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ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER DE CORAZÓN DULCE Y ALMA SALVAJE.

Amanecer, 16 de duir (junio)

Kier se despertó al sentir algo húmedo tocando su rostro. Intentó abrir los ojos, pero no consiguió que sus hinchados y tumefactos párpados le obedecieran. Asustado, alzó las manos sobre su cabeza, dispuesto a cubrirse ante un nuevo ataque. El pinchazo de dolor que sintió al moverse le dejó sin respiración; no obstante, cuando alguien le sujetó ambas muñecas, forcejeó con escaso ímpetu; apenas tenía fuerzas. Intentó incorporarse, pero no lo logró; sus magulladas costillas se rindieron al sufrimiento que las anegaba. Se dejó caer de nuevo sobre su espalda e intentó zafarse de aquel que le retenía, se revolvió y lanzó una débil patada a aquel a quien no podía ver. La agonía que recorrió sus genitales casi le hizo perder la conciencia. Casi.

—Chis —musitó una dulce voz en su oído.

Kier se quedó inmóvil, atento a las señales que sus sentidos sí podían captar. Se percató de que el aroma de quien le sujetaba era fresco, límpido, como si estuviera bañado en la esencia del bosque. Sintió que unos dedos largos y delgados, muy suaves, sujetaban con cuidado sus muñecas. Notó en su sien algunos mechones de sedoso cabello.

—Chis. —Volvió a escuchar la misma voz, acompañada del sutil roce en su oreja de los labios de quien susurraba.

Era ella. La mujer que le había salvado de la más cruel de las agonías.

Aisling observó como poco a poco el rostro del hombre se iba relajando. Le soltó las muñecas y se separó de él, esperando su próxima reacción para saber cómo actuar. Un airado pensamiento, procedente del rostro tallado en la corteza de un delgado roble situado en el extremo del claro, se coló en su mente. Miró al árbol irritada y le mandó callar. En esta ocasión no pensaba seguir sus consejos. No iba a alejarse del hombre. Quería saber… y solo él podía enseñarle.

—¿Quién eres? —preguntó él con voz pastosa.

Aisling abrió los labios, ningún sonido salió de ellos. Llevaba tanto tiempo sin hablar que no recordaba cómo hacerlo. Blaidd se acercó a ella y emitió un alborotado ladrido, instándola a que cantara. La muchacha le miró estupefacta, no era momento de cantar. El lobo le empujó el hombro con el hocico, regañándola. Ella por fin entendió. Hablar era parecido a cantar. Ella en sus tonadas no emitía palabras, solo murmullos… Pero decir su nombre no podía ser muy complicado. ¿Verdad?

Kier se tensó al escuchar el gruñido del lobo. Intentó abrir los ojos de nuevo, y en esta ocasión consiguió que uno de sus párpados se alzara levemente. Lo que presenció le dejó atónito. La hermosa mujer que le había salvado estaba arrodillada junto a su costado, todavía desnuda. Un enorme lobo gris le hocicaba los brazos y ella se limitaba a poner su mano sobre las terribles fauces y lo apartaba a un lado sin dejar de observarle. La vio morderse los labios con timidez para a continuación lamérselos dubitativa y comenzar a hablar, o al menos a intentarlo.

—Assss. —La joven golpeó la tierra con uno de sus pequeños puños, frustrada. Respiró profundamente y volvió a hablar—. Assssniiiii.

—¿Asni? —dijo Kier, intentando entender. El lobo gris gruñó.

—Assssliiii.

—¿Asli?

Ella asintió con un gesto de su cabeza. Después, dando por zanjada la conversación, bajó su mano y cuando la volvió a subir tenía entre los dedos una tela empapada. Se la pasó al hombre por la cara, limpiándole con cuidado la inmundicia que allí había.

Kier suspiró ante el contacto. La tela, tan suave que parecía seda, y el agua limpia y fresca recorriendo su magullado rostro le hicieron relajarse, al menos durante unos instantes. Luego jadeó dolorido cuando las húmedas caricias se hicieron más fuertes, pero apretó los dientes, decidido a no quejarse. La mujer le estaba limpiando las heridas; si quería mantenerse libre de infecciones, debía dejar que lo hiciera a fondo.

Resolló quejumbroso cuando ella comenzó a recorrer su torso. Cada roce de la tela era un tormento, cada presión sobre las costillas un suplicio. Y con el dolor volvió a él la memoria.

Recordó a los soldados golpeándole hasta dejarle inconsciente, orinando sobre su rostro para despertarle. Abrió el único ojo que se mantenía sano al rememorar con aterrada claridad los latigazos recibidos en la ingle y el propósito de estos. Gritó sobrecogido, haciendo que la muchacha se separara de él de un salto, y se llevó ambas manos hasta la entrepierna, temiendo no encontrar nada. Aulló, atormentado por el dolor, cuando sus dedos se posaron sobre su inflamada virilidad. Apretó con fuerza sus desfigurados labios para no volver a gritar, y recorrió la verga hasta llegar a la base y tocarse los testículos.

Seguían allí.

Hinchados y deformes, al igual que su polla. Pero, a Dios gracias, continuaban unidos a su cuerpo. Se llevó el dorso de una mano a la cara para taparse el rostro y sollozó.

Los ojos de Aisling se llenaron de lágrimas al contemplar el sufrimiento del hombre. No entendía a las personas, jamás lo haría. ¿Cómo podían hacerse daño unos a otros por el simple placer de causar dolor? Entendía que Blaidd y Dorcha cazaran para alimentarse, o que se pelearan con otros lobos para mantener su territorio, pero los lobos y los demás animales del bosque jamás se atacarían sin motivo como hacían los humanos.

«Son malvados y crueles. Aléjate de ellos. No les entregues tu corazón o lo romperán en mil pedazos», susurró en su mente la voz proveniente del rostro tallado en el roble. Aisling volvió su mirada hasta el árbol y le contestó con el pensamiento: «Hubo un tiempo en que tú fuiste feliz con ellos». El roble agitó sus hojas en respuesta, enfadado. Luego permaneció en silencio.

—¿Dónde estoy? —preguntó en ese momento el herido.

Aisling se inclinó hasta que sus rostros quedaron tan cerca que podían sentir el aliento del uno en la cara de la otra. Pensó en el hermoso claro en el que estaban, lo colocó en el centro de un bosque imaginario y esperó la respuesta del hombre. Este continuó mirándola, sin entender. Ella volvió a imaginar el claro, esta vez con más intensidad, y esperó. Él no dio muestras de haber recibido su pensamiento. Una imagen se coló en ese momento en su mente: el hombre rodeado de un grueso muro de piedra.

Aisling miró enfadada a Blaidd; el lobo se había tumbado, y se lamía las patas, indiferente. Había dejado claro lo que pensaba, el humano era un inútil que no entendía nada.

—¿Asli?

La muchacha miró al hombre y se mordió los labios, dubitativa.

—Booossque —respondió con voz ronca y gutural.

—¿Estamos en el bosque prohibido? —preguntó Kier intuyendo que ella tenía alguna tara que le impedía hablar con claridad. Aisling asintió, feliz al comprobar que podía hacerse entender—. ¡Dios! ¡Si nos encuentran aquí nos matarán! —gritó aterrado a la vez que intentaba incorporarse. La muchacha se lo impidió.

—Nnnnnno. Mmmmío. —Sonrió al decirlo. No era tan difícil pronunciar las palabras olvidadas.

—¿Tuyo? ¿Quién te has creído que eres, la puñetera hija del rey? —increpó él. Aisling asintió a la vez que entornaba los ojos. ¿Qué significaba «puñetera»?

Blaidd y Dorcha gruñeron feroces al hombre. No entendían sus palabras, pero el tono no les había gustado en absoluto. Aisling les golpeó con los dedos en el morro a la vez que gruñía enseñándoles los dientes. Los lobos volvieron a recostarse en el suelo, con el hocico oculto entre las patas.

Kier parpadeó asombrado.

—¿Aisling? —preguntó recordando el nombre que se había convertido en leyenda en todas las aldeas del reino del Verdugo.

La sonrisa de la muchacha se tornó radiante. Ese era su nombre tal y como lo pronunciaba su padre. Luego volvió a su tarea de asearle, mientras él pensaba asustado en la repercusión que tendría ese encuentro. Jamás podría volver a pisar la aldea ni ningún lugar cercano a Sacrificio del Verdugo. Cuando el rey Impotente se enterase de su existencia, su cabeza tendría los días contados.

Aisling contempló como su nuevo amigo cerraba el único ojo que había conseguido abrir y jadeaba angustiado. Incapaz de entender su reacción, se limitó a observar los daños en su cuerpo y calibrar la mejor manera de curarlos.

Su apuesto rostro estaba desfigurado por los golpes. Tenía un ojo y los labios tan hinchados que apenas si podía moverlos. Los moratones en su torso indicaban que también había recibido castigo allí. Le tocó con cuidado las costillas; los jadeos y gemidos que emanaron de la garganta del hombre, junto al tacto en sus yemas, le indicaron que algunas estaban fracturadas. Después comprobó espantada el estado de los genitales. Frunció el ceño, pensativa, y al final optó por ir poco a poco.

Se dirigió a pasos rápidos hasta su hogar entre los robles. Las ramas vivas de Milis y Grá se habían juntado y entrelazado formando una cueva construida por gruesos tallos y grandes hojas. Penetró en ella con agilidad y buscó entre los regalos que mes a mes encontraba en la linde de robles que la protegían. Seleccionó aquello que iba a utilizar y descendió con premura. No quería dejar solo a su nuevo amigo, pero tampoco se veía capaz de subirlo hasta su cueva; pesaba demasiado. Había sido una tortura llevarlo hasta el claro, y menos mal que, cuando la muralla de robles les protegió, tuvo una brillante idea que les permitió transportarlo con más facilidad.

Kier observó alucinado a la muchacha que trepaba al árbol como si fuera una ardilla para introducirse en… ¿una cueva de ramas? Cuando la vio salir de allí, parpadeó, incapaz de creer lo que llevaba con ella. Abrió las manos sobre la tierra y buscó el familiar contacto de la hierba para anclarse a la realidad. Pero no fue verde pasto lo que sus dedos tocaron, sino caro brocado. Giró la cabeza y miró a la joven, que en ese instante se arrodillaba ante él.

Ella sonrió al ver que acariciaba los tupidos trapos en que le habían transportado hasta el claro.

Kier movió la cabeza, ignorando el dolor que ese movimiento le causaba, y observó estupefacto su improvisado lecho. Estaba tumbado sobre lo que parecían ser varios vestidos de seda brocada, despedazados y atados entre sí. Volvió a mirar a la muchacha y observó estupefacto como ella desgarraba un delicado camisón del lino más fino y lo convertía en vendas. Después clavó una enjoyada daga en un precioso corsé y lo cortó por los extremos, eliminando las copas y la forma de las caderas.

¡Estaba loca!

Cuando Aisling acabó de prepararlo todo, se inclinó sobre el hombre, pasó un brazo bajo su espalda y tiró de él, instándole a incorporarse. Tras varios quejidos y gruñidos, lo consiguieron.

Kier jadeaba sin apenas respiración, mientras ella se dedicaba a limpiarle las heridas que tenía en la espalda, provocadas por la accidentada huida por el bosque. Cuando la piel estuvo limpia de nuevo, colocó lo que quedaba del corsé en el suelo y le obligó a tumbarse. Gruñó asombrado cuando la muchacha unió ambos extremos de la prenda en su torso y comenzó a atarlos con fuerza.

—¡Estás loca! ¡No pienso usar corsé! ¡No soy una mujer! —exclamó dándole un manotazo.

Un segundo después las fauces del lobo gris chascaron a un suspiro de su garganta. La muchacha apartó al animal de un golpe en el hocico. Luego miró enfurruñada al hombre y le clavó con saña uno de sus delgados dedos en las costillas.

Kier aulló de dolor.

Aisling cogió del suelo una ramita caída y se la enseñó al hombre. Cuando comprobó, tras un nuevo apretón sobre sus costillas, que este le prestaba toda su atención, la sujetó entre sus manos y la dobló por la mitad. Luego volvió a posar, esta vez con cuidado, las yemas en el torso masculino y recorrió con cuidado las marcas de golpes en él. Tras esto, levantó la mano con dos dedos extendidos y esperó a ver si él la había entendido.

—¿Tengo dos costillas rotas?

Aisling no contestó, simplemente retomó su tarea con las ataduras del corsé. Ninguna venda sujetaría mejor las lastimadas costillas.

Cuando acabó dejó que él descansara del dolor que le había causado y caminó hasta el centro del claro, el lugar más alejado de los árboles. Allí había un reducido círculo de piedras manchadas por el hollín; un par de ellas eran distintas al resto, casi negras y con los bordes mellados. Golpeó los dos cantos de pedernal hasta lograr una chispa y prendió un pequeño fuego; después colocó una abollada olla sobre este, se levantó y salió del claro. Cuando volvió lo hizo acompañada de un extraño cuenco de madera. Parecía formado por raíces que estaban pegadas entre sí, unidas de tal forma que era totalmente impermeable. Estaba lleno de agua que se apresuró a derramar sobre la abollada olla. Abandonó la reducida fogata y comenzó a deambular por entre los árboles, buscando algo. Cuando lo encontró, susurró una canción sin palabras, cavó con los dedos en la tierra y arrancó una planta de consuelda[1]. Cortó la más pequeña de sus raíces, y volvió enterrar la planta en su lugar, agradeciéndole la ayuda con otra preciosa tonada. Repitió la misma acción varias veces, con distintas plantas, cortezas y musgos y, cuando estuvo satisfecha con la recolecta, retornó al claro, junto al fuego. Ralló y desmenuzó lo que había recogido y después depositó la mezcla en la olla de agua calentada al fuego. De vez en cuando la removía con la punta de un palo y, cuando la mezcla se redujo hasta convertirse en una pasta, la volcó sobre un par de prístinos trozos de lino. Cerró los improvisados pañuelos, convirtiéndolos en compresas, y regresó junto al hombre.

Se mordió los labios al arrodillarse a su lado. Esa parte iba a resultar dura.

Kier la observó; parecía dudosa, casi compungida. De repente la muchacha comenzó a cantar de nuevo, enlazando murmullos y chasquidos de su lengua a la vez que acariciaba el suelo con las yemas de los dedos. Jadeó sobresaltado al notar que algo rodeaba sus piernas y sus brazos y contempló atónito las gruesas y flexibles raíces que surgían de la tierra y se enredaban en sus muñecas, sus codos, su cintura, sus muslos y sus tobillos.

—¿Qué estás haciendo? ¡Diles que paren! —gritó aterrado al comprobar que las raíces tiraban de sus piernas, abriéndolas, colocándole en la misma posición vulnerable en que le habían situado sus torturadores.

—Chis —susurró ella, acariciándole la cara con sus suaves dedos una y otra vez, hasta que él se tranquilizó.

Luego se inclinó, y mojó una tira del vestido que había desgarrado en el agua limpia del cuenco. Se lo enseñó y a continuación comenzó a lavarle con cuidado los genitales. No podía aplicar la compresa de consuelda sobre la piel sucia, provocaría más daño que alivio.

Él gimió, revolviéndose contra las ataduras ante el atroz dolor.

Aisling ignoró sus quejas y continuó limpiándole con firmeza. Su virilidad era el doble de su tamaño normal y estaba surcada por un tremendo verdugón. Los testículos, hinchados y amoratados, estaban atravesados por una gruesa herida abierta, medio oculta por una costra de sangre y polvo. Limpió una y otra vez la desgarradura hasta que un hilillo de sangre limpia brotó de ella.

Kier no dejó de gritar ni uno solo de los segundos que duró el angustioso aseo. Su respiración agitada y las convulsiones que atravesaban sus extremidades le dijeron a Aisling que había hecho bien en pedir a sus arbóreos amigos que lo sujetaran.

Tras asegurarse de que no quedaban restos de polvo o tierra en la ingle y los genitales del hombre, la muchacha procedió a colocar varios paños bajo el escroto, hasta levantarlo en paralelo con sus muslos. Luego colocó las compresas con el emplasto, ya templadas, sobre los testículos y el pene.

Un nuevo grito de dolor reverberó en el bosque.

Aisling le acarició la cara, consolándole. El suplicio había acabado; las propiedades antiinflamatorias, cicatrizantes y analgésicas de las plantas pronto comenzarían a hacer efecto.

* * *

Tras la impenetrable muralla de ramas y robles que rodeaba el claro, un hombre escuchaba con los ojos cerrados y los labios fruncidos.

Iolar apoyó las manos sobre la maraña que le impedía el paso y empujó desesperado.

Trece años.

Trece malditos años sin poder apenas vislumbrar el rostro de su hija.

Trece años hablándole entre ramas, susurrándole palabras cariñosas, intentando establecer un diálogo que ella se obcecaba en ignorar.

Trece años desesperado por atravesar la mágica barrera y llevarla consigo de nuevo, y ahora ella había conseguido capturar a un hombre. Y a juzgar por los gritos de dolor que escuchaba tras la arbórea pared, Fiàin había logrado imbuir su odio en el corazón de su antaño inocente niña.