7
ÉRASE UNA VEZ UN INOCENTE JUEGO…
29 de duir (junio)
Kier volvió la cabeza, intentando evitar el pertinaz rayo de sol que se colaba entre las copas de los árboles e iba a caer justo sobre sus ojos cerrados. Parpadeó un par de veces hasta que logró despertarse del todo e intentó, como cada mañana, estirar sus entumecidos músculos y rascarse aquello que le picaba.
No pudo. También esa noche le había atado.
Tragó saliva y se removió inquieto, la picazón era insoportable.
Llevaba casi dos semanas en ese aburrido claro. Al principio había sucumbido a una fiebre leve que no se complicó gracias a los asquerosos mejunjes que ella le había obligado a tomar y que lo mantuvieron atontado durante tres jornadas. Pasado ese tiempo y recuperada la cordura, ella le soltó de sus ataduras y le permitió moverse. Poco después, la herida en los genitales se cubrió de una costra que le picaba de forma rabiosa, y que, sin poder evitarlo y a pesar del dolor que le causaba, se rascó hasta volverse a abrir. Aisling se enfadó cuando vio el desastre en el que había convertido su entrepierna.
Se enfadó mucho.
Tanto que, a partir de ese instante, cada vez que no estaba cerca de él, ordenaba a las malditas raíces que le ataran. Y sinceramente, él lo agradecía; ahora que esa horrible comezón le torturaba despiadada, no estaba seguro de poder contenerse y no arrancarse la piel con las uñas mientras dormía. Despierto aún conservaba la entereza suficiente como para intentar refrenar sus ansias con mayor o menor esfuerzo.
Dirigió la mirada hacia las ramas de los robles. La joven solía pasar las noches dormida en su extraña cueva, mientras él lo hacía tumbado en un extremo del claro, refugiado durante el día bajo la sombra de los imponentes árboles. Desnudo, por supuesto. Ella no se había molestado en cubrirle… ni en cubrirse a sí misma. ¡Menos mal que era verano! No obstante, iba a tener que hablar con ella muy seriamente.
No podían permanecer desnudos para siempre jamás.
Al principio había tenido preocupaciones más acuciantes con las que distraerse: el dolor que le recorría el cuerpo, sus ojos casi ciegos, sus genitales agonizantes… Pero el tiempo poco a poco había calmado sus padecimientos. Y ahora que el dolor era solo una ligera molestia y sus ojos veían con precisa claridad el cuerpo flexible y tentador de la muchacha, sus instintos habían despertado feroces ante el aroma a frescura y vitalidad que emanaba de ella. Y cada vez que Aisling aparecía ante él, su pene intentaba alzarse ante sus pechos firmes y sus caderas redondeadas, a pesar del sufrimiento que eso comportaba.
Solo era cuestión de tiempo que su polla consiguiera mantenerse erecta.
No. No podían permanecer desnudos. Al menos, él, no. Necesitaba algo para cubrirse, algo que ocultara sus cada vez más despiertos instintos.
Esa misma mañana hablaría con Aisling, y le exigiría ropa.
Buscó hasta encontrar a su salvadora, estaba acurrucada en las ramas de un pequeño roble cercano al que tenía la cara tallada. Y este parecía abrazarla entre sus hojas.
Aisling cantaba para sí mientras acariciaba el tronco con sus manos. Movió la cabeza como si alguien la hubiera avisado de que él ya estaba despierto, sonrió y bajó con agilidad al suelo. Caminó hacia él con pasos despreocupados, a la vez que se detenía para acariciar la testa a los enormes lobos, que habían aparecido de repente entre los árboles.
Kier aún temía a esas bestias. Sobre todo al gris. El negro parecía más amigable, pero el otro de vez en cuando se abalanzaba veloz hacia él, deteniéndose a escasos centímetros de su cuerpo mientras le gruñía enseñando los dientes.
Observó a la muchacha acariciar el espeso pelaje de los animales. Era una escena hermosa. Ella era una hembra hermosa. Suavidad indómita. Dulce fortaleza. Cuerpo de mujer y alma de bestia. Porque si de algo no le cabía duda a Kier, era de que la joven era más salvaje que humana.
Contempló su cuerpo ágil, el sensual movimiento de sus caderas y el vaivén de sus pequeños pechos al caminar. Recorrió con la mirada las largas y torneadas piernas, el vientre liso y su estilizado cuello. Se deleitó en los labios voluptuosos y se perdió en sus ojos de cierva, grandes y rasgados, enmarcados por oscuras pestañas.
Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el jergón formado por vestidos de alta nobleza que le servía de cama, cerró los ojos y respiró hondo para relajarse. A la picazón en los testículos se había unido un conato de deseo totalmente desafortunado en esos momentos, y más con el gran lobo gris vigilándole con atención.
Se hacía totalmente imprescindible conseguir algo de ropa.
Aisling llegó hasta el macho humano y sonrió satisfecha al ver que sus atributos sexuales se habían hinchado ligeramente, y esta vez el motivo no podían ser los golpes. Estaba prácticamente curado.
«Pronto podremos jugar», pensó entusiasmada.
Se arrodilló ante él y observó la herida, ya cerrada, que surcaba su escroto. Estaba totalmente cicatrizada y apenas la recubría ninguna costra. La piel se veía enrojecida, nueva. Y debía picarle mucho.
—Hola, Aisling —saludó él como cada mañana.
—Hola —respondió ella con voz gutural. Luego lo miró pensativa. ¿Los hombres también tenían nombre propio? Sus padres lo tenían, y Blaidd y Dorcha también, y los robles—. ¿Cómo? —le preguntó tocándole el pecho.
—¿Cómo, qué?
—Aisling —dijo señalándose a sí misma, y luego volvió a tocarle—. ¿Cómo? —Frunció el ceño, frustrada por no recordar todas las palabras del idioma de su padre. Cuando su progenitor le hablaba a través de la fronda, ella le entendía, pero él no usaba todas las palabras que ahora necesitaba, y no conseguía recordarlas.
—¿Cómo me llamo?
—Cómo llamo —repitió.
—Kier.
—Buenas tardes, Kier —susurró ella satisfecha. Acababa de recordar cómo entablaba su padre conversación cuando la visitaba.
—Buenos días, princesa —respondió él, divertido por la confusión.
—¿Días?
—Acaba de amanecer y el sol brilla con fuerza, es «buenos días».
—Días —musitó mirando al cielo—. ¿«Tardes» no?
—No. Tarde es cuando el sol empieza a caer.
—Tardes, días… noche, luna, ¿sí?
—Sí. De noche el sol se va a dormir y sale la luna —asintió divertido, parecía que la princesita iba recordando algunas palabras de cuando estaba en el castillo—. Desátame, por favor —suplicó; necesitaba mover los músculos, estirarse.
—Mmm. No… —La muchacha se mordió los labios y luego pasó las uñas con rapidez sobre su brazo—. No —repitió.
—Te juro solemnemente que no volveré a rascarme, por favor, suéltame —respondió tuteándola; cuando le hablaba de vos, ella le miraba confundida… igual que ahora mismo. Pensó en lo que había dicho, y se percató de que la fórmula usada era, quizá, demasiado rimbombante—. Prometo no rascarme.
—Promesa —dijo señalándole.
Un segundo después comenzó a cantar a la vez que acariciaba las firmes raíces.
Kier sintió un ramalazo de celos. Se había acostumbrado a que ella le tocara continuamente; para curarle, para asearle o de manera casual. Pero jamás le acariciaba como lo hacía con esas cepas feas y rugosas que le mantenían preso.
Al cabo de escasos segundos quedó libre. Sus manos se dirigieron veloces a su entrepierna, pero ante la intensa mirada que la muchacha le dedicó, disimuló estirando los brazos, desperezándose, a la vez que ignoraba con un gruñido el pinchazo en sus costillas. Cuando estaba quieto no le molestaban, pero en cuanto se movía, comenzaban a dolerle, aunque no era nada que no pudiera relegar al fondo de su mente. Se apuntaló sobre los codos y se incorporó con cuidado. Al instante siguiente, Aisling le había pasado un brazo por la espalda y le ayudaba a ponerse en pie. Cuando lo consiguió, lentamente y con muchos gruñidos, se apoyó en el hombro de la muchacha, que se había apresurado a pegarse a él, y juntos, se internaron en la hilera de robles, como hacían todos los días varias veces.
Caminaron hasta que Aisling le vio fruncir los labios y sujetarse con fuerza las costillas. Le dejó afianzado en un grueso tronco y se retiró para que él pudiera dar salida a sus necesidades. No era porque a ella le importara en absoluto verlo evacuar, pero cuando él pudo por fin moverse tras los primeros días, lo primero que había exigido era esa privacidad. Esperó unos minutos, atenta a los sonidos que escuchaba a su espalda, y, cuando confirmó que él había terminado, acudió a recogerle y regresaron al claro.
Kier caminaba afirmando las manos en los árboles que encontraba a su paso, intentando demostrar que era capaz de valerse por sí mismo. Estaba harto de que le tratara como a un inválido.
Aisling sonrió y, acercándose a él, pasó un brazo por su cintura. No iba a dejar que se cayera y lesionara más todavía, dando al traste con todo el trabajo que había hecho para curarle. Él gruñó frustrado, pero cuando la muchacha frotó su cara contra la de él, se olvidó de todo… su piel era tan suave.
Apenas habían caminado unos metros cuando Aisling se detuvo de repente, haciendo trastabillar al hombre. Un repentino pensamiento estaba penetrando en su mente: Kier mucho más joven de lo que era, pequeño y perdido, llorando aterrado en mitad del bosque.
Blaidd salió de entre la maleza acompañado por su inseparable compañera, se quedó impávido junto al hombre y, dándole la espalda, le orinó sobre los pies.
—¿Y a este qué le he hecho ahora? —masculló Kier quedándose inmóvil.
—¡No niño! —gritó Aisling al lobo. El pensamiento que le había mandado era una clara ofensa a su nuevo amigo—. ¡No débil, no llora! —Y luego llevó su delicada mano hasta la entrepierna de Kier y acunó su pene entre los dedos—. ¡No niño! ¡Hombre!
El lobo se abalanzó veloz contra ella, derribándola sobre el suelo y desestabilizando a un asombrado Kier que apenas si alcanzó a sujetarse en un tronco.
El hombre dio un paso al frente, dispuesto a defender a la muchacha del ataque de la bestia, mas el lobo negro se interpuso en su camino con pasmosa tranquilidad, impidiéndole acercarse. Kier observó a Aisling aterrado, pero ella parecía más enfadada que asustada. Había cogido con una de sus manos el hocico del enorme animal y le estaba dando golpecitos en la sonrosada nariz con el índice de la otra.
Blaidd mandó furioso otro pensamiento a Aisling: ella con la boca cerrada y mandándole pensamientos. ¡No palabras! ¡Nunca palabras! Ella jugando con ellos en el claro, peleándose, gruñendo divertida. Ella alejándose del humano.
La muchacha respondió a su vez con otra imagen: el lobo convertido en un cachorro enfurruñado porque prestaba atención a Kier en vez de a él. Ella misma abriendo los labios y hablando.
—Yo quiero, hablo. Tú aguantas —gruñó furiosa, entornando los ojos.
El lobo se irguió amenazante hacia el hombre, echó las orejas hacia atrás y le enseñó los colmillos; luego se dirigió a Aisling, lanzó un lastimero aullido y escapó entre la fronda.
Dorcha miró a Aisling, se acercó a ella y le lamió la cara; luego salió en pos de su compañero.
—¿Qué demonios le ha pasado a esa bestia? —preguntó Kier acercándose a la joven. Ella se levantó de un salto antes de que él pudiera inclinarse a ayudarla.
—Blaidd no bestia. Cachorro, celos —escupió enfadada por la actitud de su antiguo amigo, a la vez que instaba al hombre a caminar hacia el claro.
—¿Blaidd? ¿Celos? ¿De quién?
—Blaidd, él. Dorcha, ella —explicó Aisling señalando el lugar por el que habían desaparecido los lobos—. Kier hombre, jugar —afirmó tocándole de nuevo la entrepierna—. Blaidd celos.
—¿Jugar? —susurró Kier asombrado ante las palabras y los gestos de la joven. Seguro que no se estaba refiriendo a esa clase de juegos.
—Sí. Pronto. Tú curas, luego jugar. Ahora, sienta —zanjó la cuestión empujándole para que se acostara sobre el lecho improvisado.
—No, espera. ¿Hablas de follar?
—No follar —contestó ella sin entender qué significaba esa palabra—. Sienta.
—Ah, vale. Estupendo. No quiero tener más problemas con el Impotente… Si por vender pollas me he metido en este lío, no quiero ni pensar en lo que me haría si se me ocurre tocarte —musitó él perdido en sus pensamientos.
Aisling lo miró confusa. Había hablado demasiado rápido y usado algunas palabras raras. No había entendido nada de lo que había dicho, pero por el tono parecía preocupado.
—No problemas. Sienta.
Kier la obedeció. Ella, como cada mañana, deshizo los nudos del corsé y se lo quitó para a continuación incorporarse e ir hasta su cueva. Salió de ella portando a la espalda un saco hecho con la tela de lujosos vestidos que luego vació en el centro del claro, contenía un trozo de lino y dos escudillas. Dejó una de ellas bajo el sol, y llevó la otra hasta donde él estaba acomodado.
Mientras ella se afanaba en estos menesteres, Kier aprovechó que no le vigilaba para frotarse cuidadosamente los testículos con el pulgar, intentando aliviar el picor. Giró la cabeza y miró más allá de los árboles que le rodeaban a la vez que aguzaba el oído. Intuía que el río Verdugo pasaba cerca del claro, ya que ella apenas desaparecía unos minutos cuando iba a buscar agua. Deseaba tanto darse un baño en condiciones. Quizá el agua fría pudiera aliviar un poco los picores.
Un capón en la cabeza le hizo volver la mirada. Aisling estaba frente a él, enfadada.
—¡Promesa!
—Lo siento, no me he dado cuenta —se disculpó alejando rápidamente la mano de sus genitales.
—Blaidd razón, tú niño —le reprendió, luego le dio una escudilla—. Bebe.
Kier tomó un trago y suspiró; no sabía qué demonios era ese bebedizo, pero estaba riquísimo. Lo apuró hasta el fondo y se relamió los labios.
—Gracias, está delicioso. ¿Qué es?
Aisling le enseñó un par de almendras que guardaba en su puño.
—Almendras —afirmó él. Durante los últimos días se había acostumbrado a que ella le enseñara cosas para que le dijera sus nombres.
—Leche almendras —afirmó ella antes de levantarse y abandonar el lugar.
Regresó pasado un instante, con la olla que usaba para cocinar llena de agua. Se colocó tras él y comenzó a frotarle la espalda, primero con un trozo de lino empapado en agua y después con el aceite que había dejado calentándose bajo el sol en el otro recipiente. Cuando acabó, le instó a tumbarse y comenzó a asearle la cara para luego pasar al torso.
Kier se mordió los labios decidido a mostrarse fuerte. El aseo de cada mañana iba camino de convertirse en una tortura, no porque le dolieran las costillas con cada fricción, que sí le dolían, sino porque esos lánguidos roces se asemejaban cada vez más a caricias. Cerró los ojos cuando la muchacha comenzó a canturrear. Su voz dulce y melódica le transportaba a otros lugares, a paraísos salvajes alejados de todo. Su aroma a roble, serbal y eucalipto le envolvió, invadiendo sus sentidos. Los aterciopelados dedos de la joven trazaron sutiles sendas sobre su abdomen que casi le hicieron olvidar dónde estaba… y con quién estaba.
Abrió los ojos y parpadeó con fuerza para despertar de la ensoñación en que estaba cayendo. Necesitaba distraerse con urgencia. Es más, necesitaba ropa. Mucha ropa con la que taparse.
Sujetó las muñecas de la muchacha.
—¿De dónde sacas los vestidos? —le preguntó. Quizá tuviera algo que le pudiera valer a él.
Ella se encogió de hombros.
—Esto, la ropa, el corsé, las camisolas —indicó señalando cada prenda. Ella volvió a encogerse de hombros—. De algún lugar tienen que salir, no creo que crezcan de los árboles.
—No árboles. Encuentro —comentó negando con la cabeza.
—¿Aparecen de repente?
—Sí.
—¿Dónde? —No podía creer que ella no supiera quién la proveía de vestidos. Las prendas eran propias de la nobleza, carísimas. Y a ella parecía no importarle en absoluto a tenor de cómo las trataba—. ¿No sabes quién te las da? —Ella volvió a negar con la cabeza—. ¿Quizá tu padre? —No podía imaginarse al cruel rey Impotente surtiendo a su salvaje hija de ropa, pero…
—No. Padre no.
—Ya decía yo —musitó para sí.
Aisling se levantó de repente y corrió hacia su cueva, cuando regresó llevaba un enorme saco entre las manos. Lo volcó en el suelo; de él salieron un par de dagas, escudillas de barro cocido, dos mantas recias, camisas de lino, unas cuantas calzas de lana y unos borceguíes[2] de piel. Las prendas parecían hechas a medida para el cuerpo pequeño y delgado de la muchacha.
—Padre —susurró la joven señalando feliz todo lo que allí había reunido.
Kier la miró sorprendido. Parecía orgullosa de aquellas pertenencias que no se podían comparar ni en precio ni en finura a los caros vestidos… pero que para vivir en el bosque eran mucho más útiles.
—Vaya… son… buenos regalos.
—Sí. Esto malo —dijo señalando lo que quedaba del maltratado corsé—. Pica —explicó haciendo como que se rascaba con saña—. Malo.
—Pues a mí bien que me lo has puesto y lo odio —se quejó él mirando el corsé.
—Bueno para ti. Ya no.
—¿Ya no?
—No —dijo tirando lejos el corsé, luego se ocuparía de guardarlo en su nido—. Ya bien.
—¿Ya se han curado mis costillas?
—No. Casi —indicó derramando un poco de aceite sobre el torso del hombre para volver a friccionarlo.
—¿Por qué no te vistes? Tienes una ropa preciosa. —Señaló él los vestidos que usaba de cama.
—Faldas enganchan. Pesan. Pican. Odio ropa.
—Ya se nota. —Ella asintió con una sonrisa en los labios—. ¿Siempre vas desnuda? —le preguntó él mirando las cómodas camisas de lino que le había regalado el Impotente. Entendía que no se pusiera los vestidos en el bosque, entorpecerían sus movimientos, pero con las camisas no pasaría lo mismo.
Aisling detuvo el deambular de sus dedos y alzó las manos señalando el bosque.
—Desnuda, como árbol y lobo. Como pájaro y ardilla. No ropa.
—Pero los árboles tienen sus hojas, y los animales su pelaje —refutó él.
La muchacha sonrió y, sacudiendo la cabeza, se echó la larga melena sobre los hombros. El cabello le tapó los pechos, privándole de la hermosa visión.
—¿Y en invierno? —preguntó él pensativo. Ahora era verano, pero después…
—Cuando yo frío entro en mi roble —afirmó ella extrañada. ¿Cómo pensaba él que combatía el frío, con prendas finas?
—Imagino que no tendrás ropa para mí.
—No frío aún.
—Ya —confirmó divertido—. Pero estaría más cómodo vestido.
—No cómodo. —Negó rotunda con la cabeza.
—Para mí, sí.
Aisling frunció el ceño, no entendía a los humanos. Siempre había creído que les obligaban a vestirse para vivir en sus grandes ciudades de piedra. Al menos a su madre se lo habían exigido, y ella intentó renegar de eso cada segundo que estuvo presa allí. Un bufido indignado penetró en su cabeza. Miró el roble del extremo del claro. El rostro grabado en él mostraba un gesto enfadado. «No te dejes engatusar», susurraban sus hojas. «Este es tu bosque, tus normas, tus leyes; él obedece».
Aisling bajó la cabeza, entristecida. Su madre odiaba la presencia de Kier en el claro. Pero ella quería su compañía. Quería hablar con él, reír, jugar… Necesitaba relacionarse con alguien parecido a ella, no solo con lobos y árboles.
Kier observó a la muchacha, su alegría se había tornado desánimo mientras miraba el extraño árbol con la cara grabada.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Por qué estás triste? —preguntó llevando una de sus manos hasta el precioso rostro de la joven. Acarició lentamente sus mejillas y, sin poder evitarlo, pasó el pulgar sobre sus labios.
—No ropa —ordenó Aisling frotando la cara contra los fuertes dedos que la sujetaban. Luego se lo pensó mejor. Su padre había dado demasiadas órdenes a su madre, impidiéndole ser libre. Ella no cometería el mismo error. Kier era libre. Igual que ella—. Mmm. Sí. —Se levantó y fue hacia su cueva.
Cuando regresó llevaba varios vestidos pomposos entre las manos. Se arrodilló junto a él y se los tendió.
—¿Gustan? ¿Sí?
—¡No! ¡No gustan! —Kier estalló en carcajadas al imaginarse vestido con esas prendas. Se detuvo al observar la cara enfadada de la muchacha—. Los vestidos son para las mujeres —explicó—. Los hombres llevamos calzas, jubones… No sé si me entiendes.
—Yo sé que hombres llevan otra ropa. ¡Pero yo no tengo esa ropa! ¡Yo no tonta! —gritó indignada.
Él se había reído de ella, y su madre no paraba de meterse en su cabeza para recordarle que ya se lo había avisado.
—Claro que no eres tonta. Yo no he dicho eso.
—Tú no dices, piensas —aseguró dolida—. Tú muerto si yo no ayudo. Tú mujer si yo no curo —dijo señalando sus genitales—. Tú no comes si yo no alimento. Yo hablo lobos, hablo bosque. ¡Tú tonto, no yo! Yo no habla bien con tú. Tú ríes. Yo cuido a ti. Yo amiga. Yo doy regalo. Tú ríes. ¡Vete! —gritó tirándole los vestidos sobre la cabeza. Luego se levantó y echó a correr, internándose en el bosque.
Kier parpadeó asombrado por el alegato de la muchacha. Para no saber hablar correctamente se expresaba con una franqueza tan rotunda que le había hecho darse cuenta de muchas cosas. Cerró los ojos apesadumbrado. La había tomado por una salvaje sin sentimientos, y, en realidad, el salvaje era él.
Se levantó como pudo y caminó renqueante hacía el lugar por el que ella había desaparecido, adentrándose entre los árboles. Tropezó una y otra vez con raíces que aparecían de improviso del suelo. Se arañó con las ramas que le golpeaban de repente la espalda y el estómago, y esquivó como pudo las bellotas que caían sobre él sin previo aviso; parecía que el bosque, enfadado, le intentara castigar. Cuando por fin la encontró, estaba acurrucada contra un viejo roble, rodeada por sus lobos.
Blaidd empujó con su hocico a Aisling y lamió su rostro. Ella sonrió y le rascó detrás de las orejas, cariñosa. El lobo, una vez conseguida su ración de mimos, y dejando bien clara su amistad con la joven, se dirigió hacia él amenazante. Le enseñó los incisivos y gruñó con rabia lanzando salivazos. Dorcha observó a ambos machos, impasible.
—Aisling, lo siento… —El lobo le lanzó una dentellada que le hizo detenerse en seco.
—Vete —le rechazó ella—. Vuelve a tus muros de piedras, a tu ciudad gris apestosa —dijo con pasmosa claridad mirándole fijamente a los ojos—. Este mi bosque. No quiero tú aquí.
Kier la observó compungido. La vitalidad y alegría que siempre demostraba la muchacha se había convertido en profundo pesar. Y todo por su culpa. Caminó hasta ella ignorando los gruñidos del lobo y se arrodilló a su lado, sujetándose las costillas.
—Aisling, lo siento. No pretendía herirte —susurró acercando sus labios al rostro de la muchacha.
—Tú no sientes. Hombres no tienen sentimientos —masculló.
—Sí, sí lo siento —musitó tomando el rostro de la joven entre las manos y obligándola a mirarle—. Cuando me has enseñado los vestidos, me he imaginado con ellos puestos; por eso me he reído. No ha sido por ti o por tu regalo, solo por verme vestido de mujer. Te lo juro, créeme —suplicó besándola en la frente—. He sido un egoísta, lo sé, lo reconozco. Me has curado, cuidado y alimentado, y yo no he hecho más que quejarme…
—Y rascarte —le recordó ella, todavía enfadada porque se hubiera arrancado la costra hacía un par de días.
—Y rascarme, y no seguir tus consejos —aceptó Kier con una sonrisa en los labios—. Perdóname —rogó abrazándola—. Me gustaría mucho que me consideraras tu amigo.
—Perdono. Amigo —asintió ella, con sus ojos de cierva felices de nuevo.
—¿Ya está? ¿No vas a recriminarme más, ni vas a echarme en cara que no he hecho nada por ayudarte, ni…?
—Amigos. —Le tapó la boca con sus dedos—. Amigos discuten, pelean, juegan, quieren. No reprochan.
«Amigos», para ella esa palabra significaba afecto franco, puro y desinteresado, sin los tapujos y conveniencias con que la envolvían los humanos, comprendió él, al ver cómo había acariciado a su lobo después de la tremenda pelea que habían tenido antes.
—Durante todos estos días he pensado que eras una mujer salvaje… —confesó Kier—. Me arrepiento profundamente de ello. Eres especial —afirmó sin dejar de acariciarle los pómulos con los dedos—. Me muero por besarte —susurró incapaz de contenerse.
—¿Besarme? —preguntó ella entornando los ojos. Su padre no usaba esa palabra durante sus visitas, no sabía qué significaba.
—Sí, besarte. —Kier se acercó a Aisling y posó sus labios muy cerca de la comisura de los de ella, besándola con amistoso cariño. Se retiró lentamente, esperando su reacción. Al fin y al cabo era una princesa…
—Pinchas. —Aisling se tocó la mejilla y lo miró con los ojos entrecerrados.
—Sí. —Kier se pasó la mano por su rostro, una oscura y corta barba lo poblaba.
—Tú muy distinto a mí. Tienes pelo en cara. ¡Y pinchas! —exclamó divertida—. Como Blaidd y Dorcha.—Señaló a los lobos, que en ese momento lo vigilaban con atención entre los robles—. Eres como yo… —susurró repentinamente seria—. Distinto e igual a mí.
Le instó a tumbarse sobre la hojarasca del suelo y comparó los brazos fuertes y musculados de Kier con los suyos, finos y delicados. Acarició con la palma de la mano las piernas velludas y recias y luego extendió las suyas, torneadas y suaves, junto a las del hombre, y las frotó contra él.
—Iguales y distintos —dijo pensativa. Kier tragó saliva ante su examen, e intentó pensar en algo que hiciera remitir el deseo que en ese momento arrasaba su cuerpo.
Aisling se arrodilló junto a él y le recorrió con las manos el rostro, parándose sobre la nariz y la boca, dibujando su forma con las yemas. Después las deslizó hacia el cuello y palpó la nuez de Adán. Siguió bajando hasta el torso y divagó sobre el oscuro y rizado vello que le cubría el pecho para casi desaparecer en una fina línea que le atravesaba el abdomen y que se ampliaba en el bajo vientre, formando un nido de rizos en su ingle. Sus dedos encontraron los pequeños pezones masculinos y se entretuvieron con ellos. Kier dio un respingo.
—¿Gusta? —preguntó ella volviendo a acariciarlos. Él no supo qué contestar, estaba petrificado por el sensual examen—. A mí sí gusta —declaró, llevando su propia mano hasta sus pechos y tomando su sonrosado pezón entre el índice y el pulgar. Apretó y un escalofrió le recorrió el cuerpo—. Gusta mucho.
—Sí. A mí también me gusta mucho —afirmó Kier con voz ronca. No sabía si se refería a las caricias que ella le proporcionaba o a verla disfrutar con su propia mano sobre sus perfectos pechos.
—Iguales —afirmó Aisling presionando a la vez su pezón y la tetilla del hombre—. Distintos —declaró acariciando el vello del torso masculino para después hacer lo mismo con sus pechos.
Kier no supo qué responder.
Aisling exploró el vientre liso de su amigo, alisó con las yemas los rizos de su ingle y después dirigió los dedos al pene, que despuntaba erecto e insolente sobre ellos.
—¿Cómo llamo? —le preguntó.
—Ahhh, polla —contestó él sin pensarlo.
—Polla —repitió Aisling la palabra sin dejar de acariciarle—. ¿Gusta toque polla? —inquirió observándole con atención.
—Demonios, sí —gruñó él aferrando las hojas del suelo entre sus puños.
El dolor que sentía en la cicatriz del escroto se difuminaba rápidamente bajo los mimos que ella le prodigaba.
Aisling se colocó a horcajadas sobre él y continuó acariciándole con una mano, mientras se llevaba la otra a su propio pubis y se tocaba el pequeño botón que tanto placer le proporcionaba. Se mordió los labios y cerró los ojos, disfrutando de la caricia. Luego los abrió y le miró.
—Iguales —reiteró. Alejó la mano del pene, le recorrió el torso y pellizcó sus tetillas mientras con la que tenía libre hacía los mismos movimientos sobre sus propios pechos—. Gusta igual —jadeó feliz.
Continuó jugando con sus pezones y las tetillas de Kier. Le gustaba acariciarse a sí misma, sobre todo desde la primera vez que vio al magnífico macho que era Kier jugando con una mujer en la linde del bosque. Esa primera vez pidió a los árboles que le avisaran cuando él volviera, y desde entonces estaba atenta al susurro de las hojas, haciendo oídos sordos a la indignación de su madre.
Le gustaba observarle jugar, y luego practicaba consigo misma en su nido entre robles hasta caer jadeante sobre el lecho de ramas. Ahora se sentía igual, presa de sensaciones que le recorrían el cuerpo y hacían que la entrepierna se le humedeciera, sus pezones se irguieran y se le erizara la piel.
—Iguales… Distintos —jadeó posando los dedos sobre el pene del hombre y deslizando la mano libre hasta su pubis—. Donde yo me abro —introdujo índice y anular en su vagina—, tú te alzas —afirmó envolviendo el pene en un puño.
—¡Cristo! —jadeó Kier.
Se apoyó en los codos e intentó incorporarse para abrazarla, pero sus costillas aprovecharon ese preciso instante para quejarse. Gruñó frustrado, y acto seguido alzó los brazos y aferró un mechón del sedoso cabello de la muchacha, instándola a que bajara la cara hasta él. Ella lo hizo. La besó impetuoso, incapaz de controlarse. Lamió sus labios, los succionó y mordisqueó hasta que ella los entreabrió y pudo introducir la lengua entre ellos.
Aisling jadeó asombrada al sentir cómo le chupaba la boca, cómo le acariciaba los dientes y presionaba contra su propia lengua. Imitó sus movimientos y se enzarzó en una lucha húmeda que la excitó como nada lo había hecho nunca.
Kier sació su sed en el paladar de la joven, recorrió con manos ansiosas los pechos que le tentaban cada segundo del día y, cuando el tacto no fue suficiente, se separó de los apetecibles labios y la instó a colocar los pezones a la altura de su boca. Aisling sonrió divertida, y rozó sus pequeños pechos contra las mejillas rasposas del hombre hasta que él no pudo soportarlo y giró la cabeza para devorarlos. Los chupó y succionó, y cuando la escuchó jadear, mordió con cuidado. La muchacha gimió con fuerza y bajó las caderas hasta pegar la pelvis a su estómago. Se frotó contra él, friccionando contra el áspero vello del abdomen masculino su clítoris inflamado.
Sin poder evitarlo, Kier soltó un gruñido cuando sus costillas se quejaron, resentidas por el trato al que estaban siendo sometidas.
Aisling se incorporó contrita.
—Yo siento…
—No, no lo sientas. No se te ocurra —afirmó Kier perdido en las sensaciones que le arrasaban el cuerpo. Sus testículos lanzaban llamaradas de placer mezcladas con fuertes pinchazos de dolor.
Sujetó a la joven por la cintura y la colocó sobre su verga. Ella se dejó caer y comenzó a mecerse sobre el enorme miembro. Kier la observó extasiado durante unos segundos y luego posó una mano sobre el pubis femenino y acarició el clítoris con el pulgar.
Aisling abrió los ojos como platos, sorprendida.
—Gusta —consiguió decir entre jadeos—. Gusta mucho.
Kier continuó trazando círculos con el dedo sobre el endurecido botón hasta que la sintió temblar sobre él. Entonces colocó las manos bajo sus redondeadas nalgas y la obligó a levantarse. Ella obedeció, mirándole interrogante. Él sonrió insolente, seguro del placer que le iba a proporcionar; al fin y al cabo, tenía mucha experiencia en esas lides. Deslizó los dedos por el monte de Venus, ignoró el palpitante clítoris y comenzó a acariciar con lentas pasadas los pliegues que circundaban la vagina. Ella abrió los labios en un grito sordo y se echó hacia atrás, apoyando las palmas de las manos en los muslos del hombre.
Cuando Kier sintió los dedos empapados por el placer que emanaba de la mujer, introdujo dos de ellos en la vagina.
Aisling saltó al borde del éxtasis al sentir la excitante intrusión.
—Quieta…
Ella apretó con fuerza las manos sobre las velludas piernas del hombre, respiró profundamente y se mantuvo inmóvil.
Él volvió a penetrarla, esta vez más profundamente. Mantuvo los dedos inmóviles en su interior unos segundos y luego los abrió, y comenzó a moverlos lentamente. La muchacha jadeó, con todo el cuerpo en tensión. Él los sacó muy despacio, se los llevó a la boca y los lamió.
Aisling gimió asombrada. Jamás le había visto hacer eso con ninguna de las otras mujeres.
—Me gusta tu sabor —afirmó Kier, extrañado por lo que acababa de hacer.
Él nunca saboreaba a las mujeres. Jamás.
Llevó el índice y el anular a la boca de la muchacha y la invitó a que los chupara.
Aisling abrió los labios y obedeció. Él metió y sacó los dedos, imitando los movimientos que deseaba hacer con su polla. Cuando los tuvo bañados en saliva, recorrió despacio el cuerpo de la muchacha hasta llegar al clítoris, lo pinzó entre dos dedos y tiró, haciéndola estremecer. Jugó de esa manera durante unos segundos y después la penetró veloz con el índice y el corazón, una y otra vez hasta que sintió su prieto interior dúctil y mojado. Luego se sujetó la polla, la colocó a la entrada de su vagina e instó a la muchacha a descender sobre ella.
Aisling así lo hizo; bajó lentamente, adaptándose a la intrusión, jadeando cuando él colocó los empapados dedos sobre su clítoris y empezó a jugar con él.
—Puñeta, Aisling, qué apretada estás —gritó Kier a punto de estallar. Hacía mucho, mucho tiempo que no se sentía tan excitado.
Ella continuó introduciéndole en su interior, ajena a todo lo que no fuera su propio placer. Sentirle dentro, llenándola, era… delirante.
—¡Espera! —gritó Kier, estupefacto y aterrado, al sentir el himen intacto de la joven contra el glande.
Ella le ignoró y se dejó caer con fuerza. Un gemido quejumbroso abandonó sus labios mientras permanecía inmóvil, adaptándose al tamaño del pene que se alojaba en su interior.
—¿Por qué no me lo has dicho? —susurró él, arrepentido por la brusquedad con que la había tratado—. Te hubiera preparado más.
—¿Decir qué?
—¿Que eras virgen?
—¿Virgen? —preguntó ella confundida.
—Sí… ¿No has estado con ningún hombre, verdad?
—No hombres —jadeó ella comenzando a mecerse sobre él.
—¿Te ha dolido mucho? —interrogó preocupado. Debería haberlo imaginado. Debería haber tenido más cuidado, haberla mimado más, haberla llevado al orgasmo antes de penetrarla egoístamente como había hecho.
—No. Dolor normal. A Dorcha también duele. Ya pasa —explicó ella. Había visto jugar en multitud de ocasiones a sus lobos, y sabía que al principio era molesto.
Se meció con más fuerza sobre él y, cuando se acostumbró a su grosor, se elevó, para luego caer lentamente hasta que sus pliegues tocaron los rizos del hombre. Jadeó al sentir el roce en su clítoris y la presión en su vagina. Repitió el movimiento, perdida en el punzante placer que le recorría el cuerpo.
—¿Hago daño? —le preguntó ella, deteniéndose al ver que él cerraba los ojos y apretaba los labios. Temía caer con demasiado ímpetu y hacerle daño en las costillas.
—No —farfulló Kier con voz ronca—. Estoy a punto de morir de placer. ¡Cristo! Voy a correrme —gritó al borde del éxtasis. Había arrebatado la virginidad a la hija del rey, y ahora iba a correrse dentro de ella. Con la suerte que tenía, seguro que la dejaba preñada.
—Gusta, ¿sí? —inquirió ella sin entender lo que él decía.
—Sí. Gusta mucho —afirmó tomándola de la cintura y obligándola a aumentar el ritmo de sus movimientos.
Sin importarle los pinchazos de dolor en sus costillas, se apoyó en los talones y levantó el trasero para ir al encuentro de la muchacha en cada embestida que ella daba. Placer y dolor se mezclaron en sus testículos. Los tenía tan tensos y duros que la herida le tiraba apremiante. Necesitaba correrse ya, estallar en pedazos y después relajarse. Posó el pulgar sobre el clítoris de la muchacha y lo masajeó insistente hasta que sintió que su vagina le constreñía la verga con fuerza. Levantó la mirada para observarla. Y lo que vio le llevó al orgasmo más potente que había sentido en su vida. La muchacha tenía la boca abierta en un grito silencioso, se acariciaba con las palmas de las manos los pechos a la vez que tenía presas las rojas puntas de sus pezones entre los dedos, y apretaba y tiraba de ellos al mismo ritmo que se acoplaba a él.
En el mismo instante en que se corrió dentro de ella, Aisling dio un último tirón a sus pechos, tensó todo el cuerpo y gritó su placer al bosque. Luego se derrumbó lánguida sobre él y rodó hasta caer al suelo. No quería dañarle con su peso las magulladas costillas.
Pasados unos minutos recuperó la sensatez. No debería haber jugado con él así.
—Kier —susurró posando una mano en el varonil torso.
Él giró la cabeza y la observó. Estaba preciosa, sonrosada y sudorosa. Con los labios hinchados y los ojos brillantes.
—Gusta jugar. Gusta mucho —declaró lamiéndose los labios.
—¿Jugar? No, Aisling, no hemos jugado. Hemos follado. A esto se le llama «follar» —afirmó él, inquieto.
Ella era tan inocente y tan… natural. No parecía incómoda por la experiencia, ni preocupada por lo que habían hecho. Y tenían motivos para preocuparse. Muchos. Cuando el rey Impotente se enterara, a él le arrancaría los huevos poco a poco y a ella la encerraría en una torre y tiraría la llave.
—Ah, gusta follar. Gusta mucho follar —declaró ella paladeando la palabra—. Pero no más follar ahora —afirmó sentándose con las piernas cruzadas en el suelo.
—No —aceptó él. Había sido un gran error.
—Tú aún no curado —dijo acariciándole las costillas—. No bueno moverte tanto —indicó dejando resbalar sus dedos hasta el vientre del hombre—. Jugar, sí. —Circunvaló con las yemas el ombligo y después bajó hasta acariciarle el pubis—. Tocar, sí. —Envolvió el flácido pene entre sus dedos. Este comenzó a hincharse de nuevo—. Follar, no. No hasta tú curas. —Entrecerró los ojos pensativa—. Doce ocasos. Luego follar. Ahora besar —ordenó bajando la cabeza y devorándole los labios.