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ÉRASE UNA VEZ LA MIRADA DE UN HOMBRE EN LOS OJOS DE SU AMADA.
14 de tinne (julio)
Una caricia, tan sutil que era casi etérea, recorrió el costado de Kier. Este se dio la vuelta hasta quedar colocado de lado, apartándose. Un nuevo roce, esta vez sobre la espalda, hizo que el hombre despertara. Una sonrisa perspicaz se reflejó en su rostro, pero continuó con los ojos cerrados, haciéndose el dormido. Un ligero azote cayó sobre sus nalgas desnudas.
Kier abrió los ojos a la vez que apretaba los labios para impedir que una carcajada divertida emergiera de ellos. Aisling dormía a su lado, no quería despertarla. Bostezó silencioso y se desperezó con cuidado, estirando sus extremidades hasta tocar las paredes rugosas que lo rodeaban. En el mismo momento en que las yemas de sus dedos rozaron la madera viva, finos tallos se enredaron en sus manos, saludándole. Lanzó un beso hacia el cielo de ramas que le protegía de la luz del sol y después se sentó sobre el lecho de vestidos en el que dormía.
La fina cortina de flexibles ramas que cada ocaso cubría la entrada de la gruta arbórea se abrió, mostrándole una nueva mañana. Gateó hasta allí con cuidado de no despertar a su preciosa dríade, cogió una cesta tejida con tallos de juncos y comenzó a descender de los árboles gemelos, no sin antes depositar un cariñoso beso en cada uno de los troncos que conformaban el dintel de la cueva.
Se había acostumbrado a la curiosidad mimosa de Milis y Grá. Eran los robles más afables de todos cuantos residían en aquel bosque.
La primera vez que había despertado en la cueva, se había deslizado en silencio hasta la fronda para recoger frutos con los que ofrendar un desayuno a su sorprendida dríade, y ella había recibido el regalo riendo y dando pequeños gritos de alegría, como si fuera lo más maravilloso del mundo… y desde entonces, los robles gemelos le despertaban al rayar el alba. Kier imaginaba que Milis y Grá se complacían en ayudarle a llevar a cabo su ritual de cada amanecer y él, tras los primeros sobresaltos al sentir sus caricias de buena mañana, se había acostumbrado a despertarse con sus roces.
Apenas tardó un minuto en tocar el suelo; subir y bajar por las gemelas era tan sencillo como esperar a que estas bajaran sus ramas o hincharan los nudos de sus cortezas. Palmeó sus troncos en silencioso agradecimiento y se internó en la espesura del bosque. No tardó en encontrar un arbusto enorme colmado de rojas grosellas. Recogió unos cuantos racimos y continuó su búsqueda hasta encontrar un buen puñado de arándanos azules; poco más allá una zarzamora expuso ante su vista sus frutos negros y maduros, tentándole. Depositó en la cesta las moras y los arándanos junto a las grosellas y admiró el colorido salvaje y luminoso de las frutas.
En sus paseos por el bosque, cuando aún no conocía a Aisling, este le había parecido siempre igual, verde y marrón, sin más matices. Ahora comprobaba atónito que era un lugar lleno de color y aromas. Inhaló profundamente el aire que le rodeaba. La esencia de los distintos árboles, matorrales y frutos entró en sus pulmones, expandiendo su torso y llenándolo de una vitalidad imparable. Se sentía más fuerte que nunca en su vida. Más despierto. Más vivo.
La energía recorría su cuerpo cuando regresó a la cabaña entre robles. Trepó hasta ella sin apenas esfuerzo y se coló en su interior. Durante un instante las cortinas ramosas permanecieron abiertas, dejándole contemplar extasiado el cuerpo dormido de su dríade. Luego volvieron a cerrarse, dejando algunos resquicios entre las hojas, permitiendo que la tonalidad dorada de los rayos del sol bañara el interior del lugar.
Dejó la cesta en un extremo y gateó hasta el lecho donde le esperaba, aún dormida, la mujer más especial que había conocido nunca. Se acurrucó junto a ella y la observó con una intensidad rayana en la adoración.
Aisling era la criatura más hermosa del universo, una creación tan exquisita que, estaba seguro, había sido moldeada por el mismo Dios para recrearse con su visión desde el cielo. Pero no eran sus facciones perfectas ni su cuerpo sublime los que le habían hechizado. Era ella. Solo ella. Su manera de ser, de actuar, su sinceridad espontánea, su risa musical, su manera de mirarle, de entenderle, de aceptarle. Con ella se sentía especial, único. Aisling le juzgaba y valoraba por lo que veían sus ojos, no por lo que escuchaba en labios de otras personas ni por la profesión que había elegido para ganarse la vida. Claro que, allí, no había nadie que le fuera contando chismes sobre él, ni tampoco él había sentido la insana necesidad de mostrarle el repertorio de falos de cuero que vendía para sobrevivir, ni mucho menos de enseñarle cómo usarlos a cambio de unas pocas monedas.
En el bosque usaba su capacidad para tallar madera en dar forma a preciosas estatuillas de los lobos y de la mujer a la que no podía dejar de mirar embelesado. Aisling alababa cada una de sus creaciones, sorprendiéndose por cada rasgo cincelado y acariciando cada figura con trémulos y reverentes dedos, como si fuera la mayor obra de arte que se hubiera creado nunca. Y Kier se sentía estallar de dicha al ver la mirada orgullosa que ella le dedicaba.
Pero necesitaba más. Necesitaba que ella le admirase no solo por sus tallas, sino por… todo. Necesitaba igualarse a ella en su pericia al interactuar con el bosque. Necesitaba no depender de ella para conseguir alimentos, para sobrevivir en esa fronda mágica. Necesitaba que la joven le viera como un hombre capaz de cuidar de ella, como a un macho al que admirar y del que sentirse orgullosa. Estaba decidido a demostrarle que él era el único hombre que podía tener el privilegio de entrar en su corazón. Y parecía que los robles habían decidido ayudarle.
Las raíces ya no surgían a su paso haciéndole tropezar y las ramas no se enganchaban en su pelo haciéndole gemir de dolor. Cuando paseaba por el bosque las bayas y frutos salvajes brotaban a su paso, permitiéndole llenar con rapidez la cesta, e incluso los irreverentes sauces llorones de la ribera del río le prestaban su ayuda, hundiendo sus ramas colgantes en el agua y permitiéndole asirse a ellas cuando sentía que no podía seguir flotando. Aunque ya apenas le hacía falta, casi había aprendido a nadar. Una cosa más por la que la mirada orgullosa de Aisling recaía exclusivamente en él.
Suspiró, satisfecho por sus progresos, y se puso de lado para quedar frente a la muchacha. Seguía dormida. Posó una de sus callosas manos sobre el muslo de la joven, lo acarició con suavidad hasta llegar a la corva de la rodilla y luego tiró de ella, acercándola a él.
La muchacha murmuró somnolienta, pero colocó la pierna de manera que le envolviera las caderas, y gimió complacida cuando el endurecido pene se acunó contra el valle entre sus muslos.
—Hola —susurró abriendo los ojos para mostrarle sus preciosos iris, negros como la noche.
—Hola, princesa —la saludó Kier, perdido en la profundidad de su mirada. Acercó los labios a la tentadora boca de la dríade y depositó en ella un suave beso—. ¿Has soñado conmigo esta noche? —le preguntó como cada mañana desde que, al despertar la primera vez juntos, ella le había contado que había soñado con él.
—Sí. Todas las noches sueño contigo —respondió ella pasando uno de sus brazos por la cintura del hombre y pegándose más a él.
Era extraño. Estaba con él durante el día, dormía junto a él cada noche y, aun así, en el momento en que cerraba los ojos, comenzaba a soñar con él. Como si ni siquiera dormida pudiera alejarse de él.
—Cuéntame qué has soñado —solicitó Kier a la vez que recorría con la mano la espalda de la joven, deteniéndose para solazarse en las suaves nalgas.
—Había un tejo en el claro —dijo Aisling presionando con el talón de su pie el trasero del joven, instándole a moverse contra ella.
Kier obedeció, dobló la rodilla e introdujo uno de los muslos entre las piernas femeninas, abriéndola para él. Posó una de sus fuertes manos sobre el final de su espalda y presionó, acoplándola a él. Unió sus pieles hasta que ni una brizna de hierba pudo pasar entre ellas y, a continuación, comenzó a frotar su erección contra la vulva humedecida.
—¿Un tejo? —jadeó Kier alzando una ceja, confuso. Eso era nuevo. No había tejos en el bosque.
—Sí, un tejo. Enorme y fuerte —explicó ella moviéndose contra él, introduciendo una mano entre sus cuerpos para buscar aquello que la estaba torturando y colocarlo en el lugar que correspondía.
—¿Qué hacía el tejo en nuestro bosque? —preguntó Kier sujetándole la muñeca y tirando de ella hasta retirarla de su ingle, impidiéndole llevar a cabo su propósito. No iba a permitir que la impaciencia de Aisling le hiciera apresurarse.
—Estaba rodeado de niñas. Unas subían a sus ramas y otras jugaban sobre sus raíces —explicó Aisling prodigándole un pellizco en el brazo por haberle vetado tomar lo que era suyo por derecho.
—¿Niñas? ¿Nuestras hijas? —preguntó Kier con una mirada esperanzada que Aisling no llego a ver.
—No lo sé —gimió ella meciéndose contra él.
—Aisling, cuéntame el sueño en el que aparezco yo —le rogó Kier, insólitamente decepcionado por su respuesta.
—Ese es tu sueño. Tú eres tejo —afirmó Aisling besándole. Kier arqueó las cejas interrogante. Él, ¿un tejo?—. Tejo es fuerte —aseveró, acariciándole la espalda y las nalgas—. Cuidas de niñas que te rodean, eres sabio y paciente —jadeó cuando comenzó a penetrarla lentamente—. Eres valiente, resistes el viento y la tormenta, nada puede hacer que te asustes y huyas —afirmó fehaciente, y mientras ella hablaba, Kier continuó introduciéndose en ella.
Presionó con lentitud hasta quedar enterrado por completo, y luego se detuvo, escuchándola ensimismado sin dejar de observarla.
—Ramas de tejo son robustas, como tus brazos —afirmó sintiéndole dentro de ella, y no solo físicamente—. Yo me refugio bajo tus ramas; tú proteges del sol y la lluvia, del peligro y la tristeza —jadeó cerrando los ojos.
—Aisling, abre los ojos. Mírame —suplicó él. No sabía por qué, pero necesitaba perderse en su mirada.
Ella obedeció y Kier parpadeó atónito; los iris de su dríade, un momento antes tan oscuros como una noche sin luna, se iban tiñendo poco a poco del color de la hierba, tornándose verdes, hasta que todo el iris, menos una pequeña línea negra que lo circundaba, cambió de color.
—Tú soñado conmigo, ¿sí? —preguntó Aisling retirando con dedos trémulos un mechón de pelo que había caído sobre la frente de Kier.
—Sí —susurró él meciéndose contra ella, empujando con delicadeza en las profundidades del cuerpo femenino y no solo con su pene—. Te he visto caminando bajo los rayos del sol de la mañana, corriendo feliz entre las brumas que preceden al ocaso, sentada bajo tu roble, junto a mí, durante la noche, con el vientre hinchado y una sonrisa en los labios —afirmó al borde del éxtasis al rememorar el sueño—. Yo estaba a tu lado, bebiendo de tus sonrisas y perdido en tu mirada. Reposaba mi cabeza sobre tus muslos y escuchaba tu risa musical mientras las hojas de tu roble se mecían sobre nosotros. —«Y besaba tu vientre, con el oído pegado a tu ombligo para escuchar el susurro de la nueva vida que se gestaba en tu interior», recordó sin atreverse a decirlo en voz alta—. Después te envolvía entre mis brazos y tú te quedabas dormida sobre mí, acurrucada segura y dichosa sobre mi regazo.
Kier calló, absorto de nuevo en el sueño que había trazado un sendero de esperanza en su futuro. Continuó meciéndose en ella en silencio. Entrando y saliendo de su interior lentamente, haciéndola jadear bajo sus delicadas embestidas. Sin dejar de mirarla.
Cuando el placer llegó a su punto más álgido, mantuvo los ojos abiertos, fijos en los de su dríade. Cuando un orgasmo arrebatador comenzó a forjarse en su cuerpo, continuó mirándola, deleitándose con el verde vital de sus iris, esperando ver en ellos el destello luminoso que le indicaría que el cuerpo de la joven estaba tan al límite como el suyo propio. Y cuando ese destello refulgió en la mirada de su amada, aumentó la fuerza de sus acometidas y la velocidad de sus movimientos, hasta explotar en un orgasmo sobrecogedor que lo llevó a derramarse dentro de ella.
No fue solo su simiente lo que vertió en el interior de su dríade.
Aisling estalló en un intenso éxtasis al sentir la semilla del hombre entrar en ella, un éxtasis arrebatador que recorrió su cuerpo al percibir que no era solo su semilla lo que irrumpía en ella. La propia esencia de Kier, poderosa y espléndida, dulce y tenaz, la penetró por completo, se filtró a través de su sangre e invadió su corazón, acoplándose a él, formando parte de él.
Observó los ojos del hombre que había conquistado su alma. Habían cambiado, ya no eran únicamente del color de las hojas en primavera. Sus iris esmeralda estaban circundados por una línea negra, tan negra como oscuros habían sido sus propios ojos antes de que él entrara en ella.
—Aisling… tus ojos —musitó Kier acariciándole los pómulos con dedos temblorosos.
Estaba frente a ella, aún dentro de ella. La abrazaba, con una mano posada en su espalda mientras con la otra recorría embelesado sus hermosos rasgos.
—¿Son verdes? —le preguntó la joven aunque conocía la respuesta.
—Sí —asintió él contra sus labios, besándola con pasión y reverencia—. Los rodea una delgada línea negra.
—Son iguales que los tuyos —afirmó ella acurrucándose contra él.
Kier parpadeó confuso; nunca había visto sus ojos reflejados en un espejo de bronce bruñido, solo los ricos podían contar con tales lujos, pero su madre siempre le había dicho que eran verdes. Solo verdes. La observó atentamente, tratando de recordar algo que ella le había explicado sobre las dríades hacía más de una semana.
—La mirada del hombre está en los ojos de la dríade y la de la dríade en los del hombre. —Recordó en voz alta—. ¿He entrado en tu corazón, Aisling? —preguntó, temiendo, y a la vez deseando, escuchar su respuesta.
—Sí. Yo entro en el tuyo y tú en el mío —afirmó ella con certera seguridad.
Kier estalló en una alborotada y dichosa risa a la vez que la abrazaba con fuerza.
—Eres mía, Aisling. Solo mía. No te voy a dejar escapar nunca —sentenció besándola.
Aisling sonrió, asustada y feliz, ante el arrebato posesivo del hombre.
Su gesto pasó inadvertido ante la mirada exultante de Kier.
Permanecieron abrazados hasta que la luz del sol de mediodía se coló entre la cortina de ramas entrelazadas que Milis y Grá mantenían cerrada, a pesar de la tardía hora.
Aisling se dejó caer de espaldas sobre el lecho de vestidos y gimió al sentir que el pene, de nuevo erecto, abandonaba su interior.
—Espera, no te alejes todavía. Aún es pronto —suplicó él colocándose sobre ella y volviendo a penetrarla.
—¡Oh! —jadeó atónita llevándose las manos al pubis.
—¿Te he hecho daño? —Kier se retiró asustado.
—No. Es solo que… ¿ya? —inquirió mirando el cielo de ramas que les cubría. Las hojas le respondieron con crujidos alborotados y felices.
—¿Qué te ha pasado, Aisling? Dímelo.
—Yo… —hizo una breve pausa asustada—. Bésame —le suplicó ignorando su ruego.
Kier la contempló pensativo, reparó en que se acariciaba el vientre, y entornó los ojos, sagaz. Posó la palma de su mano sobre la de Aisling y la envolvió entre sus dedos. Ella tragó saliva, temerosa, y Kier escrutó sus iris, ahora verdes, intentando descubrir qué intentaba ocultarle. Un recuerdo atravesó fugaz su mente, el deseo de ver su sueño hecho realidad irrumpió con fuerza en su alma. Lo apartó a un lado. Ella no podía saberlo todavía. Ni siquiera una dríade podía percibir el momento en que concebía. ¿O sí?
—Como desees —susurró Kier y, accediendo al deseo pronunciado por su dríade, la besó en los labios, volcando en ese ósculo todos los sueños y la pasión que crecían en su mente en ese momento.
Aisling atrapó sus labios, aplacado su temor al ver contenida la pregunta en los ojos del hombre, y lo abrazó con fuerza, recibiéndole dichosa en su interior.
* * *
Tiempo después, cuando la tarde comenzó a caer para dar lugar a la noche y Kier se alejó del claro para cumplir sus necesidades, Aisling volvió a posar la mano sobre su vientre.
—No se lo digas, aún no —susurró su madre en su mente—. Disfruta de él ahora, antes de que lo sepa y cambie como hizo tu padre. Y mientras saboreas la vida junto a él, prepárate para echarle del claro cuando llegue el momento en que quiera dominarte y convertirte en su esposa. Prepárate para luchar contra él cuando decida llevarte a la ciudad de piedra.
—Kier es distinto a los demás hombres —susurraron a la vez las hojas de las gemelas, Milis y Grá. Eran los únicos árboles del bosque que llamaban al hombre por su nombre—. No te abandonará ni te obligará. Él nos prometió que no te haría daño. Lo juró envuelto en nuestras ramas.
—Todos huyen, todos abandonan, todos obligan. Ninguno distinto —siseó feroz Darach desde su roble retorcido y desnudo de hojas—. Todos entran en nuestro corazón y luego lo rompen en pedazos.
Una imagen penetró en ese momento en la mente de Aisling: ella misma con un bebé en brazos mientras Kier la miraba orgulloso. Desvió la mirada hacia Dorcha, la loba se acercó hasta ella y lamió con cariño su cara. Su amiga confiaba en Kier.
Un gruñido de Blaidd seguido de una nueva imagen en su mente la hizo jadear sobresaltada: Kier de pie en un extremo del claro. Peleando con Iolar. Las manos de ambos manchadas de sangre. Kier empujando a Iolar fuera del claro y regresando hasta ella, orgulloso y protector. Aisling miró al lobo, asombrada. Blaidd, que nunca había tenido demasiado aprecio a Kier, le aseguraba que el humano la protegería de las fechorías de su padre, que volvería a ella.
Aisling se levantó y recorrió el claro pensativa. Los susurros de los robles, la pena que destilaba la voz de su madre, la rabia en la de Darach, la seguridad de Milis, Grá y los lobos…
No sabía qué hacer, qué pensar, qué decidir.
Se volvió a su izquierda cuando un ruido llamó su atención, Kier regresaba, sonreía feliz mientras la miraba como si quisiera devorarla a besos. Admiró su fuerte cuerpo, que poco a poco se había ido recuperando de las heridas. Se solazó con la sonrisa depredadora del hombre. Se recreó en su caminar desenfadado y seguro. Adoró lo que había en el interior de su amado.
No. No se lo diría todavía.
Él no intentaría cambiarla como hizo Iolar con Fiàin. Intuía que no la abandonaría como le había pasado a Darach con su amado, pero aun así esperaría para decírselo.
Esperaría hasta tener la certeza de que él la aceptaba como era. Completamente.
Y después… después atesoraría cada momento a su lado, guardaría cada segundo en el interior de su memoria y, cuando él envejeciera y la abandonara, envuelto en los brazos mortales de su humanidad, lloraría por él en el interior de su roble, arropada por sus recuerdos, hasta olvidar que un día fue casi humana.
Que un día amó a un mortal.