7

DREW ARLEN: SEATTLE

Había un enrejado en mi cabeza. No lograba que se fuera. Su imagen estaba allí, flotando, todo el tiempo, un poco parecida a las rejas en las que crecen las rosas. Era de un púrpura oscuro, como el que toman todos los objetos bajo la luz crepuscular, cuando es difícil ver su color real. Miri me contó una vez que nada es «realmente» de ningún color, que todo es cuestión de «longitudes de onda circunstanciales». No comprendí lo que quería decir. Los colores son demasiado importantes para mí como para que sean «circunstanciales». La reja giraba y se unía, formando un círculo. No podía ver qué había dentro de ese círculo, aunque los bordes de los huecos de la reja eran nítidos, como si hubieran sido cortados con diamante. Lo que había dentro, fuera lo que fuese, estaba completamente oculto.

Yo no sabía qué era, exactamente, este gráfico. No me sugería nada. No lograba encontrarle significado, ni cambiar su forma, ni hacerlo desaparecer. Jamás me había ocurrido nada semejante. Yo era el Soñador Lúcido. Las figuras que brotaban de mi inconsciente siempre tenían significado, eran universales, siempre eran maleables. Yo les daba forma, las traía a la luz, al mundo consciente. No eran ellas las que me condicionaban a mí. Yo era el Soñador Lúcido.

Vi el último día de Miri en el Tribunal Científico por la holorred en una habitación de hotel en Seattle, donde tenía previsto actuar con «El luchador» revisado, el día siguiente por la tarde. Las robocámaras enfocaron de cerca a Leisha y a Sara cuando subían al aeroauto, en la terraza del Foro. Sara tenía exactamente el mismo aspecto que Miri. La holomáscara que cubría su rostro, la peluca, la cinta roja. Incluso caminaba como Miranda. Leisha tenía los ojos entrecerrados, lo que significaba que estaba furiosa. ¿Habría descubierto ya el cambio? Tal vez lo descubriera en el coche. A Leisha no le sentaría bien. Nada la hacía sentir más frustrada que el hecho de que le mintieran, quizá por ser ella misma tan sincera. Me alegré de no estar allí.

Puntiagudas formas rojas, tensas de ansiedad, corrieron alrededor del enrejado púrpura, que no había desaparecido.

Sara/Miri cerró la puerta del coche. Las ventanillas, naturalmente, eran opacas. Apagué la red de noticias. Podrían pasar meses antes de que viera nuevamente a Miri. Ella podía entrar y salir de East Oleanta a voluntad, y de hecho, había venido a Washington desde allí, pero Drew Arlen, el Soñador Lúcido, sentado en la plataforma artística que era mi silla de ruedas, seguido a todas partes por la gente de la ACNG, no podía. Y aunque fuera hasta Huevos Verdes, Nikos Demetrios o Toshio Omura, o Terry Mwakambe podrían decidir que proteger una comunicación con East Oleanta era un riesgo demasiado grande para mantener simples conversaciones personales. Podría llegar a no hablar siquiera con Miri durante varios meses.

Las puntiagudas formas rojas se suavizaron un poco.

Me serví otro whisky. Esto a veces disminuía las formas de la ansiedad. Pero traté de ser cuidadoso. Lo intenté de verdad. Podía recordar a mi viejo, en el apestoso pueblo del Delta donde crecí:

—¡No seas insolente, chico! ¡No eres nada, tú, más que un bebé de culo sucio!

—¡No soy un bebé, yo! ¡Tengo siete años!

—Eres un chupatetas culo sucio, tú, y nunca tendrás nada tuyo, así que cállate, y pásame esa cerveza.

—Voy a ser el dueño de Sanctuary, yo, algún día.

—¡Tú!¡Una estúpida rata de albañal!

Una carcajada. Y después de pensarlo mejor, el azote. Plaf. Y una nueva carcajada.

Me bebí el whisky de un solo trago. Leisha habría detestado eso. El comunicador sonó con dos timbres cortos. Dos timbrazos indicaban que el que llamaba no figuraba en la lista aprobada, pero el comunicador programado por Kevin Baker había decidido, sin embargo, que era alguien a quien tal vez yo querría atender. Yo no sabía cómo lo decidía. «Lógica de polizontes», había contestado Kevin, lo que no provocó ninguna figura en mi mente.

Creo que no podría haber hablado con nadie en ese momento. Pero encendí el visor.

—¿Señor Arlen? ¿Está usted ahí? Soy el doctor Elias Maleck. Sé que es muy tarde, pero querría que me dedicara unos pocos minutos, por favor. Es sumamente urgente. Preferiría no dejar un mensaje.

Parecía cansado; eran las tres de la mañana en Washington. Me serví otro whisky:

—Visor activado. Aquí estoy, doctor Maleck.

—Gracias. Antes que nada, quiero decirle que ésta es una llamada protegida, y no está siendo grabada. Nadie, aparte de nosotros, puede escucharla.

Yo lo dudaba. El doctor Maleck no comprendía lo que eran capaces de hacer Toshio Omura o Terry Mwakambe. Aunque su premio Nobel hubiera sido en física, en lugar de ser en medicina, tampoco lo habría comprendido. Maleck era un hombre fornido, de unos sesenta y cinco años, aparentemente no modificado genéticamente. Cabello gris que comenzaba a ralear y cansados ojos pardos. Tenía la piel de las mejillas flácida, pero sus hombros estaban erguidos. Lo sentí como a una serie de cubos azul marino, limpios e irrompibles. Los cubos estaban suspendidos frente al inmóvil enrejado.

—No sé muy bien por dónde comenzar exactamente, señor Arlen —dijo, mesándose el pelo. Los cubos azul marino adoptaron un matiz rojizo. Maleck estaba muy tenso. Bebí lentamente mi trago.

»Como usted sin duda ya sabe, yo voté en contra de que se permitiera el desarrollo de la patente de Huevos Verdes ante el Foro Federal para la Ciencia y la Tecnología. Los fundamentos de mi voto están expuestos claramente en la opinión mayoritaria. Pero hay cosas que no pueden constar en un documento público, cosas que le ruego me permita informarle.

—¿Por qué?

Maleck fue categórico:

—Porque yo... nosotros... no tenemos manera de comunicarnos con Huevos Verdes. Aceptan recibir mensajes, pero no una comunicación en ambas direcciones. Usted representa el único camino a través del cual puedo transmitirle directamente a la señorita Sharifi información sobre investigación genética.

Las formas de mi mente ondularon y se torcieron.

—¿Cómo logró pasar mensajes a Huevos Verdes? —pregunté—. ¿Cómo obtuvo el código de acceso para contactar con ellos?

—Eso forma parte de lo que quiero decirle, señor Arlen. Dentro de cinco minutos dos hombres solicitarán que se les facilite el acceso a su suite. Desean mostrarle algo que está en un lugar distante, a media hora de avión desde Seattle. El propósito de mi llamada es rogarle que los acompañe —vaciló—. Pertenecen al gobierno. A la ACNG.

—No.

—Lo comprendo, señor Arlen. Ese es el propósito de mi llamada: decirle que esto no es una trampa, ni un secuestro, ni ninguna de las otras atrocidades que usted y yo sabemos que el gobierno es capaz de cometer. Los agentes de la ACNG lo llevarán fuera de la ciudad, lo retendrán cerca de una hora y luego lo traerán de vuelta, sano y salvo, sin implantes, ni drogas de la verdad ni nada de todo eso. Conozco personalmente a estos hombres, personalmente, y estoy dispuesto a apostar toda mi reputación profesional en esto. Estoy seguro de que usted está grabando mi llamada en su terminal. Envíe copias a quien quiera, antes de hacer algo como abrir la puerta de su habitación. Tiene mi palabra de que usted regresará sano y salvo, y sin alteraciones. Por favor, tenga en cuenta lo que esto significa para mí.

Pensé en lo que estaba diciéndome. Este hombre me colmaba de imágenes que no había sentido en mucho tiempo: formas limpias, sin ninguna intención oculta. Nada parecido a las imágenes de Huevos Verdes.

Claro que era posible que Maleck hablara con absoluta sinceridad y, aun así, fuera utilizado.

De alguna manera, mi vaso de whisky, mi cuarto vaso de escocés, se había vaciado.

—Si desea tomarse un tiempo para llamar a Huevos Verdes y pedir instrucciones... —ofreció Maleck.

—No —dije, bajando la voz—. No. Iré.

El rostro de Maleck se transformó, se abrió; parecía varios años más joven y varias horas menos cansado. (Una clara lluvia purificadora caía sobre los cubos azul marino.)

—Gracias —dijo—. No lo lamentará. Tiene mi palabra, señor Arlen.

Habría apostado cualquier cosa a que él, un eminente Auxiliar, no había visto nunca ni uno solo de mis conciertos.

Corté la comunicación, envié copias de la llamada a Leisha, a Kevin Baker, a un Auxiliar amigo que vivía en Wichita y en el que confiaba absolutamente. El comunicador volvió a sonar. Una vez. Antes de que contestara, apareció en el visor Nikos Demetrios. No desperdiciaba palabras, él.

—No vayas con ellos, Drew.

Tenía en la mano otro vaso de escocés. Estaba por la mitad.

—Era una llamada protegida, Nick. Privada.

Pasó por alto el comentario:

—Podría ser una trampa, a pesar de lo que diga Maleck. Pueden estar usándolo. ¡Tú deberías saberlo!

La impaciencia se deslizaba en su tono de voz, muy a su pesar: otra vez el Durmiente estúpido que no había reparado en lo obvio. Lo vi como una forma oscura, con mil sombras grises, ondulando en estructuras sutiles que yo jamás comprendería.

—Nick, imagina... sólo imagina... que deseo, yo, hablar con alguien en privado, alguien que no quiero que tú oigas, alguien que no es, él, parte de Huevos Verdes. Alguien ajeno.

Me miró fijamente. Reparé entonces en la forma en que estaba hablando. Como un Vividor. Mi vaso estaba vacío otra vez. El comunicador del hotel anunció en tono cortés:

—Disculpe, señor. Aquí hay dos hombres que solicitan acceso a su suite. ¿Desea visualizarlos?

—No —dije—. Envíelos aquí, a ellos.

—Drew... —comenzó a decir Nick. Apagué la imagen. Esto, así, no funcionaba. Los SuperInsomnes se extralimitaban. ¿Acaso había algo que no pudieran hacer, ellos?

—¡Drew! ¡Escucha, tú no puedes...! —desconecté el terminal de la fuente de energía Y.

Los agentes de la ACNG no parecían agentes de la ACNG. Sospecho que nunca lo parecen, ellos. Cuarenta y tantos años, apariencia Auxiliar, cortesía Auxiliar. Probablemente, inteligencia Auxiliar. Pero pensaban, ellos, con palabras Auxiliares, por lo menos de las que vienen una a una, no en manojos, racimos y bibliotecas de hileras de palabras.

La nieve cayó sobre el enrejado color púrpura, fría y blanca.

—¿Queréis un trago, amigos, vosotros?

—Sí —respondió uno de ellos, un poco demasiado rápido. Tratando de congraciarse conmigo. Pero yo lo sentía, a él, casi tan sólido, casi tan limpio, como a Maleck. Eso me confundió. Eran de la ACNG, ellos. ¿Cómo podrían sentirse al estar así expuestos?

—Cambié de idea —dije entonces—. Vámonos ahora, nosotros, adonde sea que me llevéis —maniobré hasta la puerta con mi silla, que golpeó contra el marco, y me lastimé las piernas.

Pero en el tejado del hotel, el frío me devolvió la sobriedad. Algo, por lo menos. Los coches aterrizaban, trayendo de vuelta a casa a los que se habían ido temprano de una fiesta; era poco más de medianoche. Seattle estaba edificada sobre colinas, y el hotel estaba en la cima de una de las más altas. Podía ver más allá del enclave: las oscuras aguas de Puget Sound al oeste, Mount Rainier blanca, bajo la luz de la luna. Estrellas frías arriba, luces frías abajo. Vecindarios de Vividores a los pies de las colinas, excepto a lo largo del Sound, que era una tierra que estaba frente al río, demasiado buena para los Vividores.

El aerocoche de la ACNG, blindado y protegido, despegó hacia el este. Muy pronto dejaron de verse las luces. Nadie hablaba. Quizá me dormí, yo. Espero que no.

—No molestes a papi, Drew. Está durmiendo.

—Está borracho, él.

—¡Drew!

¡Drew!, decía Nick por el comunicador. Huevos Verdes decía. Miranda Sharifi decía. Drew, haz esto. Da este concierto. Esparce esta idea subconsciente. Drew...

El enrejado zigzagueó en mi mente, flotando como los vahos del pantano donde mi papi finalmente se ahogó, él, irremediablemente borracho. Unos muchachos lo hallaron, a él, mucho tiempo después. Pensaron que lo que había en el agua era un tronco podrido.

—Ya llegamos, señor Arlen. Despierte, por favor.

Habíamos aterrizado en un llano de un lugar agreste y oscuro, densamente boscoso, con grandes salientes de roca que, poco a poco fui comprendiendo que formaban parte de montañas. La cabeza me latía. Uno de los agentes encendió una lámpara Y portátil y apagó las luces del coche. Por primera vez advertí que no sabía sus nombres.

—¿Dónde estamos?

—Cascade Range.

—Pero ¿dónde estamos?

—Sólo unos minutos más, señor Arlen.

Miraron hacia otro lado cuando me acomodé en mi silla. Esta flotó sobre sus graviunidades a quince centímetros por encima de una sucia y estrecha pista que salía del llano y conducía al interior del espeso bosque. Seguí a los agentes, que llevaban la lámpara. La oscuridad a ambos lados de la pista, bajo los árboles, era como una pared sólida, salvo por algunos susurros y el distante y profundo ulular de una lechuza. Pude sentir el olor de las agujas de pino y de las hojas caídas.

La pista terminaba en un edificio bajo, de espuma premoldeada, oculto entre los árboles: un edificio demasiado pequeño para ser importante. No había ventanas. A uno de los agentes se le tomó la impresión de la retina, luego indicó un código frente a la puerta, y ésta se abrió. El interior se iluminó. Era un ascensor que ocupaba todo el espacio, y también tenía identificador de retina y un código. Bajamos al subsuelo.

La puerta del ascensor se abrió a un gran laboratorio lleno de equipos, ninguno de ellos en funcionamiento. Las luces eran tenues. Una mujer que llevaba bata blanca llegó corriendo desde una de las numerosas puertas laterales:

—¿Es él?

—Sí —dijo un agente, y vi que me dirigía una rápida mirada involuntaria para saber si al Soñador Lúcido no le importaba no ser reconocido. Sonreí.

—Bienvenido, señor Arlen —dijo, muy seria, la mujer—. Soy la doctora Carmela Clemente-Rice. Gracias por venir.

Era la mujer más hermosa que había visto jamás, más adorable aún que Leisha. Tenía el cabello tan negro que parecía azul, ojos enormes de un azul claro, y un cutis perfecto, sin ningún defecto. Representaba unos treinta años pero, por supuesto, debía de ser mucho mayor. Modificaciones genéticas Auxiliares. Estaba coronada con las melancólicas formas de la pena. Mantuvo las manos firmemente unidas frente a su cuerpo.

—Se estará preguntando para qué lo hemos traído aquí. Esto no es propiedad de la ACNG, señor Arlen. Es una instalación clandestina que descubrimos e incautamos. Tardamos más de un año en preparar toda la operación legal. El juicio a los científicos y a los técnicos que trabajaban aquí nos llevó otro año más. Todos están ahora en prisión. Normalmente, la ACNG desmantela por completo cualquier laboratorio clandestino, pero hay razones por las cuales éste no se pudo desmantelar. Podrá comprobarlo en un minuto.

Separó las manos e hizo un ademán extraño, como si me estuviera atrayendo hacia ella. O como si estuviera atrayendo mi mente hacia ella. Los Auxiliares ojos azul claro no se apartaron de mi cara.

—Las... bestias con las que trabajamos aquí fueron creadas a partir de modificaciones genéticas ilegales, para el mercado negro. Para uno de los mercados negros. Estas instalaciones se encuentran diseminadas por todo Estados Unidos, señor Arlen, aunque la mayoría, por suerte, no tienen tanto éxito como el que ha tenido ésta. La ACNG invierte un montón de dinero, tiempo, recursos humanos y experiencia legal en dejarlas fuera de circulación. Sígame, por favor.

Carmela Clemente-Rice me condujo de regreso a la misma puerta lateral, y avanzamos por ella hasta un largo corredor blanco que estaba flanqueado por puertas. Me llevó hasta la primera, y entramos. ¿Qué tamaño tendría este subterráneo?

Allí había dos de aquellos especímenes, macho y hembra, ambos desnudos. Tenían la expresión soñadora y desenfocada de los grandes consumidores, pero por alguna razón no creí que fueran drogadictos. Tan sólo existían. Ambos se estaban masturbando con una adormilada lentitud que se correspondía con sus expresiones. La mujer tenía una mano en la vagina que tenía entre las piernas, y la otra mano, en la que tenía entre sus senos. Pero sus otras vaginas, una entre los ojos y una en cada palma de las manos, también se veían lábiles, con los tejidos enrojecidos e inflamados. El hombre se estaba acariciando el enorme pene erecto y la vagina que también tenía, y vi que había introducido algo que parecía un utensilio de cocina en uno de sus anos.

—Para el comercio sexual —dijo Carmela Clemente-Rice serenamente, detrás de mí—: Ingeniería genética clandestina de embriones. No tenemos manera de reparar esto, no podemos elevar su CI, que es, aproximadamente, de 60. Todo lo que podemos hacer es mantenerlos cómodos, y fuera del mercado para el que fueron diseñados.

—No me está mostrando nada que no conociera ya, señora —dije, tras maniobrar con mi silla para salir del cuarto, un poco más ásperamente de lo que hubiera querido. Los esclavos sexuales creaban formas dañinas y dolorosas en mi mente—. Esta basura ha estado dando vueltas desde antes de que existiera Huevos Verdes. Huevos Verdes no se opone a que la ACNG los proscriba y los clausure. Nadie que esté cuerdo puede estar a favor de esta clase de ingeniería genética.

No me contestó. Sólo me condujo por el corredor hasta otra de las puertas.

Había cuatro especímenes esta vez, en un cuarto mucho más grande, con la misma expresión soñadora. No estaban desnudos, aunque sus ropas eran muy extrañas: monos cosidos a mano toscamente, para que se adaptaran a sus múltiples miembros y a sus deformidades. Uno de ellos tenía ocho brazos, otro cuatro piernas, otra tres pares de senos. A juzgar por la forma de su cuerpo, los múltiples órganos del cuarto espécimen debían de ser internos. ¿Varios páncreas, o hígados, o corazones? ¿Podían ser programados los genes para crear varios corazones?

—Para el mercado de trasplantes —me informó Carmela—. Pero ¿tal vez usted también estaba enterado de esto?

Estaba enterado, pero no se lo dije.

—Éstos son más afortunados —continuó—. Podemos extirparles los miembros excedentes y devolverlos a la condición normal. De hecho, Jessie entrará en el quirófano el martes que viene.

No le pregunté quién era Jessie. El whisky formaba burbujas nauseabundas en mi estómago.

Las dos personas que había en la siguiente habitación parecían normales. Iban vestidos con pijama y yacían dormidos sobre una cama cubierta con una bonita manta de chintz. Carmela no bajó el tono de voz:

—No están durmiendo, señor Arlen. Están drogados, muy fuertemente, y así lo estarán la mayor parte del resto de sus vidas. Cuando no lo están, son presas de un dolor intenso y constante, causado por un minúsculo virus modificado genéticamente, diseñado para estimular el tejido nervioso hasta un nivel intolerable. Se inyecta el virus y luego se reproduce dentro del cuerpo, algo parecido al Limpiador Celular de Huevos Verdes. El dolor es insoportable, pero los tejidos no sufren daños reales, así que, teóricamente, podría prolongarse durante años o décadas. Fue diseñado para el mercado de torturas, y se supone que iba a encontrarse un antídoto que se pudiera administrar. O retener. Lamentablemente, los ingenieros genéticos que estaban trabajando aquí habían llegado hasta el nanotorturador, no hasta el antídoto.

Uno de los dos drogados, una chica, apenas salida de la pubertad, se removió, molesta, y gimió.

—Está soñando —dijo brevemente Carmela—. No sabemos qué. No sabemos quién es. Puede ser una mexicana secuestrada o vendida en el mercado negro.

—Si usted piensa que la investigación que se lleva a cabo en Huevos Verdes es algo remotamente parecido...

—No, no lo es. Lo sabemos. Pero el...

—Todo lo que se investiga y se crea a partir de la nanotecnología en Huevos Verdes, se hace con el único objetivo del beneficio público. Como el Limpiador Celular.

—Le creo —concedió la doctora Clemente-Rice. Hablaba en voz baja y controlada; me daba cuenta del esfuerzo que hacía—. Las intenciones de Huevos Verdes son completamente diferentes. Pero la ciencia básica, los avances, son similares. Sólo que Huevos Verdes ha llegado mucho más lejos, y mucho más rápidamente. Pero otros podrían llegar a tomar el camino que ellos emprendieron si, por ejemplo, dispusieran del Limpiador Celular para desarmarlo y estudiarlo.

Miré fijamente a la joven dormida. Tenía los párpados apretados. Así los tenía mi madre al final de su vida, cuando el cáncer de huesos finalmente la invadió por completo.

—He visto bastante —dije.

—Uno más, señor Arlen. No se lo pediría si no fuera tan urgente.

Giré la silla para observarla. En mi mente, ella formaba una serie de afilados óvalos pálidos, con la misma limpia sinceridad con que lo hacían Maleck y los agentes de la ACNG. Tal vez todos habían sido reclutados por esa cualidad, precisamente. Súbitamente advertí a quién me recordaba Carmela: a Leisha Camden. Un misterioso dolor me atravesó, como una espada muy delgada.

La seguí a través de la última puerta del corredor.

No había personas con modificaciones genéticas en esta habitación. Tres poderosos escudos de seguridad resplandecían, desde el suelo hasta el techo: escudos como los que pueden impedir la entrada a todo lo que no sea nuclear. Detrás de ellos crecía una hierba muy alta.

—Usted dijo que Huevos Verdes trabaja sólo en modificaciones genéticas y nanotecnología diseñados exclusivamente para el beneficio público. Bien, así se hizo esto. Fue encargado por una nación del Tercer Mundo con terribles problemas de hambrunas recurrentes. Las hojas de esta hierba son comestibles. Al contrario de la mayoría de las plántas, las paredes de sus células no están compuestas por celulosa, sino por una sustancia artificialmente producida que el organismo humano puede convertir en monosacáridos. La hierba también es asombrosamente resistente, de rápido crecimiento, autosembrante y capaz de extraer nutrientes de suelos pobres y agua de los áridos. Los ingenieros que la desarrollaron estimaron que puede incrementar en seis veces el alimento producido por la más concentrada de las granjas de la actualidad.

—Suministro de alimentos —repetí, como un idiota—. Alimentos...

—La plantamos en una ecosfera controlada y protegida de doscientos metros cuadrados ecológicos —prosiguió Carmela, con las manos metidas en los bolsillos de su bata— y al cabo de tres meses había terminado con todas las demás plantas de la ecosfera. Está tan bien adaptada para desarrollarse, que las demás no pueden competir con ella. Los seres humanos y algunos mamíferos pueden digerirla; otros animales no. Aquellos cuya fuente de alimentación era alguna de las demás plantas, murieron de hambre, incluso tantas larvas y huevos de insectos que la población de insectos desapareció. La siguieron la de anfibios, reptiles y aves, y luego los mamíferos carnívoros. Nuestros ordenadores efectuaron la proyección de que, bajo las condiciones adecuadas del viento, esta hierba tardaría alrededor de dieciocho meses en ser lo único que quedara sobre la Tierra, excepto algunos árboles de gran tamaño cuyas raíces fueran lo suficientemente profundas y extendidas que los salvaran de la muerte.

La hierba susurraba quedamente tras su triple escudo. Sentí que algo se apoyaba sobre mis hombros. Las manos de Carmela. Hizo girar mi silla para quedar de frente a mí, y retiró inmediatamente sus manos.

—Ya ve, señor Arlen, que no pensamos que haya maldad en Huevos Verdes. Para nada. Sabemos que la señorita Sharifi y sus compañeros SuperInsomnes creen no sólo en la bondad de sus investigaciones sino en la de todos nosotros. Sabemos que cree que Estados Unidos, tal como lo define la Constitución, tiene el mejor sistema político posible en un mundo imperfecto. Tal como lo hizo Leisha Camden antes que ella. Siempre he sido una gran admiradora de la señora Camden. Pero la Constitución funciona porque tiene tantos mecanismos para controlar y restringir el poder.

Se pasó la lengua por los labios. No fue un gesto libidinoso; estaba tan mortalmente seria que podía sentir su cuerpo entero seco y tenso de presión.

—Mecanismos para restringir y controlar el poder, sí. Pero no hay controles en Huevos Verdes, ni restricciones. Tampoco existe equilibrio, porque los demás simplemente no podemos hacer lo que hacen los SuperInsomnes, a menos que ellos lo hagan primero. Entonces sí podría, alguno de nosotros copiar algo de la técnica, quizás, y adaptarla. Algunos de nosotros, como la gente que trabajaba aquí.

No hice ningún comentario. La letal hierba nutritiva continuó susurrando.

—No puedo saber qué está pensando, señor Arlen, ni puedo decirle qué debe pensar. Pero yo, nosotros, queremos que considere todos los aspectos de esta situación, con la esperanza de que piense en lo que acaba de ver y hable acerca de ello con Huevos Verdes. Eso es todo. Ahora, los agentes lo llevarán de regreso a Seattle.

—¿Qué ocurrirá con esta hierba? —pregunté.

—La destruiremos con radiación. Mañana. No quedará ni una hebra de ADN, ni uno solo de los archivos. La conservamos sólo el tiempo necesario para poder mostrársela a la señorita Sharifi o, en su defecto, a usted.

Me condujo hasta el ascensor y contemplé cómo su figura, tensa de esperanza e infelicidad, avanzaba graciosamente entre las angostas paredes blancas.

Un instante antes de que el ascensor abriera sus puertas, le dije, o quizá les dije a los tres:

—No pueden detener el progreso tecnológico. Pueden atrasarlo, pero tarde o temprano llegará, de todas maneras.

—Sólo dos bombas nucleares han sido arrojadas sobre la Tierra en un acto de agresión bélica —dijo Carmela Clemente-Rice—. La ciencia se encontraba al alcance de la mano, pero no se la volvió a utilizar. Sea por cooperación mutua, por represión, por miedo o por la fuerza, el caso es que no se le volvió a dar ese uso —me extendió su mano. Estaba húmeda y pegajosa, pero algo eléctrico corrió a través de ella hasta mí. Sus ojos azul marino se clavaron en mí.

Como si realmente yo tuviera algún poder sobre lo que hacía Huevos Verdes.

—Adiós, señor Arlen.

—Adiós, doctora Clemente-Rice.

Los agentes, fieles a su palabra, me llevaron de regreso a mi habitación del hotel de Seattle. Me senté a esperar la visita de alguien de Huevos Verdes, y pensé cuánto tardarían.

Fue Jonathan Markowitz, a las cinco de la mañana. Yo había dormido tres horas. Jonathan estuvo perfecto. Su tono era educado y considerado. Me preguntó qué había visto, y yo se lo describí. Me hizo muchas otras preguntas: ¿había percibido algún cambio de temperatura, no importa de qué intensidad, en algún punto del corredor? ¿En algún momento sentí algún olor parecido al cinamomo? ¿Tenían las luces un matiz verdoso? ¿Alguien me había tocado? No hizo comentarios acerca de lo que me había dicho Carmela Clemente-Rice. Me trató como a un miembro del equipo cuya lealtad era incuestionable, pero que podría haber sido sobornado de alguna forma que él no había advertido. Estuvo perfecto.

Todo el tiempo podía sentir las formas que hacía aparecer en mi mente, y la imagen: un hombre levantando pesadas rocas, rocas de un gris amargo y desabrido.

Cuando estaba a punto de irse, dije brutalmente:

—Deberían haber enviado a Nick, no a ti. Nick no se molesta en disimular.

Jonathan me miró fijamente. Por un instante, no dijo nada, y me pregunté qué imposiblemente complicados y sutiles hilos se formaban en ese Supercerebro. Luego, sonrió, con cansancio:

—Lo sé. Pero Nick estaba ocupado.

—¿Cuándo podré ver a Miranda? ¿Ya ha salido de Washington hacia East Oleanta?

—No lo sé, Drew —me contestó, y las formas explotaron en mi mente, salpicando de rojo el enrejado.

—¿No sabes si ya se ha marchado, o no sabes cuándo podré volver a verla? ¿Por qué no, Jon? ¿Porque ahora estoy contaminado? ¿Porque no sabes qué podría haberme hecho Carmela Clemente-Rice al apoyar sus palmas sobre mis hombros, o cuando le estreché la mano? ¿O porque no puedes controlar lo que realmente pienso del proyecto?

—Tenía la impresión de que aceptarías no ver a Miri —dijo Jon con tranquilidad—. Y sin mucho remordimiento.

Eso consiguió frenarme.

—Tienes un importante papel que cumplir, Drew —continuó Jon—. Te necesitamos. Nosotros no... La computadora proyecta una pronunciada curva ascendente en el descontento que reina en la sociedad en general, debido a la inesperada situación con el duragem. Tenemos que acelerar el proyecto. Ecuaciones de Kevorkel. Regresión mitocondrial. Ingeniería urbana de DiLazial.

Y así fue cómo se acabó mi enfado. Con un puñado de palabras de la taquigrafía SuperInsomne. Yo no las comprendía, ni comprendía cómo funcionaban en conjunto, ni por qué se me decían. No podía dar ninguna respuesta, así que me quedé ahí, mudo y con los ojos nublados por falta de sueño, mientras Jonathan partía en silencio.

¿Acaso decía palabras que salían de su línea de pensamiento porque pensaba que eran tan elementales que hasta el Vividor Durmiente Drew, él, las entendería? ¿O se le escapaban porque Jonathan también se sentía mal? ¿O tal vez las decía porque sabía, precisamente, que no iba a entenderlas, y ésa era la mejor manera de ponerme en mi lugar?

—Voy a ser dueño de Sanctuary, yo, algún día.

—¡Tú! ¡Una estúpida rata de albañal! Plaf.

Tenía que dormir. Ofrecería mi concierto en menos de cinco horas. Rodé hacia la cama, sin quitarme la ropa, y traté de dormir.

En el camino hacia la SuperCúpula de Seattle, el aerocoche falló.

Habíamos dejado el enclave, y estábamos sobre la ciudad Vividora, que desde el aire parecía una serie de pequeños pueblecitos Vividores organizados en bloques alrededor de cafés, almacenes y albergues comunitarios. La SuperCúpula del Senador Gilbert Tory Bridewell tenía veinte años; alguien me había contado que se llamaba así en honor a algún lugar histórico. Se levantaba en las afueras del enclave, naturalmente, una enorme semiesfera de espuma premoldeada, con una pista de aterrizaje protegida a la que ahora no arribaríamos.

El coche se sacudió, se inclinó hacia delante y giró a la izquierda: un transatlántico meciéndose, un depósito tóxico hinchándose hasta deshacerse en enfermizas burbujas rosadas. Mi estómago dio un vuelco.

—¡Por Jesucristo! —dijo el conductor, y comenzó a dar puñetazos sobre los mandos averiados.

No me imaginaba qué podía hacer, en realidad; los aerocoches son maquinaria robótica. Aunque tal vez supiera algo de eso. Era un Auxiliar.

El coche dio vueltas, y caí al suelo. Mi silla de ruedas, plegada para el viaje, me golpeó. El coche dio una pequeña sacudida, y pensé: Voy a morir.

Cálidas formas de rojo sangre ocuparon mi mente, y el enrejado desapareció.

—¡Cristo, Cristo, Cristo! —gritó el conductor, dando frenéticos puñetazos al tablero. El coche se sacudió una vez más, y luego se enderezó. Cerré los ojos. El enrejado había desaparecido de mi mente. No estaba allí.

—¡Bien, bien, bien! —dijo el conductor, ya en otro tono, mientras el coche caía suavemente sobre la pista.

Permanecimos allí, a salvo, mientras algunas figuras venían hacia nosotros desde la SuperCúpula. El enrejado reapareció. Había desaparecido cuando pensaba que iba a morir, y ahora había vuelto, aún firmemente cerrado alrededor de lo que había dentro.

—Son las malditas graviunidades —comentó el conductor, con el mismo tono que había empleado para decir «Bien, bien, bien». Se volvió en su asiento para mirarme directamente a los ojos—. Recortaron costos en material. Recortaron costos en control robótico. Recortaron costos en mantenimiento, porque las condenadas robounidades se averían. Toda la concesión se está yendo al diablo. Dos accidentes en California la semana pasada, y las redes de noticias, sobornadas para que no comenten nada. No volveré a subir a una de estas cosas. ¿Me oye? ¡Nunca más! —Todo esto lo dijo en el mismo tono bajo, plañidero.

En mi mente, él era una acuclillada forma aplastada, frente al enrejado púrpura.

—¡Señor Arlen! —gritó una mujer, mientras entraba en el aerocoche—. ¿Están todos bien ahí dentro? —su acento sureño era cerrado. Sallie Edith Gardiner, recientemente elegida congresista por el Estado de Washington, que era quien pagaba este concierto para sus votantes Vividores. ¿Por qué una congresista de Washington sonaba como si fuera de Misisipí?

—Bien —respondí—. No nos hicimos daño.

—Bueno, es impactante, eso es lo que es. ¿A este extremo hemos llegado? ¿A no poder hacer ya un aerocoche decente? ¿Desea postergar un poquito el concierto?

—No, no, estoy bien. —El acento no era de Misisipí, después de todo; era falso Misisipí. En mi mente, ella era toda pendientes dorados relucientes. Pensé repentinamente en Carmela Clemente-Rice, limpios óvalos pálidos.

Me pregunté por qué había desaparecido la reja de mi mente cuando creí que iba a morir.

—Bueno, la verdad, señor Arlen, es que —dijo la congresista Gardiner, mordiendo su perfecto labio inferior— una pequeña demora sería de todas formas buena idea. Hay un pequeño problema con el gravicarril que viene de South Seattle. Y otro pequeño problema con el sistema de seguridad robótica. Tenemos técnicos trabajando en eso, naturalmente. Así que, si viene por aquí, iremos a un lugar donde usted podrá esperar...

—Mi equipo fue instalado en escena ayer —dije—, si usted no es capaz de garantizar su seguridad...

—¡Oh, por supuesto que podemos! —chilló, y vi que mentía. El conductor del aerocoche saltó hacia fuera y caminó a lo largo del vehículo, murmurando. Su rezongar plañidero se había convertido finalmente en rabia. Pude oír «cayéndose a pedazos», «jodido descontento social» y «no se puede mantener a tanta puta gente» antes de que la congresista Gardiner le echara una mirada que habría derretido el sinteplast. No le había preguntado si estaba herido. Era un técnico.

—Su maravilloso equipo estará muy bien —dijo la congresista Gardiner. Biaan—. Y todos estamos aguardando con ansiedad su actuación. Venga por aquí, por favor.

Maniobré con mi silla para ir tras ella. Seguro que no iba a ver la actuación. Se iría después de haberme presentado y de que las cámaras de las redes hubieran captado su imagen. Los Auxiliares siempre se iban en ese momento.

Pero esta vez no fue así.

Esperé dos horas en la antesala de la SuperCúpula, sentado en mi silla. Debí de haberme quedado dormido. Entraban y salían varias personas, que me aseguraban que todo estaba bien. El enrejado de mi mente serpenteó en lentas ondulaciones prolongadas. Finalmente apareció la congresista.

—Señor Arlen, me temo que tenemos una desagradable complicación. Ha habido un accidente verdaderamente horrible.

—¿Un accidente?

—Un gravicarril se estrelló, viniendo desde Portland. Hay... algunos Vividores muertos. El público se enteró y, bueno, están muy mal. Naturalmente —«Natuuraalmeen...» Su voz sonaba apesadumbrada, pero sus ojos parecían resentidos. El primer evento importante que había auspiciado desde su elección, y un montón de desconsiderados Vividores tenían que morirse y arruinarlo. Una desagradable complicación.

Habría apostado un cuarto de millón contra su reelección.

—Vamos a ofrecer el concierto de todas maneras, a menos que usted tenga algo que objetar. Lo voy a presentar dentro de cinco minutos, más o menos.

—Intente estirar un poco menos las vocales —le dije—. Al menos sonaría un poco más auténtica.

La había subestimado. Su sonrisa no se alteró:

—¿Entonces le parece bien cinco minutos?

—Lo que usted diga —el enrejado de mi mente se estaba sacudiendo, como si sufriera el efecto de un fuerte viento.

Habían construido una graviplataforma flotante en un extremo del escenario, con una ancha pasarela que daba al cuarto de arriba en el que había estado esperando. El gravicarril se había estrellado, el aerocoche se había averiado. Yo sabía que los gravimecanismos no manipulaban gravedad, en realidad, sino magnetismo. No comprendía cómo lo hacían. ¿Cuáles eran las peculiaridades de los fallos que les habían ocurrido a los tres mecanismos magnéticos que me habían fallado esa noche? Jonathan Markowitz lo habría sabido, con una precisión que llegaría hasta el vigésimo decimal.

—... uno de los más importantes artistas de nuestra época... —decía la congresista Gardiner desde el escenario. «Éepoocaa.»

Por cierto, podría no haber sido la unidad gravitacional lo que había fallado en el tren. Un gravicarril tenía cientos de partes movibles, miles, por lo que yo sabía. ¿De qué eran?

—... con una profunda gratitud por la oportunidad de haber podido traer hasta ustedes al Soñador Lúcido, yo...

Yo, yo, yo. La palabra favorita de los Auxiliares. En Huevos Verdes, al menos decían «nosotros». Y significaba algo más que simplemente los SuperInsomnes.

El césped verde claro se ondulaba frente al enrejado púrpura. Crecía sobre, a través y alrededor de él. Lo cubrió por completo. Cubrió el mundo entero.

Junté las manos frente a mí. Debía actuar en dos minutos. Tenía que controlar las imágenes de mi mente. Era el Soñador Lúcido.

—... comprensiblemente apenados por la tragedia, pero la pena es una de las emociones que el Soñador Lúcido...

—¿Qué mierda sabe lo que es la pena, usted? —gritó alguien a quien no pude ver, en voz tan alta que pegué un salto. Alguien del público tenía una voz tan potente como mi propio sistema de sonido. Desde donde me hallaba no podía ver al público, sólo a la congresista Gardiner. Pero escuché un ruido sordo, como el que se escucha en el Delta cuando hay inundaciones.

—... el agrado de presentarles...

—¡Vete de una vez, puta! —rugió la misma voz, amplificada.

Conduje mi silla hasta el escenario. A mitad de la pasarela me crucé con la congresista, con la cabeza erguida, una sonrisa en los labios y los ojos ardiendo de furia. No hubo aplausos.

Me dirigí hasta el centro de la plataforma flotante y enfoqué mis lentes. La SuperCúpula estaba medio llena. La gente me miraba con atención, algunos malhumorados, otros con una expresión incierta, otros con los ojos muy abiertos, pero nadie sonreía. Nunca me había enfrentado a nada semejante. Vacilaban en el límite justo que existe entre público y turba.

—¿Es Auxiliar la silla que usas, tú, Arlen? —aulló la voz amplificada, e identifiqué a su poseedor cuando varias personas se volvieron hacia él. Un hombre le dio un fuerte empujón, otro se quedó mirándolo, un tercero se colocó protectoramente frente al fastidioso, echando furiosas miradas hacia el escenario. Alguien de abajo dijo, con voz no amplificada:

—El Soñador Lúcido no es Auxiliar, él. ¡Cállate, tú!

—No soy un Auxiliar, yo —dije, tan quedamente que todo el mundo tuvo que callarse para oírme.

Otro sordo rumor brotó del público, y vi, en mi mente, las aguas inundando el Delta donde naciera, las aguas no rápidas pero despiadadas, imparables, creciendo tan sostenidamente como cualquiera de las curvas de crisis social de Huevos Verdes.

—¡Todos están muertos, ellos, en el maldito tren Auxiliar que nadie se molesta en mantener! —gritó la voz amplificada—. ¡Muertos!

—Lo sé —contesté, todavía suavemente, y el enrejado dejó de sacudirse, y mi mente se llenó de grandes formas lentas, moviéndose con majestuosa gracia, del color de la tierra húmeda. Presioné el botón de mi silla, y la maquinaria del concierto comenzó a atenuar las luces del escenario.

Yo tenía que ofrecer «El luchador», escrito y reescrito, y reescrito una vez más para que estimulara la independencia en la asunción de riesgos, la acción, la confianza en sí mismos. Almacenados en la maquinaria del concierto estaban también las grabaciones, las holos y las subliminales de «El cielo», el más popular de mis conciertos.

Conducía a la gente a un lugar de calma dentro de sus mentes, ese lugar al que todos podíamos llegar cuando éramos niños, donde el mundo está en perfecto equilibrio, y nosotros con él, y la cálida luz del sol no sólo cae sobre nuestra piel sino que recorre todo el camino hasta llegar a nuestra alma, y nos hace entrar en una bendita paz.

Podía dar ese concierto. En sólo diez minutos la turba se convertiría en una blanda almohada. Comencé «El luchador».

—Había una vez un hombre con grandes esperanzas, pero ningún poder. Cuando era joven, deseaba tenerlo todo...

Las palabras los tranquilizaron. Pero las palabras eran lo de menos, no eran importantes, en realidad. Lo que contaba eran las formas, la manera en que se movían y los corredores que abrían las formas hasta lugares ocultos en sus mentes, distintos para cada uno. Yo era el único en el mundo que podía programar esas formas, desprendiéndolas de mi propia mente, cuyos accesos neuronales al inconsciente habían sido abiertos en una estrafalaria operación ilegal. Era el Soñador Lúcido.

—Deseaba tener fuerza, él, que hiciera que todos los demás lo respetaran.

Nadie, en Huevos Verdes, podía hacer esto: apropiarse de las mentes y las almas del ochenta por ciento de la gente. Conducirlos hacia lo más profundo de ellos mismos. Formarlos. No: darles sus propias formas.

«¿Comprendes lo que provocas en las mentes de los demás?», me había preguntado Miri, con su hablar ligeramente-demasiado-lento, poco tiempo después de habernos conocido. Yo me había preparado, ya desde entonces, para oír hablar de las ecuaciones y las fórmulas de conversión de Lawson y diagramas convolucionados. Pero ella me había sorprendido:

—Llevas a la gente hasta la otredad.

—La...

—Otredad. La realidad debajo de la realidad. Tú perforas el mundo de lo relativo, de manera que la mente echa un vistazo por la brecha que abres y ve que un absoluto verdadero yace más allá de las frágiles estructuras de la vida cotidiana. Sólo un vistazo, por supuesto. Eso es todo lo que incluso la ciencia puede darnos: un vistazo. Pero las personas que tú llevas hasta ese lugar jamás podrían ser científicos.

Me había quedado mirándola, extrañamente asustado. Esta no era la Miri que solía ver. Apartó su indomable cabello de la cara, y noté que tenía una mirada suave y lejana.

—Realmente haces eso, Drew. Tanto para nosotros, los Súper, como para los Vividores. Descorres el velo para que podamos echar un vistazo a lo otro que somos.

Mi temor aumentó. Esta no era ella.

—Por supuesto —agregó—, al contrario de la ciencia, el sueño lúcido no está controlado por nadie. Ni siquiera por ti. Carece de la cualidad fundamental de la replicabilidad.

Entonces Miri vio mi cara y advirtió que sus últimas palabras habían sido un error. Había establecido algo en lo que yo era segundo... otra vez. Pero su insobornable sinceridad no le permitía desdecirse de aquello en lo que, de hecho, realmente creía. El sueño lúcido carecía de la cualidad fundamental. Desvió la mirada.

Nunca habíamos vuelto a hablar de la otredad.

En ese momento los Vividores se volvieron hacia mí, abiertos. Ancianos con profundas arrugas y hombros encorvados, muchachos con las mandíbulas apretadas, aunque sus ojos se abrieran como los de los niños que habían sido tan poco tiempo atrás. Mujeres con bebés en los brazos, con el cansancio borrándose de sus rostros cuando sus labios se curvaban imperceptiblemente, soñando. Rostros feos y bellezas naturales, rostros enojados y rostros apenados, y también los desconcertados rostros de aquellos que pensaban que habían estado haciendo algo valioso con sus vidas y ahora estaban descubriendo que no figuraban ni siquiera en la Comisión directiva.

—Deseaba sexo, él, que hiciera que sus huesos se derritieran de satisfacción. Deseaba amor.

Miri, probablemente, se encontraría en las instalaciones subterráneas de East Oleanta, y yo era demasiado cobarde para admitir que me alegraba. Bueno, lo admito ahora. Estaba más segura allá que en Huevos Verdes, y yo no tenía que verla. El Edén. Los cuidadosamente programados mensajes subliminales que se pasaban por los holoterminales de los cafés a lo largo de las Montañas Adirondack de Nueva York lo llamaban «Edén». No es que los Vividores supieran lo que significaba este nuevo Edén. Yo tampoco, realmente. Sabía lo que el proyecto se proponía hacer, pero no su significado último. Había sido demasiado cobarde para reconocer las preguntas que tenía que hacer. O para admitir que la confianza de los SuperInsomnes no implicaba necesariamente honradez.

Un césped mortecino y pálido onduló en mi mente.

—¡Aaaahhhh! —suspiró un hombre, en algún lugar lo suficientemente cercano como para que lo oyera por encima de la fuerte música.

—Deseaba excitación, él.

Un hombre sentado en la sexta o séptima fila no estaba mirándome. Observaba las caras transidas de todos los que lo rodeaban. Al principio estaba confundido, luego pareció incómodo. Un inmune natural a la hipnosis; siempre había algunos. Huevos Verdes había aislado el agente químico cerebral necesario para ser susceptible al sueño lúcido, sólo que no era un único agente, sino una combinación de lo que Sara Cerelli llamó «condiciones previas necesarias», algunas de las cuales dependían de enzimas accionadas por otras condiciones... yo no lo entendí, realmente. Pero no necesitaba hacerlo. Era el Soñador Lúcido.

El hombre no afectado movió los pies con impaciencia. Luego se acomodó para seguir mirando, a pesar de eso. Más tarde, lo sabía, no les contaría demasiado a sus amigos. Era demasiado incómodo quedar afuera.

Yo sabía todo lo que había que saber sobre eso. Mis conciertos se apoyaban en eso.

—Deseaba que cada día estuviera colmado de desafíos que sólo él pudiera afrontar.

Miri me amaba de una manera en que yo jamás podría corresponder. Ardía, ese amor, con tanta fuerza como su inteligencia. Era ese amor, no esa inteligencia, lo que me había impedido decirle directamente: «¿Deberíamos seguir adelante con el proyecto? ¿Qué prueba tenemos de que es lo correcto?»

Me habría contestado, naturalmente, que no existía tal prueba, que era imposible, y sus explicaciones del porqué habrían contenido tantas cosas —ecuaciones, precedentes, condiciones— que no la habría entendido.

Pero no era ésa la verdadera razón de que no hubiese dejado asomar mis dudas. La verdadera razón era que ella me amaba de una manera que yo jamás podría corresponder, y que yo había deseado Sanctuary desde que tenía seis años y había descubierto que mi abuelo había muerto trabajando en su construcción, un trabajador resentido de una época anterior a aquella en que los Vividores habían quedado al cuidado de un gobierno hambriento de votos. Ése era el motivo por el que había cambiado mi opinión, fruto de una mente mucho más débil que la de ella, respecto a Huevos Verdes.

Pero ahí estaba ahora el pálido césped, creciendo sobre los enrejados de mi mente, creciendo sobre el mundo.

—Deseaba...

Deseaba ser otra vez dueño de sí mismo.

Las formas se deslizaron alrededor de mi silla; los subliminales entraban y salían de las conciencias del público. Sus caras estaban completamente indefensas ahora, olvidados de los otros y hasta de mí, mientras las puertas de su mente se abrían brevemente. Hacia los deseos y el coraje que habían sido relegados a ese lugar durante décadas, sometidos al mundo que necesitaba orden, conformismo y previsibilidad para funcionar. Este era el mejor de los conciertos de «El luchador» que había brindado hasta el momento. Podía sentirlo.

Al finalizar, una hora más tarde, alcé las manos. Sentía el habitual brote de afecto sagrado de todos ellos. «¿Como un Papa, o un lama?», había preguntado Miri, pero no era lo mismo. «Como un hermano», había contestado, y sus ojos oscuros se ahondaron con el dolor. Su propio hermano había resultado muerto en Sanctuary. Yo había sabido que mi respuesta la heriría. Era una forma de poder, también, y ahora me avergüenzo de ello.

Pero también era verdad. En un momento dado, cuando el concierto terminara, estos Vividores volverían a ser las mismas personas quejosas, plañideras e ignorantes que habían sido anteriormente. Pero en el instante previo a la finalización del concierto, yo podía sentir una fraternidad que nada tenía que ver con la complacencia.

Además, ellos no volverían exactamente a lo mismo que habían sido. No por completo. La computadora de Huevos Verdes lo había verificado.

—... de regreso a su reino...

La música cesó. Las formas se detuvieron. Las luces se encendieron. Lentamente, los rostros que me rodeaban se fundieron en sí mismos, pestañeando al principio con los ojos desmesuradamente abiertos, luego riendo, llorando y abrazándose. Comenzaron los aplausos.

Busqué al hombre de la voz amplificada. No estaba en el mismo sitio, entre la muchedumbre. Pero no tuve que esforzarme demasiado para encontrarlo.

—Vamos, nosotros, al lugar del accidente del gravicarril... está sólo a ochocientos metros de aquí. ¡Hay tipos heridos allí, ellos, más que unidades médicas disponibles... lo vi, yo! ¡Y faltan mantas! Podemos ayudar, nosotros, a traer aquí a los heridos..., ¡nosotros!

Nosotros. Nosotros. Nosotros.

Hubo confusión entre la multitud. Pero un sorprendente número de Vividores siguió al nuevo líder, ardiendo en deseos de hacer algo. De ser héroes, que es el verdadero motor oculto que dirige la mente humana.

Algunos comenzaron a organizar un espacio para hospital. Otros partieron, pero desde atrás del ahora oscurecido escudo que me permitía verlos sin ser visto, observé que los que se iban donaban sus chaquetas sobrantes, y sus camisas y mantas para ayudar a los heridos. La congresista Sallie Edith Gardiner vino apresuradamente hacia mí por la pasarela.

—Bueno, señor Arlen, fue sencillamente maravilloso... —«Maravilloosoo».

—Usted no lo vio.

No me prestaba atención. Estaba mirando la actividad en la SuperCúpula:

—¿Qué es todo esto?

—Se están preparando para ayudar a los supervivientes del accidente del tren.

—¿Ellos? ¿Ayudar cómo?

No le respondí. De repente estaba muy cansado. Había dormido pocas horas y había pasado la noche anterior contemplando horrores hechos por el hombre.

Como esta mujer.

—¡Bueno, pueden parar esta estupidez ahora mismo! —«Ahora miiismo».

Salió a toda prisa. Observé un rato más, luego fui a buscar a mi conductor, que había jurado, por supuesto, no volver a conducir un aerocoche nunca más. Pero eso había sido antes de que el accidente del gravicarril demostrara que no había nada que fuera mejor ni más seguro. Aun así, ya encontraría alguna forma de volver a Seattle, al aeropuerto, a Huevos Verdes, y desde allí a East Oleanta. Había cosas que tenía que preguntarle a Miranda, cuestiones críticas, cosas que debía haberle preguntado mucho tiempo atrás. Y las iba a decir. Yo, Drew Arlen, que había sido el Soñador Lúcido mucho antes de conocer a Miranda Sharifi.