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ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE VALIENTE QUE UN MAL DÍA APRENDIÓ LO QUE ERA EL MIEDO.

15 de duir (junio)

Kier partió de Olla del Verdugo poco después del amanecer. El viaje que le esperaba duraría al menos un par de horas a buen paso, y no quería llegar tarde. Recorrió la Cañada Real con zancadas largas y seguras, satisfecho de haber elegido esa hora temprana.

Cuando el sol se encumbró en el cielo, llegó al enorme tocón cubierto de musgo en el que habitualmente citaba a sus damas. Se sentó en él con un gesto de complacencia. Algunos hombres preferirían sentarse en duros sitiales, acompañando como perros falderos a los prohombres bajo el techo de los grandes señores. Otros darían su vida por posar sus insignes traseros en diminutos escabeles en el interior de salones con paredes forradas de tapices, junto a los pies de los poderosos y, cuanto más cerca del suelo, mejor; así no tendrían que agacharse para lamerles las botas.

Él no.

Él era feliz allí, sentado sobre el mullido musgo, en la linde del bosque, con el viento susurrando entre las ramas de los árboles, el zumbido de las abejas afanándose en conseguir polen y el agradable piar de los pájaros que las acechaban. Con el sol luciendo sobre su cabeza y el horizonte mostrándose ante él vasto y acogedor. Tenía el mundo al alcance de sus manos, solo tenía que levantarse del tocón y dejar que sus pies le guiaran libres por la Cañada Real para llegar a cualquier lugar que pudiera desear. Y eso sería lo que haría en cuanto su compradora llegara y la aligerara de las monedas que guardaba en su bolsa de brocado.

Dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta, observó perezoso los árboles que conformaban los límites del bosque prohibido y luego desvió la mirada hacia la extensa llanura, apenas salpicada de unos pocos matorrales, que lindaba con el otro margen de la cañada. Se rascó la barbilla rasposa, pensativo; el contraste entre ambos lados del polvoriento camino era excesivo. En apenas pocos metros, la frondosidad salvaje del bosque se convertía en verdes prados. Quizá sí había algo de cierto en los rumores que corrían por la aldea y que aseguraban que el bosque era un lugar mágico. O tal vez solo fuera que la cercanía de las montañas que rodeaban la fronda y, por ende, de los riachuelos que bajaban por ellas, dotaba a la tierra de la humedad necesaria para dar vida a los enormes árboles que colmaban la floresta. Fuera como fuese, no podía negar que, en ocasiones, se sentía observado… aunque nunca había visto a nadie allí.

Levantó la cabeza y observó con ojos entrecerrados la posición del sol en el cielo. Se acercaba el momento. Desató lentamente los cordones del chaleco de cuero desgastado que llevaba puesto y colocó la prenda de tal manera que dejara a la vista su torso velludo. A la duquesita le gustaba mirarle, y eso siempre repercutía en alguna moneda extra. Sonrió recordando su última proposición: «Fóllame y te daré lo que me pidas». Casi se había sentido tentado de ponerle precio a su propia polla, lástima que fuera incapaz de empalmarse con las damiselas de la realeza.

Cualquier hombre estaría más que dispuesto a joder con la dama, sobre todo a cambio de unas cuantas monedas. Pero Kier, que había estado en más ocasiones de las que quería recordar bajo su falda, que había olido su fétido aroma hasta casi vomitar y que había sentido en las yemas de los dedos la rugosidad costrosa de su piel, sabía que el dicho «no es oro todo lo que reluce» era excesivamente veraz cuando de la nobleza se trataba.

Se levantó del tocón y se dirigió hasta la primera línea de árboles del bosque. Acababa de divisar en el horizonte la pequeña nube de polvo que anunciaba la llegada de la dama y su jamelgo.

En el momento en que sus pies pisaron las hojas caídas de los eucaliptos que conformaban la frontera prohibida, un golpe cayó sobre su cabeza. Intentó darse la vuelta para ver quién le atacaba, pero no le dio tiempo; una fuerte patada en la espalda lo tumbó de bruces en el suelo. Rodó sobre sí mismo hasta quedar bocarriba e intentó responder al ataque.

Se detuvo en seco al ver que sus agresores vestían la sobreveste roja de la guardia.

Su respiración se aceleró, consciente de lo que le esperaba.

La misericordia nunca había formado parte de las órdenes del rey. Le quedaba un instante de vida, el que tardaran los guardias en desenvainar sus espadas y cercenarle la cabeza.

Esperó impasible el golpe de gracia, no pensaba pedir clemencia cuando sabía que no le iba a ser concedida. Pero nadie desenvainó su arma. Al contrario. Una lluvia de golpes le cubrió el cuerpo. Las pesadas botas de los soldados impactaron contra su estómago, sus costillas, su entrepierna. Se colocó de lado, adoptando una posición fetal, intentando exponer menos partes de su cuerpo, y entonces los golpes volaron sobre su espalda, sus nalgas, sus piernas, su cabeza… hasta que perdió el conocimiento.

* * *

«Despierta, Aisling. Él está en peligro».

Aisling se incorporó asustada de su nido entre los robles. Se asomó a la cueva formada por las ramas de los árboles y escuchó atentamente los murmullos del bosque. Unos la instaban a despertarse y acudir presurosa a la linde, otros gemían asustados. De repente un rumor se alzó sobre el resto. Un susurro potente y severo que le ordenaba permanecer donde estaba, alejarse del peligro y de los hombres.

Aisling lo ignoró.

Bajó con premura al suelo y una vez allí emprendió veloz carrera. Blaidd y Dorcha la siguieron silenciosos. Los tres amigos atravesaron raudos el mágico claro central del bosque, recorrieron impacientes las ondas concéntricas de robles que lo rodeaban y llegaron hasta las filas de serbales que avisaban del final del límite mágico. La joven redujo su vertiginosa carrera al internarse entre estos, consciente de la cercanía de la cañada Real y del peligro que esta suponía.

* * *

Un chorro de tibio líquido cayó sobre el rostro de Kier, arrancándolo de la grata inconsciencia en la que estaba sumido. Cada una de las heridas de su magullada cara comenzó a escocerle con ardor inusitado, como si le hubieran echado sal encima de ellas. Intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. Quiso llevarse las manos a la faz para comprobar si no podía abrirlos porque estaban hinchados… o por otro motivo que prefería no pensar. Pero no pudo, estaban atadas a algo que le impedía moverse. Apretó la mandíbula, aterrorizado, y se esforzó por parpadear. Al tercer intentó lo consiguió. El escozor se convirtió en dolor cuando las gotas alojadas sobre los párpados cayeron sobre su retina. Masculló un juramento, y de nuevo el líquido cayó en su rostro, esta vez sobre su boca. Escuchó las roncas carcajadas de los soldados y sacudió la cabeza, asqueado al percatarse de que le estaban bañando en orina. Escupió con fuerza, ignorando el agudo dolor que laceraba todo su cuerpo. Abrió los ojos, furioso, y pudo ver de pie frente a él las formas borrosas de aquellos que se reían socarrones.

—Ya despertó el puto —comentó el que parecía estar al mando mientras se guardaba la verga en las calzas.

Kier observó al soldado; las nubes que oscurecían su visión poco a poco se iban difuminando, permitiéndole ver rostros y colores. No le reconocía. No era Gard, el capitán de la guardia, y se alegraba de ello. A Gard jamás podría sobornarlo, pero al que estaba frente a él quizá sí.

—Quizá podríamos llegar a un acuerdo… —consiguió apenas vocalizar. Tenía la boca hinchada. Escupió, el repugnante sabor de la orina inundaba su paladar—. Si me soltáis…

—No te molestes en gastar saliva. Hemos cogido todo lo que había en tu talega. Además, nos han pagado con generosidad; no precisamos más. Curioso el oficio al que te dedicas, no me extraña que el jefe esté furioso contigo. A ningún hombre le hace gracia ser comparado con los falos que fabricas —dijo divertido el cabecilla a la vez que golpeaba con saña los riñones de su prisionero.

Kier apretó los dientes para no gritar de dolor. Inspiró e intentó calmar su horrorizado corazón. Podía darse por muerto. Los maridos de sus compradoras no le perdonarían que hubiera hecho tratos con ellas, aunque jamás se las hubiera follado. Tendría suerte si solo se limitaban a cortarle la cabeza.

Estaba perdido.

Observó a su alrededor, buscando una cara amiga, una salida milagrosa a su desesperada situación.

Estaba en la llanura, oculto tras unos matorrales. Le habían ligado los tobillos y las muñecas a unas estacas clavadas en el suelo. Tenía las extremidades abiertas en cruz, los músculos de brazos y piernas le ardían por la tensión a la que estaban sometidos. Y estaba completamente desnudo.

—¿No te han dicho nunca que no debes meter tu sucia polla en el coño de las damas? —comentó el cabecilla divertido.

Kier se negó a contestar. Sus ojos recorrían veloces los fuertes nudos que le apresaban, para un instante después mirar alrededor en busca de una ayuda que sabía no llegaría.

—Puedes gritar todo lo que quieras, no hay nadie cerca que pueda socorrerte —comentó el hombre extendiendo la mano derecha. Uno de sus compañeros colocó el mango de un látigo en ella—. El jefe me ha encargado que te arranque la polla y los huevos a latigazos. Después cumpliré las órdenes de nuestro amado rey Impotente y te llevaré al bosque para cortarte la cabeza y arrancarte el corazón. Sabes, creo que voy a disfrutar con este encargo. Hay bastante material con el que trabajar —comentó señalando con la mirada los genitales de Kier.

* * *

Aisling tembló ante el primer grito de dolor que reverberó desde el lado opuesto de la cañada Real. Apresuró sus pasos hasta llegar a un delgado eucalipto al que trepó con premura y observó desde allí la llanura que comenzaba al finalizar el camino de tierra.

Unos cuantos soldados, no más de seis, rodeaban a alguien que estaba tumbado en el suelo. Se mordió los labios, asustada. Su madre le había prevenido miles de veces sobre abandonar la seguridad de su círculo mágico de robles en el interior del bosque, y ella nunca le había hecho caso; se sentía protegida entre los árboles comunes. Pero más allá de ellos, tras el polvoriento camino, no había ningún lugar en el que ocultarse salvo escuálidos matorrales. Un nuevo grito, esta vez más penetrante y desesperado, le hizo decidirse. Bajó de un salto de la rama en la que estaba acuclillada y se dispuso a traspasar el límite del bosque prohibido.

Blaidd y Dorcha se colocaron ante ella, impidiéndole el paso. Una imagen penetró en su mente: ella misma, sola, en la cañada Real, mientras su padre se acercaba veloz montado en su caballo. Se inclinaba sobre ella. La aferraba por la cintura. La tumbaba sobre el lomo del inmenso corcel, atada de pies y manos, como había hecho con su madre, para llevarla al horrible lugar gris hecho de piedras.

La muchacha sacudió la cabeza para alejar la terrorífica imagen, y gruñó a Blaidd, enfadada por lo que este la había obligado a ver. Intentó esquivarle, pero él se mantuvo firme en su empeño de impedir que saliera del bosque. La miró impasible y mandó otra imagen a su cerebro: Fiàin perdida en la cueva humana. Arañando las rocas que conformaban su prisión. Intentando escapar sin conseguirlo. Agonizando lentamente lejos de sus amados robles.

La joven se apresuró a borrar ese pensamiento impuesto y mandó a su vez uno a sus compañeros: un hombre joven, maltrecho y herido. Ella misma sosteniendo su cabeza y curándole. Luego, él y ella, juntos, jugando en el claro del bosque, riendo, saltando, trepando a los árboles. Miró a sus dos amigos, y les hizo ver lo que había en su corazón con una nueva imagen: Blaidd y Dorcha, retozando sobre el suelo, peleando amigables, mientras ella les observaba apartada, tan distinta a ellos como la tierra del agua.

El intercambio de pensamientos entre los tres amigos apenas duró un minuto. El tiempo necesario para que Dorcha, comprendiendo lo que sentía Aisling, se alejara de Blaidd y se colocara al lado de la medio humana. Blaidd gruñó enfadado a su pareja, enseñó los dientes, furioso, y al final acabó por bajar la cabeza.

Un nuevo grito resonó en el bosque. Esta vez contenía tal agonía que sintieron el dolor en su propio cuerpo.

* * *

—Parece que esta vez he apuntado mejor —comentó el cabecilla observando satisfecho la herida abierta sobre el escroto, y los dos verdugones que cruzaban los genitales y la ingle del prisionero.

—Señor, quizá deberíamos cortarle la cabeza y luego arrancarle la virilidad a golpes. Así no gritaría —aconsejó un joven soldado pelirrojo con la repugnancia y la compasión rezumando en su voz.

—Tampoco sería tan entretenido, ¿no crees? —le respondió enfadado el líder sin mover la cabeza. ¿El estúpido soldadito pretendía acabar tan pronto con la diversión?

—Sí, señor. Pero… estamos muy cerca del bosque, sus gritos pueden atraer a… —lo intentó de nuevo, mencionando la leyenda que corría sobre el mágico paraje. El hombre debía morir, pero no estaba de acuerdo con el sufrimiento que le estaban provocando.

—¡No digas estupideces! En el bosque ya no vive la dríade, él se ocupó de matarla con sus atenciones, y si hubiera conseguido sobrevivir estaría encantada de ver sufrir a un hombre —afirmó el cabecilla.

Kier observó aterrorizado cómo el sádico volvía a levantar el brazo con el látigo en la mano. Tiró desesperado de las cuerdas que le mantenían preso cuando le vio apuntar sonriente a su entrepierna. Jadeó sobrecogido cuando la muñeca del hombre, con desesperante lentitud, comenzó a tomar impulso para lanzar sobre él el temido castigo.

Un movimiento tras el torturador llamó su atención.

Apenas pudo vislumbrar lo que pasó después.

Un borrón saltó sobre la espalda del soldado con vertiginosa rapidez, haciéndole perder el equilibrio y caer de rodillas en el suelo. Y mientras caía, el borrón se convirtió en una delgada joven que pateó con saña la mano que aún sostenía el látigo para a continuación saltar y colocarse sobre Kier. Cada uno de sus pequeños pies a un lado de sus caderas, las rodillas dobladas, el cuerpo inclinado hacia delante, los brazos paralelos a los hombros y las manos formando garras, protegiéndole.

—¡Estás muerta, puta! —aulló el cabecilla poniéndose en pie y cerniéndose sobre la joven dispuesto a golpearla.

No le dio tiempo.

Un enorme lobo gris saltó sobre él, le clavó las garras en los hombros y apresó entre sus afilados colmillos la garganta humana. Tiró de ella, arrancándole la tráquea.

El soldado cayó al suelo, su respiración convertida en un atormentado estertor que anunciaba una muerte rápida y angustiosa. El resto de la soldadesca observó aturdida la escena que acontecía ante sus ojos: el lobo gris gruñía, mostrándoles la sangre que manchaba sus poderosas mandíbulas y, tras él, la joven se afanaba en desatar al prisionero.

El más valiente de los soldados, o quizás el más estúpido, desenvainó su espada y dio un paso hacia el enorme animal. Un desgarrador dolor en la muñeca le obligó a soltar su arma. Otro lobo, algo más pequeño y de pelaje tan oscuro como la noche, le apresaba la muñeca entre sus fauces. Gritó aterrorizado y dio un paso atrás. El lobo negro soltó su presa para a continuación morder la empuñadura de la espada y arrastrarla hasta la mujer. Esta se apresuró a asirla y cortar con ella las ligaduras del prisionero.

Asustados por el giro de los acontecimientos, los soldados desenvainaron sus espadas, dispuestos a luchar por sus vidas.

—¡No! —gritó el joven pelirrojo que había intentado atenuar la tortura del prisionero—. Miradla bien. Es medio humana. Es a ella a quien el rey nos obliga a proteger cuidando las fronteras del bosque. No podemos atacarla. —Sus compañeros le miraron dubitativos—. ¿Queréis enfrentaros a la ira del rey?

Todos negaron con la cabeza sin dejar de mirar a la joven que en esos momentos tiraba de los brazos del prisionero, instándolo a levantarse.

Kier intentó ponerse en pie, pero sus maltratadas costillas y el lacerante dolor en la entrepierna le hicieron caer. Ella tiró de él de nuevo, exhortándole en silencio a levantarse, pero él no fue capaz de moverse. La opresión que sentía en el pecho le hacía casi imposible respirar y el dolor debilitaba cada uno de sus músculos. Estiró un brazo y ancló a la tierra seca sus antaño fuertes dedos, intentando alejarse de allí aunque fuera a rastras, pero al hacer fuerza, sintió que sus costillas cedían y presionaban sus pulmones. Se dejó caer de lado, evitando que el suelo tocara su flagelado sexo y cerró los ojos, a punto de desvanecerse.

Aisling comprendió que no podría esperar ninguna ayuda del torturado. Estaba al límite de sus fuerzas, quizá demasiado al límite. Miró a su alrededor, buscando una salida. Blaidd gruñía a los hombres, mostrándoles sus colmillos, su musculoso cuerpo presto para el ataque. Dorcha apoyaba a su pareja con idéntica postura y gruñidos.

La muchacha mandó desesperada un pensamiento a la loba, rezando para que lo sintiera a pesar del fragor de la caza que dominaba el cuerpo del animal.

Dorcha irguió las orejas, miró a su joven amiga y obedeció.

Kier jadeó de dolor al sentir las fauces de la loba aferrando su muñeca. A pesar del cuidado que intuía en la bestia, esta no había podido evitar clavar los afilados colmillos en su carne lastimada por las ligaduras. Unos dedos finos y suaves se posaron sobre sus labios, consolándole. Contempló a la dueña de aquella suavidad. Era una mujer muy joven, delgada como un junco y no muy alta. De cabellos castaños, piel tostada por el sol y penetrantes ojos negros. Y estaba totalmente desnuda. La joven le sonrió a la vez que un suave murmullo ininteligible escapaba de sus labios. Parecía una canción de cuna. Cuando le hubo tranquilizado, le aferró con ambas manos la muñeca que tenía libre.

Kier no pudo evitar gritar de dolor, cuando loba y mujer tiraron a la vez de sus brazos y comenzaron a arrastrarle sobre el pedregoso suelo. Sintió como miles de alfileres se le clavaban en la espalda, como las costillas se estiraban y descolocaban, como los genitales ardían a punto de desprenderse de su ingle.

Aisling escuchó aterrada el grito del hombre, seguido un segundo después por el gruñido furibundo del lobo gris. Levantó la mirada hacia los soldados: se habían reagrupado. Tres de ellos alzaban sus espadas hacia Blaidd mientras que los restantes descolgaban los arcos de sus hombros.

—No queremos hacerte daño, ni a ti ni a tus lobos —dijo lentamente el más joven de todos, un pelirrojo con cara afable—. Pero él ha infringido la ley y debe ser castigado. Suéltalo. —Aisling negó con la cabeza—. Yo mismo aplicaré el castigo, no le haré padecer más dolor —aseguró levantando las palmas de las manos.

Aisling redobló sus esfuerzos para llevar al prisionero hasta el bosque.

El pelirrojo negó con la cabeza.

El resto de los soldados se dispusieron a atacar.

Blaidd se lanzó sobre ellos en un ataque veloz, en el que arremetía y se retiraba con idéntica rapidez, mordiéndoles las piernas para a continuación colocarse tras ellos y lanzarles dentelladas al trasero. Los hombres se giraron y le atacaron. El lobo los esquivó sin dejar de mandar pensamientos apremiantes a su pareja y su amiga. Estas corrieron tan rápido como el peso muerto del hombre se lo permitió.

Atravesaron la Cañada Real, angustiadas por los aullidos de dolor que emitía el joven torturado. Se internaron en el bosque, siguiendo un sendero enmarañado de troncos caídos y matorrales salvajes que les ocultara en su huida y, mientras tanto, Blaidd, acorralado por los soldados, se vio obligado a huir.

Un pensamiento atravesó el cerebro de Aisling: una rama cayendo sobre la testa del hombre, silenciándole. Miró a Dorcha, ella también lo había visto. Blaidd les comunicaba que los gritos del herido habían puesto sobre su camino a los soldados. Sin pensárselo dos veces, Aisling posó la palma de su mano sobre la hinchada boca del joven y presionó. Él abrió los ojos con el dolor impreso en ellos. La vio colocarse un dedo sobre los labios, exigiéndole silencio. Apretó la mandíbula y asintió.

Loba y medio humana continuaron arrastrando al hombre entre la maleza mientras el lobo se ocultaba entre los árboles y atacaba por sorpresa a los soldados. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, estos les ganaban terreno.

Aisling miró desesperada a su alrededor. Habían dejado atrás los eucaliptos, alejándose de la linde del bosque, pero aún tenían que atravesar el anillo de serbales en que estaban inmersos. Sabía que estaba cerca de la salvación, pero si no se apresuraban, no llegarían. Redobló los tirones, intentando escapar del peligro. El hombre jadeó dolorido, pero se mantuvo en silencio. Unos minutos después vislumbró la hilera de robles.

Estaban cerca, tan cerca.

Fijó su mirada en los ojos del hombre y le mandó imágenes de hermosos robles y, tras ellos, un claro verde esmeralda bañado por los rayos del sol.

«Un poco más, aguanta solo un poco más».

Kier se mordió los labios para no gritar por el sufrimiento que le anegaba. Luchaba por mantenerse consciente, por no sucumbir al horrible tormento de sus costillas y genitales, porque si lo hacía, estaba seguro de que despertaría al cabo de un instante aullando de dolor, lo que indicaría a los soldados el punto en que se encontraban.

Un hoyo en el suelo hizo que Aisling tropezara y cayera de rodillas, golpeándole sin querer el costado.

Un desesperado alarido reverberó en el bosque.

Dorcha y Aisling tiraron con fuerza del macho humano, sin prestar atención a la hojarasca del suelo, dejando a un lado el sigilo que antes habían guardado. Ya era demasiado tarde para andarse con cuidado. El grito del joven había alertado sobre su posición.

La muchacha miró a los serbales, pronto entraría en el círculo de robles.

—¡Detente! —le gritó en ese momento el soldado pelirrojo, saliendo de entre los árboles a pocos metros a su izquierda—. No puedes escapar. Déjanos al hombre y vete —ordenó.

Aisling negó con la cabeza y siguió tirando, una última hilera de serbales y estarían a salvo.

Blaidd se colocó a su lado, gruñendo. Tenía el lomo ensangrentado por un corte recibido. Ella le miró asustada, pero el lobo se limitó a mandarle la imagen de un rasguño sobre su piel.

—¡No podemos presentarnos ante el rey sin el corazón del hideputa! —exclamó asustado uno de los soldados. Los castigos del rey a aquellos que no cumplían sus órdenes eran temibles.

—No te olvides de su polla o no nos pagarán lo acordado —susurró otro, más pendiente de su bolsa que de su vida.

—Escuchadme, muchacha. No podéis salvarle, nuestra cabeza depende de la suya —se apresuró a argumentar el pelirrojo.

Aisling le ignoró y continuó tirando del herido.

El joven soldado sacó una flecha de la aljaba, tensó su arco con ella en la mano derecha y apuntó. Era el mejor arquero de su aldea, no dudaba de que acertaría en el corazón del hombre sin herirla a ella. Y cuando lo hiciera, estaba seguro de que ella abandonaría su empeño. Era medio dríade, de nada le serviría un hombre muerto.

Aisling y Dorcha, al borde del agotamiento, arrastraron a Kier un poco más mientras Blaidd no paraba de trazar círculos a su alrededor, intentando protegerlas. Observaron aterrorizadas como el soldado apuntaba, dieron un tirón más y se colocaron bajo las ramas de una frondosa hilera de robles.

El soldado soltó la flecha, esta voló hacia el corazón del hombre.

Las ramas de los robles descendieron veloces desde las alturas, creando una impenetrable muralla de hojas y troncos.

La flecha se perdió en la repentina espesura que cayó sobre ella.

Los soldados jadearon, asustados ante la mágica muralla.

Al otro lado del frondoso muro, Kier se desmayó, incapaz de mantenerse consciente.

Aisling se dejó caer de rodillas en el suelo mientras Dorcha acudía presurosa a lamer las heridas de Blaidd.