17
ÉRASE UNA VEZ UNA MUJER QUE MIDIÓ LA INTEGRIDAD DE UN HOMBRE POR SU CONDUCTA, NO POR SU PROFESIÓN… AUNQUE ESTE NO LA CREYERA.
Antes del mediodía, 15 de tinne (julio)
Aisling elevó la mirada al cielo y calculó que aún faltaba un buen rato para el mediodía. Colocó el último racimo de grosellas junto a las moras, fresas y melisas que contenía el cesto que llevaba en las manos y comenzó a caminar hacia el claro.
Kier la siguió con el ceño fruncido portando su propia cesta llena de frambuesas silvestres, arándanos, hayucos y brotes de lúpulo. Se estaba cansando de comer siempre lo mismo.
Se sentaron sobre el suelo blando del claro, pero en lugar de comenzar a comer como siempre hacía, Aisling permaneció taciturna, acariciando con ternura su vientre, perdida en sus pensamientos.
—¿En qué piensas? —le preguntó Kier posando su mano sobre la de ella.
La joven parpadeó dubitativa un par de veces antes de centrar su mirada en el rostro del hombre.
—Voy a pedir navaja a padre próxima luna nueva —se decidió a decir. No le mentía; le molestaba la barba, aunque, a decir verdad, este hecho ocupaba una parte muy pequeña de sus pensamientos.
—¿Qué? —Kier entornó los ojos.
Había esperado que ella le dijera la razón por la que a veces se quedaba en silencio, intensamente concentrada en lo que le decían los árboles, en aquellas mágicas conversaciones que él, por alguna extraña razón, podía escuchar aunque no entender, conversaciones que ella se negaba a contarle.
—Padre viene a claro cada luna nueva —explicó—. Le pediré navaja cuando vuelva a verle. Así quitaremos barba de tu cara —afirmó sonriendo.
—De paso podrías pedirle que me afeitara él. Seguro que estaría encantado.
—¿Por qué padre encantado de afeitarte? —le preguntó desconcertada.
—Porque así podría rebanarme la yugular con sus propias manos —auguró Kier en tono sombrío tumbándose bocarriba.
—¡No! —jadeó Aisling aterrada—. Padre no haría eso.
—Por supuesto que sí. En cuanto el rey ponga sus regias zarpas sobre mí, se apresurará a arrancarme los cojones y hacérmelos comer crudos. Nada le dará más placer que eso… —aseveró feroz, repentinamente enfurecido con el bosque, los robles y los lobos que jugaban retozones cerca de ellos.
Todos ellos pertenecían a ese lugar. Todos ellos podían gozar de la amistad desinteresada que Aisling les brindaba. Ninguno de ellos temía ser capturado por los secuaces del rey. Ninguno sabía lo que era vivir en el paraíso con el constante temor de saber que algún día se vería obligado a marcharse.
—¡No! Padre no hace eso. Yo obligo a prometer que no te tocará, que jamás permitirá que se derrame tu sangre —aseveró ella implacable, posando las manos sobre las mejillas rasposas de Kier y obligándole a mirarla—. Yo prometo que padre no te separará de mí. Yo no lo permito. Nunca.
—Mi preciosa niña, no es tan sencillo de prometer —replicó Kier arrepintiéndose de su mal humor al ver la mirada asustada de la muchacha.
—¡No! Tú mira mis ojos. ¡Mira! —exclamó sentándose a horcajadas sobre sus muslos y clavando la mirada en él—. Tú mío aquí —aseveró tocándose el corazón—, y aquí —e llevó los dedos hasta sus propios ojos—. Nadie te separa de mí si tú no quieres. Yo defiendo lo mío —aseguró feroz—. ¿Defenderás tú lo tuyo? —preguntó entornando los ojos.
—Sí. Y tú eres mía. Tus ojos, tu corazón y tu cuerpo entero me pertenecen —respondió él con idéntica ferocidad a la vez que se sentaba erguido y la cobijaba entre sus fuertes brazos.
—Promete, Kier —le exigió—. Promete que no permitirás que nadie te separe de mí si tú no quieres.
—Prometo que nadie me separará de ti —aceptó. Y antes de que ella pudiera hacer nada, añadió su propia promesa—. Prometo que no te dejaré alejarte de mí sin antes luchar hasta perder mi propia vida con tal de mantenerte a mi lado.
Aisling jadeó al escuchar la fiereza de su juramento. Era más de lo que nunca ningún hombre había prometido a una dríade. La promesa de permanecer toda la eternidad a su lado, aun a costa de su propia vida, era algo tan inusitado como imposible, pero no por eso su compromiso era falso. La sinceridad que destilaban las palabras de Kier en ese mágico claro sellaba una promesa que nadie antes se había atrevido a hacer.
—Prometo no alejarme de ti, si tú no quieres, aunque deba luchar por ello con mi propia vida —juró ella a su vez, sellando un pacto que jamás podría romper.
Un pacto fiero y peligroso que podía llevarla a la muerte con rapidez si él la obligaba a vivir entre los muros de piedra de la ciudad. Pero… qué mejor muerte que esa, a su lado, junto a él.
—Dríade estúpida —siseó su madre al leer sus pensamientos—, lo mismo pensé yo. La muerte es demasiado amarga como para tomarla a la ligera. Prometes lo que nunca deberías verte obligada a cumplir.
Aisling levantó la cabeza, herida al escuchar la afirmación de Fiàin. Kier no haría eso, él no era como su padre. Ni siquiera su padre era como su madre pensaba.
—Aisling, ¿qué te ocurre? —preguntó él, alarmado por el fugaz dolor reflejado en los ojos de su amada.
—Madre enfadada por promesa que he hecho —declaró frunciendo el ceño y mirando el roble con el rostro grabado en el tronco—. ¡Yo feliz! —gritó rabiosa al árbol—. Feliz porque sé quién es Kier, sé que sus promesas son sagradas como las mías —afirmó levantándose del regazo masculino—. Fiàin teme por mí —le explicó a su hombre—. Pero yo no temo. Yo segura de ti —sentenció—. Ahora, hambre. Comamos.
Se sentó con las piernas encogidas sobre el suelo y comenzó a sacar de los cestos los frutos que habían recolectado en el bosque.
—¿Tienes hambre? —le preguntó al ver que la miraba asombrado.
—Eh… sí, claro —habló él sin saber bien qué decir.
Su fiera dríade no cesaba de sorprenderle. Acababa de prometerle amor eterno, para, un momento después, enfrentarse a su madre y asegurarle a todo el bosque que creía en él con sinceridad tal que toda su piel se erizó de placer al escucharla. Y ahora estaba tan tranquila, sentada en el suelo, comiendo fresas.
Prorrumpió en estentóreas carcajadas, asombrado de poder reír en el momento más importante de toda su vida. Ella arqueó una ceja y le tendió una fresa.
—¿Fresas te parecen divertidas? —preguntó extrañada.
—Si quieres que te sea sincero, estoy harto de comer bayas —comentó sin dejar de sonreír. Si su dríade podía enfrentarse a su madre y hablarle a él con certera franqueza, él debía hacer lo mismo.
—No solo comes bayas; también raíces, hongos, semillas, bellotas… —comentó confusa—. Bosque provee.
—No soy una ardilla —apuntó con cierto sarcasmo—, aunque como siga con este tipo de peculio, me acabarán creciendo las paletas —dijo tocándose los dientes—. Mataría por un enorme y grasiento jabalí asado —afirmó tendiéndose de espaldas en el suelo y cerrando los ojos.
Solo había comido jabalí una vez, cuando era apenas un niño deslumbrado por el lujo y las sedas durante los esponsales del duque de Neidr. Su madre le había llevado desde Olla del Verdugo hasta Madriguera de la Víbora, con la esperanza de conseguir alguna de las monedas que la nueva duquesa tiraría desde la barbacana para celebrar sus desposorios. Habían permanecido frente a la entrada del castillo junto al resto de los aldeanos, esperando ansiosos. Pero en lugar de eso, el duque había decidido compartir con el pueblo las sobras del banquete. Su paladar aún recordaba el sabor del trozo de jabalí que logró arrebatar de las manos a otro chiquillo.
—Aunque tampoco haría ascos a un conejo o una panzuda perdiz. Incluso pelearía por un buen caldo de gallina y una hogaza de pan de mijo —continuó hablando con los ojos cerrados—. En la taberna de Sacrificio del Verdugo sirven un estofado de cordero con cebollas y nabos que haría levantarse a un muerto, y a veces lo acompañan de…
Aisling le escuchó, asustada por la precisión con que describía cada vianda. No se le había ocurrido pensar que él echara de menos la comida de la ciudad.
—Pronto añorará su lecho de lana, las paredes de piedra, las calles embarradas, la indumentaria con la que cubren sus cuerpos los hombres, la conversación con otros iguales a él… y te apremiará para que cumplas tu promesa y lo acompañes a la ciudad. Te obligará a cubrirte de pies a cabeza, te exigirá que te comportes como si no sintieras ni respiraras, y te convertirá en un adorno con el que destacar ante sus pares. Te recluirá entre muros de piedra y te dejará morir alejándote del bosque —susurró Fiàin con rencor—. Es un hombre, y como todos los machos, te exigirá que te pliegues a sus órdenes. Líbrate de él ahora que puedes, antes de que te encierre entre muros de piedra, antes de que te aleje del bosque y de mí.
—Mientes, Fiàin —murmuraron Milis y Grá con sus voces gemelas—. Kier pertenece al bosque ahora. Es la envidia la que habla por tus hojas. No puedes olvidar a los hombres que no supiste conservar y envidias la suerte de tu hija.
—Soñadoras estúpidas —musitó Darach, el roble retorcido—. Te abandonará horrorizado cuando descubra que su semilla ha germinado en tu interior. Nuestras hijas son para ellos abominaciones de las que deben deshacerse.
—¡No! —gritó Aisling horrorizada.
Las ramas de los robles prorrumpieron en un atronador rumor de crujidos y chasquidos alterando la paz del claro.
—¿No? —Kier abrió los ojos asustado por el grito y el alboroto que se había formado.
Observó a su amada y el corazón se le oprimió aterrorizado. La piel dorada de la joven había palidecido, sus pechos subían y bajaban con espasmódica rapidez, las manos se crispaban abrazando su regazo, y su cuerpo se mecía adelante y atrás, ensimismado por los sonidos que solo ella podía escuchar.
—Aisling, ¿qué ocurre? ¿Qué te están diciendo? —preguntó mirando a su alrededor a la vez que la envolvía entre sus brazos.
Los árboles parecían furiosos; sus ramas se sacudían, acercándose las unas a las otras, como si quisieran pelearse entre ellas. Unos segundos después un atronador ruido silenció la trifulca que se había formado. Máthair Mór, el roble gigante que se alzaba orgulloso en un extremo del claro, había cobrado vida. Sus enormes ramas se extendieron y elevaron, tapando el cielo como si fuera un tejado viviente y muy enfadado. Los robles que rodeaban el claro parecieron encogerse bajo la agitación de sus hojas.
—Al igual que todas mis hijas, solo Aisling puede elegir su destino.
Los demás robles permanecieron en silencio, respetuosos ante sus órdenes.
—¿Qué ha pasado? —susurró Kier bajo las tinieblas en que les había sumergido el gran roble al ocultar con sus ramas el cielo.
—Máthair Mór, Gran Madre, ha hablado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó tragando saliva al ver que una de las enormes ramas comenzaba a agitarse sobre su cabeza.
—Que solo yo puedo elegir mi destino —contestó ella mirándole.
—Dile que yo soy tu destino —exigió él—. Diles a tus robles que no me pienso marchar por mucho ruido que hagan —ordenó alzando la cabeza desafiante, al entender por fin qué había causado el alboroto.
El titánico roble sacudió con fuerza sus ramas, dejando caer una lluvia de hojas sobre la pareja, para a continuación replegarlas a su posición inicial alrededor del claro con un quedo susurro.
—¿Qué ha respondido? —preguntó Kier sin dejar de mirar al enorme árbol. Aún esperaba que este alzara de nuevo sus ramas y le arrancara la cabeza de un golpe.
Había sido una estupidez enfrentarse a los protectores habitantes del bosque, pero no estaba dispuesto a dejarse amilanar por ellos.
Aisling era suya.
Nadie le alejaría de ella, ni los robles mágicos ni el rey Impotente.
—Le gustas. Le gusta tu carácter. Dice que eres como Iolar, pero que donde padre no supo entender, tú sí sabrás —afirmó mirándole con intensidad.
—Le gusto —repitió Kier satisfecho. Inclinó la cabeza, agradeciéndole con ese gesto al anciano roble su inesperada aprobación. Luego entornó los ojos, pensativo—. ¿Soy como tu padre? ¿A Gran Madre le gustaba el rey?
—Máthair Mór asegura que padre recuperará cordura y entenderá. Madre no la cree. Pero Máthair Mór posee sabiduría de siglos. Nunca equivoca.
Kier arqueó las cejas, incrédulo. Por lo que él sabía, el rey Impotente no era de los que cambiaba de opinión, ni aunque estuviera equivocado.
—¿Por qué no cazas con Blaidd y Dorcha?—le preguntó Aisling de repente.
—¿Qué? —La miró aturdido por el cambio en la conversación.
Aisling nunca se molestaba en hablar con subterfugios o en buscar la manera de llevar una conversación hacia donde quería, simplemente lo decía sin más. Y eso era algo que adoraba de ella.
—Quieres comer otra cosa, dices jabalí y conejo. Esos animales viven en bosque. Blaidd y Dorcha los cazan, tú puedes hacer igual —afirmó la joven con una radiante sonrisa en los labios. Si lo que él echaba de menos era comer carne, no necesitaba ir a la ciudad para conseguirla; el bosque estaba plagado de jabalís, liebres, ciervos…
—¿No te molesta que cace? —inquirió incrédulo—. Pensé que… Bueno, tú no comes más que frutas y hojas… y las leyendas dicen que no te gusta que cacen en tu bosque…
—Hombres a veces cazan animales y los dejan pudrirse en bosque. Los odio cuando matan por placer —siseó furiosa—. Cuando cazan para comer, es ley de bosque. Lobo mata a ciervo y se lo come. Ciervo arranca bayas y se las come. No malo. Si quieres comer carne, caza con Blaidd y Dorcha. Ellos enseñan a ti.
—No necesito que me enseñen a cazar —apuntó con orgullo, entusiasmado ante la idea de poder demostrar a Aisling su pericia—, soy muy diestro con el arco y las flechas. Ningún lobito puede superarme.
—Pero no tienes arco y flechas —rebatió Aisling divertida al ver como Kier hinchaba el pecho como una perdiz.
—El bosque proveerá —afirmó él guiñándole un ojo.
Estaba rodeado de árboles, sobre todo de robles. Y a falta de tejos, la del roble era la mejor madera para hacer un arco flexible y resistente. Solo tenía que dar con la rama adecuada y darle forma. Y tallar madera era el trabajo que mejor sabía hacer.
Sin dejar de elucubrar sobre las medidas de su futuro arco, tomó una fresa del cesto y la hizo saltar sobre su mano para a continuación recogerla con pericia y volverla a lanzar hacia el cielo. Necesitaba un cordel. La fresa volvió a caer y de nuevo la lanzó, esta vez mucho más alto. Un fino cordón de cuero. Conseguir la cuerda iba a ser más complicado, aunque quizá podría convencer a Blaidd de que le dejara desollar alguna de sus presas antes de que la devorara. La fresa trazó una parábola perfecta antes de volver a caer en la palma de su mano. Estaba a punto de volver a lanzarla al aire cuando Aisling se la arrebató.
—No se juega con comida —le regañó divertida llevándose el fruto a la boca. Lo succionó muy lentamente, y después le dio un pequeño mordisco para a continuación frotar los labios de Kier con ella.
Kier se apresuró a arrebatárselo de entre los dedos con los dientes. El sabor de la fresa, dulce y ácido a la vez, inundó sus papilas gustativas a la vez que el sonido claro y fresco de la risa de Aisling le llenaba los oídos.
La joven posó las manos sobre sus hombros y le obligó a tumbarse de espaldas sobre el suelo, a continuación se inclinó sobre las cestas y eligió una encarnada frambuesa.
—¿No gustan los frutos del bosque? —le preguntó burlona—. A mí me encantan.
Aisling jugó con la frambuesa sobre la boca del hombre, hasta que él abrió los labios y se la comió divertido. Luego cogió otra, esta vez negra, y la hizo rodar sobre el torso masculino hasta que, de repente, la aplastó sobre uno de los pequeños pezones. Se inclinó despacio hacia él y lo lamió con fruición.
Kier inspiró profundamente cuando la sintió apresar entre los dientes su tetilla y tirar de ella. El placer estalló en cada una de sus terminaciones nerviosas. Fijó su mirada en el rostro cautivador de la joven dríade y esta le sonrió cómplice mientras cogía una mora.
—Es una pena que no te gusten frutos de bosque. Son muy sabrosos —afirmó aplastando la mora entre los dedos, para a continuación pintar con su jugo el vientre del hombre.
Aplastó una mora tras otra, y jugueteó con ellas hasta que el abdomen masculino estuvo cubierto de néctar azulado. Luego se llevó un arándano a la boca, lo sujetó entre los dientes y le dio vueltas con la lengua, empapándolo en saliva. Bajó la cabeza con lentitud y lo insertó en el ombligo del hombre. Cada uno de los músculos masculinos se tensó trémulo, expectante.
Aisling se incorporó perezosa y admiró su obra.
Kier se mantenía tumbado de espaldas en aparente languidez, pero su respiración acelerada, las manos crispadas en puños, el sudor que le cubría las sienes y la imponente erección que se elevaba ávida en su ingle daban buena muestra de que no estaba tan tranquilo como quería aparentar.
Aisling arqueó una ceja, envolvió con una mano el rígido pene y posó el pulgar sobre el glande, brillante por las gotas de líquido preseminal que escapaban con timidez de la uretra. Sin dudarlo un segundo, comenzó a frotarlo en lentos y sutiles círculos que hicieron jadear al hombre. Y mientras él abría las piernas y elevaba las caderas entre gemidos, ella se inclinó de nuevo y comenzó a lamer con la punta de la lengua el jugo de las moras sin dejar de masturbarlo con provocadora lentitud.
Kier apretó los puños, aferrando manojos de hierba, y gruñó enfadado al pensar que estaba a punto de derramarse sobre sumano sin haber sido capaz de proporcionarle siquiera un poco de placer. Intentó incorporarse, dispuesto a obligarla a tumbarse sobre el suelo y devorarle el sexo hasta que la escuchara gritar, pero ella ejerció más presión sobre su pene y el ramalazo de placer que le recorrió el cuerpo convirtió sus músculos en temblorosa gelatina incapaz de acatar sus propias órdenes. Aisling solo necesitaba tocarle para que él se volviera loco y perdiera por completo el control de su cuerpo.
La observó buscar en los cestos hasta encontrar una pequeña grosella roja. Contempló excitado cómo se la metía en la boca y comenzaba a jugar con ella con la lengua. Cerró los ojos, rendido, cuando ella bajó la cabeza y le besó la corona del pene, y volvió a abrirlos, asombrado y confuso, cuando sintió algo jugar con la abertura del glande. Algo muy suave y terso, pequeño y redondo, que presionaba contra la uretra, introduciéndose un poco en ella para a continuación ser absorbido por los labios insaciables de la dríade. Sintió la lengua de Aisling aletear sobre la sensible piel del frenillo mientras «eso» seguía sobre su uretra y ella lo acariciaba con el pulgar, presionándolo y soltándolo sin pausa.
Se incorporó sobre los codos e intentó averiguar qué estaba haciéndole, pero en ese momento ella abrió los labios y le devoró la polla frotándola con «eso» duro y suave que mantenía sobre su lengua.
Kier echó la cabeza hacia atrás y gritó de placer. Y en ese momento fue consciente de dónde estaban. En el claro del bosque. Rodeado de los robles que componían la familia de la dríade.
—¡Aisling, para! ¡Detente! —rogó avergonzado sujetándole la cabeza con las manos y obligándola a separarse de él, aunque casi le costó la cordura hacerlo. Estaba al borde del éxtasis.
—¿Por qué? —preguntó ella sacándole la lengua juguetona. Sobre ella estaba la pequeña grosella, brillante por la saliva que la bañaba.
—¡Por el amor de Dios! Estamos en mitad del claro, todos los robles nos están viendo.
—No tienen ojos. No ven —afirmó ella volviendo a bajar la cabeza.
—¡Aisling! —exclamó sujetándola de nuevo.
Ella se zafó de su agarre, se colocó a horcajadas sobre él, acomodando la enorme y dolorida verga entre sus labios vaginales, y le sujetó las muñecas contra el suelo.
—Hacer el amor no es malo. Es natural —dijo mirándole fijamente—. Me gusta sentir el sol sobre la cara cuando estás dentro de mí —afirmó meciéndose sobre él—. No quiero esconder en cueva lo que hacemos. No es una afrenta. Es bueno. Mira mis ojos y siente mi orgullo. Hacer el amor es especial. No te avergüences de nosotros —musitó besándole para a continuación deslizarle la lengua por el torso.
Kier asintió y centró su mirada en ella. Comenzaba a entender lo que ella sentía. Para su amada dríade el sexo era tan natural como la vida en el bosque. No se avergonzaba de ello, y que él sí lo hiciera para ella significaba que lo consideraba algo malo, sucio. Y no lo era. Ni lo sería nunca. No allí. Ese claro era el único territorio verdaderamente libre que aún existía sobre la tierra. El único lugar donde los sentimientos podían expresarse sin tapujos ni engaños, un paraje mágico donde podían gozar del amor sin los muros de convenciones en las que lo sepultaban las normas de la sociedad. El único lugar en el que Aisling podría vivir siendo ella misma, como por fin había logrado entender. Si alguna vez se veía obligada a abandonar aquel bosque mágico y vivir entre los muros de la ciudad, las reglas la asfixiarían, ahogando poco a poco su vitalidad sincera y espontánea hasta convertirla en un fantasma. Como había pasado con su madre.
Cerró los párpados y negó con la cabeza. Había encontrado el paraíso allí, con ella. ¿Por qué iba a abandonarlo? Ni el rey ni sus soldados podían entrar en el bosque, la arbórea familia de su dríade lo impedía.
Abrió los ojos, miró a su alrededor y sonrió a los robles.
«Debéis acostumbraros a mí —pensó con fuerza—. No voy a irme jamás».
Milis y Grá agitaron sus hojas felices, Fiàin hizo crujir sus ramas y el resto de los robles le ignoraron.
Kier no pudo evitar reír sonoramente al pensar que estaba hablando con los árboles.
La risa murió en el mismo instante en que sintió la lengua de Aisling recorrerle lentamente la polla, llegar a los testículos y albergarlos en el interior de la boca. La pequeña grosella seguía allí, otorgando cierta dureza a la suavidad con que lo lamía y succionaba.
Abrió más las piernas y elevó las caderas a la vez que un jadeo escapaba de entre sus labios. Un jadeo que se convirtió en gruñido al sentir uno de los dedos de Aisling adentrarse en la grieta entre sus nalgas y tentar el fruncido orificio que se ocultaba entre ellas.
Tensó los glúteos e intentó alejarse, turbado. Pero ella succionó con más fuerza sus testículos y presionó en el ano hasta introducir la yema del dedo en él.
—¡Para! —ordenó entre sorprendido y enfadado—. ¿Qué puñetas haces?
—El amor —respondió ella, mirándole confusa.
—¡Esto no es hacer el amor! Esto es… —Hizo una pausa sin saber bien como continuar—. ¡No soy un jodido sodomita como tu padre! —estalló indignado.
—Tú juegas con el trasero de mujeres. Metes pollas de madera en sus culos, como si estuvieras haciendo el amor —rebatió confundida. No entendía por qué Kier se había enfadado tanto.
—¿Cómo sabes tú eso? —siseó él poniéndose en pie.
—Te vi cuando jugabas con ellas —respondió ella levantándose a su vez.
—Me observabas cuando las follaba con… —Se calló a la vez que daba un paso atrás, alejándose de ella. Estaba atónito. Aisling no debería saber eso. ¡No podía saberlo!
—Con pollas raras, sí —completó ella la frase—. Me gustaba mirarte. Yo conté a ti.
—Pensé… Pensé que la primera vez que me viste fue el día que me apresaron —dijo buscando algo con lo que cubrir su desnudez. De repente se sentía muy expuesto. Vulnerable.
—No. Primera vez que te vi fue hace muchas lunas. Estaba jugando con Blaidd y Dorcha bajo serbales y escuché ruido. Me acerqué a ver qué ocurría, y eras tú. Jugabas con mujer de pelo color paja bajo eucalipto. Sentí curiosidad, trepé al árbol y observé —confesó extrañada por el nerviosismo que mostraba él—. Cuando acabaste, ella se llevó la polla de madera y te dio… —entornó los ojos, intentando recordar la palabra que había dicho su padre—… monedas.
—Me viste —susurró humillado. Ella no debería haber visto eso.
—Sí —respondió Aisling sin entender por qué su amigo le daba tanta importancia a eso.
Kier dio un nuevo paso atrás sin dejar de mirar a su alrededor. Necesitaba desesperadamente encontrar algo con lo que cubrirse, algo que impidiera que Aisling le viera como realmente era, pero ninguna prenda podría lograr eso. Ella había descubierto lo que era, lo que hacía para ganarse la vida. Y le había elegido justo por eso.
Se sujetó el estómago con ambas manos, estaba a punto de vomitar.
—Por eso me escogiste a mí en vez de a cualquier otro. Porque me viste follar a las damas y darles placer —siseó con rabia—. Por eso me salvaste. Hubiera sido un desperdicio que perdiera la polla a manos de los soldados de tu padre, cuando tú podías disfrutar mucho con ella —apuntó con ironía.
—No entiendo lo que dices —musitó Aisling—. Yo no te escogí, lo hizo mi corazón. Y sí, te vi follar a damas y me intrigó. ¿Es malo sentir curiosidad? —preguntó confundida—. Y te salvé, sí, igual que a cualquier persona o animal; nadie debe sufrir para que otros se diviertan. Y sí, disfruto de tu polla. Ya lo sabes —afirmó extrañada. Kier se estaba comportando de un modo muy raro.
—¡Qué gran corazón el tuyo! Arriesgar tu preciada vida por un pobre hombre. Claro que, si ese hombre es un puto que sabe hacer muy bien su trabajo, la cosa cambia, y merece la pena el riesgo —le reprochó dolido porque no había negado sus acusaciones.
—¿Un puto? No sé qué es eso, Kier. ¿Por qué tan enfadado? No entiendo. Explica qué he hecho para que tú tan disgustado —suplicó ella confundida. No comprendía qué había pasado para que él se sintiera tan ofendido.
Kier la miró sorprendido al escuchar sus palabras, no podía ser tan ingenua.
Giró sobre sus talones y caminó con rapidez hacia un extremo del claro. No quería oír nada más. Necesitaba alejarse de allí, serenarse y pensar en lo que había sucedido. Aisling no podía haberle elegido por su habilidad para el sexo… Ella no era así, pero… Negó con la cabeza. Necesitaba pensar.
—¡Kier! —le llamó ella, siguiéndole.
—Déjame, Aisling. Apártate de mí, ahora no puedo seguir a tu lado, necesito estar solo —dijo sin volverse a mirarla.
Escuchó el sonido de un cuerpo cayendo al suelo y volvió la cabeza, asustado. Aisling estaba en el centro del claro, de rodillas, observándole con los ojos llenos de lágrimas. Kier dejó caer los párpados y negó de nuevo a la vez que reanudaba su huida.
El ruido de las hojas agitándose y las ramas entrechocando le hizo detenerse de nuevo. Sentía la furia de los robles, su indignación. Un aullido lejano le indicó que también los lobos estaban furiosos con él y que regresaban al claro para estar con su amiga. Se encogió de hombros y siguió caminando. Al llegar a la primera línea de árboles se encontró con Blaidd y Dorcha. Le miraron en silencio, con las orejas pegadas a la cabeza, el lomo arqueado y el pelaje erizado. Kier los ignoró.
Una imagen se coló de improviso en su cabeza: él atravesando el anillo de robles del bosque. En el instante en que dejaba atrás el último de los mágicos árboles, una muralla de ramas cayó tras él y le impidió volver a entrar. Se vio a sí mismo golpeando el enrejado, pero este no se abrió.
—¿Me estás amenazando, chucho? —siseó mirando a Blaidd con los puños cerrados. Si el lobo quería pelea, por Dios que la iba a tener.
—No te amenaza, te advierte —susurraron las hojas de Máthair Mór sobre su cabeza.
Kier alzó la mirada, asustado al escuchar con claridad el susurro de Gran Madre. Pero el enorme roble permanecía inmóvil, era el único de los árboles que rodeaban el claro que no hacía crujir sus ramas. Respiró profundamente y buscó con la mirada a Aisling.
La joven ya no estaba de rodillas en el suelo, sino abrazada al delgado tronco del roble al que estaba hermanada.
Kier sintió que la sangre se le helaba en las venas cuando ella comenzó a fundirse con el árbol.
—¡Aisling! ¡No voy a permitir que me olvides! —gritó furioso, inmóvil en el extremo del claro—. No se te ocurra pensar que me marcho, porque no pienso abandonar el anillo de robles —la advirtió—. Estoy enfadado. Muy enfadado. Pero no sé si contigo o conmigo —confesó, dándose cuenta de que era totalmente sincero—. Estoy muy confundido, necesito pensar. Volveré antes de que se ponga el sol —prometió, suplicando sin palabras que le diera ese tiempo que tanto necesitaba—. No rompas tu promesa —solicitó bajando la voz—, porque te buscaré en cada rincón del mundo hasta encontrarte.
—No necesitarás buscarme —le aseguró ella apartándose del tronco del roble para trepar a su copa y acurrucarse sobre una de las ramas.