5
BILLY WASHINGTON: EAST OLEANTA
De vez en cuando necesito, yo, ir al bosque. No solía decírselo a nadie, pero ahora, cuando lo hago, dos o tres veces al año, se lo digo a Annie y ella me proporciona algunos alimentos frescos que saca de la cocina, manzanas, patatas y soja sintética, productos que no necesitan cocinarse. Permanezco fuera cinco o seis días, solo, yo, lejos de todo aquello: el café y las holo-bailarinas, la música estridente y las distribuciones del almacén, los gilipollas con palos y garrotes e incluso la energía Y. Algunos no han abandonado East Oleanta en veinte años, salvo para ir en el gravicarril hasta otro pueblo exactamente igual al nuestro. El denso bosque bien podría estar en China, para ellos. Creo que sienten temor, ellos, de escucharse a sí mismos allá afuera.
Tenía planeado ir al bosque la mañana después de que dejara de funcionar la cocina del café y habláramos, nosotros, con el supervisor Samuelson por el terminal oficial. Pero por supuesto no iba a abandonar a Annie y a Lizzie sin comida ni iba a irme, yo, a ningún sitio que tuviera mapaches rabiosos y el robot de guardia descompuesto.
Lizzie se detuvo al lado de mi sofá, con su camisón, una brillante mancha rosada en mi duermevela mañanero.
—Billy, ¿crees que ya habrán arreglado la cocina?
Annie salió de su dormitorio, bostezando, vestida todavía sólo con su camisón de plastitejido:
—Lizzie, deja de molestar a Billy. ¿Tienes hambre, tú?
Lizzie asintió con la cabeza. Me senté en el sofá, yo, con el brazo sobre los ojos para protegerlos del sol de la mañana que entraba por la ventana.
—Escucha, Annie, he estado pensando, yo. En el caso de que hubieran arreglado esa cocina, podríamos empezar a coger toda la comida que podamos, nosotros, y almacenarla aquí. Por si se descompone otra vez. Cojamos cuanto podamos, hasta el límite que nos permitan nuestras fichas de comida diaria. Hay días en que ni Lizzie, ni tú, ni tampoco yo, llegamos a usarlas, y luego, podemos coger alimentos crudos de la cocina. Patatas y manzanas, esa clase de cosas.
Annie se mordió el labio. No es una persona a la que se le dé bien la mañana, ella. Pero era tan bueno eso de despertarse en casa de Annie que lo olvidé, yo.
—La comida se pudriría en dos o tres días. No quiero, yo, tener un montón de comida medio podrida dando vueltas por ahí. No es higiénico.
—Entonces podríamos desecharla, nosotros, y buscar más —le dije, con amabilidad. A Annie no le gusta que las cosas sean de otra manera distinta a la de siempre.
—Billy, ¿crees, tú, que ya habrán arreglado la cocina? —volvió a preguntar Lizzie.
—No lo sé, preciosa. Vayamos a ver, nosotros. Será mejor que te vistas.
—Primero debe ir a los baños, ella. Apesta. Yo también —dijo Annie—. ¿Vienes con nosotras, Billy?
—Claro. —¿Qué clase de ayuda pensaba ella que sería una vieja ruina como yo frente a los mapaches rabiosos? Pero igual acompañaría a Annie, me enfrentaría a los demonios en los que ella creía.
—Billy, ¿crees, tú, que ya habrán arreglado la cocina? —volvió a preguntar Lizzie.
No había ningún mapache cerca de los baños. En el baño de hombres no había nadie, salvo el señor Keller, que era tan viejo que pienso que ni siquiera recordaba si tenía algún nombre de pila, y dos niños pequeños que no deberían haber estado allí solos, ellos, no. ¡Pero se estaban divirtiendo tanto con el agua, ellos, jugando! Me gustó mirarlos, a mí. Me alegraron la mañana.
El señor Keller me contó que el café estaba reparado. Caminé con Annie y Lizzie, limpias y radiantes como bayas bajo el rocío, hacia allí, para tomar nuestro desayuno. Pero el café estaba lleno, no de Vividores que comían sino de Auxiliares que hacían una holo de la congresista Janet Carol Land.
Era ella, en persona. Nada de grabaciones. Estaba de pie frente a la cinta transportadora de comida, que tenía los habituales platos de soja sintética —huevos, tocino, cereales y panes— más algunas fresas frescas, modificadas genéticamente. No me gustan las fresas modificadas genéticamente, a mí. Se pueden conservar varias semanas, pero nunca saben como las pequeñas fresas silvestres que crecen en junio en las faldas de la colina.
—... sirviendo a su gente con lo mejor que tiene, no importa cuál sea la necesidad que la requiera, ni la hora, ni la emergencia —decía un apuesto Auxiliar a una cámara-robot—. Janet Carol Land, en su puesto para servir a East Oleanta... en su puesto para servirle a usted. Una política que merece aquellas memorables palabras de la Biblia: «¡Bien hecho, bueno y fiel servidor!»
Land sonrió. Era hermosa, ella, como lo son las Auxiliares que han pasado de la juventud: piel suave y fina, labios rosados y el cabello con bonitas ondas plateadas. Demasiado delgada, sin embargo. No como Annie, porque quien se animara a apretarle esos labios oscuros como cerezas podría obtener zumo de manzanas.
—Gracias, Royce —dijo Land—. Como ustedes saben, el café es el corazón de un pueblo de aristócratas. Por eso, cuando un café no funciona como es debido, muevo cielo y tierra para que funcione nuevamente. Como lo pueden atestiguar estos buenos ciudadanos de East Oleanta.
—Conversemos con algunos de ellos —dijo Royce, mostrando todos sus dientes. Él y Land se acercaron a una mesa donde estaba sentado Jack Sawicki, con aspecto de sentirse acorralado—. Alcalde Sawicki, ¿qué piensa usted del servicio que la congresista Land le ha prestado hoy a su pueblo?
Paulie Cenverno buscó un lugar donde sentarse a comer, en la mesa de al lado. Celie Kane estaba con él. El labio inferior de Annie se curvó en una mueca entre burlona y disgustada.
—Estamos terriblemente felices, nosotros, de que la cinta de comida esté reparada... —comenzó a decir Jack, miserablemente.
—¿Cuándo vais a matar, vosotros hijos de puta, a los mapaches rabiosos? —interrumpió Celie.
A Royce se le congeló la expresión:
—No pienso...
—¡Mejor piensa, tú, y piensa mucho en los mapaches; o tanto tú como la congresista podéis ir pensando en conseguir otro empleo!
—¡Corten! —dijo Royce—. No te preocupes, Janet, lo vamos a editar. —La sonrisa parecía moldeada en su cara, pero vi sus ojos, yo, y aparté la mirada. Se acabaron para mí los días de peleas, a menos que deba hacerlo para defender a Annie o a Lizzie.
Royce tomó a la congresista del codo y la condujo hacia la puerta.
—¡Insisto, yo! —chilló Celie—. ¡Ya han pasado varios días y no habéis hecho una mierda! ¡No sois más que una...!
—¡Celie! —advirtieron Jack y Paulie al unísono.
Land se apartó de Royce. Se volvió hacia Celie y le dijo:
—Su preocupación por la seguridad de su pueblo es natural, señora. Los robots guardianes o cualquier forma de vida salvaje que esté enferma no pertenecen a mi jurisdicción, sino a la del supervisor de distrito Samuelson, pero en cuanto regrese a Albany haré cuanto esté en mi poder para solucionar este problema —miró a Celie directamente a los ojos, muy serena, y esta vez fue Celie quien apartó la vista.
Celie no dijo nada. Land le sonrió y se volvió hacia su equipo:
—Creo que hemos terminado aquí, Royce. Te veré afuera.
Se dirigió a la salida, con la espalda recta y la cabeza erguida. La única razón por la que pude ver algo fuera de lo normal fue que me encontraba de pie junto a la puerta, interponiéndome entre Annie y cualquier posible problema. La congresista Land llegó hasta la puerta sonriendo como una buena política, muy segura de sí misma. Pero después de trasponerla, su sonrisa desapareció y sólo fue una mujer con una mirada muy, muy cansada.
Miré a Annie de reojo para saber si la había visto. Pero estaba ocupada, parloteando con Celie Kane. Annie puede reírse de los desplantes de Celie, pero en el fondo no aprueba que se les hable con descaro a los servidores públicos. «No pueden evitar ser Auxiliares.» Casi podría oírla, yo, decir eso.
—Esa congresista no puede realmente conseguir que alguien de Albany nos arregle el robot guardián, ¿verdad? Sólo estaba simulando, ella —dijo Lizzie, con su clara voz de niña.
—¡Calla! —la reprendió Annie—. Nunca aprenderás, tú, cuándo mantener la boca cerrada y cuándo no.
Dos días después, dos días en los que nos quedamos adentro, nosotros, y no apareció ningún técnico para componer el robot de guardia, organizamos una partida de caza. Nos llevó horas de conversación y de dar vueltas con tonterías, pero lo hicimos. Se supone que los Vividores no tenemos armas, nosotros. Ningún almacén posee en existencia un rifle del 22 de la supervisora de distrito Tara Eleanor Schmidt. Ninguna campaña política regala revólveres del senador Jason Howard Adams, ni pistolas del legislador del condado Terry William Monaghan. Pero los conseguimos, nosotros.
Paulie Cenverno desenterró el revólver de su abuelito, él, de una caja de sinteplast que estaba detrás de la escuela. El sinteplast protege de casi todas las condenadas cosas: suciedad, humedad, moho y bichos. Eddie Rollins, Jim Swikehardt y el viejo Doug Kane tenían los rifles de sus papis, ellos. Sue Rollins y su hermana, Krystal Mandor, dijeron que ellas tenían un Matlin de la familia, que compartían; no podía imaginarme, yo, cómo era posible que funcionara. Al Rauber tenía una pistola. Dos de los adolescentes gilipollas aparecieron, bromeando, sin armas. Justo lo que nos hacía falta, justo. Todos juntos, éramos veinte.
—Marchemos en grupos de a dos —dijo Jack Sawicki— y partamos en diez líneas rectas desde el café.
—Hablas como un maldito Auxiliar —dijo con disgusto Eddie Rollins. Los jovencitos hicieron una mueca burlona.
—¿Tienes una idea mejor, tú? —le preguntó Jack. Sostenía su rifle con verdadera firmeza, sobre su mono abultado.
—Somos Vividores, nosotros —dijo Krystal Mandor—, vayamos donde queramos, nosotros.
—Y si alguno resulta herido, ¿eh? —replicó Jack—. ¿Quieres tener encima a la concesión policial?
—Quiero cazar mapaches, yo, como aristócrata que soy —afirmó Eddie—. Deja de darme órdenes, Jack.
—Bien —concedió Jack—. Adelante, pues. No voy a decir ni una maldita palabra más.
Tras diez minutos de discusiones, partimos, nosotros, en pares, en diez líneas rectas a partir del café.
Yo iba con Doug Kane, el padre de Celie. Dos viejos, nosotros, débiles y lentos. Pero Doug todavía sabía, él, cómo andar tranquilo por el bosque. A mi derecha, se escuchó a alguien reír a carcajadas y gritar. Uno de los pandilleros. Un momento más tarde, el sonido desapareció.
El bosque estaba fresco y fragante, con las copas de los árboles tan frondosas que formaban un techo sobre nuestras cabezas y no permitían que creciera mucha hierba debajo de ellos. Nos paramos, nosotros, sobre un colchón de agujas de pino que dejaron escapar su limpio aroma. Blancos abedules, delgados como Lizzie, se movían, susurrando. Bajo los árboles crecía el musgo, de un oscuro color verde, y en los claros bañados por el sol había margaritas, ranúnculas y flores silvestres. Se oyó el canto de un milano, el sonido más tranquilizador del mundo.
—Bello —dijo Doug en tono tan quedo que un conejo que estaba allí quieto contra el viento, ni siquiera movió sus largas orejas.
Hacia el mediodía los árboles comenzaron a hacerse menos frecuentes, y a medida que avanzamos la hierba se volvía más espesa. Sentí el perfume de las moras en alguna parte, lo que me hizo pensar en Annie. Me figuré que ya nos habíamos alejado unos diez kilómetros de East Oleanta. Todo lo que habíamos visto hasta entonces habían sido conejos, una liebre y un revoltijo de víboras inofensivas. Ningún mapache. Y si, de todas maneras, hubiera habido alguno rabioso a esta distancia, matarlo no le habría hecho ningún bien al pueblo. Era hora de regresar.
—Tengo que... sentarme, yo —dijo Doug.
Lo miré y se me heló la piel. Estaba pálido como la corteza de un abedul y sus pestañas aleteaban como un colibrí. Dejó caer el rifle, él, y se disparó. El viejo tonto había quitado el seguro. La bala se incrustó en un tronco. Doug se aferró el pecho, y cayó tendido. Había estado tan ocupado, yo, disfrutando del aire y de las flores, que no había visto que mostraba síntomas de un ataque al corazón.
—¡Siéntate! ¡Siéntate! —lo acomodé sobre una especie de colchón de hojas verdes muy brillantes que había en el suelo. Doug yacía sobre un costado, él, respirando con dificultad. Su mano derecha se agitaba en el aire, pero sabía, yo, que sus ojos no veían nada. Tenían la mirada extraviada.
—Quédate tranquilo, Doug. ¡No te muevas, tú! Voy a buscar ayuda, yo. Haré que traigan la unidad médica...
Jjuuuuu, jjuuuuu... y el ruido de su respiración se apagó. Está muerto, pensé. Pero su viejo pecho huesudo aún bajaba y subía, reposado y tranquilo ahora. Sus ojos me contemplaban.
—Traeré la unidad médica —repetí al tiempo que me volvía y estuve a punto de caer, yo. Observándome, a no más de tres metros, había un mapache rabioso.
Cuando uno ha visto a un animal rabioso, no lo olvida jamás. Podía ver, yo, las manchas de espuma alrededor de su hocico. Los rayos de sol que pasaban entre los árboles se reflejaban en esas manchas como si fueran vidrio. El mapache desnudó sus dientes y siseó, mirándome, con un sonido que nunca había oído hacer a ningún mapache. Sus patas traseras se sacudieron. Estaba cerca del fin.
Levanté el rifle de Doug, yo, sabiendo que, si decidía atacarme, no iba a ser lo bastante rápido para tirar. El mapache se encogió y embistió. Alcé el rifle, yo, pero no llegué a calzarlo en el hombro. Un rayo de luz salió disparado desde algún lugar a mis espaldas, sólo que no era luz sino algo que parecía serlo. Y el mapache resbaló sobre sus cuartos traseros, él, en la mitad de su embestida, y se desplomó en el suelo, muerto.
Me giré, yo, muy lentamente. Y si hubiera visto a alguno de los ángeles de Annie, no habría quedado más sorprendido.
Allí de pie se encontraba una muchacha de baja estatura, con una gran cabeza y oscuro cabello atado con una cinta roja. Usaba ropas ridículas para andar por el bosque: pantalones cortos blancos, una delgada camisa blanca, sandalias abiertas, como si no tuviéramos allí garrapatas de los venados, o mosquitos, o víboras. La chica me miró, sombría:
—¿Se encuentra bien? —preguntó por fin.
—S-s-sí, señora. Pero Doug Kane, aquí... creo que su corazón...
Caminó hacia donde Doug yacía tendido, ella, se arrodilló y le tomó el pulso. Alzó la mirada hacia mí y me dijo:
—Quiero que haga una cosa, por favor. Ponga esto sobre el mapache muerto, justo encima de su cuerpo —me alcanzó un disco gris y liso del tamaño de una moneda. Me acuerdo de las monedas, yo.
Siguió mirándome, sin pestañear, así que hice lo que me pedía. Les di la espalda, yo, a ella y a Doug, y lo hice. ¿Por qué? Annie me lo preguntó más tarde, y no tuve respuesta. Tal vez fuera por los ojos de la muchacha. Auxiliar, y no a la vez. No una Janet Carol Land frente a una cámara con «bien hecho, bueno y fiel servidor».
El disco gris tocó la húmeda piel del mapache y quedó pegado. Emitió un débil resplandor, el disco, y en un segundo el mapache estuvo envuelto en un caparazón transparente que se introducía al menos tres centímetros bajo tierra. Puede que fuera energía Y, puede que no. Una hoja voló, golpeó contra el caparazón y se deslizó hacia el suelo. Toqué el caparazón con la mano. No sé de dónde saqué coraje, yo. Era duro como la espuma premoldeada.
Hecho de nada.
Cuando me volví, la muchacha estaba guardando algo en el bolsillo de su pantalón, y la mirada de Doug se estaba aclarando. Jadeaba, él.
—No lo mueva —dijo la chica, todavía seria. No parecía que sonriera mucho—. Vaya a buscar ayuda. Estará a salvo hasta que regrese.
—¿Quién es usted, señora? —Sonó como un chirrido—. ¿Qué le hizo, usted?
—Le di una medicina. La misma inyección que le habría dado la unidad médica. Pero hace falta una camilla para trasladarlo de regreso al pueblo. Vaya y busque ayuda, señor Washington.
Di un paso hacia ella. Se irguió. No parecía, ella, asustada... sólo siguió mirándome, con esos ojos que no sonreían.
Después de haber visto al mapache, se me ocurrió que ella también estaba rodeada por un caparazón. No tan duro como el del mapache, y quizá pegado a su cuerpo. Tal vez tan pegado a él como un guante transparente. Podía ser por eso que salía al bosque en pantalón corto y esas ligeras sandalias, y por eso no era picada, ella, por insectos, y no me tenía miedo a mí.
—Es... usted es... del Edén, ¿verdad? Realmente está aquí, en algún lugar del bosque, realmente está aquí...
Mostró una expresión graciosa. No sabía, yo, lo que significaba, y se me ocurrió que era más fácil tratar de adivinar lo que pensaba un mapache rabioso que esta chica.
—Vaya a buscar ayuda, señor Washington. Su amigo la necesita —se detuvo, ella—. Y, por favor, cuando llegue al pueblo hable lo menos posible.
—Pero, señora...
—Uuuuhhhmmmm —gimió Doug, no de dolor, sino como si estuviera soñando.
Fui hasta East Oleanta corriendo, a tropezones, tan rápido como pude, resollando hasta el punto de pensar que tendría que informar de dos ataques cardíacos a la unidad médica. Justo al pasar la pista de carreras de motos encontré a Jack Sawicki y a Krystal Mandor, acalorados y sudorosos, tratando de llegar al pueblo. Les conté, a ellos, el colapso del viejo Kane. Tuvieron que hacérmelo repetir dos veces. Jack se puso en camino, bajo los rayos del sol. Debe de ser el otro buen leñador que tiene East Oleanta. Krystal corrió, ella, en busca de la unidad médica y de más ayuda. Me senté, yo, para recuperar el aliento. El sol cegador quemaba sobre el campo abierto. El lago refulgía más allá del pueblo, y yo no podía hallar paz ni equilibrio en mi mente.
Quizá nunca volví a tenerlos. Nada me pareció igual después de aquel día.
La unidad médica llegó, deslizándose sobre la hierba con sus gravisensores, y encontró sin dificultad a Doug Kane, oliendo las huellas que habíamos dejado él y yo. Con ella venían cuatro hombres, que llevaron a Kane a casa. Respiraba normalmente. Esa noche casi todos nos reunimos, nosotros, en el café. Hubo baile, acusaciones, gritos y también una fiesta. Nadie había disparado contra ningún mapache, pero Eddie Rollins le disparó a un ciervo, y Ben Radisson a Paulie Cenverno. Paulie no estaba malherido, él, sólo tenía un rasguño en el brazo, y la unidad médica lo curó enseguida. Fui a ver a Doug Kane, yo.
No recordaba a ninguna chica en el bosque. Se lo pregunté mientras yacía en su cama de sinteplast, reclinado sobre grandes almohadas, y tapado con una manta bordada como la que Annie hizo para su sofá. Doug adoraba que lo atendieran, él. Se lo pregunté con mucho cuidado, sin decirle que había una chica en el bosque, sino apenas insinuando lo que había pasado. Pero no recordaba nada, él, después de su ataque, y ninguno de los que lo llevaron de vuelta a casa mencionaron haber visto a ningún mapache envuelto en un caparazón resistente.
La chica debe de haber recogido el caparazón completo, ella, seguro como una casa, y simplemente, se fue con él.
A la única persona que se lo conté, yo, fue a Annie, y me aseguré de que Lizzie no estuviera cerca. Annie no me creyó. Al menos, al principio. Luego sí lo hizo, pero sólo porque recordaba a la chica de gran cabeza y mono verde que estaba en el café dos noches atrás. Esta chica del bosque también tenía la cabeza grande, ella, y por alguna razón esto convenció a Annie de que el resto de mi historia era verdad. Le dije que no dijera nada a nadie. Y nunca lo hizo, ni siquiera lo habló conmigo. Decía que le daba temor pensar en un misterioso grupo de Auxiliares proscritos que viviesen en el bosque, con maquinaria modificada genéticamente, y que llamaran Edén al lugar. Algo casi blasfemo. El Edén estaba en la Biblia y en ningún otro lugar. Annie prefería no pensar en eso.
Pero yo sí pensaba. Un montón. Durante mucho tiempo no pude pensar en otra cosa. Pero me dominé, yo, y volví a la vida normal. Sin embargo, la muchacha de la gran cabeza siempre rondaba mis pensamientos.
No tuvimos más problemas con mapaches rabiosos ese verano, ni en el otoño. Desaparecieron, afortunadamente.
Pero las máquinas continuaron averiándose.