Esta potenciación de lo individual incidió en la propia esencia de la burguesía y en la de la clase obrera: la clase capitalista era la que comandaba el proceso productivo, pero ahora lo hacía como un todo porque constituía un elemento individual y se comportaba como tal; por eso en la clase burguesa empezaron a aparecer poderosos magnates -«superindivi-duos», «superburgueses»- que iban acumulando un creciente poder. A la vez, la idea de «unidad corporativa» como un todo compuesto de «individuos trabajadores» fue ganando protagonismo en las reivindicaciones obreras. Este creciente individualismo se vio reflejado en la tendencia que empezó a adoptar el capitalismo. Porque paralelamente al acelerado desarrollo del capitalismo financiero no se produjo una mejora en las condiciones de la clase trabajadora; de hecho éstas empeoraron debido a la acentuación del individualismo.
La crisis de 1929 y la posterior Depresión, que colapso la economía y la sociedad mundiales, empezaron a generarse en el mismo momento en que el capitalismo financiero que caracteriza a la Segunda Revolución Industrial se consolidó; por ello, la formación de la mayor crisis que hasta ahora ha padecido el sistema capitalista tuvo tres momentos claramente diferenciados. El primero, entre 1870 y 1914, en que el capitalismo dio un giro radical y el factor «capital» empezó a ser algo más que un mero factor productivo, y en el que comenzó una etapa diferente y nueva en la que los cambios de todo tipo acarrearon situaciones de ruptura respecto al anterior capitalismo, meramente productivo.
Durante la segunda fase, 1914-1923, la primera guerra mundial y la crisis de postguerra demostraron que la pretendída solución bélica sólo sirvió para arruinar a Europa, es decir, se produjo un trasvase definitivo del poder económico desde ésta hacia Estados Unidos. Este hecho ayudó también indirectamente al crecimiento industrial de Japón y a su expansión exterior, a partir de la pérdida de influencia del Reino Unido y Francia en el este de Asia debida a la guerra, así como al establecimiento de una estructura política fascista en el país sustentada en el corporativo capitalismo japonés.
Es en la tercera fase (1923-1929) cuando los cambios acelerados y no asimilados por el sistema sucedidos en la primera, junto con la cadena de dependencias generadas por la segunda, se fusionan con los efectos del fortísimo aumento de productividad habido en la década de los años veinte y con el auge ficticio que se desencadenó a partir de 1923 -los Felices Años Veinte-, tras la crisis de postguerra; todo ello contribuyó al desencadenamiento de la crisis de 1929.
La situación de crecimiento económico acelerado en la que se encontraba inmerso Estados Unidos desde las dos últimas décadas del siglo xix -y cuya tendencia no detuvo la guerra- se vio reforzada por la recuperación de la crisis de postguerra. Los incrementos del consumo, tanto público como privado, que se generaron condujeron a un aumento de la oferta de todo tipo de bienes, lo que implicó alzas en la demanda de capital por parte de las unidades productivas y el lógico recurso a los mercados de capitales, forzando el retorno de fondos invertidos en Europa debido a la alta rentabilidad que proporcionaban los mercados de valores estadounidenses.
Pero la mala distribución de la renta -el 10% de la población estadounidense controlaba el 50% de la renta total- hacía que la mayor parte del consumo se realizara a base de crédito, un crédito que fue no sólo permitido sino fomentado, al igual que gran parte de las compras de las participaciones de capital que se pusieron a la venta en los mercados. Esta enorme demanda de crédito llevó a que las instituciones bancarias -muchas con una estructura reducida- entraran en competencia a fin de conseguir créditos, muchos de los cuales eran de muy alto riesgo.
A lo anterior se unió -en una situación de práctica ausencia de ahorro- la urgencia de obtener beneficios por parte de las compañías a fin de mejorar sus inversiones en bienes de capital y, por tanto, la valoración que pudieran hacer posibles compradores de sus futuras emisiones de acciones; ello llevó a numerosas compañías a realizar inversiones no planificadas, lo que fue generando estructuras productivas no convenientes y niveles de existencias desmesurados.
… el derrumbe del mercado de valores en otoño de 1929 estaba ya implícito en la especulación que le precedió. La única cuestión -o lo único cuestionable- en relación con esa especulación era el tiempo que aún duraría. En algún momento, más pronto o más tarde, comenzaría a debilitarse la confianza en la precaria realidad del valor siempre creciente de las acciones ordinarias. Cuando esto sucediese, ciertas personas empezarían a vender y esta acción destruiría la realidad de los valores en alza.2
Lentamente fue instaurándose una atmósfera de crisis en medio de una situación especulativa desquiciada, donde el comercio internacional y las inversiones exteriores comportaban que las economías mundiales fuesen cada vez más y más interdependientes, y en la que la ciencia económica tenía muy poco que decir, pues las recetas de los economistas clásicos desconocían el funcionamiento de las economías en su conjunto en situaciones de creciente interpenetración.
El desencadenante de la crisis estuvo en el agotamiento de la capacidad de endeudamiento de los consumidores debido a la creciente -y necesaria- demanda de créditos, lo que ocasionó impagos y un brusco descenso en la demanda de nuevos créditos, lo que llevó a un hundimiento del consumo que afectó de lleno a las compañías industriales, que vieron acrecentado el problema al mantener elevados niveles de existencias en sus almacenes debido a las anteriores expectativas de alzas en el consumo.
Las compañías industriales se vieron obligadas a reducir drásticamente la producción o bien paralizarla por completo, lo que generó oleadas de impagos al no poder afrontar ni los pagos a sus proveedores, ni los pagos de los créditos banca-rios. Como consecuencia se produjo el hundimiento en la cotización de sus acciones.
Las fuertes inversiones que el sector agrario había realizado a lo largo de la década de los años veinte generaron en éste una situación de sobreproducción; a ello se unía el exceso de oferta de productos tropicales a la que se había llegado por la euforia de la década. El hundimiento del consumo afectó también a los productores tropicales y estadounidenses, que se vieron forzados a reducir sus precios, lo que llevó al hundimiento de sus beneficios, a la drástica reducción de las compras de abonos, maquinaria y utillaje -lo que afectó a las empresas industriales- y al impago de sus deudas.
El creciente cierre de empresas llevó al desempleo a un cada vez más elevado número de trabajadores, tendencia que se iba incrementando a medida que la crisis se extendía; este aumento del desempleo obrero implicó que los trabajadores tampoco pudiesen afrontar sus créditos, lo que, unido al impago de los créditos solicitados por los granjeros y de las deudas contraídas por las empresas industriales, generó una oleada de quiebras de instituciones bancarias. Se produjeron desahucios masivos, que implicaron el hundimiento de los precios de la tierra y de las propiedades inmobiliarias.
Los entrecruzamientos de bancos y mercados de valores provocaron el pánico bursátil, y contribuyeron al paro masivo de los obreros industriales y a los desahucios habidos en el campo, lo que desencadenó una situación de creciente miseria. Por otro lado, la extensión internacional de la crisis se produjo debido al encorsetado comercio exterior y a las transacciones de capitales.
El inicio de la crisis coincidió con elecciones presidenciales en Estados Unidos: a Calvin Coolidge (1923-1929) le siguió Herbert Hoover (1929-1933), cuyo gabinete tuvo que afrontar la nueva situación. Rápidamente, en el mundo académico y empresarial se formaron dos posturas contrapuestas. Por un lado, los defensores de mantener una línea de actuación clásica y fundamentada en que el mercado reconduciría automáticamente la situación. La caída del factor trabajo -decían- haría descender los salarios, lo que llevaría a un aumento en la demanda de factor trabajo que ocasionaría la recuperación del consumo.
Por otro lado, había quien argumentaba que el mercado era insuficiente para revertir la situación debido a la creciente complejidad e interdependencia de la economía, así que con una postura no intervencionista podría llegarse a una situación de equilibrio en la que la oferta se adecuase a una demanda reducida y se mantuviese un elevado nivel de desempleo obrero.
El presidente Hoover se decidió finalmente por la intervención y, entre 1930 y 1932, se pusieron en marcha una serie de medidas consistentes en programas de ayudas a la agricultura y a los desempleados, en el incremento de los aranceles y en préstamos a la banca y a las compañías industriales. El fracaso de las medidas fue rotundo:
En 1933, el Producto Nacional Bruto fue aproximadamente una tercera parte inferior al de 1929. Hasta 1937 el volumen físico de producción no alcanzó los niveles de 1929; pero inmediatamente volvieron a retroceder. Hasta 1941 el valor de la producción en dólares fue menor que el de 1929. Entre 1930 y 1940 sólo en una ocasión -1937- bajó de ocho millones el número de parados. En 1933 había en Estados Unidos casi trece millones de trabajadores en paro, es decir, uno por cada cuatro del total de la fuerza de trabajo del país. En 1938 una persona de cada cinco seguía todavía sin empleo.3
La evolución de la crisis provocó que los poderes de los países más desarrollados buscaran un culpable. Por su rigidez para actuar en situaciones como las que estaban afectando al capitalismo, las grandes burguesías nacionales demandaron a los gobiernos que se desprendieran del corsé que significaba el patrón oro, pues la cantidad de dinero en circulación debía estar vinculada a la cantidad de oro de que disponía un país, oro que, además, debía utilizarse para liquidar los saldos negativos en el comercio exterior.
A partir de 1931 los países occidentales fueron abandonando el patrón oro; el primero fue el Reino Unido. El razonamiento era simple: la inexistencia de un índice que ligara la cantidad de metal en reserva con la oferta monetaria de dinero y, consecuentemente, con la cotización de una moneda permitiría a los Estados devaluar sus divisas e incrementar las exportaciones, beneficiándose de ello los márgenes capitalistas.
Todos los países esgrimieron este argumento, y los efectos de las devaluaciones fueron quedando rápidamente anulados a medida que se extendía su puesta en práctica; quedó fijado, a nivel referencial, el precio de una onza troy de oro en 34 dólares estadounidenses, un precio absolutamente arbitrario.
En 1933 accede a la presidencia estadounidense Franklin Delano Roosevelt. Roosevelt decidió desarrollar una activa política intervencionista en línea con lo propugnado por el key-nesianismo; para ello se procuró el apoyo de los sindicatos ofreciéndoles el desarrollo de un programa limitado de seguridad social.
Su programa económico, el New Deal, se fundamentó en cuatro columnas: el seguimiento sectorial de la economía a través de agencias que se ocupaban del análisis de las actividades concretas de cada sector económico; la reducción de las subvenciones agrícolas a fin de que la oferta agraria descendiese; medidas orientadas a que los diferentes sectores industriales practicasen una competencia limpia; y puesta en marcha de una ambiciosa política de obras públicas. Paralelamente, el patrón oro fue abandonado, y el dólar, devaluado.
El problema radicaba en que el marco en que estas medidas se llevaron a cabo era de concepción clásica, es decir, no intervencionista, así que, al no modificarse los planteamientos generales, cuando en 1937 se redujo el gasto público también se frenó el proceso de recuperación.
En Europa el alcance de la crisis fue desigual: entre 1929 y 1932 el índice de precios al mayor cayó desde el nivel 100 hasta el 67 en el Reino Unido, hasta el 68 en Francia -al igual que en Estados Unidos- y hasta el 70 en Alemania.
Los efectos de la Gran Depresión fueron demoledores, después nada fue igual: ni en la economía, ni en la sociedad, ni en el ámbito familiar. John Kenneth Galbraith, testigo de excepción del desastre, escribía en 1954: «A primera vista, la calamidad de los años veinte menos probable parecería ser otro alocado auge especulativo de la Bolsa con su inevitable derrumbe. Cuando aquellos días de desencanto terminaron, decenas de miles de norteamericanos movieron sobrecogidos sus cabezas y murmuraron: "Nunca más"».4
Las consecuencias del crash del 29 no fueron verdaderamente superadas hasta la segunda guerra mundial: la guerra equivale a producción, pero, tras el fin de las hostilidades, y teniendo en cuenta el aumento de la capacidad productiva así como de la productividad que el sistema podía afrontar en función de los constantes nuevos avances, tanto en el plano de la técnica como en el de la organización, era preciso aumentar ladimensión de los mercados, y para ello era necesaria la libera-lización de los intercambios internacionales.
No obstante, para profundizar en la liberalización del comercio a escala mundial había que abordar la remodelación del sistema monetario que no favorecía los intercambios porque las soberanías nacionales tenían un peso decisivo en las consideraciones particulares con que los Estados trataban sus respectivas monedas. En consecuencia, era imprescindible un nuevo sistema monetario cuyo objetivo fuera facilitar el comercio internacional y que contemplase en sus normas la realidad que iba a prevalecer tras el fin de la guerra.
En 1942, en plena contienda mundial, se celebraron una serie de reuniones secretas entre economistas británicos y estadounidenses con el fin de trazar las líneas maestras de un sistema monetario para el mundo que surgiera de la guerra. Esas reuniones cristalizaron en una cumbre de varios países que tuvo lugar en la localidad estadounidense de Bretton Woods, en julio de 1944,
En esta Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, celebrada en el complejo hotelero de Bretton Woods, New Hampshire, entre el 1 y el 22 de julio de 1944, expertos de varios Estados capitalistas y de economías más o menos libres acordaron las bases del que sería el nuevo sistema monetario internacional (aunque en la práctica lo que se hizo fue rubricar la propuesta hecha por Estados Unidos). En ese momento quedaron trazados los principios de funcionamiento del nuevo modelo económico-social -y en consecuencia político- de la postguerra, orientado hacia la acumulación de capital a partir del pleno empleo de todos los factores productivos y construido a modo de freno de la previsible expansión de lo que más tarde se denominaría «socialismo real».
En Bretton Woods quedó constatado, como corolario de las tres guerras que desde 1870 habían sacudido a Europa y ya sin ningún lugar a dudas, que el Viejo Continente había perdido su protagonismo político y económico, sustituido por Estados Unidos en su antiguo papel de rector de un mundo, ya en 1944, escindido en dos bloques, adoptando aquéllos el papel de locomotora económica y de escolta ante posibles ataques del bloque oriental liderado por la Unión Soviética; el precio que la arruinada Europa tuvo que pagar fue aceptar cumplir siempre las políticas que en cada momento Estados Unidos decidiese.
El resultado de la cumbre de Bretton Woods fue un nuevo sistema monetario ausente de trabas y limitaciones que representasen una barrera al expansionismo estadounidense. La idea consistía en vincular el dólar al oro creando unas instituciones poco coercitivas pero que sólo concedieran ayudas a los países que las necesitasen si éstos amoldaban sus políticas económicas a las prescripciones de los organismos de control que se fueron creando, organismos diseñados de acuerdo a las prescripciones de la única economía verdaderamente potente.
A nivel operativo y para regir el nuevo sistema monetario se fundó un organismo con arreglo a los nuevos parámetros: el Fondo Monetario Internacional (FMI), que, con el tiempo, se convirtió en el guardián del mantenimiento de la pureza del capitalismo a través de dictámenes y recomendaciones de obligado cumplimiento para los Estados que solicitan las ayudas económicas necesarias para el «desarrollo», ayudas concedidas por el también creado entonces Banco Internacional para la Reconstrucción y el Fomento (BIRF), el Banco Mundial. El precio fijado para el oro fue de 34 dólares estadounidenses por onza troy, el mismo que el acordado en 1934, un precio totalmente ficticio en términos del valor real del dólar en oro.
Las consecuencias del abandono del patrón oro fueron las derivadas de pasar de un sistema monetario en el que las monedas tenían un valor intrínseco a otro en el que su valor dependía de elementos externos y, en numerosas ocasiones, no controlados por el propio país emisor de la divisa, tales como el «nivel de confianza de su economía» o el «riesgo que a nivel internacional mostrase un país», riesgo que era evaluado por agencias de calificación, las mismas cuyas actuaciones fueron tan cuestionadas en septiembre de 2007 cuando se manifestó la crisis de los llamados «activos tóxicos».?
Además, como los Estados ya no tenían que garantizar el respaldo de la oferta monetaria existente, los gobiernos se atribuyeron unas facultades para financiar las actividades que considerasen más oportuno realizar. Y estos gobiernos salían de unos partidos políticos que no hacían sino representar los intereses de las grandes burguesías nacionales y de las cada vez más potentes compañías multinacionales, máxime considerando que el tipo de cambio de esas monedas ya no iba a depender directamente del saldo de su balanza comercial.
Sin embargo, fue el ciudadano medio quien soportó el mayor impacto: la población se vio forzada a aceptar un dinero cuyo valor intrínseco era nulo y cuyo valor efectivo variaba en función de unos parámetros que en absoluto controlaban.
Aunque en un principio fue el sistema capitalista en su conjunto el beneficiado de este cambio, quienes en mayor medida aprovecharon sus implicaciones fueron los propietarios del capital; las poblaciones de los países capitalistas fueron receptoras de los efectos de la expansión económica que el nuevo sistema monetario ayudó a generar, una expansión inestable y sustentada en la dependencia política y económica con respecto al dólar estadounidense.
El comportamiento de los sistemas es cíclico, y sus fases se adaptan a un ritmo delimitado (véase el «Anexo i», gráfico 2): partiendo de una posición neutra, se inicia una fase de expansión que alcanza un máximo a partir del cual declina y se contrae para, llegado a un mínimo, iniciar la recuperación. Procesos cíclicos se dan en numerosos fenómenos de la naturaleza.
Un sistema, sin embargo, responde mejor al ciclo representado en el gráfico 3: tras el final de un sistema se produce la recuperación desde el mínimo en que se produjo su muerte, y una posterior expansión; llegado a un máximo evolutivo, el sistema comienza a declinar y a contraerse hasta que, por agotamiento de sus elementos, muere.
En la realidad, el proceso es un poco más complejo. Al final de la fase de declive y muerte del sistema anterior (gráfico 4) se forman los antecedentes de lo que será el nuevo sistema. Nace (gráfico 5) y, a medida que van formándose sus características, va conformándose su base económica hasta que, a partir de un momento, comienza a crecer verdaderamente. Llegado a su máximo, se inicia la fase de declive y muerte y, al final de ésta, la generación de los antecedentes del sistema que sucederá al presente (gráfico 6).
En este ciclo, todo sistema tiene una duración media de 250 años. El avance evolutivo se produce porque la posición final tras la muerte del sistema es superior (mayor, mejor, cualitativamente al menos) que la de partida (representada por la ganancia del gráfico 5).
Respecto a los antecedentes de nuestro sistema, éstos se formaron en el período 1748-1820; en L820 comienza un proceso evolutivo en el que van sucediéndose las cuatro fases ya enumeradas (tres, en realidad, al ser la muerte del sistema el momento final de la fase de declive), fases que, a su vez, son ciclos en los que se da la secuencia recuperación-expansión-declive-contracción (gráfico 7). Mucha atención a los años de inicio y finalización de cada fase y al momento en el que hoy se halla el sistema actual, el nuestro, el sistema capitalista: el punto «P».
Todo muy bien delimitado, ¿verdad? Demasiado bien, en realidad. A medida que un sistema evoluciona se producen «agotamientos» -rigideces, desajustes- que el sistema es incapaz de corregir con las herramientas del modelo vigente. En esos períodos el sistema se agota: no responde a las necesidades del momento, a la evolución que han vivido elementos que conforman la realidad, por lo que llega a un punto en que es preciso que se produzcan una serie de cambios en el sistema a fin de ajustarse a la realidad. Esas rigideces constituyen la manifestación de las crisis sistémicas.
Como hemos señalado, en el sistema en curso, hasta el presente momento se han producido tres crisis sistémicas (gráfico 8).
La primera se produjo en 1820; fue una crisis de niñez, de falta de experiencia ante la situación creada por la Primera Revolución Industrial. Tras la revolución de 1789, que supuso el triunfo de la nueva ideología, y tras el Congreso de Viena de 1815, que posibilitó un nuevo orden social caracterizado por la oposición entre la pujante clase burguesa y el pueblo, utilizado como herramienta acumuladora, se puso definitivamente de manifiesto el agotamiento del sistema anterior, el mercantilista, y la necesidad de una nueva contextualización de la realidad representada por el maqumismo y recogida por Arthur Schopenhauer, en 1819, en su obra El mundo como voluntad y representación, en la que quedaba nítidamente expuesto el principio del sistema capitalista: que el hombre es guiado por el principio del egoísmo.
La segunda crisis sistémica del capitalismo ocurrió en 1875, y fue una crisis de adolescencia. Acabada la fase de acumulación originaria de capital, la base sobre la que levantar el entramado capitalista, el sistema empieza a internacionalizarse, superando las divisiones y las fronteras.
En 1864 tuvo lugar la Primera Internacional Socialista, el primer intento de la clase obrera de superar el concepto de país. En 1869 se inauguró el canal de Suez, lo que acortaba el viaje entre Europa y el Sudeste Asiático y que, fundamentalmente, favoreció al Reino Unido. En 1871, coincidiendo con la guerra Francoprusiana, nació el Imperio alemán, que durante unos años sería la mayor potencia europea. En 1874, en Estados Unidos, la mayoría demócrata en el Congreso posibilitó el acercamiento entre el Norte y el Sur del país, lo que supuso el inicio de su despegue económico. Dos años después, también en Estados Unidos, se patenta el teléfono. Y en 1884 la Conferencia de Berlín procedió al reparto entre las potencias europeas de la última parcela virgen del planeta: África.
Esta internacionalización del sistema abrió la puerta al incremento de la productividad y a un cambio en el modo de hacer las cosas. Unos años antes, en 1859 y 1860, se habían producido dos hechos trascendentales: la puesta en marcha, en Estados Unidos, de las primeras explotaciones petrolíferas, y en Bélgica, la producción, por vez primera, de energía eléctrica, ambas las energías de la Segunda Revolución Industrial.
Los cambios de toda esta cadena de hechos fueron profundos. Pocos años después comenzó la reducción de la jornada laboral al ser necesario que la clase trabajadora dispusiese de mayor tiempo libre para consumir los bienes generados por la productividad en aumento; a su vez, la internacionalización fomentó la expansión de capitales y el imperialismo.
La tercera crisis sistémica que se produjo en el sistema capitalista fue la de 1929, una crisis de madurez: el sistema alcanzó un grado de desarrollo que imposibilitaba continuar operando como hasta entonces. (Recuérdese que el desencadenante de la crisis fue un fortísimo incremento de la productividad sucedido, sobre todo, en la década de los años veinte, pero cuya llegada fue preparada desde la década de los diez con el inicio del uso intensivo de la organización taylorista.) El sistema asumió su papel: sentó las bases del crecimiento, se forjó un período de auténtico bienestar, en el que sistema y población se identificaban, lo que dio lugar, tras la segunda guerra mundial, a la etapa de crecimiento más larga y, sobre todo, estable que se haya producido en la historia (gráfico 9).
Pero a partir de 1973 todo empezó a cambiar. De los dos supuestos básicos sobre los que se había sustentado-el sistema -la baratura y la inagotabilidad de la energía-, el primero finalizó bruscamente y comenzaron a producirse una serie de rigideces monetarias e inflacionarias que desembocaron en un cambio en el patrón de crecimiento (gráfico 10).
A partir de entonces el crecimiento fue menor en términos acumulativos y mucho más inestable. Con el tiempo fueron poniéndose de manifiesto nuevas rigideces monetarias, cambiarías, especulativas, lo que se intentó compensar con deslo-calizaciones de la producción y del capital -la globalización de los mercados-, que provocó un creciente desempleo. Éste se compensó con un mayor consumo en servicios, lo que supuso el desplazamiento de ingentes cantidades de factor trabajo desde el sector secundario hasta el terciario.
No obstante, ese desplazamiento ha llevado aparejado un menor ingreso medio de la población ocupada debido a que el factor trabajo va siendo remunerado con salarios medios reales que crecen muy poco o nada. A fin de compensar este extremo, el sistema va liberando aceleradamente el comercio internacional, lo que redunda en mejoras de la competitividad y abaratamiento de los precios de numerosos bienes y servicios, a la vez que se va permitiendo a la población un mayor, más fácil y más rápido acceso al crédito.
De las tres recesiones6 habidas a partir de principios de los años ochenta se salió con una reducción significativa de los tipos de interés y/o una mayor permisividad en el acceso al crédito, tanto para empresas como para familias y personas, y tanto en la cuantía como en la acumulación de deuda. El resultado de esta política ha sido un aumento progresivo en el nivel de deuda privada de las distintas economías,
A su vez, la política fiscal, el instrumento compensador por excelencia utilizado por gobiernos tanto de izquierdas como de derechas durante los años cincuenta, sesenta y setenta, fue iniciando un progresivo retroceso manifestado en dos niveles: por un lado, la reducción de la presión fiscal; por otro, la pérdida de importancia de la imposición directa en relación con la indirecta. Francia, país socialdemócrata por antonomasia, constituye un ejemplo clarificador: «Hoy, ser keyne-siano consiste en reducir los déficit públicos».7 «La izquierda no corre peligro de ser derrotada por la derecha pero sí por los impuestos y las tasas.»8
Un extraterrestre que, desde el espacio, hubiese observado el desarrollo de los acontecimientos entre mediados de los años ochenta y principios del nuevo milenio, hubiera visto un progresivo y rapidísimo crecimiento del crédito a empresas y particulares, así como de la búsqueda de la productividad como objetivo: «Una compañía que apuesta su futuro en su gente debe prescindir de ese 10% más bajo y seguir prescindiendo de él cada año para mejorar su nivel de competitividad y liderazgo.»9
La política, reflejo de la deriva económica que el sistema iba adoptando, acuñó un mensaje que satisfacía al poder económico -presión fiscal: la imprescindible; dimensión del Estado: la conveniente; intervencionismo económico: el mínimo-, pero que, a la vez y en teoría, se preocupaba por la ciudadanía y proclamaba la igualdad de oportunidades. La Tercera Vía de Anthony Giddens es el punto de partida de esta tendencia, y 1997, el momento en que comienza a aplicarse en el Reino Unido, con Tony Blair y el (New) Labour Party, y a servir de inspiración a otros países.
«No existen en la economía globalizada de hoy derechas o izquierdas, sino buena o mala gestión del espacio público.»10 «De la misma manera que la industria ya no se basa en la producción masiva, el sector público tiene que dejar de ser el monolítico proveedor de los servicios.» «El Estado del bienestar del siglo XX trató a los ciudadanos como iguales. El del siglo XXI tiene que tratarlos también como individuos.» «Si creéis en justicia social, en solidaridad, en igualdad de oportunidades y en responsabilidad, entonces creed en las reformas necesarias para conseguirlo.»II
En lo social, el impacto de esta cadena de procederes ya era plenamente perceptible a principios de este milenio: «En 1970 [en Estados Unidos] el máximo responsable de una empresa cobraba cuarenta veces el salario medio de un trabajador, y en el año 2000 cobraba mil veces más. En los últimos veinte años la renta en Estados Unidos creció el 30%, pero en las familias de clase media la renta sólo ha subido un 10%».12 «Hemos vuelto a la era del Gran Gatsby […] En 1970, el 10% más rico de la población acaparaba el 33% de los ingresos. En treinta años, la tendencia ha sido volver a 1920, cuando imperaba la jerarquía social y el 10% de la población recibía el 45% de los ingresos.»13
La última vuelta de tuerca a este modo de hacer las cosas se dio en el año 2003. La recesión del 2000 (por el fin de fiesta de la burbuja puntocom) se solucionó con el inicio de una oleada de especulación inmobiliaria en muchos países y con la puesta en marcha de una serie de redes financieras basadas en el apalancamiento de deudas sustentadas en unas expectativas que, en última instancia, se basaban en la creencia de que el valor de los bienes inmuebles iba a continuar creciendo indefinidamente y nunca se produciría el impago de los créditos hipotecarios involucrados en esa especulación inmobiliaria.
El plan era ingenioso: conceder créditos hipotecarios a personas a las que ninguna entidad financiera se los concedía debido a su nula solvencia financiera y, además, sin cuestionar el valor asignado a los inmuebles a hipotecar. A continuación se ponía en marcha un procedimiento por el que un conjunto de esos créditos eran «empaquetados», «cortados a trozos» y convertidos en garantías de unos bonos que eran asegurados, emitidos y renegociados hasta la saciedad. Se ha estimado que un dólar estadounidense invertido en el proceso en el año 2003 podría haberse convertido en 60 dólares en el año 2007.
El problema radicaba en la nula calidad de la deuda y, además, en la penetración que esos fondos contaminados hicieron en el conjunto de la economía gracias a la globaliza-ción, es decir, a la absoluta facilidad de los capitales para desplazarse de un punto al otro del planeta.
Lo que en realidad estaba sucediendo es que aquel período de bienestar, aquel «ir-a-más» en el que el sistema comenzó a entrar a principios de los años treinta y que se consolidó con un crecimiento espectacular en el que «todos ganaron» a partir de mediados de los cincuenta, empezó a agotarse a principios de los setenta; el «todos» fue convirtiéndose en «algunos», aunque la ilusión permaneció gracias a la generalización del acceso al hipercrédito y a la cadena de manipulaciones financieras que todo el mundo -compañías no financieras, entidades crediticias, familias, gobiernos locales y nacionales e, incluso, los entes estatales- aceptó. Pero la estructura que había posibilitado ese período de bienestar ya estaba herida de muerte: el sistema estaba creciendo, básicamente o, mejor aún, únicamente a base de deuda y de manipulaciones financieras.
El conocimiento que la opinión pública tuvo de las hipotecas basura, las suhprime, en septiembre de 2007, no fue más que la manifestación de un modo de hacer las cosas totalmente agotado y, por tanto, insostenible, y el inicio de un período de precrisis que desembocará en la crisis del 2010.
I can't use it anymore.
It's gettin' dark, too dark for me to see
I feel like Vm knockin' on beaven's door.
«Knockin' on Heaven's Door» Bob Dylan (1976)
Existe un elemento fundamental a la hora de explicar los patrones del crecimiento económico mundial: el consumo de petróleo.1 Han ido juntos, han sido y son inseparables: la correlación entre la evolución del PIB del planeta y el consumo de crudo es prácticamente total: el 99,7466%.
La correlación entre consumo de petróleo y crecimiento económico cobra una espectacularidad máxima al aplicar el modelo de Marión King Hubbert.2 Lo que dice el modelo y nadie ha desmentido es que, cuando se ha extraído la mitad del contenido de un yacimiento -pico-, los costes de extracción, literalmente, se disparan; a partir de aquí pueden establecerse picos medios para un país, para un continente o, incluso, para el planeta.3
El momento en el que se produce un peak oil depende de varios factores, aunque fundamentalmente son tres: la tendencia evolutiva de la demanda y la de la oferta, y las reservas que se van descubriendo.
The Association for the Study of Peak Oil and Gas, la ASPO, en el congreso que celebró en Barcelona en octubre de 2008, situó en el año 2012 el momento en el que el planeta alcanzaría el peak oil; a partir de entonces la producción mundial disminuiría a un ritmo del 3 % anual mientras que la demanda continuaría creciendo, cada año, a una tasa del 1%.4
Por otra parte, los descubrimientos que se van realizando apuntan a una insuficiencia de la oferta para nutrir a la esperada creciente demanda, y, tan decisivo como lo anterior, la extracción de ese crudo, cuando se haga y a no ser que la tecnología de extracción evolucione espectacularmente, será muy costosa debido a la situación de los yacimientos.?
La conclusión de todo esto es que existe un problema en relación con el petróleo (con todos los recursos, en general: agua, uranio, cobre, madera…), y el problema radica en que la evolución del PIB del planeta así como el de cada país, es decir, del crecimiento económico, está de tal modo vinculado a la disponibilidad de commodities (que abarcan todos los productos objeto de comercialización: materias primas, mercancías…), de petróleo en especial, que rigideces -no ya carencias- en su obtención desencadenarán problemas irresolubles en todos los órdenes de la economía.6 En resumen, la idea es que la tendencia que muestra la disponibilidad de recursos en general y de petróleo en particular a precios asequibles y durante un amplio período es claramente decreciente.7
Lo que se obtiene aplicando el modelo de Hubbert a la evolución del PIB del planeta (véase el gráfico 11) es un punto de inflexión en el año 2003 que correspondería al peak oil que Hubbert había calculado para el año 2000. A partir de aquí y operando en el modelo con datos del PIB se obtiene una ruptura en el crecimiento de características muy semejantes a la acaecida en 1973, ruptura que se manifestaría en el año 2010. El resultado de esta ruptura sería el inicio de una nueva fase de crecimiento económico para el planeta con una tasa media de entre el 1,0% y el 1,3%, dentro de una franja cuyo máximo estaría situado en el 2,6% y su mínimo en el -0,5%. Algunos autores calculan caídas más pronunciadas, por lo que, en este caso, las cifras anteriores serían incluso optimistas.
Si lo que ahora están preguntándose es si los porcentajes anteriores son pobres o suficientes, quédense con lo siguiente: durante los pasados años de euforia, las tasas de crecimiento han sido:8
No es momento ni lugar para analizar si las tasas de crecimiento expuestas han sido suficientes o no: lo importante es que los años citados están bastante próximos como para que se tenga perfecta conciencia de su desempeño económico.
Han sido años en los que se nos decía que todo iba bien, años de crédito asegurado, de dinero barato, de deuda creciente, de consumo al alza, de boom inmobiliario, de empleo en aumento (aunque no entremos a analizar su calidad…), de beneficios pujantes, de sonrisas, de lujosos automóviles aparcados junto a atiborrados restaurantes y bares de diseño, de viajes a lugares exóticos, de caprichos costosos, de teléfonos móviles que cada dos meses eran sustituidos por un modelo más sofisticado, de entrenadores personales, de jóvenes mantenidos y mimados por sus familias hasta el máximo al que cada familia podía llegar. Han sido años de tipos de interés permanentemente a la baja, de especulación inmobiliaria, de segundas y terceras residencias, de comprar sobre plano y vender sobre obra; años para soñar.
Bien, decidan ustedes si esas tasas de crecimiento han sido suficientes, y cuando lo hayan hecho compárenlas con las previsiones a que apunta el modelo, esas mismas, aunque existan previsiones más pesimistas; a continuación, extrapolen qué condiciones de vida serán las más probables con tales tasas de crecimiento.
«Ir-a-más» es muy fácil; estar mejor, disfrutar de unas buenas o muy buenas condiciones de vida es sencillo; lo duro es retroceder, empeorar el estándar de vida, decrecer, «ir-a-peor»; y va a suceder, porque el modo en que se ha estado creciendo durante estos años pasados es insostenible, y su in-sostenibilidad ha llevado al sistema a su agotamiento. En el futuro, oficialmente se dirá que fue a mediados del 2010 cuando comenzó verdaderamente la crisis; sin embargo, la crisis del 2010 empezó a gestarse mucho antes: en 1991.
Tras los ajustes monetarios de 1987 y tras las bajadas de los tipos de interés con que Alan Greenspan inauguró su presidencia en la Reserva Federal, se produjo la toma de conciencia entre los «hacedores de la economía internacional» de que era posible una expansión del consumo en un escenario de inflación contenida.
El truco radicaba en que el crédito financiara una demanda creciente, que era alimentada por una oferta que constantemente buscaba el abaratamiento de sus costes productivos mediante el aumento de la productividad y a través de una serie de actuaciones que, aunque no nuevas, se expandieron como una mancha de aceite a partir de estos años. Entre ellas, con luz propia, destacaba el offshoring: la deslocalización de la producción de bienes y servicios allí donde su elaboración resultase más barata.
Todo este arsenal de medidas se puso en marcha con la recesión de 1991, cuya llegada a España se retrasó hasta el fin de los Juegos Olímpicos y de la Expo de Sevilla. La recesión del 91 ha sido una de las más cortas de la historia reciente; coincidió en el tiempo con la primera guerra del Golfo y con la desaparición de la Unión Soviética y tuvo su manifestación en una fuerte restricción del consumo. ¿Cómo se salió de ella? Dando crédito a quien no se le hubiera concedido antes y permitiendo endeudarse a quienes jamás se les hubiera anteriormente permitido; de alguna manera de la recesión se salió, podría decirse, utilizando una técnica muy antigua: imprimiendo billetes, pero esta vez sin imprimirlos físicamente.
El resultado fue satisfactorio, tal y como muestran los incrementos habidos en los PIB, tanto de la OCDE como a nivel mundial: