13
Kitiara
Cuando Tanis entró en la antecámara, el cambio fue tan brusco que al principio no pudo asimilarlo. Un momento antes se debatía para mantenerse en pie en medio de una muchedumbre enloquecida, y ahora se hallaba en una tranquila estancia similar a la que ocuparan Kitiara y sus tropas mientras esperaban su turno para acceder a la sala de audiencias.
Un breve examen del recinto le reveló que estaba solo. Aunque su instinto lo incitaba a abandonar el lugar y reanudar la febril búsqueda sin demora, se obligó a sí mismo a hacer una pausa, recobrar el resuello y limpiar la sangre que le impedía abrir el ojo. Intentó recordar la estructura de la parte anterior del Templo, tal como la había visto al visitarla por vez primera. Las antecámaras, que formaban un círculo en torno a la gran sala, se comunicaban con el vestíbulo mediante una serie de tortuosos pasadizos que sin duda en un tiempo remoto estaban distribuidos en un diseño lógico. Pero la distorsión sufrida por el edificio los había entrelazado en un laberinto sin sentido, haciéndolos terminar de manera abrupta cuando cabía esperar que continuaran, o extenderse hasta el infinito pese a no conducir a ninguna parte.
El suelo se balanceaba en un incómodo vaivén, el polvo se desprendía del techo en densas nubes. Un lienzo se descolgó del muro y cayó al suelo con estrépito, mas el semielfo no le prestó atención, absorto como estaba en rastrear la pista de Laurana. No sabía a dónde ir, pues aunque la había visto deslizarse en aquella penumbra ignoraba qué rumbo había seguido.
La muchacha había permanecido confinada en el Templo, en los subterráneos. Se preguntó si habría explorado su entorno durante los días de reclusión, si sabría cómo salir del palacio, y entonces se percató de que él mismo no tenía sino una vaga noción de su paradero. Viendo una antorcha encendida, se adueñó de ella y recorrió una vez más la estancia. Descubrió una puerta tras un inmenso tapiz, abierta sobre su oxidado gozne, y se apresuró a asomarse. Conducía a un pasillo mal iluminado.
El semielfo contuvo el aliento al hallar tan inequívoco indicio. Una ráfaga de aire, una brisa fresca impregnada de aromas primaverales y de la reconfortante paz de la noche, acarició su mejilla. Supuso que Laurana había sentido también su influjo y adivinado que penetraba en el Templo por un punto no muy lejano. Echó a correr pasillo abajo, desdeñando el dolor de cabeza y forzando a sus agotados músculos a responder a su voluntad.
De pronto apareció frente a él un grupo de draconianos, que sin duda merodeaban desorientados por las sucesivas salas. Tanis los detuvo con el aplomo que le confería el uniforme de oficial de su ejército.
—¡Donde está la mujer elfa! —exclamó—. No debe escapar. ¿La habéis visto?
Las muecas que adoptaron los interpelados dejó patente que no se habían tropezado con ella, ni tampoco le fue de gran ayuda la patrulla que se cruzó en su camino un poco más adelante, pero dos draconianos que iban de un lado a otro en busca de botín afirmaron haberla visto. Señalaron en la dirección que ya había emprendido el semielfo, y esta circunstancia le levantó el ánimo.
La batalla de la sala de audiencias había concluido. Los Señores de los Dragones que lograron sobrevivir huyeron sin contratiempos y se apostaron, junto a sus respectivas tropas, en el exterior del recinto del Templo. Unos luchaban, otros se batían en retirada y todos ansiaban catapultarse de algún modo en la cresta de la ola. Dos preguntas fluctuaban en las mentes de los dignatarios: ¿Se quedarían los dragones en el mundo o se desvanecerían en pos de su soberana, como hicieran después de la segunda guerra? Y, si permanecían en Krynn, ¿quién les gobernaría?
También Tanis reflexionaba sobre estos enigmas mientras recorría los pasadizos, en ocasiones tomando ramales equivocados y profiriendo reniegos al enfrentarse en una sólida tapia que le obligaba a desandar lo andado hasta sentir de nuevo la brisa en su rostro.
Pasado un rato, sin embargo, se sintió demasiado cansado para pensar en nada. La tensión y el dolor reclamaban sus derechos, sus piernas se tornaron plomizas y cada nueva zancada suponía un esfuerzo casi invencible. Le palpitaba la cabeza con un imperioso latido y el corte sufrido sobre el ojo comenzó a sangrar, al ritmo que le infligían los temblores del suelo. Las estatuas se precipitaban de sus peanas, las piedras caían sin cesar del techo en una tormenta de escombros y polvareda.
Le abandonaban las esperanzas. Pese a estar convencido de seguir la única ruta posible, los pocos draconianos con que se topó aseguraron no haber visto a Laurana. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso estaba…? No quería ni siquiera planteárselo. Continuó su avance, consciente tanto de las tonificantes ráfagas como del humo que lo envolvía.
Las antorchas, al caer de sus pedestales, provocaban incendios. El Templo entero empezaba a arder. De súbito, cuando Tanis estudiaba un angosto corredor encaramado a un montón de rocas fragmentadas, oyó un ruido. Se detuvo y aguzó sus sentidos. Resonó de nuevo el extraño eco, a escasa distancia, y el semielfo se llevó la mano a la espada en un gesto instintivo mientras trataba de penetrar con los ojos el humo y el polvo. Los últimos soldados que había encontrado estaban ebrios y ansiosos de sangre hasta tal punto que uno de ellos, un oficial humano, se lanzó en su persecución y le habría matado de no haberle recordado el otro soldado, que iba con él, que había visto a Tanis en compañía de la Dama Oscura. La próxima vez quizá no le sonreiría la suerte.
Se desplegó ante el semielfo un pasillo en ruinas, con una amplia parte del techo totalmente derrumbada. Reinaba una intensa oscuridad, tan sólo mitigada por su antorcha, y su mente batalló entre la necesidad de luz y el temor a ser visto a causa de la tea. Al fin decidió arriesgarse a dejarla encendida, nunca encontraría a Laurana si deambulaba por aquel laberinto en la penumbra. Además, su disfraz lo protegía.
—¿Quién va? —inquirió apremiante, extendiendo el brazo de la antorcha en un alarde de coraje.
Distinguió una bruñida armadura y una figura que corría, pero no hacia él sino en dirección opuesta.
«Resulta extraño que un draconiano se dé así a la fuga», pensó.
Pero, casi inmediatamente, pudo ver algo más: El misterioso personaje tenía el cuerpo contorneado como el de una mujer, y se alejaba a gran velocidad.
—¡Laurana! —gritó al reconocerla—. ¡Quisalas!
Maldiciendo las quebradas columnas y los bloques de mármol que obstruían su avance, Tanis bajó a trompicones el montículo y se lanzó en pos de la muchacha. Aunque su dolorido cuerpo apenas obedecía a su mandato y cayó de bruces un par de veces, logró darle alcance. Al agarrarla por el brazo y obligarla a detenerse, el forcejeo de la elfa lo desequilibró. Se estrelló contra el muro, pero no la soltó.
Cada inhalación de aire era una auténtica tortura, se sentía tan mareado que creyó que iba a desmayarse. Sin embargo, persistió en sujetar a Laurana, inmovilizándola tanto mediante los ojos como con la mano.
Comprendió ahora por qué había pasado desapercibida a los draconianos; se había desprendido de la armadura de plata para substituirla por la de una guerrero muerto que debía haber hallado en su carrera. Al principio Laurana sólo atinó a mirar a Tanis. No lo había reconocido, y casi lo ensartó en su espada. Le impidió atacarle la palabra elfa que él pronunciase: quisalas —querida—, y también la angustia y el sufrimiento que se reflejaban en su semblante.
—Laurana —susurró el semielfo con una voz entrecortada como la que en otro tiempo asumiera Raistlin—, no me abandones. Aguarda hasta que me hayas escuchado, te lo suplico.
La joven Princesa retorció el brazo y se liberó de él, pero no le dejó. Cuando se disponía a hablar la silenció un nuevo temblor del edificio y Tanis, viendo que se derramaba sobre ellos una lluvia de fragmentadas rocas, contribuyó a su mutismo al atraerla hacia sí para protegerla. Se abrazaron el uno al otro, llenos de pánico, hasta que volvió a la calma. Estaban ahora sumidos en la penumbra, pues el semielfo había dejado caer la antorcha.
—Tenemos que salir de aquí —apuntó Tanis.
—¿Estás herido? —preguntó Laurana mientras intentaba una vez más desembarazarse de él—. Si es así, puedo ayudarte. De lo contrario sugiero que prescindamos de las siempre molestas despedidas. Sea lo que fuere lo que quieras…
—Laurana —la interrumpió Tanis con toda la ternura de que era capaz—, no voy a pedirte que comprendas nada. Yo mismo me debato en un mar de confusiones. Tampoco espero tu perdón, no existen disculpas para la forma en que he actuado. Podría decirte que te amo, que siempre te he amado, pero no sería cierto. El amor debe brotar en primer lugar de la propia estima, y yo no soportaría la visión de mi reflejo. Lo único que puedo asegurarte, Laurana, es que…
—¡Calla! —le ordenó la muchacha al mismo tiempo que le tapaba la boca con la mano—. He oído algo.
Permanecieron largos minutos a la escucha, abrazados en la negrura. Al principio, no percibían sino el sonido regular de sus alientos, ni siquiera se veían uno a otro pese a hallarse tan cerca. De súbito una antorcha iluminó el pasillo, cegándoles, y surgió una voz de las tinieblas.
—¿Qué es lo que aseguras a Laurana, Tanis? —dijo Kitiara en tono amable—. Adelante, te escuchamos.
Una espada refulgía en su mano, cubierta de sangre roja y verde. Tenía el rostro ceniciento a causa del incesante polvillo, un reguero de su savia le fluía por el mentón procedente de un corte abierto en el labio y, aunque el cansancio ensombrecía sus vivaces ojos, su sonrisa era tan encantadora como siempre. Tras envainar la manchada arma, secó sus manos en la ahora harapienta capa y se pasó la mano por el rizado cabello con aire ausente.
Tanis bajó los párpados, totalmente exhausto. El prematuro envejecimiento de sus facciones le confería un aspecto muy próximo al humano ya que el dolor, la pesadumbre y la culpabilidad habían de dejar una imborrable impronta en su eterna juventud de elfo. Sintió que el cuerpo de Laurana adquiría una tensa rigidez, que movía la mano hacia su espada.
—Devuélvele la libertad, Kitiara —susurró Tanis sin dejar de estrechar a la Princesa—. Cumple tu promesa y yo mantendré la mía. Permite que la lleve fuera del recinto y, una vez esté a salvo, regresaré.
—Creo que lo harías —repuso ella, estudiándole en un ademán entre burlón y admirativo—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar, semielfo, que sería capaz de besarte y luego acabar contigo sin que mediara una exhalación entre uno y otro acto? No, supongo que no. Sin embargo, podría matarte ahora mismo tan sólo porque sé que es el peor castigo que podría infligirle a ella. —Acercó la llameante antorcha a Laurana, antes de añadir despreciativa—: ¡Fíjate en su semblante! Es la viva expresión de lo destructivo que resulta el amor.
Kitiara acarició de nuevo su enmarañado cabello en aquel gesto que la caracterizaba y, encogiéndose de hombros, escudriñó el pasillo.
—Pero no tengo tiempo para tales insignificancias —prosiguió—. El mundo se está transformando, se avecinan grandes acontecimientos y no pueden cogerme desprevenida. La Reina Oscura ha sido derrotada, y alguien debe tomar el relevo. Escúchame bien, Tanis. He empezado a establecer mi autoridad sobre los otros Señores de los Dragones —dio unas palmadas en la funda de su espada—, y estoy resuelta a construir un vasto imperio que podríamos gobernar juntos si…
Se interrumpió de forma abrupta para espiar el corredor por el que había venido. Aunque Tanis no logró ver ni oír lo que había atraído su atención, sintió que un frío estremecedor invadía el aire en el mismo momento en que Laurana se aferraba a él, atenazada por el miedo. El semielfo supo quién se acercaba antes incluso de vislumbrar el oscilante brillo de unos ojos anaranjados sobre una espectral armadura.
—Es Soth —anunció Kitiara—. Debes decidirte sin demora, Tanis.
—Hace tiempo que tomé mi resolución, Kitiara —respondió el semielfo a la vez que se colocaba delante de Laurana como un escudo protector—. El caballero espectral tendrá que matarme para alcanzarla. Sé bien que mi caída no impedirá que él, o quizá tú, acabéis con su vida, pero mi último aliento será una plegaria a Paladíne rogándole que guarde su alma. Los dioses están en deuda conmigo, tengo la absoluta certeza de que mi oración póstuma será atendida.
Tanis sintió que Laurana apoyaba la cabeza en su espalda. Prorrumpió la muchacha en sollozos y sus lágrimas fueron un bálsamo de paz para el semielfo; no denotaban miedo sino amor, compasión y tristeza por su inminente destino.
Kitiara titubeó. Soth se aproximaba por el desvencijado pasillo, brillantes sus ojos como dardos de luz en la penumbra. Tras una breve pausa, la Señora del Dragón posó su mano ensangrentada sobre el brazo de Tanis.
—¡Ve! —le apremió—. Vuelve sobre tus pasos y, en el fondo del corredor, hallarás una puerta en el muro. La descubrirás mediante el tacto. Conduce a los calabozos, desde donde podrás escapar.
Tanis la observó sin comprender.
—¡Vé! —insistió ella, y le dio un empellón para reforzar sus palabras.
Tanis lanzó una furtiva mirada al Caballero de la Rosa Negra.
—¡Es una trampa! —susurró Laurana.
—No —aseguró el semielfo, fijos sus ojos en Kit—. Ésta vez no. Adiós, Kitiara.
—Adiós —se despidió la mujer hundiendo las uñas en el brazo de Tanis. Su voz estaba ribeteada de pasión, sus ojos centelleaban bajo la luz de la tea—. Recuerda que sólo me guía el amor. ¡Vamos, desaparece!
Apartó la antorcha y se sumió en la oscuridad, de un modo tan absoluto que pareció disolverse en la nada.
Tanis parpadeó, cegado por la repentina negrura, y extendió la mano en pos de la humana. La retiró antes de alcanzarla y, en cambio, tomó la de Laurana para, juntos, echar a correr sorteando los escombros y tratando de tantear la pared mientras la gélida aureola que dimanaba del espectro se introducía en su sangre como si pretendiera solidificarla. Al volver la vista atrás el semielfo comprobó que la siniestra figura avanzaba hacia ellos, sin cesar de espiarles con sus ígneas pupilas. Palpó la piedra en busca de la puerta hasta tropezarse con un picaporte metálico. Lo accionó, cedió la hoja y Tanis apretó la mano de Laurana a fin de cruzar la abertura al mismo tiempo. El repentino fulgor de las antorchas que ardían al otro lado, jalonando una escalera, se les antojó tan deslumbrador como antes lo fuera la penumbra.
Resonó la voz de Kitiara, que pronunciaba el nombre de Soth, y el semielfo se preguntó qué haría con ella el Caballero de la Muerte ahora que había perdido a su presa. El sueño se reprodujo en su imaginación. Una vez más vio desplomarse a Laurana, a Kitiara… Se inmovilizó inerme, incapaz de salvarlas.
Cuando se disipó la terrible escena que rememoraba advirtió que Laurana le aguardaba en la escalera, resplandeciente su áureo cabello bajo las llamas. Cerró la puerta de forma precipitada y fue al encuentro de su amada.
—Ésa era la mujer elfa —dijo Soth, cuyos ojos le permitían rastrearles mientras huían cual ratones asustados—. Y Tanis la acompañaba.
—Sí —corroboró Kitiara sin interés, extrayendo la espada de su vaina y procediendo a limpiar la sangre con el repulgo de su capa.
—¿Debo perseguirles? —inquirió el caballero.
—No, hay asuntos más importantes que requieren toda nuestra atención. —Miró a su interlocutor, dibujada en sus labios una extraña sonrisa—. La elfa tampoco iba a pertenecerte, ni siquiera después de muerta, ya que la protegen los dioses.
Los carbones encendidos de Soth escudriñaron a Kitiara, y su boca se retorció en una mueca burlona.
—El semielfo te tiene todavía sometida a su influjo.
—Creo que te equivocas —replicó ella, desviando los ojos hacia Tanis en el momento en que se cerraba la puerta—. Será él quien, en las silenciosas horas de la madrugada, cuando yazca en el lecho junto a Laurana, pensará en mí sin poder evitarlo. Recordará mis últimas palabras, se sentirá conmovido por ellas. Me deben su felicidad, y ella tendrá que vivir a sabiendas de que mi imagen perdura en el corazón de su esposo. He envenenado cualquier sentimiento que intenten compartir, ésa es mi manera de perpetrar mi venganza. ¿Has traído lo que te ordené?
—Sí, Dama Oscura —declaró Soth. Pronunció una palabra mágica, exhibió ante ella un objeto y lo sostuvo en su esquelética mano. Luego, con una reverencia, lo depositó a los pies de la dignataria.
Kitiara contuvo el aliento, tan centelleantes sus ojos como los del espectro.
—¡Excelente! —exclamó—. Regresa al alcázar de Dargaard y reúne a las tropas. Nos haremos con el control de la ciudadela voladora que Ariakas envió a Kalaman. En cuanto nos hayamos reagrupado, esperaremos el momento oportuno.
La horrenda faz de Soth se iluminó al señalar el objeto que destellaba en el suelo, donde él lo pusiera.
—Te pertenece por derecho propio —comentó—. Todos aquéllos que han osado oponerse a tu mandato están muertos, o bien emprendieron la fuga antes de que pudiera ocuparme de ellos.
—Eso no hace sino retrasar su fin —apostilló Kitiara envainando de nuevo la espada—. Me has servido con lealtad, caballero Soth, y serás recompensado. Supongo que siempre quedará alguna doncella elfa en el mundo.
—Morirán quienes tú condenes. Los que decidas respetar —inclinó el fantasmal semblante hacia la puerta—, vivirán. Recuerda siempre, Dama Oscura, que entre todos tus subordinados yo soy el único capaz de ofrecerte fidelidad eterna. Yo y mis guerreros, que regresarán conmigo a Dargaard obedientes a tu deseo. Aguardaremos allí tu llamada. Adiós, Kitiara —añadió al mismo tiempo que asía su mano en actitud sumisa—. ¿Qué sensación te produce saber que has devuelto el placer a las almas errantes? Has conseguido que mi reino de sombras me parezca interesante. ¡Ojalá te hubiera conocido en vida! Pero mi futuro es ilimitado, quizá espere hasta que podamos sentarnos ambos en el trono que ahora ocupo.
Sus gélidos dedos acariciaron la carne de Kitiara, quien se estremeció en un temblor convulsivo al visualizar frente a ella noches insomnes que la atraían con el vértigo del abismo. Tan aterradora fue la imagen que la muchacha quedó atenazada por el pánico. Soth, mientras tanto, se desvaneció en la negrura.
Estaba sola en el tenebroso pasillo y, durante unos minutos, sintió paralizada cómo el Templo se desmoronaba a su alrededor. Se apoyó en el muro asustada y desvalida, ¡tan desvalida! De pronto su pie tocó algo en el suelo y, agachándose, recogió el objeto que le entregara Soth y lo levantó en el aire.
Aquello era real, duro y sólido, tan auténtico que emitió un suspiro de alivio al cerrar los dedos sobre su superficie.
Ninguna llama de antorcha se reflejaba en su dorado perímetro ni provocaba fulgores en sus joyas rojizas, pero Kitiara no necesitaba verlo para admirar el poder que encerraba.
Permaneció largo rato en el ruinoso pasadizo, palpando una y otra vez los cantos metálicos de la ensangrentada Corona.
Tanis y Laurana bajaron presurosos a las mazmorras por la escalera de caracol. Se detuvieron junto a la mesa del carcelero, donde el semielfo reparó en el cadáver del goblin.
—Vamos —le apremió Laurana señalando hacia el éste. Al ver que él vacilaba y volvía los ojos en dirección norte, se estremeció—. No querrás seguir ese pasillo, ¿verdad? Me trae espantosos recuerdos de mi encierro —concluyó, y su rostro palideció a causa de los alaridos que se oían en las celdas.
Un draconiano pasó corriendo junto a ellos. Tanis imaginó que se trataba de un desertor, una sospecha que no hizo sino confirmar la expresión amedrentada del individuo al toparse con un supuesto oficial.
—Sólo buscaba a Caramon —susurró Tanis—. Supongo que le trajeron aquí.
—¿Caramon? —exclamó Laurana asombrada—. ¿Cómo?
—Vino a Neraka conmigo —explicó el semielfo—. Y también Tika, Tas y… Flint. —Enmudeció, pero rechazó su tristeza con un movimiento de cabeza—. Si estaban en esta zona, se han ido. Continuemos.
Laurana se ruborizó. Miró de hito en hito a Tanis y el pozo de la escalera, antes de comenzar a hablar.
—Tanis…
—Ahora no tenemos tiempo —la silenció él, cubriéndole la boca con la mano—. Debemos concentrarnos en hallar la salida.
Como si quisiera reafirmar sus palabras, el Templo se agitó en un nuevo temblor. Fue éste más intenso y prolongado que los otros, tan virulento que arrojó a Laurana contra el muro mientras Tanis, debilitado por la fatiga y el dolor, luchaba para mantenerse en pie.
Un fragor similar al del trueno resonó en el pasillo norte y cesaron abruptamente los gritos en los calabozos, al parecer sofocados por un derrumbamiento que levantó densas nubes de polvo y de mugre.
Tanis y Laurana emprendieron la fuga. Corrieron hacia el este envueltos en un tormenta de escombros, tropezando con cuerpos inertes y montones de piedras aserradas.
Tras una breve pausa una nueva sacudida azotó las entrañas de la tierra. No lograron sostenerse, cayeron de rodillas y contemplaron impotentes cómo el pasadizo se bamboleaba, se retorcía sobre sí mismo hasta convertirse en una sinuosa serpiente de roca.
Se introdujeron gateando bajo una viga desprendida del techo, y se abrazaron para darse mutuo amparo en aquel océano embravecido en el que flotaban a la deriva. Oían sobre sus cabezas, sobre la improvisada balsa, unos extraños sonidos. Se diría que las rocas, en lugar de venirse abajo, se encajaban unas con otras entre ensordecedores retumbos. Murió el temblor y volvió la calma.
Aún vacilantes, se incorporaron y reanudaron su huida. El miedo espoleaba sus piernas, de tal modo que olvidaron por completo el dolor que los laceraba e incluso desdeñaron los continuados temblores que socavaban los cimientos del Templo. Tanis esperaba que de un momento a otro el techo se desplomara sobre sus cabezas, sepultándolos en el corredor, pero por algún motivo inexplicable éste no sufrió el menor menoscabo. Tan aterradores eran los ecos que se sucedían sobre el subterráneo que ambos habrían acogido el derrumbamiento como una liberación.
—¡Tanis, aire fresco! —anunció, de pronto, Laurana.
Exhaustos, en un desesperado alarde de voluntad, ambos se abrieron paso por el sinuoso pasillo hasta llegar a una puerta que oscilaba sobre sus goznes. Había en el suelo una purpúrea mancha de sangre y…
—¡Los saquillos de Tas! —se sorprendió Tanis. Hincó la rodilla y examinó los tesoros del kender, que yacían diseminados sin orden ni concierto. Meneó la cabeza apesadumbrado, seguro de haber acertado en su presentimiento.
La muchacha se acuclilló a su lado y apretó su mano en un intento de consolarle.
—Al menos sabemos que estuvo aquí, Tanis. Logró llegar a la puerta, quizá escapó.
—El nunca abandonaría sus pertenencias —dijo el semielfo rechazando tan esperanzador argumento.
Atravesaron la puerta y, saliendo por fin al exterior, dirigieron sus miradas hacia Neraka.
—Mira —urgió a su compañera con el dedo extendido—. ¡Es el fin! Todo ha terminado, al igual que el kender —insistió. Le enfurecía que el rostro de Laurana recobrase su obstinada calma, como reticente a admitir la derrota.
La muchacha obedeció a sus indicaciones. El frescor de la brisa nocturna se le antojó una cruel burla pues sólo transportaba efluvios de humo y de sangre, palabras sin sentido de los agonizantes. Unas llamas anaranjadas iluminaban el cielo, donde los dragones trazaban círculos mientras sus señores se afanaban en huir o guerreaban para alzarse con el poder. Surcaban el ambiente aparatosos relámpagos, el incendio parecía presto a prender en el manto negro de la bóveda celeste. Los draconianos, por su parte, atestaban las calles y mataban en su errático desenfreno a todo aquél que se interponía en su camino, aunque fuera un hermano de raza.
—El mal se vuelve contra sí mismo —declaró Laurana en actitud ausente. Contemplaba la escena sobrecogida, apoyada su mano en el hombro de Tanis.
—No comprendo. ¿Qué significa? —preguntó él.
—Es una frase que Elistan repetía a menudo.
—¡Elistán! —repuso el semielfo con amargura—. ¿Dónde están sus dioses ahora? Quizá instalados en sus castillos estelares, gozando del espectáculo. La Reina de la Oscuridad ha sucumbido, el Templo se halla al borde de la destrucción y nosotros hemos quedado atrapados. No sobreviviríamos más de tres minutos en ese infierno.
Se le hizo un nudo en la garganta cuando, tras apartar a Laurana con dulzura, se inclinó hacia adelante para inspeccionar los tesoros de Tasslehoff que se había llevado consigo. Desechó sin vacilar un fragmento de cristal azul, una corteza de vallenwood, una esmeralda, una pequeña pluma de pollo, una rosa negra ya marchita, un colmillo de dragón y una rama donde aparecía tallada con habilidad enanil la efigie del kender. Entre todos estos objetos, no obstante, atrajo su atención una dorada joya que refulgía bajo la luz del destructivo fuego.
La recogió del suelo, bañados sus ojos en lágrimas, y cerró la mano hasta sentir que las afiladas puntas se clavaban en su carne.
—¿Qué es? —indagó Laurana con la voz entrecortada por el miedo.
—Perdóname, Paladine —suplicó Tanis al dios del que tanto había dudado. Rodeó con el brazo a la atónita elfa y extendió la palma.
Descansaba en ella un delicado anillo, de exquisita filigrana, confeccionado con hojas de enredadera que se entrelazaban entre sí. Envolvía su círculo un Dragón Dorado, sumido en un mágico sueño.