26


ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE DE FÉRREA VOLUNTAD, INASEQUIBLE AL DESALIENTO AUN TENIÉNDOLO TODO EN CONTRA.

Cuando Kier llegó al claro los últimos rayos del sol se perdían entre las copas de los robles. Estaba agotado, nunca antes le había costado tanto llegar al hermoso lugar que se mostraba ante él.

El camino se le antojó en extremo dificultoso, aunque por mor de la verdad debía reconocer que los robles no le habían importunado, al menos no en exceso. Tal y como había previsto, algunas bellotas cayeron sobre su cabeza y las raíces que a primera vista parecían firmemente hundidas en el suelo a su paso se elevaban y le hacían tropezar, al menos al principio. Sin embargo, no hicieron falta argucias malintencionadas para que cayera. Su propio cuerpo, agotado, se había ocupado de ello.

Había caído más veces de las que quería recordar, mas, en el mismo instante en que sus rodillas tocaban el suelo, volvía a levantarse, ignorando el cansancio que le consumía, para continuar avanzando hacia el claro. Había demostrado a los robles que nada le haría cejar en su empeño. Y los robles habían acabado por respetar el espíritu indómito que le hacía seguir caminando. Incluso, cuando todo su cuerpo temblaba tanto que apenas podía mantenerse en pie, compasivas ramas acudieron en su ayuda, otorgándole un lugar donde apoyarse para seguir caminando. Y ahora, por fin había llegado.

Inspiró profundamente, se frotó las palmas de las manos contra los muslos y, recurriendo al último resquicio de fuerza que poseía, se obligó a recorrer el escaso trecho hasta el delgado roble al que estaba hermanada Aisling.

La oscuridad que se cernía sobre el claro no le permitía ver con claridad el árbol. Cerró los ojos con fuerza y lanzó una súplica a Máthair Mor, una última merced: no encontrar el rostro de su amada grabado en la corteza. Y si así fuera… que le ayudara a encontrar una solución.

No permitiría a Aisling permanecer oculta en su roble. La obligaría a salir del tronco. No sabía cómo, pero lo haría.

Se detuvo ante el joven roble y observó con atención su tronco, buscando en su corteza el rostro grabado de su dríade, símbolo ineludible de que ella estaba decidida a olvidarle. Pero no, no había ninguna muesca en la suave corteza del árbol. Cerró los ojos y suspiró aliviado. Luego se volvió hacia el más anciano de todos los robles del claro e, inclinando la cabeza, centró su mente en un solo pensamiento: «Gracias, Gran Madre». Hecho esto, examinó con la mirada cada recoveco del claro, cada sombra. Pero no encontró a quien buscaba.

—¿Dónde te escondes? —musitó caminando hacia los robles gemelos—. ¿Está con vosotras, en nuestro nido? —preguntó a Milis y Grá. Ningún susurro respondió a su pregunta—. Estoy aquí, Aisling, y no me voy a marchar. No podrás deshacerte de mí, esperaré toda la eternidad si es necesario.

Esperó, paciente y expectante a la vez, a que ella contestara.

El silencio fue su única respuesta.

Apretó los puños y aguardó, atento al más mínimo ruido, anhelando escuchar el aullido enfadado de los lobos, el quejido de las hojas o tal vez el crujido irritado de las ramas. Cualquier sonido que le indicara que no estaba solo en el claro. Mas el bosque se mantuvo en silencio. Perseveró en su empeño hasta que la vista se le tornó borrosa y los músculos le fallaron, y entonces, comprendiendo que estaba al borde de sus fuerzas, se sentó junto a los robles gemelos. Apoyó la espalda en el grueso tronco y fijando la mirada en la frondosa copa, se permitió pensar, por primera vez, qué ocurriría si ella no regresara a él. Si no volvía a escuchar su voz nunca más, ni a sentir su tacto… si no volvía a gozar del éxtasis de tenerla entre sus brazos ni de sonreír feliz mientras le miraba embelesada.

—No me voy a ir, Aisling, nunca —afirmó decidido a permanecer despierto hasta que ella se mostrara.

Pero el implacable cansancio se vengó de los excesos realizados durante la jornada y, poco a poco, Kier fue resbalando hasta acabar tendido en el suelo. Sus párpados se cerraron y su respiración se hizo profunda y regular.

El crujido de una rama le hizo abrir los ojos, sobresaltado. Miró a su alrededor, buscando el origen del sonido, pero nada pudo ver. La noche había caído por completo sobre el claro, sumiéndolo en una pesada oscuridad. A su alrededor todo era silencio… a excepción de un nuevo crujido.

Parpadeó un par de veces y luego aguardó impaciente hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra y pudo distinguir formas y contornos. Escuchó con atención; sí, ahí estaba de nuevo ese crujido. Sobre su cabeza. Sonrió agradecido a Milis y Grá, seguro de que eran ellas quienes le estaban indicando la posición de Aisling. Su dríade jamás hacía ruido cuando caminaba sobre las ramas de los árboles.

Se llevó una mano a la herida del costado y presionó con fuerza, en parte para despejar con el dolor las brumas que aún aturdían su cerebro, y en parte para llamar la atención de Aisling sobre esa lesión que tantos disgustos les había dado. Si no fuera por la maldita herida no le habrían llevado a Sacrificio del Verdugo, y, por ende, no estarían ahora en esa incómoda situación.

Un gemido angustiado acompañó esta vez al crujido.

Kier enfocó la vista hacia la copa de los robles gemelos, intentando discernir, sin conseguirlo, el lugar exacto en que se encontraba ella, aunque tampoco era necesario; lo único que necesitaba era que le escuchase.

—No me fui del bosque por mi propia voluntad, Aisling, y no me iré ahora —dijo con voz no exenta de ferocidad—. Me arrebataron de este lugar aprovechando que estaba desfallecido. Sabes de sobra que si hubiera estado consciente, no lo habría permitido, aunque me hubiera costado la vida.

—¿Por qué tú no regresado antes? —escuchó su voz sobre él, serena e incisiva a la vez. En un tono que le advirtió que admitiría una única respuesta: la verdad.

En su mano estaba complacerla.

—No me lo permitieron y yo no encontré las fuerzas para escapar —respondió él, para luego negar con la cabeza. Ella no se merecía una verdad a medias—. Tu padre me ofreció riquezas ilimitadas como recompensa por haberte salvado y, cuando las rechacé, me obsequió con las ropas y joyas que me viste llevar en el castillo. Pero no fue por eso por lo que continué allí, sino por miedo. Ya ves, soy un cobarde. Cuando el rey me ordenó demorar mi retorno al bosque no tuve valor para desobedecerlo. Temí despertar su ira si me negaba. Además, debo decir que la herida que me infligieron no se cura como debiera. No fue hasta ayer que por fin me encontré con fuerzas para caminar y, cuando te vi en el patio de armas, asediada por los soldados, me sentí el ser más rastrero y vil sobre la tierra. Mi cobardía te había llevado hasta el castillo. Solo yo tuve la culpa de que estuvieras allí.

—Padre te ordenó no regresar —declaró ella con voz rota.

—No culpes a tu padre. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo si me fuera negado el permiso para verte, para tocarte, para estar junto a ti —declaró Kier dándose cuenta de hasta qué punto sus palabras eran ciertas.

Sí, aborrecía lo que les había hecho el rey. Por su culpa estaban en esa situación, pero a la vez… estaba completamente seguro de que, en su lugar, él habría actuado igual.

—Te quiero —murmuró al ver que ella se mantenía silente, luego frunció el ceño al darse cuenta de que su dríade jamás había usado ese término para referirse a lo que sentía por él. Tenía que ser claro y conciso, utilizar palabras que no dieran lugar a ningún tipo de duda—. Mi mirada está en tus ojos, Aisling, y tu mirada está en los míos. Has entrado en mi corazón de la misma manera que yo me he apoderado del tuyo. No intentes siquiera negarlo. —Ella se mantuvo callada, pensativa—. No volveré a alejarme de ti, nunca. Ni siquiera muerto abandonaré este claro. Me perteneces y yo te pertenezco. No podrás deshacerte de mí.

—No quiero deshacerme de ti —aseveró ella mostrándose por fin ante él. Estaba erguida sobre una gruesa rama de Milis; la luz de la luna incidía sobre su piel, tornándola plateada—. Eres mío, mi mirada está en tus ojos y mi corazón ha entrado en el tuyo. Me perteneces. Nadie te arrebatará de mi lado. Y el día que mueras, te enterraré a los pies de mi roble. Dormirás tu sueño eterno abrazado por mis raíces y cubierto por mis ramas.

Compartieron la mirada durante un instante que duró una eternidad. A continuación, ella bajó de la copa del roble con tal gracilidad que pareció que el mismo aire la transportaba de rama en rama. Se arrodilló junto a él y bajó la cabeza para besarle, pero apenas se habían tocado sus labios cuando ella se apartó arrugando la nariz.

—Apestas a ciudad y sangre —declaró observándole atentamente para después fruncir el ceño, irritada—. ¡No sabes cuidar de ti! Siempre llegas a mí herido —se quejó palpándole con cuidado la herida y comprobando que, aunque grave, no era tanto como aparentaba por la sangre que la decoraba. Le miró con ojos entornados—. ¿Has extendido sangre sobre vientre? —Kier comenzó a negar con la cabeza, pero al ver su mirada acerada, asintió compungido. Ella dejó escapar su cristalina risa antes de decir—: ¡Eres como Blaidd! Si no hago caso, él gruñe y aúlla; si no hago caso a ti, tú finges más enfermo de lo que estás. ¿Quién peor, cachorro de lobo o tú? —preguntó fingiéndose enfadada.

—Yo… —respondió él, sonriendo al fin tras tanto tiempo de tristeza.

Aisling negó con la cabeza, divertida, y luego se acercó hasta quedar cara a cara con él.

—No muevas, yo vengo pronto —ordenó.

—Por nada del mundo, Aisling; por nada del mundo.

* * *

Cuando regresó, él estaba profundamente dormido. Le contempló hasta que sus ojos aprehendieron cada respiración del hombre, maravillada al verle de nuevo en el claro, junto a ella. Hacía tan solo un ocaso había pensado que no volvería a verle nunca más, y había estado a punto de enterrarse en su roble. No lo había hecho porque Gran Madre se lo prohibió. Desvió la mirada hacia el enorme roble y cantó agradecida para él. Luego se arrodilló junto a su amado y comenzó a asearle la herida. El resto del cuerpo, aunque apestara, podía aguantar hasta el día siguiente… o tal vez no.

Kier despertó ante el primer roce húmedo de la suave tela, entreabrió los párpados y sonrió, feliz de verla a su lado.

—Padre no curado bien tu herida —gruñó ella.

—No fue culpa suya. No sé por qué, pero mi cuerpo pareció dejar de funcionar mientras estuve en la ciudad de piedra; no podía respirar, la comida me daba arcadas, me sentía tan cansado… —comentó apenas consciente de lo que decía. El suave roce de las manos de la dríade, unido a su esencia única acariciándole los sentidos, le embriagaba de tal modo que se mecía en un letargo extasiado del que no podía, ni quería, salir.

—Padre debió cuidarte mejor.

—Tu padre me procuró el mejor médico del reino, no fue culpa suya que la herida se abriese y tuviera que volver a coserla —musitó cerrando los ojos. No le gustaban muchas de las cosas que había hecho Iolar, pero tenía que reconocer que se había preocupado por mantenerle sano.

—¿Por qué se abrió herida?

—No lo sé, no se curaba bien, imagino que al caminar por el adarve se volvió a abrir, no lo recuerdo —musitó adormecido—. Iolar quiso que me quedara hasta recuperarme, pero yo no quería esperar más. Sabía que solo tu mirada podría curarme y hacer que mi corazón siguiera latiendo. Tu padre lo entendió y me acompañó hasta aquí. Es un buen hombre, a veces.

—No es mi mirada lo que cura a ti, sino mis manos y mis plantas —replicó enfurruñada, aunque secretamente conmovida por sus palabras—. Ahora, no muevas. —Cogió una escudilla tapada con un trozo de tela que había dejado apartada.

Kier arrugó la nariz cuando ella la destapó y le llegó el fuerte tufo de la consuelda mezclada con corteza de sauce y otras plantas de olor amargo. Sabía que le escocerían de forma desagradable en cuanto tocaran su piel lacerada.

—No gimotees como cachorro —le reprendió Aisling al ver su gesto—. Te hiciste herida por defenderme. Respétala.

Kier asintió y poco después una sonrisa se dibujó en su rostro. El emplasto escocía condenadamente; ella se lo aplicaba sin dejar de gruñir, y todo volvía a ser como siempre.

Sus manos acariciándole la piel, su canción susurrada, su cabello haciéndole cosquillas en el pecho.

Sí, todo había vuelto a la normalidad. Y con este pensamiento se quedó dormido.

* * *

Un roce frío y húmedo sobre su torso le hizo fruncir el ceño. Apartó la molesta caricia de un manotazo y continuó durmiendo.

Un nuevo roce, fastidioso e inesperado, en esta ocasión sobre su frente, le hizo gruñir.

—¿No me vas a dejar en paz siquiera una noche? —musitó, revolviéndose—. Estoy harto de inútiles curas, aleja ese trapo de mí y déjame dormir —gimió enfurruñado a la criada invisible que jornada tras jornada le aseaba. No le gustaba que le tocasen, ni que le alimentasen con esos caldos repugnantes; solo quería dormir y soñar. Soñar con un bosque encantado en el que una mágica dríade cantaba feliz a los robles mientras le miraba sonriente.

A la criada no le debió sentar bien su exabrupto, porque lo siguiente que Kier sintió fue una buena cantidad de agua gélida derramándose sobre él.

—¡Cristo! —jadeó sacudiendo la cabeza, esparciendo cientos de gotas a su alrededor al hacerlo—. ¿Qué puñetas haces? —la imprecó apoyándose en los codos y abriendo los ojos, furioso.

Y fue en ese instante, despierto por fin, cuando se percató de que ya no estaba en el castillo. Y que no era una criada quien le aseaba.

—Yo no hago puñetas —replicó Aisling de pie frente a él con la espalda muy recta y la mirada afilada—. Apestas. Quien lava a ti en ciudad de piedra no hace bien su trabajo, deja hedor en ti —afirmó enfadada olisqueándole.

Kier olfateó con fuerza su cuerpo. Era cierto que no olía precisamente a eucalipto, pero tampoco apestaba tanto, al menos ya no. Cuando Aisling le curó, también le había aseado, y ahora solo percibía en su persona un ligero tufo a humanidad encerrada, a humo y a afeites. Nada fuera de lo normal en un habitante de la ciudad de piedra. De hecho, había olido así toda su vida, al menos hasta que fue a caer en el bosque. Entonces todo había cambiado, incluso su olor.

¿Por qué no se había dado cuenta de eso antes?, pensó intrigado. Qué había cambiado en su interior para que lo que siempre había sido normal en esos momentos le hiciera arrugar la nariz, asqueado.

Levantó la mirada y observó a su enfurruñada dríade. Ella se mantenía erguida, con los labios apretados en una mueca de desdén y los brazos cruzados sobre el pecho. Aferraba en una de sus manos un recipiente vacío, que probablemente minutos antes contenía la gélida agua del río Verdugo.

Parpadeó rápidamente conteniendo un escalofrío cuando un soplo de aire acarició su pecho empapado. Era noche cerrada, apenas podía percibir el contorno de los robles y ella ¡le había tirado encima una escudilla de agua helada!

—¿Y no puedes, por todos los demonios, esperar a que amanezca? Entonces iremos al río y me bañaré, te lo prometo —protestó volviendo a tumbarse.

Puede que el costado ya no le doliera y que sus músculos no temblaran incontrolables, pero seguía sintiéndose exhausto y ahora que por fin estaba en casa, cómodamente tumbado sobre la hojarasca, respirando el límpido aire del bosque y con su preciosa dríade junto a él, no se sentía con fuerzas para mantener los ojos abiertos. Solo necesitaba unos instantes más de reposo y volvería a sentirse él mismo.

—¡No! No espero a amanecer. Apestas ahora —gritó ella tirándole sobre la cara un lienzo mojado.

—¡Por los clavos de Cristo, Aisling! No huelo mucho peor que tu padre cuando te visita y a él no le obligas a bañarse a media noche en agua helada —replicó quitándose de un golpe el trapo de la cara, furioso porque, aunque no pensara dar su brazo a torcer, sentía que ella tenía razón.

Ahora que estaba despierto y con los sentidos excitados, no soportaba el tufillo a ciudad que impregnaba su piel. Aunque hubiera olido así toda su vida.

Aisling arqueó una ceja, inclinó la cabeza y descruzó los brazos. Luego se arrodilló hasta que su rostro quedó a un suspiro del de Kier y susurró:

—A padre no quiero follarle.