27
ÉRASE UNA VEZ… LA RENDICIÓN DE UN HOMBRE.
Kier abrió los ojos como platos, su boca se secó y su polla, dormida durante el tiempo que había estado alejado de Aisling, despertó, provocándole una fulminante erección que palpitó con fuerza sobre su ingle.
Observó a la enfurruñada dríade que estaba de pie frente a él. Todo en su postura indicaba que estaba dispuesta a… arrancarle la cabeza de un puñetazo, no a follarle hasta que ambos perdieran el sentido.
—Ah… —fue lo único que se le ocurrió decir a él, con toda la sangre de su cuerpo acumulada en un solo lugar. Un lugar muy duro, muy grueso y muy, muy excitado—. Quieres hacer el amor… ¿aquí? ¿Ahora? Estoy agotado, no sé si podré —dijo con voz jadeante—, pero…
—No follar. Quiero que huelas a Kier y a Aisling. Solo a Kier y a Aisling —repitió colérica—. Luego, follar, si tú y tu polla no demasiado cansados —apuntó ella, recorriéndole el cuerpo con la mirada y arqueando una ceja al llegar a la impaciente erección que se elevaba insolente hacia el cielo nocturno.
Kier tragó saliva al escuchar el tono perentorio con que había pronunciado «follar», una palabra que hacía tiempo que no usaban, porque ellos hacían el amor… ¿O ya no? Y… ¿qué quería decir con «solo a Kier y a Aisling»? ¿A qué demonios se refería?
—¿Continúas enfadada? —preguntó tendiéndole la mano.
—¿Enfadada? No —replicó apartándole de un manotazo—. Estoy furiosa —gruñó mostrando los dientes a la vez que le aferraba la verga con dedos de hierro—. ¿Quién lava a ti en ciudad de piedra?
—¿Estás celosa? —Kier la observó asombrado.
—¿Celosa? —Aisling frunció el ceño, pensativa, y comenzó a mover la mano sobre la excitada polla de su amante, esa que le pertenecía solo a ella. Que solo ella podía lavar—. ¿Debo estar celosa? —le preguntó con inquietante suavidad.
—¡Por Dios, no! —jadeó él cerrando los ojos al sentir el placer que se instalaba en su interior cuando ella presionó su pulgar contra el glande—. No tienes motivos para estar celosa. Mi polla solo se empalma contigo. Solo me corro dentro de ti, de nadie más; lo juro —gimió con sinceridad alzando las manos para acariciarle los tentadores pechos.
—Entonces, no celosa.
Detuvo el avance del hombre, entrelazando sus dedos con los de él y obligándole a posar las manos nuevamente en el suelo, a la altura de su cabeza, a la vez que susurraba una corta tonada. Un instante después, fuertes raíces ataban los brazos de Kier al suelo.
—Ahora, solo furiosa —afirmó la dríade, sonriendo con malicia.
—¿Qué haces?
—No quiero cansar a ti. Tú dices no tienes fuerzas para complacer a mí —comentó con ironía, y luego, aferrando de nuevo el pene erecto entre sus manos, comenzó a torturarle.
Kier inspiró jadeante cuando los dedos de la joven recorrieron lentamente su potente erección, desde el glande hasta la base, dibujando con sutileza cada vena que se marcaba en el tronco, para luego volver a subir hasta la corona y comenzar a jugar con la sensible piel que formaba el frenillo. Alzó las caderas al sentir cómo frotaba con el pulgar las lágrimas de semen que emanaban de la abertura del glande, sin dejar de envolverle la polla con el resto de los dedos.
Su respiración se tornó agitada cuando la mano libre de Aisling se posó sobre la sensible piel del interior de uno de sus muslos, muy cerca de los testículos, mientras que la otra comenzaba a masturbarle con rapidez. Dobló las rodillas, separó más las piernas y elevó las caderas, en muda petición para que le tocara allí donde tanto necesitaba. Mas ella le ignoró, deteniendo por completo sus caricias.
Kier intentó liberarse de las raíces que le mantenían inmovilizado. Al no conseguirlo, elevó la cabeza y la observó jadeante; jamás la había visto tan hermosa. Deseaba tocarla, acariciarla, lamer toda su piel, saborear la esencia única que destilaba su sexo.
—Aisling, suéltame, por favor.
Ella le miró pensativa un instante. Luego, se inclinó sobre él hasta que su rostro estuvo casi pegado al abdomen masculino y le recorrió el torso sin tocarle, parándose en las axilas, en la clavícula, sobre la nuez que se marcaba en su cuello, inspirando profundamente sobre cada centímetro de su piel.
—Aún apestas —siseó impaciente cuando llegó a la altura de sus labios.
Volvió a bajar rápidamente la cabeza y le asestó un irritado aunque suave mordisco, en un pezón. Todo el cuerpo de Kier se estremeció ante la mezcla de placer y dolor.
Sonrió ladina y, sentándose sobre sus talones, comenzó a recorrer con pereza el pecho masculino, acariciando las costillas que volvían a marcarse en él, friccionando las tetillas con dedos traviesos y jugando con los rizos oscuros que descendían desde el pecho hasta el ombligo. Presionó con el índice allí, para luego recorrer con el mismo dedo la fina línea de vello que atravesaba su abdomen y se extendía al llegar al pubis. Y, entonces, volvió a detenerse para contemplar a su hombre.
La respiración de su amante era jadeante, superficial. Se removía inquieto sobre el lecho de hojarasca, sin dejar de elevar las caderas y tirar de las raíces que le mantenían preso. Observó con los ojos entornados sus movimientos y entonó una ligera tonada. Al instante una gruesa raíz envolvió el vientre del hombre, inmovilizándole sin tocar la herida del costado.
—Aisling, por favor… —susurró él.
Ella ignoró la súplica implícita en sus palabras y continuó escudriñándole. Inspiró con fuerza, estaba muy excitado, pero su olor aún no vencía al hedor de la ciudad. Se observó la polla erecta que lloraba lágrimas de semen buscando atención. Posó un dedo sobre ella y fue recompensada por el fuerte gemido de placer que escapó de la garganta de su amado.
Lo ignoró y continuó descendiendo hasta posar las manos en el interior de los muslos masculinos. Afirmó con cuidado las uñas en la tierna piel y ascendió, arañándole sutilmente, trazando un corazón que comenzaba cerca del escroto, recorría sus muslos, se ensanchaba sobre su abdomen y acababa en el ombligo. Sin separar las uñas de la piel, comenzó a bajar de nuevo, hasta que llegó al pubis y la palma de su mano topó contra la corona de la verga que se balanceaba impaciente en el aire. La presionó con la base de la mano y comenzó a friccionarla a la vez que inclinaba de nuevo la cabeza y le daba un pícaro mordisco en el muslo.
Kier exhaló un grito estrangulado, todo su cuerpo se tensó y de cada poro de su piel emanó el aroma, picante e intenso, que Aisling tanto adoraba.
Complacida, posó la mano libre sobre los tensos testículos, con los dedos de la otra rodeó la rígida polla y lo masturbó con fuerza, hasta que los gemidos masculinos reverberaron en el bosque y el pene se engrosó y palpitó contra su palma, anunciando el inminente orgasmo.
Entonces se detuvo de nuevo.
—¡Por Dios, Aisling! No te detengas —gruñó él con voz ronca y gesto dolorido.
—Ahora hueles a Kier. Pero no hueles a Aisling —aseveró ella, sentándose en el suelo frente a él y separando las piernas.
Kier contempló atónito como la joven dríade se llevaba la mano hasta la entrepierna y comenzaba a jugar con su sexo, dejándole al margen.
La observó acariciarse la vulva, brillante por la humedad, para luego separar con los dedos de una mano los pliegues vaginales mientras que con el índice de la otra comenzaba a trazar círculos sobre el clítoris. La escuchó jadear de placer, un placer que él no le proporcionaba. Gruñó furioso. Ella le sonrió perspicaz y, a continuación, penetró con dos dedos su vagina, impulsándolos dentro y fuera a la vez que se frotaba el clítoris con la base de la misma mano. La vio llevarse la otra, empapada con los deliciosos jugos que escapaban de su interior, hasta sus pechos para acariciarse los pezones y pellizcarlos con sus resbaladizos dedos.
La esencia íntima de Aisling llegó hasta él, perturbadora y delirante. Desvió la mirada al rostro de su amada y contempló su gesto extasiado bajo el cielo estrellado, excitándolo y enfureciéndolo por igual. Era él quien debería hacerla gozar, con sus manos, con su lengua, con su polla.
Solo él tenía el privilegio de saborearla, amarla y complacerla. Ni siquiera ella misma podía tocarse sin su permiso.
—¿Por qué me atormentas? —bufó furioso.
—¿Tienes sed? —le preguntó ella ignorando la pregunta.
—Estoy sediento.
Aisling cesó de masturbarse, sonrió y se puso en pie.
Una nube malvada aprovechó ese instante para ocultar el brillo de las estrellas y la luz plateada de la luna, dejando el bosque en la más completa oscuridad.
Kier gruñó, enfadado por su mala suerte. Intentó contener su agitada respiración para poder escuchar los sigilosos pasos de su dríade, y cuando por fin los percibió, un jadeo de felicidad escapó de sus labios.
Ella estaba tras él.
Escuchó sus ligeras pisadas cerca de su cabeza y, a continuación, la sintió arrodillarse a horcajadas sobre su cara.
Estaba sobre él, a un suspiro de su sedienta lengua.
Cada vez que inspiraba, el aroma único de su dríade se filtraba hasta sus pulmones, enardeciendo sus sentidos.
La escuchó cantar y las raíces abandonaron sus brazos para liberarle.
Alzó las manos, la aferró por las caderas y, tirando de ella, la obligó a posar su delicioso sexo contra sus ávidos labios. Aisling gritó extasiada cuando la vehemente lengua comenzó a lamerla, introduciéndose en su vagina para al instante siguiente abandonar la mojada entrada y comenzar a chupar impetuosa el clítoris.
Presa del placer, se inclinó sobre el torso de su amante y acarició con los labios la inhiesta polla. Disfrutó con sus labios de cada centímetro de deliciosa piel, mordisqueó el terso glande y saboreó las gotas de semen que lo coronaban y, cuando Kier comenzó a succionarle el clítoris a la vez que penetraba con dos dedos su vagina, comenzó a mecerse sobre él.
—Kier —susurró, acariciándole la verga con su aliento—, quiero más que lo que han tenido otras.
—Nunca nadie ha tenido de mí lo que tú tienes, Aisling —alegó él, confuso por la extraña petición.
—Quiero que beses cada agujero de mi cuerpo —exigió ella abriendo la boca y devorándole la polla.
Kier gimió al escucharla, asustado por la orden implícita en las palabras y a la vez excitado por el sonido de su voz y el tacto aterciopelado de su lengua recorriéndole el pene.
Sin retirar los dedos que ahondaban en la vagina, la aferró por las caderas con el brazo y la mano libres y dirigió su boca hacia el lugar que ella le había reclamado. Tanteó con inquietud el estrecho orificio, intentando no recordar las desagradables experiencias de su pasado, y al sentir sobre la lengua el sabor límpido y único de su dríade, un latigazo de gozo recorrió sus sentidos, embriagándolos.
Y mientras ella acogía la tensa verga por completo en el interior de su boca, él sedujo con inusitado vigor su ano. Lo lamió y humedeció hasta que lo sintió relajado bajo la lengua. Luego sacó los dedos que habían continuado excitando la vagina y penetró con el resbaladizo índice el fruncido orificio.
Aisling jadeó, con la imponente polla enterrada en su boca, y se meció contra la cara de él, incitándole a volver a adorar su clítoris mientras un astuto dedo continuaba presionándole el ano.
Kier aceptó. Rodeó con los labios el enaltecido botón, lo aferró con cuidado con los dientes y frotó la lengua contra él, sin dejar de penetrar con el índice el recto de la dríade. Movió la mano con que la sujetaba hasta la vulva hinchada y humedecida e invadió contundente la vagina con índice, corazón y anular.
Aisling jadeó, bañando con su aliento impregnado de placer la verga alojada en su boca. Apretó los labios sobre ella y frotó la lengua por toda su longitud, sin dejar de gemir por el intenso orgasmo que la recorría.
Kier sintió las vibraciones que sacudían los labios de su dríade e impulsó las caderas, enterrándose en el interior de su boca. Estalló en un sobrecogedor éxtasis al sentir el agitado aliento de su amada recorrer su polla, a la vez que la suavidad de su garganta presionaba sobre el punto más sensible del glande.
Aisling acogió la eyaculación en la boca y, cuando los temblores que recorrían el cuerpo de su amante comenzaron a desvanecerse, liberó el extenuado pene que aún aferraba entre los labios. Acarició con los pómulos el abdomen masculino y dejó escapar sobre este el semen que alojaba en el interior de sus mejillas. Lo extendió con los dedos sobre el vientre del hombre y luego se movió hasta quedar tumbada a su lado.
—Ahora hueles a Kier y a Aisling —declaró abrazándole—. Mañana, si tú descansado —apuntó con ironía—, haremos amor y follarás todas mis entradas.
* * *
Al despuntar el amanecer, 27 de tinne (julio)
Fiàin observó con atención al hombre dormido bajo las ramosas copas de Milis y Grá. Las muy traidoras le habían acogido en su seno; más aún, le adoraban. Le trataban como si fuera su bebé. Ellas habían convencido a Máthair Mor para que le dejara volver a entrar en el claro, y ahora, cuidaban de que los rayos del amanecer no se posaran sobre su rostro, no fuera a despertarse.
¡Ingratas traidoras!
¿No se daban cuenta de lo que le estaban haciendo? ¿Del dolor que le causaban acogiendo a ese macho humano en el claro? Ni siquiera Aisling se mostraba compasiva. Se entregaba a él, sin reservas, obligándola a recordar lo que tanto se había esforzado en olvidar.
Abandonó en silencio el tronco de su roble y caminó sigilosa hasta el lugar donde el macho dormía. Se paró frente a él e inspiró con fuerza, llevando a sus pulmones la esencia a ciudad que aún quedaba sobre su piel. Sí, estaba mezclada con el olor a sexo y dríade pero aún estaba ahí, casi inapreciable de no ser por el deseo que ella padecía de volver a tener esa esencia sobre su piel, rodeándola, entrando en ella.
Cerró los ojos y vio de nuevo a Iolar luchando feroz contra los hombres que habían intentado quemar su bosque y atacar a su hija. Vio su rostro afilado, sus iris negros, aún circundados por la línea malva que indicaba que no la había olvidado, igual que ella a él. Le vio desviar la mirada hacia el lugar en que ella se encontraba junto a Aisling. Y vio en sus ojos el reconocimiento.
Iolar la había visto, ella le había visto a él, y todos los recuerdos que durante tanto tiempo había retenido en lo más profundo de su mente regresaron abrumándola. Apenas tuvo tiempo de ordenar a los robles cerrar la barrera, cuando sintió el olor inconfundible de su otro macho, Gard. Escuchó su potente voz a la vez que su esencia flotaba en el bosque, mezclándose con la de Iolar, acariciando sus sentidos.
Y desde entonces, cada vez que se hermanaba con su roble, los recuerdos la asediaban, atenazando sus sentidos, haciéndola sentir lo que hacía años no sentía.
Y ahora el amante de Aisling había regresado. Se había entregado a su hija y el aroma de la pasión que solo una dríade dueña del corazón de un hombre puede sentir impregnaba de nuevo el bosque.
Una pasión que ella había sentido con Iolar y Gard hacía tanto, tanto tiempo.
Desechó la melancolía que la invadía cuando el humano comenzó a removerse sobre su lecho de hojas. El casi inapreciable olor a ciudad que aún mantenía en su cuerpo se elevó hasta ella, haciéndole fruncir el ceño.
Odiaba el lugar del que procedía ese aroma.
Adoraba a los dos hombres, dueños de su mirada, que llevaban impregnada esa esencia en sus fuertes y viriles cuerpos.
Aborrecía el recuerdo de sus cuerpos envolviéndola, haciéndola gritar de placer.
Y a la vez los añoraba con tanta intensidad que sentía sus entrañas arder de deseo.