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ÉRASE UNA VEZ UNA PUGNA INESPERADA, UNA SOLUCIÓN CODICIADA, UNA RESPUESTA DESDEÑADA, LA VERDAD DE UNA LEYENDA.
Atardecer, 20 de tinne (julio)
—¿Quieres provocar la ira de los nobles, Iolar? —El rey alzó una de sus oscuras cejas ante la pregunta de su amigo—. Ten por seguro que eso es exactamente lo que sucederá si das orden de ajusticiar a Neidr.
—Él está detrás del asalto a mi hija. Me da igual cómo lo hagas, Gard, lo quiero muerto —exigió implacable Iolar.
El rey y su capitán estaban en una estancia contigua al Salón del Trono, discutiendo sobre el ataque del bosque, inmersos en un mar de dudas que los pocos datos obtenidos hasta el momento apenas servían para dilucidar.
—Como quieras —aceptó Gard con voz queda.
Iolar observó con atención a su amigo. El ceño fruncido, los ojos entornados, la mandíbula tensa… todos los músculos de su apuesto rostro denotaban tenacidad e inquietud.
—¿Qué es lo que no quieres decirme, Gard?
El soldado elevó la cabeza y miró al rey a los ojos con inusitada ferocidad.
—Te estás equivocando, Iolar. La rabia te ha cegado hasta tal extremo que te impide pensar con claridad. Vas a provocar una guerra por tu afán de matar al que crees culpable.
Iolar se levantó colérico del sitial en el que estaba sentado, volcándolo. Tiró la mesa que se interponía entre él y su amigo de una patada, y, enfrentándose a Gard, lo acorraló contra la pared a la vez que le apretaba el cuello con una mano.
—No te atrevas a insinuar que le deje escapar, Gard. —Tras días de espera sin obtener ninguna solución, la paciencia del rey había dado paso a una iracunda frustración—. Neidr ha estado a punto de matar a mi hija, merece la muerte más dolorosa que puedas darle.
—La persona que ordenó el ataque merece tal muerte —corroboró el capitán—. Pero ¿sabes con certera seguridad que fue Neidr? —susurró con aparente sumisión antes de envolver la muñeca del soberano con sus férreos dedos y apretarla con fuerza hasta que este le soltó emitiendo un gruñido de dolor—. ¿Quieres su cabeza? Yo mismo se la cercenaré, pero solo si puedo demostrar que es culpable de traición —siseó con ferocidad a la vez que daba un fuerte empujón al rey que le hizo chocar contra un atril—. No me arriesgaré a airar a los nobles y sufrir una nueva guerra en el reino por culpa de tu impaciencia —aseveró—. Mientras tanto, modera tu ira y mantén la cabeza fría.
—Han pasado cinco ocasos desde el ataque y no tienes nada. ¡Nada! —rugió Iolar frustrado, elevando los puños con intención de volcar la furia que sentía contra el cuerpo de su amante.
—Qué entretenida escena para mostrar a los nobles que escuchan atentos al otro lado de esta puerta. Estoy seguro de que estarán encantados de saber que el sensato Rey Verdugo y su inalterable capitán de la guardia están enzarzados en el infantil juego de golpearse mutuamente.
Escucharon la voz mordaz de Luch desde el otro extremo de la estancia.
El hombrecillo permanecía inmóvil frente a la puerta que acababa de traspasar. Mantenía las manos pulcramente cruzadas sobre su curvado abdomen mientras les observaba con gesto aburrido.
—¿Os habéis cansado ya de hacer estupideces? Porque, si no es así, os emplazo a que subáis a vuestra alcoba y os liberéis de la rabia que os corroe de maneras menos ruidosas —dijo en tono irritado.
—Nos guardarás el debido respeto, viejo, si no quieres que te arranque la lengua —siseó Iolar con voz furiosa al líder de sus espías y antiguo mentor.
—Asegúrate de merecer tal respeto antes de exigirlo, mocoso —replicó el hombrecillo irguiéndose y elevando la barbilla—. Tras esa puerta están reunidas muchas de las alimañas del reino, escuchando cómo el rey al que deben obediencia se pelea con el capitán de su propia guardia.
Los mencionados se enfrentaron silentes al pequeño anciano, probando sus fuerzas con la mirada. En la mandíbula apretada del rey palpitó un único músculo. El hombrecillo alzó una ceja y se cruzó de brazos. Gard emitió una sonora carcajada.
—Luch tiene razón, Iolar.
—Siempre la tengo, Gard —resopló el aludido—. Y ahora, si habéis conseguido atemperar el ánimo, quizá os interesaría escuchar lo que he venido a decir.
El dirigente de los espías de Sacrificio del Verdugo, con inalterable serenidad, desplazó la mesa hasta el banco corrido que aún se mantenía en pie. A continuación, se sentó tras ella con parsimoniosa lentitud, sin dejar de mirar a los dos hombres que le observaban estupefactos.
—Habla, Luch —ordenó Iolar levantando el sitial que él mismo había volcado, para colocarlo junto a la mesa y dejarse caer en él. Gard se sentó al lado del viejo.
—Pocas jornadas antes de que la duquesa de Neidr sufriera la desgraciada caída que la llevó a la muerte, ella y Neidr discutieron. Por lo que ha podido averiguar mi hombre, la difunta sufrió el accidente cuando cabalgaba por la Cañada Real en dirección al bosque, a encontrarse con… alguien. Era una excelente amazona, y no solo de caballos —apuntó con premeditada lentitud.
—Neidr mató a su esposa —siseó Iolar entornando los ojos—, y luego me arrancó con falsedades el juramento de que asistiría a su entierro, para mantenerme alejado del bosque y poder raptar a mi hija. Ahí tienes tu maldita prueba, Gard —aseveró levantándose y cogiendo su espada.
—No hay indicios que sugieran que Neidr mató a su esposa, mucho menos que él fuera el instigador del ataque —dijo con paciencia Luch—. Todos los matrimonios discuten, Iolar; no puedes basar la ejecución de un duque en una discusión conyugal.
—Mi paciencia tiene un límite y está llegando a su fin. Estoy harto de esperar. Aisling sigue en el bosque, a merced de un nuevo ataque, y, mientras tanto, tú te dedicas a contarme habladurías de taberna que de nada me sirven —bramó Iolar tirando la espada sobre la mesa.
—No obstante, el mozo de cuadras le confesó cierto hecho a mi hombre —continuó Luch, haciendo caso omiso del irascible monarca—. El duque ordenó sacrificar al caballo de la duquesa ese mismo día. Por lo visto, el animal tenía una herida en un anca, provocada tal vez por una flecha «perdida». Lo que no quiere decir —Luch alzó la voz al comprobar que el rey se ponía en pie de nuevo— que la caída de la duquesa esté relacionada en modo alguno con el ataque en el bosque. Al fin y al cabo, a ningún hombre le entusiasma enterarse de que su esposa gusta de cabalgar sobre verga ajena, aunque esta sea de cuero y madera. Sí —asintió al ver la mirada estupefacta de los dos amantes—, la duquesa era compradora habitual del puto que en estos momentos se aloja en el aposento contiguo al del rey en la Torre del Homenaje —afirmó mirando al soberano.
—Y una vez muerta su esposa, qué mejor opción que secuestrar a mi hija y obligarla a matrimoniar con él —declaró furioso Iolar.
—No —rechazó Gard con semblante reflexivo, concentrado en algo que se le escapaba—. Neidr es demasiado cobarde como para pensar siquiera en enfrentarse a ti, y eso sería lo que pasaría si se desposara con Aisling sin tu permiso.
—Estábamos en sus tierras, distraídos en el entierro de su esposa, acompañados por apenas una docena de soldados. Además, Madriguera de la Víbora es, de todo el reino del Verdugo, la ciudad más alejada del bosque prohibido —declaró furioso Iolar—. No fue por casualidad que el ataque se perpetrara cuando estábamos allí.
Gard negó con la cabeza, pensativo.
—La duquesa se debatió entre la vida y la muerte durante más de un ciclo completo de luna y falleció la primera noche de cuarto creciente de este mes —apuntó Luch mirando sonriente al soldado.
Gard elevó la cabeza de repente, a la vez que sus puños golpeaban la mesa.
—No puede haber sido Neidr —afirmó el rubio capitán con seguridad—. El duque, además de cobarde, es estúpido. No sería capaz de idear un plan tan complicado. Matar a su esposa, sí, sin problemas. Pero dejarla al borde de la muerte, arrancarte la promesa de asistir a su entierro y mantenerla con vida hasta la primera noche de cuarto creciente… Carece de cerebro para planear eso —aseveró levantándose de la silla y comenzando a caminar de un extremo a otro de la estancia.
—¿Qué tiene que ver el ataque con la luna? —inquirió Iolar confundido.
—Muy bien, capitán, por fin habéis usado esa cabeza llena de paja que tenéis sobre los hombros —le felicitó Luch burlón.
Gard desvió durante unos segundos su mirada hacia el anciano, gruñó una maldición y siguió recorriendo la habitación sin dejar de hablar.
—Quien lo hizo calculó estratégicamente el ataque. El plan iba más allá del tiempo que tardaras en llegar al bosque o la cantidad de soldados que te acompañaran, Iolar —musitó Gard entornando los ojos—. Quien ideó el asalto sabía que, si lo ejecutaba el primer día de luna creciente del mes, no te darías cuenta de lo sucedido hasta tu siguiente visita al bosque, la noche de luna nueva, más de veinte días después del ataque.
—Puede que Neidr haya sido el instigador, Iolar, pero no es la cabeza pensante. Su estúpido cerebro no va más allá de recordar cómo debe lamerte el culo para enseñarte lo servil que puede llegar a ser —apostilló Luch.
—Desde que ordené que acudiera a Sacrificio se ha mostrado temeroso. Eso demuestra culpabilidad —alegó dudoso Iolar; comenzaba a ver con claridad todos los detalles que antes se le habían escapado y, ciertamente, Neidr jamás había brillado por su inteligencia.
—Desde que exigiste a todos los nobles presentes en el entierro de la duquesa acudir a la ciudad, ninguno de ellos ha dejado de mirar a su alrededor alerta. Todos esperan ser el destinatario del golpe de tu espada que los dejará sin cabeza, Iolar —apuntó Gard con sorna—. Más aún cuando te paseas por el castillo con el ánimo tan alegre como el de un oso herido.
—Siempre he pensado que es mejor reunir a todas las ratas en el mismo granero antes que permitir que correteen a su antojo por el reino —replicó Iolar, ganándose la mirada aprobadora de Luch—. Averigua quién fue, viejo; hazlo antes de que pierda la paciencia y comience a interrogar a los que estaban en Madriguera aquel día —advirtió el rey con voz acerada a sus amigos. Acto seguido, abandonó la estancia y entró en el salón donde se reunían los nobles, decidido a sumergirse en el mar de habladurías que allí había.
—No ha sido Neidr —declaró Gard una vez solos.
—No. No ha sido él, pero deja que Iolar dirija su ira hacia el duque. Es preferible a que empiece a hostigar al resto de los nobles, algunos más despiertos que Neidr, y que, sin pretenderlo, levante los ánimos contra sí mismo.
* * *
Iolar caminó entre quienes atestaban el salón del trono, atento a cualquier silencio que hicieran a su paso, buscando al culpable entre ellos.
Alguien había osado atacar a su hija, e iba a pagarlo.
Algunos nobles dirigían miradas desconcertadas al monarca, otros evitaban su presencia al ser conscientes de la rabia que subyacía en sus ademanes. Pero unos pocos, quizá los más valientes, tal vez los más ineptos, se acercaban al soberano en busca de conversación. Una conversación que, por supuesto, dirigían hacia sus personas, las necesidades de sus feudos o sus hermosas hijas en edad casadera, preparadas para asumir las tareas de una reina. Iolar los escuchaba a todos con la mirada irritada y la mandíbula apretada. Desconfiaba de unos y de otros, pero no era capaz de esclarecer quién era el traidor.
En el centro del salón, acompañado por un grupo de hombres a los que no prestaba atención, se encontraba Neidr. Pálido y sudoroso, compuso su sonrisa más servil cuando observó al rey dirigirse hacia él. Las manos comenzaron a temblarle y se obligó a sujetar con fuerza la copa de plata que tenía entre ellas. El soberano no podía averiguar que estaba aterrado o todas las sospechas recaerían sobre él.
Los nobles que acompañaban al duque en el salón se apresuraron a elevar sus aristocráticas barbillas y componer un amistoso e inocente gesto en su rosto. Ninguno quería despertar la susceptible ira del monarca.
Iolar llegó hasta el círculo de hombres y les dirigió un altivo gesto con su real testa.
—Majestad —saludó Rousinol—, es un honor estar en Sacrificio del Verdugo, pero no acierto a alcanzar el porqué de vuestro requerimiento. Al fin y al cabo, si este tuviera que ver con los desgraciados sucesos acaecidos, estos ocurrieron en las tierras de Neidr. Solo él es culpable de su negligencia —comentó haciendo una reverencia con la que paliar la insolencia de sus palabras.
El silencio tomó posesión del salón. Los nobles allí reunidos mantuvieron las bocas cerradas y las orejas abiertas, en espera de la respuesta del rey. Una respuesta que todos ansiaban conocer. Una respuesta que podría convertirse en desgraciada sentencia para uno de ellos.
—¿Me estáis interrogando, Rousinol? —preguntó Iolar con voz afilada.
El conde tragó saliva y desvió la mirada, consciente de que sus palabras no habían sido las más acertadas dado el irritado carácter que mostraba el rey.
Dos ocasos atrás, un mensajero real había trasmitido la orden, disfrazada de invitación, de acudir a la capital del reino. Desde entonces, él y el resto de los convocados no cesaban de elucubrar el porqué de tal extraña exigencia, aunque todos creían conocer los motivos de esta.
—Majestad —acertó a decir Rousinol—, nada más lejos de mi intención que interesarme sobre motivos que solo a vos competen. Mi atrevimiento al hablar ha sido fruto de la curiosidad más inocente, sire —se disculpó con rapidez doblando la cerviz en una humilde y sumisa reverencia—. No obstante, espero que no consideréis osadía el comentaros que mis soldados han escuchado rumores de descontento en las aldeas pertenecientes al ducado, debido a los altos impuestos con los que les grava el duque. ¿Quizá vuestro tesoro escasea, Neidr? —preguntó sibilino mirando al duque. Este parpadeó aturdido y abrió y cerró la boca, como si fuera un pez, antes de conseguir dar una respuesta.
—¡Cómo osáis verter tamañas falacias sobre mi persona!
—Incluso me atrevo a sugerir que el ataque al bosque se produjo en el mejor momento para el duque, cuando por fin había quedado viudo. ¿Tal vez buscáis una nueva esposa, Neidr? Una que pueda llenar vuestras arcas vacías —insinuó Rousinol, pero no dirigió la mirada al duque, sino al rey.
—¡Rousinol, cómo osáis haceros eco de esas malintencionadas habladurías! En las aldeas que están bajo mi cuidado no reina el descontento. Y el ataque al bosque no ha tenido que ver, en modo alguno, con el estado de mis arcas. ¡Por todos los santos! ¡Fue solo el asalto incontrolado de unos torpes cazadores furtivos! —Neidr rechazó aterrorizado la hipótesis mirando alternativamente al rey, a los nobles y al astuto conde que le estaba tendiendo tan sibilina y misteriosa trampa—. No alcanzo a comprender qué tiene que ver el desgraciado óbito de mi esposa con los falaces rumores que tan aviesamente estáis esparciendo en este salón. ¡Decid con claridad de qué me estáis acusando para que pueda defenderme!
—Solo refiero lo que mis hombres escuchan, Neidr. En ningún momento os acuso, eso solo le compete a su majestad —se defendió Rousinol haciendo una reverencia al rey.
Iolar entornó los ojos y observó con atención el gesto ladino del conde, las miradas aterradas de los nobles que le rodeaban y el nerviosismo grabado en el rostro del duque. ¿Estaba Rousinol dando a entender lo que parecía? Miró de nuevo a Neidr; el sudor bañaba su rostro, sus manos temblaban y tenía los ojos desenfocados. Estaba aterrorizado.
Iolar respiró profundamente, decidido a enterrar la profunda ira que le carcomía para así poder dialogar con ellos. Si quería averiguar la verdad, no podía dejarse llevar por la cólera y asustarlos o alertarlos con sus sospechas. Eso solo les haría desconfiar.
Abrió la boca, con la intención de dejar caer algún comentario que aletargara la tensión que mostraban, pero no llegó a decir nada. El soldado pelirrojo que les había puesto sobre aviso del ataque acababa de entrar en el salón y se dirigía hacia él con paso imperturbable.
El jovenzuelo aún no se había recuperado de sus heridas, pero estaba empeñado en no continuar tumbado en el lecho. Gard, complacido, le había ordenado acudir a los aposentos privados de Luch para que este le enseñara a leer. Ningún espía que se preciara de serlo podía ignorar la fuerza de la palabra escrita. Iolar sonrió al recordar la cara del muchacho cuando Gard le indicó su nueva tarea. Al joven no le había hecho gracia su repentino cambio de oficio, pero no se había quejado; solo había fruncido el ceño. Era un buen soldado y todavía sería mejor cuando Fear y Luch acabaran de instruirle.
—Majestad. —El pelirrojo se cuadró de hombros y esperó inmóvil hasta que el rey asintió con la cabeza—. El capitán ha encontrado aquello que solicitasteis y aguarda vuestras órdenes.
—Decidle que me reuniré con él en la Sala del Rey. —El soldado asintió con la cabeza y, haciendo una reverencia, dio media vuelta y abandonó el salón.
Iolar se entretuvo unos instantes conversando con los allí reunidos, comprobando sus reacciones ante el críptico mensaje, esperando encontrar algún gesto que delatase al traidor, pero fue en vano. Todos se mostraron atentos y, a la vez, desinteresados.
* * *
—Majestad —saludó la anciana sentada tras la mesa de la sala privada del rey, sin molestarse en levantarse y hacer la reverencia de rigor.
Gard bufó indignado ante los modales de la bruja, pero no se molestó en recriminarla. Ella, al igual que Luch, pertenecía a una extraña estirpe de personas que no mostraban jamás su respeto por el rey. Y este, a su vez, no se molestaba en ordenarles lo contrario.
—Morag. —Iolar cabeceó, manteniéndose de pie frente a ella. Desvió la mirada hacia el hombrecillo que estaba sentado en un taburete junto a la vieja—. Luch, has tardado en encontrarla —le recriminó.
—Morag Dair se esconde bien cuando no quiere ser encontrada, mas yo soy conocido por mi tenacidad —sonrió Luch mirando de refilón a su antigua amiga. La mujer puso los ojos en blanco y se arrellanó en el sitial que correspondía al rey ocupar.
—¿Por qué me habéis mandado llamar, majestad? —le preguntó la anciana mirándole con arrogancia.
—Habladme de las dríades, Morag —ordenó el rey sentándose frente a ella en un banco corrido, asiento mucho más incómodo que el que la anciana ocupaba.
La bruja se irguió sobre el sitial, apoyó los codos en la mesa, cruzó sus delgados y engarfiados dedos y apoyó su afilada barbilla en ellos. Sus exangües labios esbozaron una tétrica sonrisa que mostró sus dientes aguzados y sucios, una sonrisa que no se manifestó en sus oscuros ojos saltones.
—¿Pensáis escucharme esta vez, sire, o me volveréis a ignorar cuando lo que os diga no os guste? —le retó insolente.
Iolar se apresuró en hacer un gesto con la mano para detener las palabras que en ese momento pugnaban por abandonar la garganta de Gard. Su leal capitán había posado la mano sobre la empuñadura de su daga y su mirada colérica evidenciaba que no estaba dispuesto a permitir que la vieja bruja se mostrase irrespetuosa.
Morag, consciente del cruce de miradas entre el rey y su capitán, se limitó a mirar al soldado y sonreír socarrona.
—Hablad de una buena vez, Morag —le exigió Iolar. La bruja se mantuvo callada, retándole en silencio—. Os escucharé con atención, aunque no me guste lo que digáis —claudicó. Morag era la única persona del reino que conocía la verdad oculta en la leyenda del Verdugo. La única que sabía qué eran realmente las dríades—. Dad respuesta a mis cuitas y seréis recompensada.
La bruja cabeceó satisfecha, volvió a arrellanarse en su sitial y comenzó a hablar:
—La primera dríade fue engendrada por la semilla del Verdugo en el vientre de una humana. Fue la promesa del Verdugo lo que la convirtió en dríade. —La voz de Morag Dair se tornó ronca y melancólica, hechizante—. Hace muchos, muchos años…
Antes de la llegada del Verdugo, los Ancianos dominaban el reino con leyes ancestrales destinadas a dominar a los hombres y mujeres, temerosos de Dios.
Leyes para las que el perdón era señal de debilidad y la compasión una aberración.
Leyes para las que la magia era la más depravada de las perversiones y las mujeres que la practicaban, brujas corrompidas por el demonio.
Antes de la llegada del Verdugo, el silencio era una necesidad, la obediencia una imposición y el terror una realidad.
* * *
En el patio de armas, un hombre de pensamientos oscuros y mirada sombría observaba los tapices que cubrían las ventanas de la sala privada del rey en la Torre del Homenaje, deseando ser capaz de descubrir lo que allí se hablaba.
El rey sodomita y su capitán mariol se traían algo entre manos, algo que él no era capaz siquiera de intuir. Habían convocado en Sacrificio del Verdugo a todos los nobles que estuvieron presentes durante el entierro de la difunta duquesa, reuniéndolos bajo las murallas de la ciudad, encerrándolos en estancias lujosas que no eran otra cosa que celdas de las que no podrían escapar en caso de ser descubierta su implicación en el asalto al bosque.
El hombre se llevó la mano al cuello y acarició con dedos trémulos su garganta. Casi podía sentir el gélido filo de la espada del rey acariciándole la nuez de Adán. Pero no, no sería descubierto, había cuidado en extremo sus pasos, nadie podría averiguar nada jamás.
Desvió la mirada hacia un extremo del patio, a las escaleras que ascendían al adarve, y dirigió sus pasos hacia allí. Subiría a la muralla, caminaría entre las almenas y, desde el camino de ronda, observaría en el horizonte el perfil del bosque prohibido.
La hija de Fiàin le esperaba allí.
Estaba impaciente por hacerla suya y dominar su cuerpo y su alma.