Essays on the Theory of Employment Joan Violet Robinson (1937)
¿CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ?
La respuesta cierta, aunque simple, es: por evolución. Una vez iniciada la Primera Revolución Industrial a partir de 1820, y durante los siguientes cincuenta años, encabezados por el Reino Unido -por Inglaterra, en realidad- varios países europeos (España no) procedieron a la progresiva incorporación de sus economías y sociedades al naciente maquinismo, lo que fue transformando rápidamente sus estructuras productivas; las consecuencias de los cambios de esa transformación fueron demoledoras.
Para la burguesía el único objetivo era acumular, es decir, obtener crecientes beneficios y reinvertirlos; se supeditó absolutamente todo a tal fin, por lo que el factor trabajo pasó a ser una mera mercancía que una crecientemente explotada clase obrera vendía al capitalismo y que era pagada al precio -al salario- más reducido posible.
Las condiciones de vida de la clase obrera entre 1820 y 1880 son difícilmente imaginables desde la perspectiva actual. Uno de los mejores documentos sobre las mismas fue escrito por Friedrich Engels: «Las casas son viejas, sucias y minúsculas. Las calles irregulares, llenas de rodadas; hay sectores sin alcantarillado ni aceras. Por todas partes hay montones de residuos, desperdicios y basura repugnante entre charcos permanentes; la atmósfera está envenenada por los efluvios de todo esto y oscurecida por el humo de una docena de las inmensas chimeneas de las fábricas».1
Durante casi todo su primer siglo de vida, el capitalismo se comportó de forma muy diferente a como hoy lo conocemos. Desde los inicios, la puesta en marcha del nuevo sistema supuso el incremento de la productividad, pero como los niveles de producción de partida eran muy reducidos, y la disponibilidad de capital (capital como tal, tecnología, herramientas, materias primas y consumibles…), limitada, la relación entre el nivel de producción y el empleo de factor trabajo era directa; es decir, a pesar de que la productividad no cesaba de aumentar, el incremento de la producción se hallaba indefectiblemente vinculado a la utilización de más factor trabajo: a la contratación de un mayor número de trabajadores (masculinos, sobre todo, hasta la primera guerra mundial).
Maquinismo, factor trabajo y capital: los tres elementos definitorios -y esenciales- del capitalismo. El capital supo adaptarse muy rápidamente al nuevo escenario: los burgueses que no supieron o no pudieron ir adaptándose a los cambios que la rápida evolución del sistema generaba día a día desaparecieron; era la interpretación darwinista de la evolución: una visión capitalista y competitiva del cambio: «No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, ni tampoco la más inteligente, sino la que responde mejor al cambio».2
El problema radicaba en que el sistema no podía emplear a toda la población activa que iba llegando a los centros fabriles, a las ciudades, desde las zonas rurales, incrementada por el rápido aumento de la población (la revolución demográfica) ocasionado por el descenso de la tasa de mortalidad, debido a su vez, básicamente, a la mejora de la higiene. El hecho es que, a mediados del siglo xix, en Europa existía un importante excedente de población que no podía ser ocupada; la salida para esa población fue la emigración, fundamentalmente a Estados Unidos, un país entonces en formación; así, entre 1845 y 1915, cincuenta millones de europeos emigraron al Nuevo Mundo.
A partir de 1880, coincidiendo con el inicio de la Segunda Revolución Industrial (cuando la electricidad sustituyó al carbón, se desarrolló la industria química y una siderurgia más sofisticada, nació el automóvil y la organización empresarial fue diseñada según perfiles piramidales y en cascada), la productividad comenzó a aumentar claramente; en ello fue esencial la acumulación de capital habida en las décadas anteriores.
Pronto la burguesía percibió que estaba generándose un problema de imposible solución a no ser que el modelo productivo experimentase una profunda modificación: «Paralelamente a esta centralización del capital o expropiación de muchos capitalistas por unos pocos, se desarrolla […] la inserción de todos los países en la red del mercado mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. Conforme disminuye progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud, del envilecimiento, de la explotación; pero también crece la rebeldía de la clase obrera, cada día más numerosa y disciplinada, más unida y más organizada por el propio proceso capitalista de producción. El monopolio del capital se convierte en grillete del modo de producción que ha brotado y crecido con él y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a un punto en el cual resultan incompatibles con su envoltura capitalista».3
El problema radicaba en el propio funcionamiento del modo de producción capitalista. En un mercado creciente, aunque limitado debido al bajo poder adquisitivo de una población forzada a vender su fuerza de trabajo a un precio mínimo, y agotada ya la vía de las reducciones salariales al haber alcanzado los salarios el nivel de subsistencia, la burguesía tan sólo podía responder a la creciente competitividad aumentando la inversión, es decir, la productividad. Pero ello incidía en la reducción de la población ocupada, lo que suponía una disminución de las rentas familiares y, como consecuencia, de la demanda de unos bienes que, en creciente cantidad, era capaz de suministrar una oferta en expansión. A eso se sumaban extenuantes jornadas de más de doce horas.
…la perfección cada vez más creciente de la máquina moderna está […] convirtiéndose en una ley obligatoria que fuerza a los capitalistas industriales individuales a mejorar de forma permanente sus máquinas, siempre con la finalidad de incrementar su capacidad productiva […] [pero] la amplitud de los mercados no puede seguir el ritmo de esta ampliación de la producción. La colisión se hace inevitable.4
Por ello el sistema reaccionó. Tras la masacre de Haymar-ket, en Chicago, el 4 de mayo de 1886, el sistema entendió que se debía comenzar a hacer las cosas de otra manera, y las condiciones de la clase trabajadora empezaron a cambiar: aumentos salariales, mayor poder adquisitivo y reducción de la jornada laboral, que implicaba más ocio y por tanto más tiempo libre para consumir.
Todos los sindicatos, no sólo los de Estados Unidos, fueron apuntándose tantos: aunque las condiciones de vida de la clase obrera continuaban siendo muy duras, muy precarias, lentamente iban mejorando, decían. La realidad es mucho más triste: las condiciones de la clase trabajadora empezaron a mejorar cuando a la burguesía capitalista le convino, cuando llegó a la conclusión de que necesitaba que los pobres fueran un poco menos pobres para que consumieran lo que fabricaban: «Siempre es posible pagar a la mitad de los pobres para que maten a la otra mitad».5
La productividad comenzó a crecer, pero fue en la década de los años veinte del pasado siglo, al finalizar la crisis de postguerra, cuando se produjo un aumento espectacular de la misma, incluso en el sector agrario: «Ya no estamos haciendo crecer el trigo, lo fabricamos. […] No somos labradores, ni tan siquiera somos granjeros. Fabricamos un producto para ser vendido».6
En el sector industrial, el impacto de las mejoras organizativas fue decisivo en la mejora de la productividad: todo el mundo podía ser útil, aunque con un salario adaptado al valor generado. «Mientras que para producir un modelo T se requerirían 7.882 tareas distintas, tan sólo para 949 de ellas se requerirían hombres de fuerte complexión física, hombres físicamente casi perfectos. Para el resto de las tareas, 670 de ellas podrían ser realizadas por hombres sin piernas, 2.637 por hombres con una sola, 2 por hombres sin brazos, 715 por hombres con uno solo, y 10 por hombres ciegos.»7
¿POR QUÉ HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ?
Estamos donde estamos porque las cosas no podían ser llevadas a término de otra manera. ¿Inevitabilidad en el desarrollo de los acontecimientos? Sí, sin lugar a dudas.
El capitalismo nació porque, tras el agotamiento del sistema mercantilista con todo lo que ello suponía -absolutismo monárquico, acumulación a partir del colonialismo o de la manufactura artesanal y de la fabricación con ingenios muy rudimentarios, régimen señorial en el campo, nobleza absen-tista, imposibilidad de despegue político de la burguesía-, la evolución natural debía llevar a la eficiencia productiva por encima de la eficiencia de las formas. El símbolo del mercantilismo es el palacio de Versalles; el del capitalismo, pocas décadas después y tras dos crisis muy violentas, será una fábrica humeante en el centro de Manchester. En el sistema mercantilista el centro era la figura real; para el capitalista, el centro estaba en la persona; pero llegar hasta la cadena de producción de Henry Ford no fue fácil.
Una mirada poco detallada a la historia podría indicar que, una vez finalizadas las guerras napoleónicas y restaurado el Antiguo Régimen, la burguesía, la clase que diseñó la revolución contra el absolutismo monárquico, obtuvo muy poco. Sin embargo, lo cierto es que consiguió algo que unos años antes parecía imposible: permiso real para, en lo económico, hacer y deshacer como creyese oportuno, sin límite; a cambio, el compromiso de no entrometerse en las cosas de la política. La burguesía, evidentemente, aceptó y, sin traba alguna, se dedicó a lo que sabía hacer muy bien: acumular capital y amasar un creciente poder económico.
La burguesía se introdujo en el terreno de la política por la puerta trasera, pero de forma brillante, novedosa; el proceso comenzó en los territorios de lo que posteriormente constituiría el Imperio alemán. Como la burguesía tenía vetada la entrada en la política oficial, diseñó un campo de juego político nuevo en el que su invento fue ganando importancia: el nacionalismo. Este adoptó diversas formas y maneras adaptándose a las características de cada Estado; a partir de aquí, el salto a la política oficial fue progresivo.
La burguesía, empapada de individualismo, puso todo su empeño en acumular, en «hacer las cosas de la mejor manera posible», en adaptarse a los constantes cambios; pero la burguesía capitalista nació con una característica que la hacía única: era, por principio, monopolista; tendía al monopolio, lo buscaba, lo deseaba y lo justificaba. Obtener una posición de monopolio era señal de que quien la conseguía era quien mejor había hecho lo que tenía que hacer, quien mejor se había adaptado, quien más había invertido, quien había conseguido la mayor productividad. El monopolio no era un pecado: era el premio para el burgués más eficiente.
El problema del monopolio, a finales del siglo XIX, era la literalidad en la interpretación del mensaje: cuando la Standard Oil Trust de John Davidson Rockefeller llegó a controlar el 95% del mercado petrolífero estadounidense, al margen de la posibilidad real de extinción del sistema que el hecho significaba (fin de la competencia con el sistema aún en formación), se puso sobre la mesa un problema que no se manifestó realmente hasta finales de la década de 1920: que una vez que la burguesía lograra una posición monopolista u oli-gopolista, prescindiría de buscar la máxima utilización de los recursos de que pudiera disponer, por lo que la producción de bienes y servicios obtenida sería, por definición, limitada.
A la vez, y llegados los años veinte, en las mentes de algunas personas dedicadas a algo entonces muy nuevo, la economía, comenzó a formarse una idea inquietante: si quienes utilizan los recursos a fin de obtener la producción de bienes y servicios no utilizan todos los que pueden utilizar, las posibilidades de crecimiento quedarán cercenadas antes de florecer, ya que será imposible alcanzar una tasa de crecimiento económico por encima de un valor de equilibrio en el que se desaprovechen factores productivos. Joan Violet Robinson se encontraba entre quienes así pensaban.
¿QUÉ SE PRETENDÍA LLEGANDO HASTA AQUÍ?
Por todo lo explicado hasta ahora podría parecer que el modo de producción actual, el sistema económico actual, en nada se asemeja al existente hasta finales del siglo xix o a principios del siglo xx. Aunque la esencia del sistema continúa siendo exactamente la misma -la maximización del beneficio-, lo cierto es que hay algo sustancial que sí varió y que en la crisis en la que estamos adentrándonos volverá a cambiar.
El sistema capitalista había nacido investido de una característica única: era una máquina casi perfecta para generar beneficios; el problema residía en que era una máquina mono-temática; tal y como nació sabía hacer sólo eso: generar beneficios, nada más. Durante los primeros cincuenta o sesenta años, cumplió su función a la perfección: como lo esencial era acumular capital, acumuló, incluso pasando por encima de una población sin derechos y dejando de utilizar recursos que hubieran podido generar un mayor rendimiento; pero no lo hizo porque en ese momento pensaba que no los necesitaba, o porque, simplemente, entonces no sabía utilizarlos.
El hecho es que de las crisis y recesiones que fueron produciéndose (1886, 1896, 1908, 1921…) se fue saliendo, siempre, pero con un coste de oportunidad muy importante debido a cómo se hacían los deberes para salir de las mismas: no interviniendo de ningún modo y dejando que «la mano invisible» guiara al mercado nuevamente hasta la posición de equilibrio de la que la crisis lo había apartado. El problema radicaba en que salir de una crisis de ese modo comporta que muchas posibilidades sean marginadas, no consideradas, ya que lo único importante es que quienes han de obtener los beneficios, la burguesía, los obtengan; los demás tan sólo son importantes en tanto contribuyan y faciliten a la burguesía su obtención.
Hasta que en 1936 alguien se dio cuenta de que el capitalismo tenía dos problemas de base: la «mano invisible» era el único referente aceptado en los momentos de hundimiento económico; sin embargo, hacía tiempo que el recurso estaba demostrándose insuficiente: los incrementos de productividad aumentaban la oferta, pero la miseria existente imposibilitaba el aumento de la demanda. Lenta pero imparablemente, el sistema capitalista fue viéndose abocado a un contrasentido: mientras que su capacidad productiva no cesaba de aumentar, la capacidad de consumo tendía al estancamiento.
En la década de 1880, la tasa de pobreza del recientemente fundado Imperio alemán alcanzaba al 80% de la población; en otros Estados afectaba a porcentajes de población semejantes. En 1884, el canciller Otto von Bismarck instaura el embrión de lo que posteriormente constituirán las pensiones de jubilación; el objetivo de la medida fue fundamentalmente defender a la clase burguesa del ascenso del movimiento socialista, pero, con todo, la limitación de la miseria supone un paso crucial en la línea del mejoramiento de la capacidad adquisitiva de la población.
La politización de la clase obrera, salvo contadas excepciones, fue escasa hasta después de la segunda guerra mundial. La clase obrera tenía problemas muy concretos: condiciones de trabajo insalubres, salarios míseros, imposibilidad de acceso a tratamientos médicos en caso de enfermedad, dependencia total de familiares y parientes durante el tiempo que mediaba entre el cese en el trabajo por imposibilidad física y el momento del fallecimiento…
Cierto es que algunos movimientos obreros de carácter so-cialdemócrata buscaban un cambio que mejorase sus condiciones de vida; sin embargo, al hallarse siempre fuera de los gobiernos, sus posibilidades reales era nulas; por ello, el cambio, de hacerse, debía llevarse a cabo desde arriba y desde dentro. A eso contribuyó en gran medida la postura de un político británico miembro del Partido Liberal: David Lloyd George. En 1905, Lloyd George, desde su puesto de ministro del Tesoro, propuso la introducción de un sistema de seguros sociales financiados con los incrementos de recaudación que se obtendrían de aumentar la imposición sobre los ingresos de los más ricos. La Cámara de los Lores se opuso, pero tras la reforma de ésta, en 1911, la legislación pudo ser promulgada.
Tanto las medidas de Bismarck como las de Lloyd George estaban orientadas, básicamente, a calmar la situación social, no a evitarla, a compensarla, no a corregirla; es decir, eran medidas básicamente paliativas, no preventivas. En 1911 fue publicado un documento que, por vez primera, analizaba la puesta en marcha de un auténtico sistema de seguridad social; su importancia se pondría de manifiesto unos años después: «No resulta posible diseñar un programa de seguridad social satisfactorio [sin] los siguientes supuestos: a) Un servicio nacional sanitario para la prevención y el tratamiento completo y que esté disponible para todos los miembros de la comunidad; b) Ayudas universales para todos los hijos hasta los catorce años, o hasta los dieciséis años si siguen estudiando a tiempo completo; c) Pleno uso de los poderes del Estado para mantener el empleo y para reducir el desempleo a uno de tipo estacional, cíclico y ocasional, esto es, a un tipo de desempleo que sea adecuado para su tratamiento mediante prestaciones en dinero».8
Reparemos en que el trasfondo continuaba siendo el mismo: los peligros que podía representar para la burguesía una explosión social provocada por la mísera clase obrera, pero no las crecientes diferencias entre oferta y demanda, entre capacidad productiva y consumo. En 1920, Arthur Cecil Pigou publicó una obra verdaderamente novedosa: The Economics of Welfare; su novedad radicaba en que analizaba los efectos de la actividad económica en el bienestar de la sociedad y de las clases sociales, lo que abría el camino para contemplar al conjunto de la población como sujeto activo económico, tanto por el lado de la producción como por el del consumo.
En 1929 comienza la Gran Depresión, terrible, tremenda, pero la burguesía, a pesar de que algunos de sus miembros sufrieran especialmente sus efectos, continuó, en su mayor parte, sosteniendo que la «mano invisible» retornaría la situación al equilibrio, postura que fue contestada por el economista británico John Maynard Keynes en su obra de 1930 A Treatise on Money y, sobre todo, en General Theory of Employment, ínter est and Money, de 1936.
Escribió Keynes: «Los dos vicios que marcan el mundo económico en el que vivimos son, el primero, que el pleno empleo no está garantizado, el segundo, que el reparto de la fortuna y de la renta es arbitrario y falto de equidad», también que «nos afecta una nueva enfermedad de la que algunos lectores puede que aún no hayan oído su nombre, pero de la que oirán hablar mucho en el futuro inmediato, se denomina "desempleo tecnológico"».9 El razonamiento de Keynes era rompedor.
Si -venía a decir- hacemos como hasta ahora, dejar que la «mano invisible» actúe libremente, esto es, si se deja que las fuerzas del mercado actúen sin intervención alguna, esas fuerzas reconducirán a la economía hacia el equilibrio, como ha ido sucediendo, pero ello ocurrirá sobre un campo plagado de los cadáveres de las compañías que se verán forzadas a quebrar y de los trabajadores que fueron despedidos por no ser necesario su trabajo en ese proceso de ajuste llevado a cabo por el mercado. En otras palabras: si ningún agente interviene en ese proceso de ajuste y readaptación, tendrán lugar los dos hechos que hasta ahora se han dado cuando se han producido procesos como éstos: i) se habrá conseguido un equilibrio, pero no utilizando unos recursos y unos factores productivos que podrían ser utilizados y que, si lo fuesen, generarían un mayor crecimiento, y 2) se habrá alcanzado el equilibrio, pero a la baja, porque, sin la intervención necesaria, por sí solo, el sistema no tenderá a utilizar todos los recursos y factores, por lo que nunca estará garantizado que el crecimiento será el mayor posible en cada momento. En resumen, como objetivo debe buscarse siempre el pleno empleo de todos los factores productivos a fin de garantizar esa óptima tasa de crecimiento, y para ello es esencial que el Estado intervenga en la economía; si no se hace, la alternativa es el subempleo de los factores de producción.
Es decir, el objetivo ya no es sólo maximizar el beneficio, tampoco únicamente el equilibrio: el objetivo es hacer lo que sea necesario para conseguir el pleno empleo de todos los factores productivos, de forma que todos estén operando a pleno rendimiento y ninguno se halle subempleado. La demanda, de todo, pasa a ser lo fundamental, y ha de ser la oferta la que se preocupe de cumplimentar dicha demanda.
Visión keynesiana de la economía, se denominó a este enfoque, y a ella perteneció la dama cuyo nombre da título a este capítulo.
Intuitivamente se percibe que, si la demanda es lo más importante, ésta ha de tener capacidad de consumo. Esa visión keynesiana, también llamada modelo de demanda, al propugnar el pleno empleo de todos los factores productivos, buscará el pleno empleo del factor trabajo, por lo que con el modelo de demanda la tasa de ocupación tenderá a ser máxima, las rentas tenderán a crecer a fin de que la población tenga capacidad de consumo y el Estado arbitrará políticas fiscales que favorezcan sus propios ingresos a fin de que el gasto público sea el necesario, bien vía gasto directo (obra pública, educación, sanidad, pensiones) o indirecto (becas, subvenciones).
El modelo de demanda se puso ya parcialmente en funcionamiento en Estados Unidos durante la Gran Depresión (a pesar de las críticas que recibió por parte de los partidarios de la «mano invisible»), pero fue tras la segunda guerra mundial cuando se generalizó en los países más desarrollados de economía capitalista y, en concreto, en Europa.
Bien, lo habrán deducido: lo que se pretendía con el cambio de modelo era diseñar un escenario en el que «se pudiese comprar», todos y de todo, no como antes, cuando lo importante era que unos cuantos burgueses, los más hábiles, acumulasen. Pero ese cambio de enfoque no fue ni fácil ni pacífico: sucedió tras una crisis sistémica, el crash del 29, y la miseria que ocasionó la Gran Depresión, y sólo se completó tras una guerra que ocasionó 60 millones de muertos, 50 millones de desplazados y destrucciones por un valor estratosférico, es decir, con un decorado magnífico y una memoria histórica muy positiva para que la empobrecida población, tras décadas de privaciones y siglos de pobreza, abrazase el consumo como ente solucionador de problemas y satisfactor de necesidades.
Con el crash de 1929 se puso en marcha un auténtico estado o período de bienestar: el mundo comenzó a «ir a más». Tras la crisis sistémica representada por la Gran Depresión y el nuevo orden surgido tras la segunda guerra mundial, el PIB del planeta comenzó a crecer y a mejorar las condiciones sociales de la población.10 Es decir, el objetivo de la evolución habida entre 1930 y 1973 y manifestada a partir de 1950 fue crecer; una de sus consecuencias fue el enfoque economicista que lentamente fue impregnando todas las capas sociales.