25
ÉRASE UNA VEZ UN ALMA PERDIDA SIN SU BOSQUE ENCANTADO.
Atardecer, 26 de tinne (julio)
—Os equivocáis al intentar curarle, Meddyg. No está enfermo —aseguró Morag Dair observando como el galeno se preparaba para sangrar al herido.
—¿No lo está? Yo diría que sí. Padece alguna rara enfermedad provocada por un humor maligno, otra explicación no cabe para tanta debilidad. Sus heridas tendrían que estar casi cerradas y, muy al contrario, parecen hechas hoy mismo. Su respiración agitada no mejora con friegas de eucalipto, tiene la piel apergaminada y las extremidades flojas, y no hay modo de hacerle despertar.
—Está fingiendo, hace tiempo que ha despertado —replicó la bruja tomando una vela encendida y acercándose al lecho del enfermo—. Aleja tus navajas de barbero, que nada vas a conseguir sangrándole. Bastante sangre ha perdido ya, ¿verdad, muchacho? —preguntó, a la vez que posaba el pulgar sobre el párpado de Kier, alzándoselo, para a continuación acercar la vela a su rostro.
La reacción de Kier no se hizo esperar; golpeó con escasa fuerza la mano de la anciana a la vez que abría los ojos, enfadado.
—Maldita sea, bruja, ¿pretendes quemarme? —jadeó falto de aire.
—En absoluto, solo quería ver de cerca el color de tus ojos —declaró Morag con gesto satisfecho para luego mirar a los dos hombres que la observaban con atención desde el otro extremo de la estancia—. La enfermedad que padece no está en su cuerpo, sino en su alma. Ya no pertenece a este mundo. —Volvió la mirada hacia el enfermo, que la contemplaba enfurruñado—. Es extraño; jamás he sabido de nadie como tú, aunque imagino que todo depende de la intensidad con la que se ama.
—¿Qué queréis decir, vieja? —inquirió el rey cruzando los brazos sobre su poderoso pecho.
Él y Gard permanecían inmóviles, ocultos entre las sombras, esperando una respuesta satisfactoria del doctor o de la bruja. Una respuesta que no llegaba.
—Nada que vos queráis escuchar —afirmó la mujer mirando compasiva a Iolar—. Nada que no sepáis ya. En vuestra mano queda hacer lo correcto —sentenció inclinando la cabeza a modo de despedida—. Acompañadme, Meddyg. Tal vez nos dé tiempo de hablar sobre remedios milagrosos antes de ser expulsada del castillo por decir lo que nadie quiere oír.
—Majestad…
—Id con ella, galeno, y llevaos vuestros instrumentos de tortura —ordenó Iolar sin desviar la mirada del hombre tumbado en el lecho—. Has dormido durante todo el día, ¿te encuentras mejor?
Kier observó irritado al rey y a su perro faldero, Gard. Se incorporó en el lecho apoyándose en un codo y bajó la vista hacia las vendas que cubrían su abdomen. Las apartó con dedos temblorosos hasta que pudo ver la herida abierta, que todavía rezumaba sangre. Parecía tener apenas unas horas en vez de más de una semana. Habían vuelto a coserla y los bordes se veían enrojecidos, en carne viva, pero sin rastro de abscesos purulentos.
Cerró los ojos y se concentró en respirar, deseando no sentirse tan cansado, tan débil. Percibía que el aire que recorría su garganta era insuficiente, que sus pulmones se cerraban impidiéndolo entrar y como era devuelto a sus labios en enfermizos jadeos. Anhelaba sentir en su rostro el aire puro del bosque, saborear la esencia del roble y el serbal, beber la cristalina agua del río Verdugo y dormir sobre un lecho de ramas en la copa de dos robles gemelos. Pero sobre todo, añoraba a una salvaje dríade que en esos momentos le odiaría con todo su corazón.
Una dríade entristecida que tal vez se hubiera ocultado en el interior de su roble para olvidarle.
Abrió los ojos y se sentó de golpe en la cama. Tenía que regresar al bosque.
—Si vais a matarme, hacedlo ahora; si no, dejadme marchar —exigió sin pensar.
El rey arqueó una ceja, sorprendido por su atrevimiento. El capitán de la guardia se mostró más contundente.
—¿Te atreves a exigir a tu rey? —exclamó acercándose airado al lecho.
—No estás preso —profirió Iolar, interrumpiendo el arrebato furioso de su amigo y negando con la cabeza.
Durante las horas que Kier había permanecido inconsciente había tenido tiempo de meditar sobre lo ocurrido. Había calibrado las opciones que le quedaban y ninguna se le antojaba conveniente a sus planes. De hecho, era consciente de que ninguno de sus planes había dado el resultado previsto; muy al contrario, habían resultado ser en extremo calamitosos. Quizá fuera hora de dejar de lado sus deseos y centrarse en lo que verdaderamente le importaba: Aisling.
—Eres libre de abandonar Sacrificio del Verdugo. Lamento que nuestros caminos no se hubieran cruzado antes para así haberte conocido mejor y no haberme creado juicios equivocados —afirmó mirando al herido. Esa era la única disculpa que pensaba ofrecer.
Kier asintió con la cabeza e hizo amago de abandonar la cama, pero sus empobrecidas fuerzas le hicieron caer de nuevo sobre el lecho.
—La herida ha vuelto a abrirse, quizá sea preferible que esperes a curarte antes de partir —comentó Gard burlón.
—No es esta la herida que puede matarme —replicó Kier señalando su costado.
* * *
Atardecer, 27 de tinne (julio)
Con cada respiración que daba se sentía más fuerte, más ligero, más vivo.
Hacía tiempo que se había librado de las molestas botas y sus pies descalzos se deleitaban con la textura rugosa del suelo del bosque. Había extendido los brazos a ambos lados del cuerpo y acariciaba con las yemas de los dedos los troncos de los serbales que encontraba a su paso, a la vez que inspiraba profundamente la esencia intensa de los robles que pronto encontraría frente a él.
Quería reír y gritar. Correr y saltar. Se sentía capaz incluso de volar.
Todo a su alrededor le trasmitía serenidad y felicidad. Todo le recordaba a ella.
Pronto la vería de nuevo.
A pocos pasos de distancia, Gard e Iolar observaban asombrados el cambio que se había producido en Kier.
Al inicio de la jornada, habían sido testigos de la dolorosa debilidad que hacía mella en él, cuando tumbado sobre un montón de paja en la caja del carro se dirigieron hacia el bosque. Aunque ningún lamento había abandonado los exangües labios del joven, la palidez de su rostro, el temblor de sus manos y su respiración jadeante habían dado buena muestra de lo mucho que le había costado hacer ese viaje. Y, en ese preciso momento, con los rayos del sol de la tarde difuminándose entre las copas de los árboles, el amante de Aisling parecía dispuesto a echar a correr. De hecho, eso fue exactamente lo que hizo, para el absoluto asombro del rey y el capitán, que partieron tras él.
Kier había divisado por fin la primera hilera de robles que conformaba el círculo mágico e, impaciente por llegar hasta allí, aceleró el ritmo de sus pasos. Instantes después, se detuvo inestable, con las manos apoyadas sobre las rodillas y respirando despacio en un intento por recuperar el aliento y calmar el dolor que recorría su cuerpo, en extremo fatigado por la extraña enfermedad que le había asediado en la ciudad de piedra y que, desde que penetró en el bosque, parecía haberse, si no esfumado, sí atenuado.
—No tengas tanta prisa, hombre, que los robles no se van a ir a ningún lado —comentó divertido el capitán, palmeándole los hombros.
—Lo más probable es que ni siquiera te permitan pasar —apuntó Iolar con semblante adusto.
—Nada me impedirá entrar en el claro —rechazó Kier con imperturbable seguridad.
Los tres hombres se observaron desafiantes, manteniendo cada uno su posición.
Durante todo el viaje habían discutido sobre el modo en que conseguirían atravesar la barrera que daba acceso al claro. Y en contraposición a la certeza inquebrantable que Kier tenía de lograrlo, Iolar se mostraba más y más huraño conforme se iban acercando al lugar. Sabía por propia experiencia que los robles no permitían el paso a nadie. No se regían por las reglas humanas y no aceptaban órdenes de nadie, ni siquiera del amo y señor de aquellos parajes: él, el rey. Gard se mantenía ecuánime. Entendía la lógica de su amigo, pero también advertía en el hombre que los acompañaba una fortaleza de ánimo no exenta de seguridad.
El aullido de los lobos rompió el tenso momento en que estaban inmersos, haciéndoles conscientes de la proximidad de su meta. Continuaron caminando silentes, atentos a lo que les rodeaba. La canción del bosque fue aumentando conforme se acercaban a la hilera de robles, hasta que el monótono susurro de las hojas se convirtió en irritados crujidos que mostraban desaprobación ante la osadía de los tres hombres.
—Están enfadados —murmuró Kier—. No nos quieren aquí.
—¿Quién no nos quiere aquí? —preguntó Gard, mirando a su alrededor a la vez que posaba la mano derecha sobre la empuñadura de su espada.
—Los robles —explicó Kier acariciando inconsciente el tronco de un serbal, concentrado en las vibraciones que atravesaban el aire—. Me consideran un traidor. —Desvió la mirada hacia el capitán—. Apartad la mano de la espada. No sois ninguna amenaza para ellos, pero si los provocáis, atacarán. De hecho, lo están deseando.
—¿¡Por Dios, te has vuelto loco!? Son árboles, no puedes hablar con ellos —exclamó Gard, asombrado por la extraña mirada del hombre.
—No hablo con ellos, los siento —replicó Kier mirando extrañado a sus acompañantes. ¿Acaso ellos no sentían la furia del bosque, la indignación de los árboles?
Iolar posó una mano sobre el hombro de su amigo y lo instó a permanecer en silencio. No entendía qué le estaba ocurriendo al amante de su hija, pero fuera lo que fuese, lo conectaba al bosque de una manera que ni él ni Gard podían llegar siquiera a soñar.
A escasos pasos frente a ellos, los robles que custodiaban el claro mágico permanecían inmóviles, con las ramas alzadas al cielo y las raíces firmemente enterradas en el suelo.
Kier inspiró profundamente y continuó caminando. La arbórea barrera cayó frente a él, impenetrable y colérica. Alzó las manos, apoyó las palmas sobre las ramas que le impedían el paso y empujó. Estas no cedieron un ápice. Del suelo comenzaron a brotar gruesas raíces que se enroscaron en su cuerpo para a continuación lanzarle lejos.
—Te lo advertí —musitó Iolar acercándose y tendiéndole la mano—. Jamás han permitido la entrada a nadie si no es acompañado por una dríade.
—Entré una vez y volveré a hacerlo —afirmó Kier poniéndose en pie con la ayuda del rey.
—En esa ocasión te acompañaba mi hija, ahora estás solo. Quizá debieras intentar… llamarla —propuso el soberano entornando los ojos.
—Ni se te ocurra, Iolar. No traces nuevos planes —susurró Gard al oído de su amigo, intuyendo lo que le pasaba por la cabeza—. Has jurado mantenerte al margen.
—Si Aisling viene y les ordena subir las ramas…
—Nunca antes lo ha hecho; no por ti, en todo caso. No lo hará ahora.
—Tal vez. —Desvió la mirada hacia donde se hallaba el amante de su hija y lo que vio le sumió en la confusión—. ¿Qué hace?
—Apesto —murmuró Kier para sí mismo a la vez que se libraba de la túnica y la camisa—. No me extraña que no me dejen pasar, todo en mí huele a la ciudad de piedra, es repugnante —jadeó, haciendo una mueca de dolor cuando comenzó a quitarse las vendas que cubrían su herida.
—Kier, no es conveniente que te deshagas del vendaje. La herida continua abierta —dijo Gard tan asombrado como su rey.
—No. No puedo entrar en el claro con esto —gruñó desatando las calzas y dejándolas caer al suelo—. Toda la ropa está impregnada del hedor de la ciudad. No ven ni escuchan, solo sienten. No pueden saber que soy yo si no me muestro como soy —intentó explicarse.
Iolar y Gard se miraron y negaron con la cabeza. El hombre había perdido la razón.
Kier los ignoró y se dirigió de nuevo a la ramosa barrera. Se apoyó contra ella sin empujar, colocando las palmas de las manos junto a las piernas.
—Dejadme pasar —musitó cerrando los ojos y pensando con fuerza en Aisling, en el claro, en la cueva formada por las copas de Milis y Grá y en los lobos correteando alrededor de su amada dríade mientras ella cantaba para los robles. En él mismo, a su lado, sonriendo feliz en compañía de los árboles a los que había llegado a considerar su familia—. Estoy decidido a cumplir la promesa que hice, permitidme entrar.
Iolar y Gard contemplaron asombrados como las ramas comenzaron a moverse sobre el cuerpo desnudo del hombre: unas tiraban con fuerza de su cabello, otras le azotaban las nalgas y la espalda e incluso se enroscaban en su cuello y lo oprimían. Mientras tanto, él continuó inmóvil, sin emitir queja alguna por el daño que le estaban infligiendo.
Un momento después, Kier notó que las ramas concluían el castigo y comenzaban a envolverle el cuerpo. Las sintió ceñirle el torso sin oprimir en modo alguno el costado, luego se enroscaron en sus brazos y sus piernas y, por último, le cubrieron por completo la cabeza, aislándole de todo lo que le rodeaba. Escuchó a lo lejos las imprecaciones y maldiciones del rey, que poco a poco se convirtieron en desgarradas súplicas. Las ignoró, sumido en una verdosa oscuridad que avivaba sus sentidos. Podía sentir el pulso del bosque contra la piel, el veloz rumor de la savia recorriendo las nervaduras de las hojas y el firme roce de las ramas junto a la herida del costado, explorando su contorno, palpando las costras recientes que la cubrían, presionando sobre ella con un cuidado no exento de dolor. Comprobaban si la carne lacerada podía ser la causa de su retraso al acudir al claro, comprendió Kier de repente.
Cerró los ojos y centró todos sus pensamientos en la aciaga tarde de la jornada anterior, en el momento en que vio a Aisling en el patio de armas, en cómo se sintió, en la frustración que le recorrió al constatar que nada podía hacer por ayudarla. Se vio una y otra vez gritando sin voz, intentando advertirla del peligro sin conseguirlo. Se vio corriendo por el adarve, exhausto, impotente ante la debilidad de su cuerpo. Y luego pensó en Aisling, en cuánto la echaba de menos, en cómo la vida no tenía sentido sin ella a su lado.
Y Máthair Mor se apiadó de él.
Y Kier escuchó su poderosa voz y la muda respuesta de los robles.
* * *
Al otro lado, Iolar permanecía arrodillado en el suelo, con las palmas de las manos sobre la arbórea barrera, suplicando en silencio que le permitieran el paso, tal y como había hecho durante muchos años, sin resultado alguno.
—Déjalo, Iolar. No nos dejarán pasar. No pertenecemos al bosque —musitó Gard tras él, abrazándole.
* * *
Kier cayó de rodillas e inspiró profundamente al traspasar la ramosa muralla. Había olvidado respirar mientras la atravesaba, asustado y eufórico a la vez.
Se puso en pie y tocó con cautela la herida de su costado; el viaje, la caminata por el bosque y el roce firme a la vez que cuidadoso de las ramas la habían irritado, haciendo que la sutura se inflamase y le causara un agudo dolor. Presionó la palma de la mano contra la herida y, cuando al retirarla comprobó que sangraba de nuevo, bufó impaciente; no podía perder tiempo en menudencias. Ya pensaría qué hacer más tarde, cuando llegara al claro.
Alzó la cabeza y miró a su alrededor, el silencio de los robles lo envolvió. Habían obedecido a Gran Madre, pero eso no quería decir que estuvieran de acuerdo con el perdón y la confianza que esta le había otorgado. Gruñó irritado; le esperaba un largo camino hasta el claro, y una vez allí… No sabía qué ocurriría, pensó frunciendo el ceño. Le aterraba pensar que Aisling pudiera haberse ocultado en su roble, al igual que hizo su madre.
Fiàin había tardado años en volver a tomar forma humana, él no podía esperar tanto tiempo. Se consumía por ver a su dríade, por abrazarla, besarla y convencerla de que todo había sido un maldito malentendido. Pero para eso, antes tendría que encontrarla y persuadirla de que le dejara acercarse a ella. Y eso iba a ser bastante complicado, o tal vez no…
Una sonrisa ladina se dibujó en su rostro, bajó la mirada y contempló su mano manchada de sangre. Aisling siempre se quejaba de que no tenía cuidado y le regañaba por lastimarse una y otra vez para, a continuación, curarle enfurruñada.
Volvió a presionar la herida hasta que esta sangró con profusión y luego extendió la sangre por su abdomen, convirtiendo la lesión en una enorme mancha rojiza que ocupaba gran parte de su torso. Asintió complacido al comprobar que bajo las sombras reinantes daba la impresión de estar desangrándose. Aisling no podría resistirse a sermonearle y, tras esto, curarle. Su dríade era demasiado compasiva como para dejarle moribundo sobre la tierra del bosque. Y si ella se mostraba renuente, lo cual dudaba, se tumbaría a los pies de Milis y Grá, decidió malicioso. Ellas le apreciaban. Si Aisling no cedía, los robles gemelos la convencerían de que lo hiciera.
Elevó la vista y miró los árboles que le rodeaban; estos parecían observar con atención todos sus movimientos. Posó la mano sobre el tronco de uno de ellos y se llevó un dedo a los labios.
—Chis, no digáis nada —susurró.
El árbol respondió a su súplica dándole un tenue latigazo en las nalgas con una de sus ramas.
Una estentórea carcajada abandonó la garganta de Kier. Por fin estaba en casa.
El aire penetraba límpido en sus pulmones, llenándolos por completo; el aroma del bosque inundaba sus sentidos y el susurro de las hojas le incitaba a bailar sobre el maravilloso tapiz que conformaba la hojarasca. Solo faltaban unas cuantas bellotas cayéndole sobre la cabeza y alguna que otra raíz elevándose bajo sus pies y haciéndole tropezar para que todo fuera igual que siempre. Extendió los brazos y giró sobre sí mismo, dichoso. Y ese fue el momento elegido por su cuerpo para demostrarle lo magullado que estaba.
Las piernas le temblaron, las costillas crujieron resentidas y la herida lanzó dardos de dolor que le atravesaron desde el costado hasta la nuca. Apretó los dientes e irguió la espalda, aunque un instante después se dobló sobre el estómago, acuciado por fuertes arcadas que le hicieron vomitar la escasa comida que había ingerido en el castillo.
Quizá no le hiciera falta fingir debilidad para llamar la atención de su dríade. Su cuerpo se estaba encargando de demostrarle lo extenuado que en realidad se encontraba.