«THE WAY WE WERE»

Memories,

Like the córners of my mind Misty water-colorea memories Of the way we were.

«The way we were» Marvin Hamlisch y

Marilyn y Alan Bergman

(i973)

LO QUE NUNCA VOLVERÁ A SER

Posiblemente, la mayor aportación realizada por Karl Marx al análisis económico, social y político es su máxima -su ley- de que todos los sistemas, desde el mismo momento de su nacimiento, llevan incrustado el germen de su destrucción, con un agravante: sin ese germen la existencia del sistema no sería posible.

El sistema antiguo, el romano, creció y se expandió gracias al poder divino del emperador y al politeísmo de su filosofía religiosa, que incorporaba al elenco de deidades romano a todas las de los territorios que las legiones iban ocupando; como contrapartida, esos territorios debían hacer suyas las deidades romanas y, por tanto, al emperador: una deidad más. El problema llegó con el cristianismo: una filosofía religiosa monoteísta que, por principio, no podía aceptar más que un Dios.

El cristianismo fue perseguido porque suponía un peligro político para el Estado romano, al negar el carácter divino del emperador, por lo que cuestionaba la esencia del Estado. En el siglo iv ese escenario cambió: el emperador Constantino, con enormes problemas de aceptación en el aparato estatal -se instaló en el poder tras una guerra civil-, tuvo la idea de buscar nuevos apoyos y escogió a los cristianos: gentes casi marginadas necesitadas de reconocimiento. El invento funcionó, pero significó el principio del fin político del Estado romano al destruirse el principio que había mantenido cohesionado al sistema, un sistema que, por otra parte, hacía ya más de un siglo que se hallaba agotado económicamente.

Tras un período de letargo de cuatro siglos, y por la necesidad que Carlomagno tenía de administrar su vasto imperio, se diseña el sistema feudal: conceptualmente perfecto, ajustado como un reloj suizo, simple como una gota de agua, se basaba en dos principios inmutables: 1) la tierra, la fuente de la riqueza, pertenece únicamente a Dios, y 2) el rey, receptor del poder terrenal emanado de Dios, es el encargado de administrar la tierra.

A partir de aquí el sistema feudal construyó una pirámide relacional por niveles con la figura del rey en la cúspide, y en la que cada miembro de cada nivel sabía qué hacer y cómo comportarse, es decir, a quién debía vasallaje y quiénes se lo debían a él. Ese sistema funcionó muy bien durante más de tres siglos, hasta que otro rey, inglés, un Tudor, necesitó fondos a fin de expandir su reino, y comenzó la parcelación y venta de la tierra.

Dios continuó estando ahí y el rey recibiendo de Él su poder, pero las cosas terrenales se fueron distanciando cada vez más de las divinas. El auge comercial de las repúblicas italianas y de la Liga Hanseática significó el golpe de gracia a un sistema que no podía asimilar que, cuando se concede un préstamo, el tiempo no pertenece a Dios sino al propietario de los fondos prestados, por lo que la percepción de un interés sí era procedente.

Entonces nació el sistema mercantilista, gracias a una nueva clase: la burguesía comercial, un grupo social potente y ultramarino, pero que necesitó del soporte real para desarrollarse y expandirse. Al principio, las cosas fueron muy bien entre esa clase burguesa y las monarquías reinantes: el rey daba concesiones en régimen de monopolio a esos burgueses a fin de que pudieran operar en los territorios del imperio colonial y, a la vez, defendía con sus ejércitos sus establecimientos comerciales. Pero ese proceder real no era gratuito: a cambio, la burguesía financiaba los lujos y las conquistas reales.

El problema llegó cuando a esta clase burguesa dejó de bastarle este planteamiento y comenzó a demandar una autonomía, una libertad de acción, en definitiva, que la monarquía, absoluta, centralista y conectada con Dios, ni quería ni podía dar; no comprendió que concederla era la única vía posible que le quedaba para asegurar su supervivencia. El desenlace fue violento: la Revolución francesa y el ajusticiamiento de la mayor parte de la familia real; si la institución monárquica había sido eliminada, el rey se convertía en un ciudadano más.

La burguesía, pertrechada con la nueva tecnología, obtuvo un poder que las realezas reunidas en 1815 en Viena no entendieron, el poder de generar PIB: crecimiento económico, empleo de factores productivos, gasto, producción…, un poder ante el que nada podían unas monarquías trasnochadas y unas aristocracias ancladas en unos privilegios terratenientes y absentintas. Esa clase decadente conservó durante unas décadas el poder político, pero el sistema mercantilista desapareció entre artesonados neoclásicos y el negro humo producido por las fábricas de la Revolución Industrial puesta en marcha por el sistema capitalista.

Y de nuevo se dio la dinámica sistémica. El capitalismo también nació con el germen que le ha permitido desarrollarse, alcanzar los niveles de crecimiento que ha logrado, pero, a su vez, constituye la simiente de su agotamiento y de su destrucción. Y esta simiente destructiva se manifiesta a través de lo que ha venido caracterizando su existencia: la posibilidad de ir ampliando su capacidad productiva. Lo ha hecho, primero, desde 1820, a partir de un paulatino incremento de la producción, acumulando y reinvirtiendo los beneficios que obtenía, luego, a partir de finales del siglo xix y sobre todo desde la década de 1920, incrementando la productividad. Pero para que ese esquema se mantuviese era preciso que la demanda fuese creciendo indefinidamente, ya que el sistema tendería a acrecentar indefinidamente su capacidad productiva, es decir, la oferta. En otras palabras: el capitalismo exige una expansión constante, que, obviamente, no es posible.

Entre 1820 y 1920 las cosas fueron sucediendo sin excesivas tensiones. La productividad fue creciendo pero, como todo estaba por hacer, es decir, la capacidad para innovar era ilimitada y la capacidad para absorber oferta también, los incrementos de producción que se iban generando no suponían problemas de absorción, máxime cuando América podía acoger toda la población excedente, la que el sistema productivo europeo no podía absorber; por ello, a lo largo de la segunda mitad del siglo xix se produjo una emigración masiva de europeos al Nuevo Mundo, lo que impidió la presión social que podría haberse creado en Europa

Sin embargo, en 1920 el sistema llega a un contrasentido. En la década de los años veinte la productividad se dispara, lo que hace que el sistema deba inventar instrumentos para dar salida a la mayor producción generada por esa mayor productividad. La generalización del crédito y del endeudamiento fue una salida, aunque momentánea.

La mayor producción obtenida durante los años veinte, junto con un crédito en auge que llevó a un incremento del consumo, un aumento de la población ocupada y una alza en las expectativas de beneficios por parte de las compañías productoras, derivó en un exceso especulativo con las acciones de las compañías participantes en el proceso y en una espiral crediticia. Cuando en 1929 el globo no pudo admitir más aire del que su estructura era capaz de retener, explotó dando lugar a la crisis social más virulenta de las habidas hasta entonces. Comenzó un período de veinte años con abundantes manifestaciones de deflación, de depresión económica y social y de inestabilidad.

John Maynard Keynes, un teórico del capitalismo, vio que en función de la dinámica capitalista tan sólo era factible una salida: el incremento de la demanda; éste sólo podía generarse con la participación de un ente que hasta entonces había sido relegado a un papel marginal por el sistema: el Estado.

La aportación por la que Keynes ha pasado a la historia fue la constatación de que el consumo público era absolutamente imprescindible para ocupar todos los factores productivos existentes, ocupación plena que -¡atención ahora!– era la única forma de garantizar un aumento continuado del PIB.

A partir de 1933, con Roosevelt en la Casa Blanca, se comenzarán a implementar las medidas keynesianas de fomento de la demanda (a pesar de las protestas que desencadenarán entre los partidarios de mantener la pureza del antiguo modelo, no intervencionista). Sin embargo, como dichas medidas carecían de sentido en el marco teórico en el que tenían que desarrollarse, en cuanto se frenó la inyección de fondos, fracasaron, fracaso que tan sólo solventaría la segunda guerra mundial.1

Tras dicha contienda, todos los países europeos capitalistas, Japón y Estados Unidos, así como muchos países sudamericanos, pusieron en marcha políticas económicas en las que la intervención del Estado resultaba fundamental, no sólo a través del consumo público sino incluso, en algunos países, interviniendo directamente en la toma de decisiones económicas, caso del Reino Unido y de Francia.

El pleno empleo del factor trabajo fue una realidad; la masa salarial comenzó a crecer y, convenientemente financiados por un crédito creciente y fluido, el consumo privado aumentó y las inversiones productivas se expandieron; simultáneamente se puso en marcha un modelo de protección social amplísimo y generoso financiado con políticas fiscales potentes y redistri-butivas. Como resultado se formó paulatinamente una clase media que fue fundamental para conjurar el peligro que para el sistema capitalista podía suponer la propaganda del «otro» sistema existente: el capitalismo de Estado y su economía planificada.2

Entre 1950 y 1975 el mundo occidental, pero también países con economías vinculadas al mismo, se vieron inmersos en una espiral virtuosa, una fase de bienestar en el que todo iba tendencialmente siempre a mejor, nunca nada a peor, y donde todo era asumido sin demasiados problemas, como la guerra fría, un conflicto que, en el fondo, contribuía a la generación de PIB a través del ingente gasto público que suponía el constante rearme.

Como hemos visto, el problema de este esquema -de ensueño- era triple. Por un lado, desde su nacimiento el sistema había dado por supuesto: 1) la inagotabilidad de las com-modities; 2) la baratura de éstas, y 3) una demanda, de todo, prácticamente ilimitada. La crisis energética del 73-79 acabó con este planteamiento de un plumazo.3

Lo que vino después puso el énfasis en la oferta, es decir, las empresas: el capital siempre tenía razón (siempre debía tenerla) y, por tanto, siempre debía contar con las máximas facilidades a fin de que no sufriese tensiones. La mala de la película pasó a ser la demanda: era la demanda la que con su consumo tensionaba los precios al alza, por lo que el consumo debía ser el conveniente, pues conveniente tenía que ser la tasa de ocupación a fin de que no se generase inflación. (No, no hay error en lo que acaban de leer: ése fue el planteamiento.)

El pleno empleo de los factores productivos en general y del factor trabajo en particular dejó de ser un objetivo; lo ge-nuinamente importante pasó a ser que la inflación fuese lo más reducida posible, de ahí que fuese acuñado un concepto mágico: la Nairu.4 A partir de entonces, la inflación, en todo el mundo, constituyó el gran enemigo a batir.

«En todo el mundo»: esta idea no es destacada por casualidad. La globalización, esa palabra tan usada y debatida, tan denostada y ensalzada, nace, en su concepción actual, en el momento en que la oferta se erige en la protagonista del quehacer económico. Lo que en el fondo significa la globalización es la eliminación de fronteras a fin de que los factores productivos -básicamente el capital, subsidiariamente el trabajo- puedan moverse alrededor del planeta sin obstáculo alguno; las fronteras políticas y la intervención de los Estados ponen trabas a la oferta, así que deben ser eliminadas o, cuando menos, minimizadas.

Dicho y hecho: durante la década de los ochenta, la globalización va extendiéndose por todo el mundo, de tal modo que un concepto en un principio técnico se populariza: deslocali-zación-.s El objetivo siempre es el mismo: obtener costes menores en la producción de bienes y servicios; ¿para que las empresas aumenten sus beneficios?… Sí, pero no es tan simple.

A diferencia del modelo de demanda (19 50-1979), en el que pleno empleo y salarios al alza eran sinónimo de capacidad de consumo creciente, beneficios empresariales en aumento y recaudaciones fiscales pujantes a fin de que el Estado consumiese y contribuyese al crecimiento económico, con el modelo de oferta (1979-1995) el empleo debía ser el conveniente para que la inflación fuese reducida, y los salarios bajos para que los costes también lo fuesen. En un escenario como ése el consumo sería reducido, al igual que podrían serlo los beneficios empresariales, pero eso podía obviarse, con los bajos costes que brindaría el fenómeno globalizador.

Menores costes comportarían menores precios de venta, lo que supondría que los bienes pudieran ser adquiridos por salarios congelados o más reducidos; eso debía ir acompañado de aumentos de la productividad obtenidos a través de la automatización de procesos (la robotización nace y se expande durante la década de los ochenta) y de la mejora organizativa. En estos años es cuando nace el just-in-time,6 también conocido como Método Toyota por ser esta compañía automovilística la que lo desarrolló.

El objetivo de todos estos procesos técnicos y organizativos era la mejora de la productividad, el hacer más con menos, con menos de todo o, como mínimo, hacerlo de forma que el coste final fuese cada vez menor. En todos los factores productivos se fue desarrollando un doble fenómeno: su abaratamiento debido a la globalización -a la deslocalización de su producción- y la reducción de las cantidades de factores productivos utilizadas; posiblemente sea en el caso del factor trabajo donde más se pone de manifiesto el fenómeno.

Al final de la década de los ochenta, el crecimiento económico había quedado desvinculado de la evolución del empleo del factor trabajo, es decir, el aumento del PIB había dejado de estar relacionado, a diferencia de diez años antes, con la cantidad de factor trabajo utilizado. Tomando como índice 100 el nivel de PIB y el de la población activa ocupada en 1975, Y según cálculos de la OCDE, la fotografía del empleo de 1990 mostraba lo siguiente:

Zona PIB Empleo

Los análisis posibles son múltiples, pero hay una única realidad: se iba poniendo cada vez más de manifiesto que era menor la cantidad de factor trabajo necesaria no ya para generar la misma cantidad de PIB, sino para generar mayores cantidades de PIB. (Durante los años siguientes este fenómeno se fue paliando, en las economías desarrolladas, a través del empleo en los subsectores del sector servicios generadores de reducido valor añadido [y, en consecuencia, pagado con bajas remuneraciones] de los trabajadores desplazados del sector industrial.)

La situación fue evolucionando según los parámetros determinados, pero a partir de 1995 dio un vuelco espectacular con el comienzo de la masificación de Internet y el inicio del uso intensivo de las tecnologías de la información y de la comunicación, las TIC. Las TIC dieron lugar a dos fenómenos inimaginables tan sólo diez años antes: la desaparición del espacio y el tiempo.

En efecto, un documento en formato digital, un plano, un diseño industrial digitalizado podían remitirse a múltiples lugares a la vez de forma instantánea y a un coste prácticamente nulo; y el complementario: que numerosas personas situadas en los lugares más recónditos y distantes del planeta pudieran acceder a una misma información en tiempo real e instantáneamente, y a un coste ridículo. Las TIC abrieron la puerta a la conectividad total, primero de personas con personas, luego de personas con cosas, posteriormente de cosas con cosas. A partir de 1995, la productividad sustentada en las TIC comenzó a crecer, lo que fue abaratando la generación de esa creciente productividad.

Refiriéndose a 1990, Jeremy Rifkin decía: «…más del 75% de la masa laboral de los países más industrializados está comprometida en trabajos que no son más que meras tareas repetitivas. […] Además, […] menos del 5% de las empresas en el mundo han iniciado su transición hacia la cultura de la máquina».7 Las TIC no hicieron más que acelerar un proceso que había quedado larvado a lo largo de la década de los ochenta: la tendencialmente menor capacidad de consumo debido al menor peso de unos salarios que cada vez crecían menos y que eran percibidos por una población ocupada en proporción cada vez menor al PIB generado debido a las posibilidades de evolución de la productividad.

En Japón el final de los 80 fue triste: la explosión de su particular burbuja especulativa financiero-inmobiliaria-político-administrativa: un cóctel muy japonés de cuyo estallido la economía nipona aún no se ha recuperado. (En el colmo del paroxismo de la burbuja, valorando a precios de mercado el terreno que ocupa el recinto del palacio imperial de Tokio se obtenía una cantidad que sobrepasaba el valor que, a precio de mercado, alcanzaba la totalidad del área de la ciudad de Los Ángeles.)

Y en el resto del mundo la década de los noventa no empezó bien: en Estados Unidos, a las consecuencias de la política económica del gobierno de Ronald Reagan se unieron los efectos de la especulación financiera e inmobiliaria habida en los ochenta, así como los de la primera guerra del Golfo, en 1991, que socavó la confianza de los consumidores estadounidenses y, de rebote, la del resto de un mundo inmerso en una asfixiante visión de la economía desde el lado de la oferta. El sistema se acercó peligrosamente a la parálisis; la solución fue el recurso al crédito.

La recesión de 1991 ha sido una de las más breves de la historia económica de Estados Unidos y, como ha sido habitual hasta ahora, este país halló la solución al problema que él mismo había creado. Además, la recesión del 91 fue especialmente significativa, porque ahí es donde se sitúa el origen remoto, las razones últimas de la crisis que se iniciará en 2010: el imparable incremento de la deuda de familias y personas, de algunos Estados, así como de los déficit de varias economías; de la deuda, en definitiva.

A lo largo de los años noventa el PIB fue a más, como un tiro; cierto es que en unos lugares más que en otros, pero ayudado por las TIC el crecimiento fue espectacular. Estaba muy basado en la productividad (aunque no necesariamente en la utilización de toda la capacidad productiva que se fue poniendo en marcha). ¡Ah!, y la especulación generada por la burbuja puntocom ayudó a esa vorágine de consumo: en Estados Unidos, a finales de la década, de cada dólar gastado en consumo, ocho centavos eran consumidos por la sensación de riqueza producida por el aumento de los índices bursátiles.

Cuando llegó el año zooo, la triple fotografía que podía hacerse de la realidad mostraba el panorama explicado a continuación.

La productividad, entre los años 1990 y 1999, había experimentado un aumento medio de 2,2% anual en Estados Unidos, del 1,5% en el Reino Unido, del 1,3% en la media de las economías del euro, y del 0,8% en España;8 más aún, entre 1980 y 1995, la productividad creció en Estados Unidos a razón del 1,2% medio anual, y entre 1996 y el 2000, a razón de un 2,6%.9

Estados Unidos se convirtió en un referente en todo lo tocante a la productividad, sobre todo porque era una productividad nutrida por el alto valor; pero la productividad creció en todo el mundo, alejando aún más el crecimiento del PIB del de la ocupación del factor trabajo. Tomando como índice 100 el nivel de PIB y el de la población activa ocupada en 1975, Y siguiendo, como antes, a la OCDE, la evolución del PIB y de la ocupación eran en 2000:

Zona PIB Empleo

Obtener una alta productividad se convirtió en un objetivo del que se hablaba en todas partes: «La descarga de un buque en el puerto de Londres requería, en 1970, la participación de ciento ocho personas durante cinco días. En el 2000 esta tarea la realizan ocho personas en un día».10

La fotografía que podía tomarse de la realidad social en el año 2000 también era diáfana: en Estados Unidos, mientras que el 20% de las familias controlaban el 50% de la renta, el 50% de las familias tan sólo tenían activos por valor de 1.ooo dólares; lo que explicaba, en parte, que el 85% del consumo mundial lo realizara el 20% de la población del globo, mientras que otro 20% sólo consumía el 1,3 %. Este último hecho se veía alimentado porque 3.000 millones de trabajadores en el mundo se hallaban desempleados o subempleados; porque ochenta y nueve países disponían en el año 2000 de una renta inferior a la que tenían en 1990; y porque el consumo medio anual de una familia en África era un 25% inferior al de 1975; y eso teniendo en cuenta que en California la Administración gastaba más en prisiones que en universidades, y que el consumo anual de cosmética en Estados Unidos más el europeo en helados equivalía a lo que hubiese costado el suministro de agua, más el de formación básica, más el de alcantarillado de 2.000 millones de personas que en el planeta no disponían de ellos.11

A lo que prácticamente nadie prestó atención fue a la tercera instantánea: la imagen mostraba una bola de nieve financiera que, lenta pero imparablemente, iba arrastrándolo todo a su paso, aunque muy quedamente, tan quedamente que muy pocos percibieron las consecuencias del nuevo giro que se dio al grifo del crédito tras la recesión de 2000, cuando éste fue extendido a todo el mundo, incluso a quienes no podían afrontarlo. En ese momento fue cuando empezó a estallar el problema en toda su magnitud.

En un plano económico, los sucesos del 11-S fueron la excusa perfecta para explicar una recesión, pero lo que se dijo con un tono de voz muy quedo fue que esa recesión había comenzado en el año 2000 con el inicio de derrumbe de la burbuja bursátil de las compañías tecnológicas.

La recesión de 2000 también fue muy breve: siete meses. En octubre de 2001 se dio oficialmente por acabada. La salida fue fulgurante, porque fulgurantemente fue como la Reserva Federal y el Banco Central Europeo comenzaron a reducir los tipos de interés: el tipo de interés de referencia en la UEM pasó del 4,75% en noviembre de 2000 al 2,0% en julio de 2003,12 y el tipo efectivo de los fondos federales estadounidenses pasó del 6,24% medio en el año 2000 al 1,13% medio en 2007.J3 El Euribor y el Liborz4 fueron evolucionando en términos parejos: cayó desde el 5,193% en noviembre de 2000 al 2,076% en julio de 2003 el primero;1? el segundo pasó del 6,63% el 29 de diciembre de 2000 al 1,12% el 30 de septiembre de 2003.l6

En este declive de los tipos de interés es donde se enmarca la hecatombe que ha ido generando la evolución de los «activos tóxicos» y, en particular, la ocasionada por la hipotecas subprime.^El concepto de las hipotecas subprime es antiguo: se basa en conceder un préstamo hipotecario a una persona con un bajo nivel de crédito debido a sus circunstancias, lo que justifica que, al ser su riesgo superior, también lo sea el tipo de interés que se aplicará al préstamo que pudiera concedérsele. ¿Dónde se encierra el truco? ¿Por qué se da un crédito hipotecario a particulares de semejantes características? Pues por la fe en una revalorización continuadamente al alza del precio de las propiedades inmobiliarias hipotecadas, que anularía las consecuencias de los impagos de estos créditos.

Asimismo, la facultad de los créditos hipotecarios de ser titulizados, convertidos en bonos y negociados múltiples veces, emisiones que, a fin de aumentar su atractivo, pueden ser aseguradas contra riesgos de impagos de créditos, riesgos tro-ceables y, a su vez, negociables, lo que abrió el ya agotado sistema en el año 2000 a una fuente de negocio en un momento de declive de las rentabilidades bursátiles, como hemos señalado, tras el estallido de la burbuja puntocom, posibilidades que se vieron favorecidas por el paulatino descenso que experimentaron los tipos de interés.

En el fondo, lo que había detrás del fenómeno de las sub-prime y de todos los activos tóxicos no eran más que las ansias de hacer más negocio, de obtener una mayor rentabilidad. En general puede afirmarse que, aunque el proceso adquirió manifestaciones diferentes en cada país (en España las entidades financieras no concedieron préstamos hipotecarios subprime, pero sí abultadísimos créditos hipotecarios a personas con ocupaciones precarias y reducidas remuneraciones qué disparaban su nivel de riesgo hasta niveles difícilmente asumibles si se producía una crisis de empleo; en otros países, aunque no se produjo una burbuja inmobiliaria, la concesión de créditos de uno u otro tipo sí aumentó en mayor o menor medida), la filosofía subyacente en todas sus manifestaciones fue idéntica.

Los peligros derivados de la inflación, en cuya evolución mucho tenía que ver la de los precios del petróleo, influidos sobremanera por la cotización del dólar estadounidense (el barril de petróleo cotiza internacionalmente en dólares, lo que hace bastante sencillo poder especular financieramente con el crudo), llevaron a que, por la aplicación del manual al uso, desde diciembre de 2005 los tipos de interés comenzasen a aumentar; el límite se situó en septiembre de 2007 (aún se produjo otra subida, incomprensible, en julio de 2008).

Nada fue ya igual desde septiembre de 2007; como hemos visto, es en dicho mes cuando empieza el período de precrisis. ¿Qué sucedió en septiembre de 2007? Concretamente, nada; tendencialmente, la constatación de dos hechos: 1) que muchos de quienes habían recibido un crédito subprime no iban a poder pagarlo, y ese crédito no iba a poder ser cubierto con otro nuevo debido al estancamiento y posterior derrumbe del precio de los bienes inmuebles, y 2) el volumen financieramente insostenible que alcanzaron los activos derivados de operaciones, si no simplemente tóxicas, sí dudosamente soste-nibles.

A finales del año 2007 (véase el gráfico 12, «Anexo 1»), la suma del valor alcanzado por los mercados financieros de Estados Unidos equivalía a 5,8 veces el PIB estadounidense, y el mercado de los seguros contra impagos de créditos, a 3,37 veces el mismo PIB (a 34,7 veces el de España) y a casi el 63% del PIB del planeta. ¿Cuál fue la consecuencia inmediata de estas cifras? Por un lado, el inicio del hundimiento de la confianza: de las entidades financieras entre sí, de las entidades financieras hacia la ciudadanía, de la ciudadanía respecto a la solidez de sus empleos. Por otro lado, las consecuencias de esta pérdida de la confianza: la caída en la concesión de créditos a familias y a empresas, así como la progresiva caída en la demanda crediticia de éstas a aquéllas.

A partir de aquí se ha ido cayendo en una vorágine de descensos en los tipos de interés (entre el 0,0% y el 0,25% en Estados Unidos a mediados de diciembre de 2008), con expectativas de nuevas rebajas, y de planes de ayuda, planes de rescate, recapitalizaciones e intervenciones de diversa índole de muchos Estados en sus sistemas financieros (con dinero público, claro) debido a la situación en la que éstos se hallaban. El objetivo era obvio: evitar, de momento, la quiebra de una entidad financiera, lo que, de producirse, hubiese derrumbado la poca confianza que aún quedaba en el sistema.

Y así es como nos encontramos en los últimos compases del año 2008 y los primeros de 2009. Las previsiones muestran una caída del PIB para 2009 y un aumento del desempleo. En el momento en que reviso estas líneas, la página inicial del sitio en internet del Fondo Monetario Internacional no puede ser más significativa: «IMF Urges G20 States to take more Actions to combat Crisis» («El FMI urge a los Estados miembros del G20 a emprender más acciones para combatir la crisis»). Y eso tratándose de un organismo conservador.18

Bien, pues todo esto que ha sido, todo lo que ahora se está maldiciendo porque nos ha llevado a donde nos encontramos pero que contribuyó, mejor dicho, posibilitó que creciésemos como hemos crecido, todo eso que hizo que el PIB de nuestro planeta aumentase como lo hizo entre el año 2003 y el 2007 se acabó: nunca volverá a ser, es decir, nunca volveremos a crecer del modo en que lo hemos hecho. ¿Por qué? Porque es físicamente imposible.

LO QUÉ PERDIMOS SIN TENERLO

Y ¿por qué es imposible? Pues porque las cosas suceden cuando suceden y de la forma que suceden, debido a que en ese momento no es posible que sucedan de otro modo. Parece un trabalenguas, y es que, en cierta manera, lo es.

Crecer como hemos crecido está llevándonos hacia una crisis sistémica de una intensidad semejante a la Gran Depresión: terrible, ¿no? Entonces, alguien podría pensar que hemos hecho muy mal las cosas, que deberíamos haber crecido de otro modo, o, incluso, que hubiese sido mejor no crecer tanto (y eso dejando al margen los colectivos cuya situación ha empeorado en los últimos diez años). Crecer de otro modo, crecer menos, dos opciones con un fin noble: evitar un desastre.

Imaginemos que estuviéramos en 1928, por ejemplo en septiembre, y que un amigo, economista, que hubiera elaborado un estudio muy profundo sobre la evolución de la economía mundial, nos dijese que en el tercer trimestre de 1929 iba a estallar una crisis económica y social de efectos demoledores. Nuestra reacción, obviamente, sería preguntar cómo evitar el desastre. Sabemos cuál sería la respuesta de nuestro amigo: ese crash es inevitable, tiene que suceder; y, bueno, sabemos que esa respuesta hubiese sido correcta: la historia nos demuestra que, a pesar de que en la época se tomaron todas las medidas entonces posibles, el crac tuvo lugar, y desencadenó una de las mayores crisis de las que hasta ahora tenemos constancia.

El crash del 29 era inevitable porque, tal y como se habían estado haciendo las cosas desde el final de la primera guerra mundial, un crash tenía que suceder y, dado que cualquier medida que se hubiese tomado para evitarlo se hubiera inscrito en el marco económico-político-tecnológico-social existente, es decir, el marco que fue alimentando el crash a medida que la economía de la época iba creciendo, el efecto disuaso-rio de esas medidas fue, como sabemos, nulo.

Por un lado, el crash de 2010 y los diez años que va a llevar la salida completa de esa crisis son inevitables; por otro, los cinco años comprendidos entre 2003 y 2007 han sido excepcionales (siendo generosos) y, exceptuando la breve recesión de 2000, los doce que median entre 1996 y 2007 han sido muy, muy buenos (para unas economías más que para otras, claro). Entonces ¿qué es lo que hemos perdido sin haber llegado nunca a tenerlo?

Pues algo tan simple como un crecimiento equilibrado, eficiente, acompasado con una realidad que se fuese desperezando como un recién nacido en su cuna. A nuestra realidad le pusimos un motor biturbo, y voló, pero a un precio muy elevado, y en economía existe una regla muy simple, muy sencilla: el coste de lo que sea, alguien, en algún lugar, de alguna manera y algún día, tiene que pagarlo; en economía las deudas se pagan, y nuestro sistema ha llegado a unos niveles de deuda físicamente insostenibles, e impagados. Ahora ha llegado el momento de abordar todo lo que hemos ido dejando para más adelante, ¿verdad?

¿Podían haberse hecho las cosas de otro modo? En teoría sí, pero, ¡pero!, entonces no hubiéramos crecido todo lo que hemos crecido; luego, ¿podrían haberse hecho las cosas de otro modo? Entre 1996 y 2007 la economía del planeta funcionó a un ritmo muy por encima del aconsejable, pero era imposible que se redujese porque el diseño de su estructura la forzaba a funcionar a esa velocidad; como el replicante Roy de Blade Runer:1? una vida muy intensa, aunque breve.

En 1973 aprendimos que el petróleo y lo que de él se extrae no era extraordinariamente barato, pero mejoramos la productividad en su utilización y fuimos elevando el valor añadido de lo que elaborábamos. No obstante, las reglas del sistema impelían a ir a más, y el sistema descubrió un modo para lograrlo: hiperconsumir y «pagar» -atención a las comillas- ese consumo -e inversión- con hipercrédito e hi-perdeuda… hasta ahora, cuando empezamos a comprender que las reservas de commodities no son inagotables, y cuando ya no se puede continuar suponiendo que la capacidad de endeudamiento es infinita.

Nos hemos perdido un proceso de desarrollo equilibrado, de crecimiento sostenible, lo hemos perdido sin llegar a tenerlo. Pero ¡es que no podíamos tenerlo! Porque el proceso se ha basado en algo muy simple: el deseo de ir a más sin pensar en las consecuencias, sin tener que responsabilizarnos de ellas. Un auténtico chollo, ¿a que sí?

Como cobertura del pastel, montamos un modelo de protección social que ha formado a los hijos de quienes hacían crecer al sistema, que ha curado a quienes enfermaban, que ha alimentado a quienes alcanzaban determinada edad, que ha cuidado de quienes, de forma temporal, perdían sus empleos, que ha construido infraestructuras de las que se han beneficiado todos los que han querido beneficiarse. Un elemento de seguridad que, además, contribuía al crecimiento del sistema.

Y como base del pastel vivíamos en un sistema político en el que todo el mundo que lo considerase oportuno podía participar, con el convencimiento de que los candidatos a la elección velarían por el bienestar de quienes les votaban: era su garantía.

Todo eso sucedía en el mundo rico, claro, que era el que disponía del capital, y el que contribuía al I+D+i+d, es decir, el que generaba el valor; el mundo subdesarrollado, consumía, sí, y su población no cesaba de aumentar. Sin embargo, ¿qué generaba? Algunas commodities, mano de obra de bajo valor o, en puntos muy concretos, de alto valor pagada a bajo coste en términos occidentales.

Pero ¿hubiéramos podido crecer de otra manera?, ¿otra forma de crecimiento hubiera sido posible? Ahora, cuando ya no hay vuelta atrás, podemos pensar lo que queramos y decir lo que nos resulte más conveniente, pero lo cierto es que no se pudo crecer de otro modo, y, aunque se hubiese podido, la inmensa mayoría de quienes han crecido hubiesen escogido crecer como lo han hecho. ¿Porque son estúpidos? No, ¡porque son humanos!

Ahora tendremos que cambiar el modo como deben hacerse las cosas. Es lo que pondrá sobre la mesa la crisis del 2010: que hay que modificar la manera de funcionar porque la antigua se agotó por una razón elemental: es una manera de hacer las cosas absolutamente ineficiente.

El sistema -ya postglobal, no lo olvidemos- está empapado en deuda a un nivel que va mucho más allá de su capacidad de absorción de tal deuda; pero el sistema ha desarrollado un modelo productivo que cuenta con un exceso clamoroso de capacidad productiva, gran parte de la cual es ineficiente. Entre el 60% y el 70% del PIB de los países desarrollados se basa en el consumo de unos bienes y servicios que, en su gran mayoría, no son necesarios considerando la cantidad de commodities requeridas para su fabricación; un consumo «pagado» -atención a las comillas- a crédito; bienes y servicios elaborados con una productividad baja o media baja, una productividad que podría aumentar pero cuyo crecimiento tendría consecuencias: la caída en picado de la población activa ocupada.

Todo muy sólido, pero todo muy liviano a la vez, ¿no? Bien, la crisis hará que todo eso cambie.

MOLLY MALONE

En la ciudad de Dublín, en Grafton Street, casi en la esquina con Nassau Street, Molly Malone tiene una estatua. Es una representación que muy poco se asemeja a como debía de ser una vendedora de berberechos y mejillones del siglo xvn, momento en el que empieza su historia. Levantada en 1987, una mujer joven, luciendo un generoso escote, se halla junto al carro en el que transportaba su mercancía. Vale la pena acercarse a ver la estatua, detenerse un momento frente a ella y recordar toda la letra de la canción.

Cuenta una historia de alguien cuya única preocupación era sobrevivir haciendo lo que sus padres antes habían hecho; pero la última estrofa invita a la meditación. La dulce Molly Malone murió como consecuencia de unas fiebres -esa dolencia indeterminada a la que antaño se atribuía el fallecimiento de alguien cuando se desconocía todo sobre la causa del deceso- y, cosa importante, nadie pudo hacer nada para salvarla. La canción finaliza diciendo que aún es posible oír a su espíritu anunciando por las estrechas callejuelas que dispone de berberechos y mejillones vivos.

Podemos imaginar la situación en la que Molly vivía: triste y depresiva o pujante y en constante crecimiento; la historia de Irlanda nos indica que, a finales del siglo xix, momento en que la canción fue compuesta, el entorno de Molly se acercaba más a la primera que a la segunda concepción; sin embargo, supongamos que Molly era una persona cuyo único objetivo era haber vendido, al finalizar el día, todos los berberechos y mejillones con los que empezaba su jornada. Aceptando eso, y si Molly consiguió todos los días de su vida vender la carga de su carro, Molly podía considerarse una persona afortunada.

Sí, claro, falleció a causa de «unas fiebres», tuberculosis, probablemente, el azote de las clases más pobres (en aquellos años era usual el consumo de opio entre las clases trabajadoras marginales inglesas para acallar una hambre que los míseros salarios no podían acallar), y nadie pudo salvarla, pero su caso no fue diferente al de miles de personas de la época en la que Molly vivió; es más, personas con una renta superior a la suya tuvieron un fin muy parecido. Falleció, pero su espíritu aún recorre las callejuelas de Dublín ofreciendo sus frescos berberechos y sus mejillones vivos, señal de que, en realidad, Molly no ha muerto, tan sólo nos lo parece.

¿Qué podemos extraer de lo que conocemos de la vida de Molly Malone? Pues que, independientemente del momento en el que vivamos, la historia no se detiene jamás, y que el transcurso de las cosas se adapta a las circunstancias. (En el viaje del que les hablo en el primer capítulo, en Kilkee, en la parte más oriental de la isla, vimos una Molly Malone: vendía caracolillos, pero no vociferaba; simplemente esperaba a que los paseantes adquiriesen un cucurucho de caracoles de mar. Era una reliquia andante, parte del paisaje, una atracción turística… ¿Por qué? Porque Molly Malone pertenece al pasado.)

Desde 1950 hemos asistido a un momento único en la historia, irrepetible, porque al efecto favorecedor que las estructuras creadas tuvieron sobre el crecimiento se unió el hecho de que se entendió, y aceptó, que ese crecimiento sería mucho mayor cuanto mayor fuera la proporción de la población mundial que participara en el proceso. El problema residió en que se partió de una concepción errónea, equivocada y, ¿por qué no?, falsa… aunque muy conveniente.

Lo único a lo que podía aspirar Molly era a vender todos los berberechos y mejillones con los que empezaba su jornada en su carro; nada más, ni en sus más desorbitados sueños Molly podía aspirar a nada más, no sólo porque en aquellos años la movilidad social era nula, sino porque la pertenencia a una clase determinaba definitivamente la vida de una persona.

Pero desde 1950 eso cambió de forma radical: se inventó la redistribución de la renta -que los ricos fuesen gravados con impuestos a fin de brindar servicios a los más pobres-, y el PIB comenzó a crecer; en 1991, cuando el esquema se agotó completa y absolutamente, se inventó el supercrédito: ya era posible disponer del perfume de tus sueños, del automóvil de tus sueños, sueños que eran abonados desde el sistema porque, cuantos más sueños tuviera la población, más aumentaba el PIB. El proceso se disparó a partir de 2003 con el invento del hipercrédito: era el genuino No-Limits: ¿por qué un vagabundo de Los Ángeles no podía acceder a una mansión de Pacific Palisades?

En la época en la que transcurrió la vida de Molly los límites al crecimiento económico se hallaban muy claramente delimitados; en estos últimos años no, en estos años no ha habido límites, todo ha sido posible… hasta que unas fiebres se han llevado nuestro modelo de crecimiento. Porque era insostenible, sí, pero por algo más. Hemos querido romper una regla inmutable: la disponibilidad de recursos es la que es, sin embargo hemos gastado más de los que nos correspondía, y ahora hay que pagar la factura; de ahí la fiebre, el decrecimiento, el crash.

¿Qué sucederá ahora? La fase que comenzó en L950, esta etapa de bienestar que ha ido empujando a la economía y a la sociedad, y a la democracia, por los caminos del crecimiento, de la protección y de la participación toca a su fin; aún quedarán retazos, pero la necesidad de más crecimiento para todos a fin de continuar creciendo, de más protección para todos a fin de que todos se sientan más protegidos, de más participación democrática para que todos sientan que la sociedad los necesita está finalizando.

Hoy la tendencia apunta hacia la buena administración, hacia el no-desperdicio, hacia lo necesario, hacia la eficiencia, hacia la productividad. Pero eso equivale al fin de ese bienestar sustentado en el desperdicio, por insostenible. Lo ocurrido durante esa fase de bonanza es como si Molly hubiese vendido cada día todos los moluscos con los que había comenzado su jornada pero, en lugar de con el duro trabajo de recogida y del hambre reinante, que llevaba a disfrutar de cada bocado dado a los moluscos adquiridos con esfuerzo, lo hubiese hecho destruyendo las playas y las rocas para recolectar unos moluscos que, en innumerables ocasiones, hubieran arrojados a la basura debido a que no era el hambre sino el capricho lo que había llevado a su adquisición.

«¿Y qué?», puede pensarse. Pues bien: algo así va a tener consecuencias profundas porque va a afectar a nuestro modo de vida: hoy, a diferencia de en la época de Molly, prácticamente nadie en el mundo rico está acostumbrado a pensar por qué gasta, para qué gasta y qué va a obtener con el gasto que va a realizar, y en el mundo pobre bastante trabajo tienen con sobrevivir realizando actividades ineficientes, no generadoras de valor y consumiendo sin obtener prácticamente retorno.

El crecimiento del planeta ha estado basado en la creencia de que gastar de todo, sin límite, era posible e incluso necesario; en el mundo rico, malgastando, en el mundo pobre, sin aportar nada a cambio. Fue posible porque ese estado de bienestar, ese ir-a-más, nos hizo creer que con nuestras creaciones, nuestra tecnología y nuestra ingeniería financiera sería posible compensar cualquier desequilibrio. Pero cuando la deuda se ha hecho físicamente insostenible y la capacidad de absorber bienes de consumo se ha agotado, nuestro sistema ha encarado una crisis. Así lo hemos hecho, pero no nos culpemos excesivamente: nuestras alternativas eran verdaderamente muy limitadas.