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ÉRASE UNA VEZ UNA CAÍDA INMERECIDA QUE SE CONVIRTIÓ EN UN INJUSTO CASTIGO.

Poco después del amanecer, 15 de tinne (julio)

—No gusta pelo en tu cara —comentó Aisling cuando sintió la áspera mejilla de Kier contra su vientre.

—Si pudiera conseguir una navaja, me rasuraría —aseveró él deslizándose hasta el pubis de la muchacha—. Abre las piernas, Aisling. Estoy sediento.

Ella soltó una risita alborotada y se apresuró a obedecer.

Estaba en la gruta arbórea, tumbada de espaldas sobre el lecho de vestidos; a su lado Kier jugaba con sus labios sobre su vientre, disfrutando de la dulce languidez de su despertar.

—Eres tan hermosa. Tan deliciosa —susurró ensimismado.

Se movió hasta quedar colocado entre las piernas de la muchacha, con la cabeza a la altura del pubis. Colocó las rodillas de Aisling sobre sus hombros y se dispuso a gozar de un sensual desayuno.

Separó con los pulgares los pliegues vaginales y observó la pátina de brillante humedad que los cubría.

—Tan sublime —musitó frotando sus mejillas contra el interior de los muslos femeninos.

El aroma apasionado de la joven penetró en sus fosas nasales, haciéndole jadear de ansiedad. Necesitaba saborear su dulce savia, perderse en las profundidades de su cuerpo y sentir sobre la lengua los estremecimientos de placer que pronto recorrerían a la dríade.

—Tan embriagadora —murmuró mordiendo con sutileza la piel del interior del muslo.

El gemido solazado que emanó de los labios de la joven le ánimo a continuar su recorrido. Trazó un sendero de húmedos besos hasta la enfebrecida vulva; la lamió volátil, deslizándose sobre la entrada de la vagina sin penetrar en ella, hasta que sus labios se posaron sobre el escaso y suave vello que cubría su pubis. Lo peinó con los pulgares mientras deslizaba la lengua de nuevo hasta su ombligo para a continuación hundirse en él.

—¡Tu barbilla pincha! —exclamó ella divertida.

La risa cristalina de su amada le hizo sonreír. Levantó la mirada y se vio reflejado en los ojos de ella, tan brillantes como la hierba bendecida por el rocío de la mañana.

Tan verdes, como los suyos propios.

¿Qué milagro había acaecido para que ahora los iris de Aisling fueran idénticos a los suyos?

Incapaz de obtener respuesta a su pregunta, bajó de nuevo la cabeza e hizo el recorrido inverso al que le había llevado hasta el tentador ombligo. Besó con cariño su vientre liso y frotó sus ásperas mejillas contra él. Las manos de su dríade se posaron en su coronilla y empujaron, instándole a seguir bajando.

Una sonrisa ladina asomó a sus labios.

—Siempre tan impaciente —se burló complacido.

Descendió hasta su sexo y abrió de nuevo los pliegues con los pulgares. La vulva brillaba, empapada por los exquisitos jugos que brotaban del interior de su vagina. Posó la boca sobre el clítoris enaltecido y succionó. El cuerpo femenino, dúctil y lánguido apenas un momento antes, tembló bajo él, tensándose.

Kier esperó inmóvil, inhalando profundamente el dulce aroma, hasta que los temblores cesaron. Entonces afiló la lengua convirtiéndola en una flecha y la deslizó sobre los separados labios hasta llegar a la entrada de la vagina, y, una vez allí, la endureció hasta dejarla plana. Sin llegar a introducirla, presionó con ella el mojado portal hasta que las caderas de su amada se alzaron, pegándose sus labios torturadores, instándole a cumplir la promesa no pronunciada.

Kier le sujetó los muslos con ambas manos y obligó a su impaciente dríade a volver a posar el trasero sobre el lecho de vestidos.

—No tengas prisa —comentó mirándola malicioso.

—Sí prisa. Te quiero dentro, ahora —exigió ella, jadeante, mientras se llevaba las manos hasta los pechos y comenzaba a jugar con ellos.

Kier sonrió ante su orden, una sonrisa que se convirtió en un ronco gemido al observar como ella apresaba los enhiestos pezones y tiraba de ellos, endureciéndolos, para a continuación jugar con las puntas enrojecidas que asomaban entre sus dedos. Obligándose a dejar de observarla, bajó la cabeza y frotó la nariz contra el clítoris, haciéndola jadear trémula bajo su caricia. La lamió, para luego aguzar la lengua y penetrar por fin en su interior.

Aisling gritó arrebatada, alzando de nuevo las caderas a la vez que colocaba las plantas de los pies sobre los hombros del hombre y se abría más para él.

Kier jadeó cautivado por la dulzura que bañó sus papilas gustativas y libó impetuoso, impregnando su paladar con el sabor de la joven, solazándose con el pensamiento de que la pasión de Aisling era la única con la que se había permitido saciar su sed.

Adoraba su límpida pureza, el dulce rocío que le salpicaba la lengua con cada caricia, los temblores inocentes y sinceros de la muchacha. Su impaciencia franca y espontánea, sus gestos libres de artificios, su mirada clara y las frases ininteligibles y entrecortadas que salían de sus labios en el apogeo del éxtasis.

Aumentó la potencia de sus embates, introduciendo la lengua con firmeza en la cálida estrechez, a la vez que posaba el pulgar sobre el henchido clítoris y comenzaba a frotarlo con movimientos circulares que hicieron arder las entrañas de la dríade. Continuó adorando su sexo hasta que los muslos de la joven se apretaron contra sus sienes y su aterciopelado interior le constriñó con fuerza el húmedo y flexible apéndice. Esperó hasta escuchar el ronco gemido que surgió de sus generosos labios, indicándole que era presa del éxtasis, y, entonces, apartó la boca de ella y se colocó entre sus muslos.

Respiró profundamente para intentar calmarse antes de entrar en ella. Tenía la verga tan dura y sensible que temía correrse al más mínimo roce. Los testículos le ardían, tensos e impacientes por vaciar su preciada carga. Cuando consiguió normalizar un poco la respiración, se aferró el pene con una mano y lo guio hasta el lugar que se moría por invadir.

Entró en ella con una única acometida. Su interior resbaladizo lo recibió gustoso, haciéndole jadear al sentir las paredes de la vagina ciñéndole con fuerza, envolviendo su verga en espasmos de pasión que le instaban a penetrarla más profundamente, hasta casi rozar con el glande la cérvix.

Embistió con rapidez una y otra vez, incapaz de detenerse, con las piernas de su amada sobre los hombros y sus manos ancladas en el pecho, arañándole las tetillas cubiertas de oscuro vello. Bebió la fresca suavidad de los labios de la dríade mientras su cuerpo se estremecía y sus testículos se descargaban, en una larga y deliciosa eyaculación, en el interior de la única mujer que había entrado jamás en su corazón.

Las sacudidas de placer recorrieron su ser durante un largo instante, que deseó no acabara nunca. Un instante durante el que disfrutó sintiendo la agitación del cuerpo femenino bajo el suyo, escuchando los gemidos guturales que escapaban de Aisling mientras saboreaba los besos que ella depositaba en sus labios. Cuando los latidos desbocados de su corazón retornaron a su lentitud habitual, elevó la cabeza y absorbió la claridad enamorada de los iris del color de la hierba de su amada.

Ella sonrió perezosa, haciéndole sentir como el único hombre sobre la tierra.

Él se dejó caer a un lado y cerró los ojos, asustado por la intensidad de sus sentimientos.

—Gusta mucho cuando pones boca en dulzura de Venus —susurró Aisling acurrucándose contra él.

—Adoro saborearte —susurró él cerrando los ojos.

Adoraba posar su boca sobre el sexo de Aisling y succionar cada gota de ambrosía que brotaba de ella. Jamás había pensado que algo que antaño le parecía tan repugnante pudiera ofrecerle ahora tanto placer.

Ella era la primera mujer a la que había saboreado. Y también sería la última. No podía imaginar el néctar íntimo de ninguna otra en sus labios.

Sonrió divertido al recordar la primera vez que la probó, el reparo con que comenzó a lamerla y el gozoso placer que sintió cuando ella estalló sobre su boca.

No era un experto en esa clase de juegos, y se alegraba de ello. Se enorgullecía de pensar que le había ofrecido la única experiencia que no había realizado jamás con nadie. Ese acto íntimo era el último resquicio de pureza que quedaba en su persona.

Aunque el resto del mundo pensara lo contrario.

Chupar el coño de sus clientas era algo a lo que siempre se había negado.

La única degradación en que no había caído.

Le bastaba con oler el pútrido olor alojado bajo las caras faldas de las «inmaculadas damiselas» para sentir náuseas. Necesitaba hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no vomitar sobre los lujosos escarpines cada vez que tocaba con los dedos los sucios coños o mientras las follaba con los falos de cuero…

Pero no siempre había sido así. Él antes era un hombre como otro cualquiera, que disfrutaba de las mujeres, de una buena partida de dados o de un trago de vino en compañía de los amigos. Hasta que un día, esa vida quedó atrás.

Fue una mañana de primavera, en el mercado de Sacrifico del Verdugo. Llevaba toda la mañana tras la vieja manta de lana extendida en el suelo en la que exponía las ollas y tallas que creaba. No había sido una mañana fructífera y mucho se temía que, como venía siendo habitual en los últimos tiempos, regresaría a Olla del Verdugo con la talega vacía. Estaba comenzando a recoger cuando una dama se detuvo frente a él y, tras fijarse en una de sus tallas, le propuso usar su talento para «otras cosas más apetecibles». En ese momento le pareció una buena idea. Por tanto, aceptó de buen grado la nueva vertiente de su negocio.

Al principio fue divertido proporcionar vergas de madera a las damiselas insatisfechas con sus maridos y amantes. Podía contar las compradoras que tenía con los dedos de una mano; no le exigían nada, excepto discreción y un trabajo bien hecho, y las ventas suponían un extra que le permitía darse algún que otro capricho.

Era un trabajo cómodo y rentable.

Pero en poco tiempo los rumores sobre sus servicios corrieron de salón en salón. Las compradoras dejaron de ser únicamente damas deseosas de obtener privada satisfacción, añadiéndose al elenco nobles mujerzuelas, ansiosas por lograr la polla más descomunal o la verga más lujosa. Meses después, comenzaron a hacerle ofertas para instruir a las damas en el uso de los falos. Ofertas que él aceptó de buen grado. Al fin y al cabo, el trabajo era fácil y beneficioso. Lo que nunca imaginó fue que esas mismas mujerzuelas vestidas de seda alardearían de los servicios que él les prestaba, que incluso los inventarían, convirtiéndole en el puto que no era.

Solo una vez se permitió joder con una de ellas, y no cobró por ello; fue un acto fruto de la curiosidad y el orgullo mal entendido, no del negocio ni del placer. Se folló a una condesita hastiada que le había retado a ser capaz de llevarla al orgasmo. Por qué no, pensó. Si ella gozaba con sus vergas de cuero, el tenía derecho a gozar de su caro y prestigioso coño. La llevó al orgasmo, sí, y él gozó al meter la verga donde solo un conde debería meterla. Al terminar, la astuta condesa le entregó una bolsa llena de monedas y le exigió que se mudara a una pequeña casa en el campo que ella le proporcionaría, junto a una buena renta, a cambio de sus servicios exclusivos.

La rechazó con rotundidad.

En sus pensamientos no entraba el privarse de la libertad para convertirse en el juguete de nadie. Nunca volvió a follar con ninguna dama, ni con ninguna mujer que no fuera una profesional del sexo.

El rumor de lo que había ocurrido con la condesa corrió de boca a oreja y pronto comenzaron a solicitarle jodiendas cuando entregaba sus trabajos. Como si fuera un puto. Pero no lo era. Solo que nadie le creía.

Los hombres con los que había compartido charlas y juegos comenzaron a apartar la mirada cuando le veían, dejando de dirigirle la palabra. Cuando entraba en la taberna de Olla, el silencio era tan palpable como la niebla en invierno; nadie quería tener tratos con un advenedizo que se mezclaba con los nobles gracias a sus artes amatorias. Las jóvenes que antes coqueteaban con él ahora se apartaban de su lado para no caer en el escarnio, mientras sus padres y hermanos le amenazaban con apalearle si ponía uno de sus sucios dedos sobre ellas. Las mujeres experimentadas con las que antaño compartía caricias, diversión y cópulas lo dejaron de lado; una cosa era follar con el artesano y otra muy distinta hacerlo con un puto.

Se había convertido en un paria.

Solo las mujeres de vida disipada le acogieron gustosas bajo sus faldas, a cambio de monedas, por supuesto. Y la verdad es que era más sencillo así, pagaba por un servicio y continuaba con su rutina. Hasta que fue torturado en la linde del bosque y le rescató una hermosa dríade de mirada límpida, sonrisa sincera y labios tan suaves como nubes.

Abrió los ojos y observó a la mujer que había traído luz a la oscuridad de su vida.

Estaba tumbada de lado, acurrucada contra su pecho, escuchando silente los latidos de su corazón. Le sonrió feliz y depositó un casto beso sobre su torso velludo.

—Gusta tu pelo aquí —murmuró enredando los dedos en el ensortijado vello de su pecho—, pero no aquí —afirmó de nuevo a la vez que le besaba la barbilla—. Pincha.

—Quejica —musitó él perdido en sus ojos.

—No quejo, solo digo —refunfuñó ella—. Gusta ver tu cara cuando tiemblas y jadeas sobre mí. Gustan tus labios cuando se abren y escapan suspiros de ellos… ¡y con barba no puedo ver bien! —exclamó indignada haciéndole reír—. No rías. Digo en serio —afirmó enfadada.

Kier se movió, la apresó entre sus brazos y la obligó a sentarse a horcajadas sobre él.

—Ah, mi caprichosa dríade, te juro que en cuanto tenga oportunidad me libraré de la barba que no te deja verme cuando tiemblo sobre ti… pero ahora eres tú la que estás sobre mí, y nada me haría más feliz que verte temblar —dijo sujetándola por la cintura para colocarla sobre su pene erecto—. Concédeme ese placer.