias horas, y de reproducirse solamente para reemplazar unidades dañadas.
Avanzar y multiplicarse, pero sólo hasta un punto predeterminado. Lástima que la raza humana en general no hubiera hecho eso. La historia del siglo anterior, y la del cataclísmicamente Malthusiano siglo anterior a éste podría haber sido completamente diferente. Dios se olvidó de oprimir el botón de «Parada». Huevos Verdes no lo había olvidado.
—Cinco. El Limpiador Celular contiene un dispositivo patentado, que la Causa 1892-A menciona como «Tecnología biomecánica nanocomputada». En condiciones de laboratorio, esta tecnología ha demostrado poseer capacidad para identificar siete células del mismo tipo funcional entre una masa de células de tipos variados, y de comparar el ADN de estas siete células para determinar lo que constituye el código normal de ADN para ese tipo de células. Más aún, se supone que el Limpiador Celular puede entrar en las células subsiguientes y comparar la estructura de su ADN con sus estándares ya determinados.
De ser esto cierto, y no era posible que la oposición hubiera estado de acuerdo con plantearlo si hubiera existido la más leve duda, era sencillamente asombroso. Ninguna firma de biotecnología en el mundo entero podía hacer eso. Pero tomé nota de la cuidadosa elección de las palabras: «Se supone que...» Se daba por sentado que las estipulaciones eran hechos demostrados. ¿Por qué se había dado lugar, en este punto, a lo que eran meras pretensiones de Huevos Verdes? A menos que fueran prerrequisitos necesarios de algo que sí había sido demostrado.
—Seis. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado la capacidad de destruir cualquier célula cuyo ADN no se corresponda con lo que ha sido definido como código estándar.
Bingo.
Incluso los periodistas parecían excitados. En Washington.
—Siete. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado tener capacidad para destruir, de esta manera, cada uno de los siguientes tipos de células aberrantes: tumores cancerosos, displasia precancerosa, depósitos en las paredes arteriales, virus, bacterias infecciosas, elementos tóxicos y todas aquellas células cuyo ADN haya sido alterado por actividad viral, con el resultado de uniones de cadenas de ADN. Además, ha sido demostrado que, en condiciones de laboratorio, esas células ocultas pueden ser controladas por medio de los mecanismos normales de renovación y reemplazo celular.
Cáncer, arterioesclerosis, varicela, herpes, saturnismo, cistitis y el resfriado ordinario desaparecerían, barridos por el nuevo equipo de mujeres de la limpieza. Me sentí un poco mareada.
Pero ¿cómo diablos serían aquellas «condiciones de laboratorio»?
Los espectadores cuchicheaban en forma audible. La moderadora Yongers se quedó mirándonos hasta que el lugar quedó en silencio.
—Ocho. En condiciones de laboratorio, el Limpiador Celular ha demostrado tener la capacidad de evitar la destrucción de determinadas células bacterianas, aun cuando su «huella digital genética» no se corresponda con el ADN del tejido que las hospeda. Estas células incluyen bacterias, aunque no están limitadas a ellas, que se hallan normalmente en el tracto digestivo del ser humano, en la vagina y en las vías respiratorias superiores. Se deja constancia para el archivo de que la Corporación de Huevos Verdes atribuye esta selectividad para aceptar a este no estandarizado ADN, a «preprogramación de la nanocomputadora proteínica para que reconozca ADN bacteriano simbiótico».
Liquidar lo dañino, preservar lo útil. Huevos Verdes estaba ofreciendo el primer potenciador del sistema inmunológico con moralidad darwiniana computerizada que hubiera tenido el mundo. O quizá moral arturiana: reemplace usted «El poder otorga la razón» por «La razón otorga la vida». De pronto imaginé a legiones de pequeños Limpiadores Celulares luciendo blancas armaduras brillantes, y no pude menos que reír. El periodista que estaba sentado a mi lado me fulminó con la mirada.
—Nueve. No se han llevado a cabo estudios significativos sobre la actuación o el efecto del Limpiador Celular en seres humanos vivos y plenamente funcionales.
Aquí estaba: el inevitable aguafiestas. Sin estudios prolongados de los efectos sobre personas reales, Huevos Verdes no tenía más posibilidades de comercializar la Causa 1892-A que de comercializar cuerno de unicornio en polvo. Incluso si el Tribunal Científico permitía continuar con los estudios, yo no iba a tener mi propio Limpiador Celular privado hasta mucho tiempo después.
Me senté, tratando de descubrir cómo me sentía al respecto.
Un nuevo murmullo surgió entre el público: ¿desilusión? ¿Satisfacción? ¿Enojo? Parecían ser las tres cosas a la vez.
—Los siguientes puntos están en discusión —dijo la moderadora Yongers alzando la voz y la cámara quedó en silencio—. Uno. El Limpiador Celular no ha de causar daño alguno a células humanas sanas, a tejidos o a órganos.
Se interrumpió. Aquí está: un punto en disputa. Pero ese punto, decía claramente su expresión, era todo. ¿Quién quería un cuerpo limpio, reparado y muerto?
—El primer alegato de presentación será presentado por la oposición. ¿Doctor Lee?
Fue suministrado un nuevo texto, que resumía los argumentos del doctor Lee, lo que fue una suerte, ya que él no pudo hacerlo. Cada oración llevaba consigo montañas de evidencia, calificaciones y ecuaciones, que él, evidentemente, consideraba que lo llevaban a la gloria. Los miembros del grupo técnico escucharon atentamente, y tomaron notas. Todos los demás consultamos el texto. Sintetizaba así sus ampulosos argumentos:
Postulación: «El Limpiador Celular no causa daño alguno a células humanas sanas, a tejidos o a órganos.»
Refutación: No hay manera de asegurar que el Limpiador Celular no causa daño alguno a células sanas, a órganos o a tejidos.
- Las pruebas de laboratorio no predicen necesariamente los efectos de biosustancias en seres humanos vivos y plenamente funcionales. Ver CDC Hipertexto, Archivo 68164.
- Ningún estudio parcial ha incluido los efectos del Limpiador Celular sobre el cerebro. La química cerebral puede tener un comportamiento completamente diferente al del resto del tejido corporal. Ver CDC Hipertexto, Archivo 68732.
- Los efectos a largo plazo presentados cubren solamente dos años. Muchas biosustancias revelan efectos erráticos sólo después de períodos mucho más prolongados. Ver CDC Hipertexto, Archivo 88812.
- La lista del así llamado «ADN bacteriano simbiótico preprogramado» que el Limpiador Celular no destruirá, puede ser congruente, o no, con una lista completa de organismos extraños que son útiles a un ser humano vivo y plenamente funcional. El cuerpo humano incluye alrededor de cien mil millones de billones de partes de proteínas, que interactúan de maneras intensamente complejas, incluyendo cientos de miles de moléculas de distintas clases, algunas de ellas conocidas sólo en parte. La llamada «lista preprogramada» podría excluir organismos vitales que el Limpiador Celular destruiría posteriormente, causando tal vez un tremendo trastorno funcional que podría incluir la muerte.
- Con el tiempo, el Limpiador Celular en sí podría desarrollar problemas de reproducción. Desde el momento en que introduce en el organismo lo que en esencia es ADN competidor, despliega un potencial para crear un cáncer artificialmente inducido. Ver CDC Hipertexto, Archivo 4536.
Me llamó la atención el hecho de que la palabra «cáncer» se destacara con caracteres más oscuros que las demás.
El doctor Lee ocupó el resto de la mañana para desarrollar su alegato de presentación que, según mi criterio, estaba perfectamente bien fundamentado. En ningún momento puse en duda su sinceridad. El alegato parecía indicar que no podía probarse el carácter inocuo del Limpiador Celular sin que transcurriera una década, por lo menos, de pruebas con seres humanos reales y en pleno uso de sus facultades. (Decidí no averiguar qué eran los «estudios parciales». No quería saberlo realmente.) No obstante, era inhumano someter a seres humanos a semejantes riesgos. Por lo tanto, no había manera alguna de demostrar que el Limpiador Celular fuera inofensivo. Y si no lo era, el potencial desastre que se extendería a partir de esas pruebas, sería espectacular. Esto estaba implícito en la curiosa frase del texto que decía «tremendo trastorno funcional que podría incluir la muerte».
En consecuencia, la oposición recomendaba que no se otorgara la licencia del Limpiador Celular, que no se aprobaran estudios posteriores del mismo en Estados Unidos, y que fuera incluido en la Lista de Productos Prohibidos del Consejo Asesor Internacional de Modificaciones Genéticas.
Aparentemente, habíamos abandonado el escenario de la búsqueda de hechos para entrar en el de las advertencias políticas. Washington es Washington. Los hechos son la política, la política son los hechos.
Eran las doce menos cuarto cuando concluyó el doctor Lee. La moderadora Yongers se inclinó sobre su estrado:
—Señorita Sharifi, casi es hora de interrumpir para almorzar. ¿Preferiría posponer su alegato de presentación hasta esta tarde?
—No, señora moderadora. Seré breve. —¿Por qué Leisha Camden no le había aconsejado a Miranda que se quitara esa cinta roja? Le daba un aire de vulnerabilidad juvenil estilo «Alicia en el País de las Maravillas». Su voz era tranquila y desapasionada.
—La patente que se está considerando hoy es el más importante de los avances de la medicina para salvar la vida humana desde el descubrimiento de los antibióticos. El doctor Lee menciona los peligros para el organismo si el nanomecanismo del Limpiador Celular falla, o si está inadecuadamente programado, o si ocasiona efectos secundarios aún desconocidos. Pero no menciona a la gente que morirá prematuramente o con grandes dolores sin esta innovación. Es preferible evitarle la muerte a una sola persona con el Limpiador Celular que permitir que cientos de miles mueran por no utilizarlo. Eso es moralmente incorrecto.
»Ustedes están moralmente equivocados. Todos ustedes. La propuesta de este autodenominado foro científico pretende proteger los beneficios de la compañía suministradora de medicamentos a expensas del dolor y la muerte de seres humanos. Ustedes son moralmente fascistas, por emplear la fuerza del gobierno para perjudicar a los débiles y faltos de poder, para mantenerlos débiles y así ustedes seguir ostentando el poder. Nadie de ustedes está libre de estos cargos, ni siquiera los científicos, quienes conspiran en beneficio propio y para mantener su poder en nombre de la ciencia.
»Con el Limpiador Celular, Huevos Verdes está ofreciendo vida. Aunque ustedes no merezcan vivir. Pero cuando ofrece un producto, Huevos Verdes no discrimina entre quiénes lo merecen y quiénes no. Ustedes son quienes lo hacen, cada vez que sus reglamentaciones impiden la investigación genética o la nanotecnológica, cada vez que esas investigaciones perdidas privan a alguien de la vida. Ustedes son los asesinos, todos ustedes. Mercenarios políticos y económicos que, en el momento de juzgar la verdadera ciencia, no son mejores que los animales salvajes cuya moral están imitando. A pesar de todo, la Corporación de Huevos Verdes les ofrece el Limpiador Celular, y voy a demostrarles aquí su seguridad esencial, aun cuando estoy segura de que ninguno de ustedes tiene la capacidad necesaria para comprender los argumentos científicos que voy a explicarles.
Entonces Miranda Sharifi se sentó.
Los miembros del grupo parecieron aturdidos, como muy bien debían estarlo. Pero lo más interesante era que Leisha Camden también parecía aturdida. Evidentemente, esto no era lo que ella esperaba que dijera su protegida. Murmuró frenéticamente algo al oído de Miranda.
—¡Jamás he escuchado tanta imbecilidad no profesional! —exclamó Martin Davis Exford, premio Nobel en física molecular, que se puso de pie detrás de la mesa de los técnicos. Su poderosa voz se impuso sobre el griterío de los demás. Venas marrones latían en su cuello—. Lamento profundamente, señorita Sharifi, su actitud perversa para con este Foro. ¡Estamos aquí para determinar hechos científicos, no para disculpar ataques ad hominem!
Un periodista de primorosos pantalones amarillos rayados gritó desde la primera fila de la cabina de prensa:
—¡Señorita Sharifi! ¿Está tratando de perder este caso?
Volví lentamente la cabeza en dirección a él.
—¡Eh, Miranda, mira hacia acá! —le dijo el reportero de un canal Vividor, con su robocámara flotando a su lado—. ¡Muéstranos tu encantadora sonrisa!
—¡Orden, por favor! ¡Orden! —pedía la moderadora Yongers, ya sin sus gafas, haciendo sonar su jarra de agua, ya que ése no era un verdadero tribunal y no había martillo.
—¡Sonríe, Miranda!
—... un atropello al discurso profesional y...
—Por favor, tome asiento —surgió la voz grabada de varios asientos—. Otros pueden tener dificultad en ver por encima de usted. Por favor, tome asiento...
—¡Voy a poner orden en este Foro!
Pero el pandemónium crecía. Un hombre irrumpió entre el público y se lanzó al pasillo inclinado que conducía al suelo del Foro.
Pude ver claramente su rostro. Estaba contorsionado en una terrible mueca rígida de odio, con una rigidez que ninguna razón puede relajar y que tarda años en solidificarse. No eran los insultos que hoy había lanzado Miranda Sharifi la causa de esa expresión. Mientras corría hacia ella, el hombre sacó algo del bolsillo de su mono. Diecisiete robocámaras y tres robots de seguridad se dirigieron hacia él.
Chocó contra el invisible escudo de energía Y que protegía las mesas de los participantes y voló con brazos y piernas extendidos estrellándose con un audible crujido del cráneo u otro hueso. El hombre, atontado, cayó deslizándose por el escudo exactamente igual que si hubiera sido una pared de ladrillos. Un robot de seguridad lo arrastró hacia fuera.
—... restaurar el orden en este procedimiento ahora...
—¡Una sonrisa, Miranda! ¡Sólo una!
—... una presunción injustificada de superioridad moral, y un desprecio por las leyes de Estados Unidos, cuando en realidad...
Miranda Sharifi no se había movido.
La moderadora Yongers, sin otra alternativa, decidió una pausa para almorzar.
Me abrí camino hacia el frente de la caótica sala del Foro, tratando de no perder de vista a Miranda Sharifi, lo que por supuesto fue imposible. El escudo Y se interponía entre nosotras, y atléticos guardaespaldas musculosos las condujeron, a ella y a Leisha Camden, hacia una puerta trasera por donde desaparecieron. Tuve una visión de ellas en el techo, después de haber golpeado a cuatro personas para poder llegar allí. Subieron a un aeroauto. Muchos otros las siguieron en procesión, pero estaba convencida de que ninguno de ellos, reporteros, ACNG, FBI, delincuentes genéticos, quienquiera que fuese, iba a lograr nada. Ninguno iba a enterarse de nada que yo no supiera ya. ¿De qué me había enterado yo?
El periodista de los pantalones amarillos tenía razón. La actuación de Miranda Sharifi había condenado a muerte la Causa 1892-A. No sólo había insultado la competencia profesional e intelectual de ocho científicos, sino también su moralidad. Yo había seguido de cerca la carrera de tres de ellos, los premios Nobel, y sabía que no eran de los que se vendían ni eran venales, sino personas íntegras. Miranda debía de saberlo también. Entonces... ¿por qué? Tal vez, a pesar de todas las averiguaciones que hubiera llevado a cabo, creía sinceramente que todos los Durmientes eran corruptos. Su abuela, una mujer brillante, lo había creído. Pero, por alguna razón, yo no creía que Miranda pensara eso.
Tal vez creyera que los restantes cinco científicos no laureados, mediocres con buenas conexiones políticas, inevitablemente votarían en contra del voto imparcial de los premiados. Pero si era así, ¿por qué ponerse en contra a tres potenciales aliados? ¿Y por qué estuvo de acuerdo, en primer lugar, con la inclusión de cinco mediocres en el grupo de expertos? Todos ellos habían obtenido el acuerdo de ambas partes.
No. Miranda Sharifi quería perder el caso. Deseaba obtener una decisión en contra del Limpiador Celular.
Pero quizá yo estuviese siendo muy antropomórfica. Después de todo, Miranda Sharifi era completamente distinta de mí. Sus procesos mentales eran diferentes, así como sus motivaciones. Tal vez hubiera puesto al grupo de técnicos en su contra para... ¿para qué? Para hacer más difícil la obtención de la aprobación oficial de la patente. Tal vez sólo valoraba la victoria si costaba un gran esfuerzo. Tal vez dificultar las cosas tanto como fuera posible formara parte de algún Código de Honor Insomne, basado en que las cosas les resultaban habitualmente demasiado fáciles. ¿Cómo demonios podía saberlo?
Todos estos razonamientos se convirtieron en disgusto por mí misma. A pesar del calor, era un día fantástico en Washington, una de esas tardes de claro cielo azul y luz dorada que parecen haber venido desde otra ciudad más favorecida. Caminé a lo largo del paseo, llamando la atención: la Auxiliar chiflada vestida como una Vividora loca. Los traficantes de drogas, los enamorados y los adolescentes con gravipatinetes me ignoraron, que era precisamente lo que yo pretendía. Estaba pasando por uno de esos cuestionamientos personales breves y cortantes que cuando concluyen la dejan a una sin fuerzas y confundida a la vez. ¿Qué estaba haciendo yo, remoloneando por ahí, vestida con estas tontas ropas de plástico, tratando de resolver una difícil cuestión de realización personal a partir de seguir a personas que, evidentemente, eran superiores a mí?
Porque los Insomnes eran superiores a mí, y en algo más que en inteligencia. En disciplina, en la absoluta extensión de su visión. En la certeza envidiable que acompañaba su propósito, aunque yo no supiera cuál era éste, en tanto todo lo que yo poseía era una sensación de alarma, difusa e imprecisa, por el camino hacia donde se estaba conduciendo a mi país. Una alarma accionada por un semisensible perro color rosa que se había arrojado por encima de la baranda de una terraza. Pensándolo así, sonaba muy tonto.
Ni siquiera podía precisar adonde quería que fuera conducido mi país. Yo sólo podía impedir, no proponer, y ni siquiera estaba segura de qué era lo que estaba impidiendo. Con toda seguridad, era algo más que la endiablada Causa 1892-A.
Yo no sabía qué estaban tratando de hacer los Insomnes. Nadie lo sabía. Así que, ¿por qué estaba tan malditamente segura de que debía impedir que lo hicieran?
Por otra parte, nada de lo que había hecho hasta el momento, o quizás hiciera en el futuro, había tenido el más mínimo efecto sobre los planes de Miranda Sharifi. No había informado nada sobre ella a la ACNG, no la había tenido bajo vigilancia, ni siquiera había llegado a ninguna conclusión coherente acerca de ella en los más profundos y privados repliegues de mi mente. Yo era completamente irrelevante. Así que no tenía nada que lamentar, nada sobre lo que debiera agonizar tratando de tomar la decisión de hacerlo o no hacerlo, nada que cambiar. El cero, multiplicado o dividido, siempre es cero.
Por alguna razón, esto no consiguió alegrarme.
En los cuatro días siguientes se relajó un poco la tensión. La gente que, como yo, estaba preparada para ver teatro científico recibió, en cambio, horas y horas de gráficos incomprensibles, tablas, ecuaciones, explicaciones y holomodelos de células y enzimas y todas esas cosas. Se le dedicó mucho tiempo a la estructura terciaria y cuaternaria de las proteínas. Hubo un vivaz e incomprensible debate sobre la aplicación de la ecuación de transferencia de Worthington al código de ARN redundante. Mientras duró esto, dormí todo el tiempo. No era la única. Cada día aparecía menos gente. De aquellos que continuaban haciéndolo, sólo los científicos parecían interesados.
No parecía justo, por alguna razón. Miranda Sharifi nos había dicho que estábamos en presencia del más importante avance de la medicina en doscientos años, y a la mayoría de nosotros nos parecía alquimia. «EL PUEBLO DEBE CONTROLAR LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA.» Sí, muy bien, pero ¿cómo podemos nosotros, patanes, tomar alguna decisión sobre hechicería que no comprendemos?
Finalmente, el Limpiador Celular fue rechazado.
Dos de los Nobel, Barbara Poluikis y Martin Exford, expresaron por escrito opiniones contrarias al dictamen: Propiciaban la autorización para realizar pruebas-beta en voluntarios humanos, y no establecían normas para la posible licencia futura. Deseaban obtener el conocimiento científico. Podía verse que se morían por ello, a pesar de la redacción formal de su breve conclusión conjunta. Vi que Miranda los observaba cuidadosamente.
A la opinión de la mayoría sólo le faltó ser impresa sobre la bandera norteamericana: la seguridad de los ciudadanos de Estados Unidos... la confianza sagrada... la preservación de la identidad del genoma humano... bla, bla, bla. De hecho, todo lo que me había llevado a unirme a la ACNG el día en que Katous se arrojó por mi balcón.
En un nivel muy profundo, yo todavía creía que la opinión de la mayoría era la acertada. La biotecnología no regulada contiene un potencial increíble para lograr desastres. Y nadie podía regular la biotecnología de Huevos Verdes porque nadie la entendía, realmente. La inteligencia de los SuperInsomnes y la protección norteamericana de patentes se encargaban de asegurarlo. Y si algo no se puede regular, es mejor mantenerlo por completo fuera del país.
No obstante, dejé la sala de audiencias profundamente deprimida. De inmediato me di cuenta de que mi ignorancia acerca de la biología celular no era mi único, ni mi peor, defecto. Yo me había creído cínica. Pero el cinismo es como el dinero: siempre hay alguien que tiene más que uno.
Me senté en los escalones del Tribunal Científico, de espaldas a una columna dórica que tenía el grosor de un sequoia pequeño. Soplaba una ligera brisa. Dos hombres se pararon al amparo de la columna para encender sus pipas de «brillo del sol». Había reparado en que a los del Este les gustaba fumarlo. En California preferimos beberlo. Los hombres eran apuestos genemodificados, y vestían con el severo traje negro sin mangas que estaba de moda en el Capitolio. Ninguno de los dos me hizo caso. Los Vividores se daban cuenta enseguida de que no era una de ellos, pero los Auxiliares raramente se fijaban en algo más que en mi mono y mi bisutería. Demasiadas razones para no tomarme en cuenta.
—¿Cuánto tiempo crees? —preguntó uno de ellos.
—Tres meses para que se comercialice. Mi palpito está entre Alemania o Brasil.
—¿Y qué pasa si Huevos Verdes termina no produciéndolo?
—John, ¿por qué no iban a hacerlo? Hay una fortuna en juego, y esa mujer, Sharifi, no es ninguna tonta. Voy a observar muy cuidadosamente hacia dónde se dirigen las inversiones.
—¿Sabes que a mí no me interesa realmente el tema de la posible inversión? —le contestó John, con voz triste—. Lo quiero para Jana, para mí y para las niñas. Jana ha estado todos estos años con esos tumores que aparecen y desaparecen... Lo único que conseguimos ha sido reprimirlos. Hasta ahora.
El otro hombre puso su mano sobre el brazo de John.
—Toma el caso de Brasil. Es mi candidato favorito. Y será rápido, más rápido que si lo hubieran patentado aquí. Y sin todas las complicaciones que traerían todos los arruinados pueblos de Vividores clamando para que se les provea de él en la unidad médica, a un costo inaudito.
Sus pipas relumbraron, y ellos partieron.
Permanecí sentada, maravillándome ante mi propia estupidez. Por supuesto. Se rechaza el desarrollo en Estados Unidos, se acumula un gran capital político con la supuesta «protección» que se les otorga a los Vividores, se evita conceder una asombrosa cantidad de créditos por no ofrecer el invento a los mandantes, y luego se compra, para uno mismo y para sus seres queridos, en algún lugar del extranjero.
El pueblo debe controlar la ciencia y la tecnología.
Tal vez el doctor Chang tenía razón. Tal vez el Limpiador Celular podía volverse loco y matarlos a todos ellos. A todos, menos a los Vividores. Quién iba entonces a aparecer para establecer un estado justo y humano.
Sí. Bien. La madre de Desdémona y los otros Vividores que había visto en el tren controlando la biotecnología que podía, con el tiempo, convertir a la raza humana en algo diferente. Los ciegos encolando genes, ciegamente. Bien.
La inercia, prima hermana de la depresión, me invadió. Me quedé sentada, sintiendo cada vez más frío, hasta que el cielo se oscureció y me dolió el trasero por llevar tanto tiempo sentada sobre el duro mármol. Hacía mucho que el pórtico estaba desierto. Lenta y rígidamente me puse de pie... y tuve el primer golpe de suerte en varias semanas.
Miranda Sharifi bajaba por los anchos escalones, manteniéndose entre las sombras. La cara no era la de ella, y el mono castaño no era el suyo. Además, yo la había visto subir a un aeroauto con Leisha Camden, que había despegado hacía dos horas, perseguido por todo Washington. Esta Vividora tenía la piel pálida, una larga nariz y el sucio cabello corto y rubio. ¿Por qué, entonces, estaba segura de que era Miranda? La gran cabeza y el trocito de cinta roja que, ajustando el enfoque de mi visión, vi salir del bolsillo trasero de su mono. O quizá yo necesitaba que fuese ella, y la que había visto subir al aeroauto con Leisha Camden una impostora.
Busqué en mi bolsillo el sensor infrarrojo de media distancia que me había dado Colin Kowalski y lo dirigí subrepticiamente hacia ella. El indicador subió toda la escala, como enloquecido.
Fuera o no Miranda, esta persona tenía el metabolismo acelerado de un SuperInsomne. Y no había ningún agente de la ACNG a la vista. O, al menos, que yo pudiera ver.
Me negué a entregarme a la negatividad. Miranda era mía. La seguí hasta la estación del gravicarril, gratamente sorprendida al comprobar la facilidad con que volvía a mí el viejo entrenamiento. Abordamos un tren local que se dirigía al norte. Nos instalamos en un coche repleto y maloliente, con tantos niños que daba la impresión de que los Vividores los estuvieran concibiendo allí mismo, sobre aquel sucio suelo.
Nos deteníamos cada veinte minutos, más o menos, en algún anochecido pueblo de Vividores. No me atreví a dormirme; Miranda podría bajarse en cualquier parte sin mí. ¿Qué ocurriría si el viaje duraba varios días? Llegada la mañana, ya me había acostumbrado a hacer pequeñas siestas entre las paradas, con mi inconsciente actuando como un perro guardián alerta, listo para despertarme cada vez que el tren disminuía la marcha, dando bandazos. Esto me provocó sueños extraños. Una vez, a quien estaba siguiendo era a David; iba cambiándose de ropa mientras bailaba, alejándose de mí, un súcubo inalcanzable. Otra vez soñé que perdía a Miranda y que el Tribunal Científico me acusaba por inutilidad en perjuicio del Estado. El peor fue un sueño en el que se me inyectaba el Limpiador Celular y me daba cuenta de que era químicamente idéntico al poderoso limpiador industrial que utilizaba el robot de mantenimiento doméstico de mi enclave de San Francisco, y cada una de las células de mi cuerpo se disolvía dolorosamente en lejía y amoníaco. Desperté jadeando, sin aire, viendo mi rostro distorsionado reflejado en el negro cristal de la ventanilla.
Después de aquello permanecí despierta. Observaba a Miranda mientras el gravicarril, que milagrosamente seguía funcionando, se deslizaba a través de las montañas de Pensilvania y llegaba al estado de Nueva York.