6

Palanthas.

—¡lnsisto en que era Raistlin!

—Y yo insisto en que si vuelves a contarme una sola de tus historias sobre elefantes lanudos, anillos transportadores o plantas que viven en el aire enroscaré este jupak en torno a tu cuello —le espetó Flint encolerizado.

—Tus amenazas no impiden que fuera Raistlin a quien VI —replicó Tasslehof, aunque con un hilo de voz, mientras caminaba por las anchas y resplandecientes avenidas de la bella ciudad de Palanthas. El kender sabía por experiencia hasta qué punto podía jugar con la paciencia del enano, y el margen que daba Flint a la irritación era muy escaso en los últimos días.

—Y no vayas a molestar a Laurana con tus absurdas patrañas —advirtió Flint, adivinando las intenciones de Tas—. Ya tiene suficientes problemas.

—Pero…

El enano se detuvo y lanzó una sombría mirada al kender bajo la visera que proyectaban sus frondosas y encanecidas cejas.

—¿Lo prometes?

—De acuerdo —se resignó el interpelado.

No le habría costado hacerlo de no tener la total certeza de que había visto a Raistlin. Flint y él pasaban junto a la escalinata de la gran biblioteca de Palanthas cuando su penetrante mirada se posó en un grupo de monjes que se habían arracimado en torno a una figura postrada. Aprovechando que Flint se detuvo unos instantes para admirar un delicado relieve de factura enanil que decoraba el friso de un edificio cercano, el kender se apresuró a subir los primeros peldaños resuelto a averiguar qué sucedía.

Espió perplejo, cómo un hombre idéntico a Raistlin, con su misma tez metálica de dorados destellos y una túnica roja, era transportado sin conocimiento al interior de la biblioteca. Pero en el tiempo que tardó en volver junto a Flint, agarrarlo por el brazo y tirar de él hasta el pórtico del edificio, el grupo desapareció.

El excitado kender trepó los peldaños de dos en dos y aporreó la puerta, exigiendo ser admitido. Sin embargo, el Esteta que acudió a su llamada pareció aterrorizarse tanto ante la idea de que un kender entrase en la gran biblioteca que el enano, escandalizado, lo llevó hasta la calle a empellones sin dar oportunidad a que el monje abriera la boca.

Dado que las promesas eran un concepto nebuloso para un kender, Tas meditó sobre la posibilidad de revelar a Laurana su descubrimiento, mas cuando pensó en el semblante, que había presentado en los últimos tiempos la muchacha elfa, demacrado y contraído a causa del sufrimiento, la preocupación y la falta de sueño, el bondadoso kender decidió que Flint tenía razón. Si se trataba de Raistlin lo más probable era que se hallara en la ciudad para resolver asuntos secretos y no acogiera su espontánea iniciativa con muy buenos ojos. No obstante…

Lanzando un suspiro el kender reanudó la marcha, propinando puntapiés a los objetos con los que se tropezaba y contemplando la urbe una vez más. Palanthas bien merecía una visita detallada, incluso en la Era del Poder había sido ensalzada por su belleza y gracia. No existía en todo Krynn ninguna otra ciudad que pudiera comparársele, al menos para una mentalidad humana. Construida en un diseño circular como el de una rueda, su centro era, literalmente, un cubo. Todos los edificios oficiales se hallaban distribuidos en torno a la plaza, realzados con escalinatas y columnas que resultaban sobrecogedoras por su grandiosidad y elegancia. De la circunferencia central una serie de espaciosas avenidas partían en las direcciones de los ochos puntos de la brújula. Pavimentadas con piedras de perfecto ajuste, obra, por supuesto, de los enanos, y flanqueadas por árboles cuyas hojas conservaban sus áureos tintes a lo largo de todo el año, estas avenidas conducían al puerto en la parte norte y a las siete puertas de la Muralla de la Ciudad Vieja.

Incluso estas puertas eran obras maestras de arquitectura, guardada cada una de ellas por minaretes gemelos que se alzaban hasta alturas superiores a los trescientos pies. La muralla, por su parte, estaba labrada en intrincados diseños en los que se representaba la historia de Palanthas durante la Era de los Sueños. Pasado el muro se desplegaba la ciudad nueva. Ésta estaba concebida de tal modo que constituía una prolongación del modelo original, ya que partía de la antigua según un idéntico patrón circular y con las mismas avenidas flanqueadas por hileras de árboles. No obstante, en un detalle se rompía la simetría: ninguna muralla cercaba la zona nueva. Los habitantes eran adversos a las particiones que rompían el plano original, y no se alzaban nuevos edificios en ninguna de las dos mitades sin antes consultar las leyes de la armonía, tanto en el interior como en las zonas más apartadas del centro. La silueta de Palanthas sobre el horizonte crepuscular ofrecía una imagen tan embrujadora como la ciudad misma… con una excepción.

Interrumpió las cavilaciones de Tas una palmada en la espalda. Era Flint quien tan toscamente lo devolvía a la realidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó el kender, plantándose frente al enano.

—Me gustaría saber dónde estamos —apuntó Flint con voz desabrida, poniendo los brazos en jarras.

—Estamos… —Tas examinó su entorno—. Veamos, creo que nos encontramos… pero quizá me equivoque. —Clavó en Flint una gélida mirada—. ¿Cómo has permitido que nos perdiéramos?

—No me acuses a mí, tú eres el guía. Eres tú quien lee los mapas, tú el kender que conoce esta ciudad como la palma de su mano.

—Pero ahora estaba pensando —declaró Tas en actitud jactanciosa.

—¿En qué, mi filosófico amigo?

—En graves cuestiones que no entenderías.

—¡No me digas! Pero será mejor que lo dejemos —gruñó el hombrecillo mientras procedía a escudriñar la calle en ambos sentidos. No le gustaba el cariz que tomaba su aventura.

—Todo esto es muy extraño —anunció Tas con tono alegre, parafraseando las meditaciones del enano—. La calle que hemos enfilado parece hallarse vacía, en abierto contraste con las otras avenidas de Palanthas. —Mientras hablaba, contempló con cierto desasosiego las hileras de silenciosos edificios—. Me pregunto…

—No —interrumpió Flint—. Me niego rotundamente. Volveremos por donde hemos venido.

—¡Oh, vamos! —protestó Tas sin cesar de adentrarse en la desierta calzada—. Sólo unos metros para reconocer el terreno. Recuerda que Laurana nos recomendó examinarlo todo, inspeccionar las forn… forte… ¿como diablos se llaman?

—Fortificaciones —corrigió Flint, siguiendo al kender con paso reticente—. Pero aquí no las hay botarate. ¡Estamos en el centro de la ciudad! Laurana se refería a las murallas que la rodean.

—No he visto ningún muro delimitando Palanthas —dijo Tas con aire triunfante—. En cualquier caso, no en la parte nueva. Además, si esto es el centro no me explico por qué está desierto. Creo que deberíamos averiguarlo.

Flint lanzó un resoplido. Las palabras del kender empezaban a tener sentido, circunstancia que hizo que el enano menease la cabeza mientras se preguntaba si no serían víctimas de un espejismo causado por el exceso de sol.

Anduvieron en silencio durante varios minutos, penetrando en el corazón de la ciudad. A un lado, a escasas manzanas, se elevaba la mansión palaciega del Señor de Palanthas. Podían ver con total nitidez sus monumentales torreones, y sin embargo frente a ellos el panorama parecía velado por una indefinible penumbra.

Tas se asomó por las ventanas y por las puertas de todos cuantos edificios flanquearon. Cuando al fin llegaron al extremo de la travesía el kender habló, presa de una cierta desazón:

—Flint, me temo que todas las casas están vacías

—Abandonadas —corrigió el enano en tonos apagados. Había cerrado los dedos en torno al astil de su hacha, y dio un respingo al oír la aguda voz de su compañero.,

—Éste lugar me produce una sensación extraña —confeso el kender, arrimándose a Flint—. Pero no te preocupes, no estoy asustado.

—¡Yo sí! ¡Salgamos de aquí!

Tas alzó la vista para estudiar los edificios que se erguían a ambos lados. Estaban todos ellos bien conservados. Aparentemente los habitantes de Palanthas se sentían tan orgullosos de su ciudad que incluso gastaban su dinero en remozar las moradas que a nadie cobijaban. Se hallaban entre comercios y viviendas de todo tipo, poseedores de una estructura impecable. Incluso las calles estaban libres de papeles e inmundicias… pero desiertas. El kender pensó que la que ahora visitaban fue en un tiempo una zona próspera, en pleno corazón de la urbe. ¿Por qué había dejado de serlo? ¿Por qué se habían ido sus pobladores? Le asaltó una incontenible sensación de temor, y no eran muchos los parajes en Krynn capaces de provocar tan singular inquietud en un miembro de su raza.

—¡Ni siquiera hay ratas! —susurró Flint, antes de agarrar a Tas por el brazo y tirar de él—. Ya hemos visto bastante.

—No seas cobarde —lo reprendió el kender. Se liberó entonces de la mano que pretendía arrastrarlo y, luchando por deshacerse también de la incómoda sensación que lo atenazaba, irguió sus pequeños hombros y echó a andar de nuevo por la empedrada acera. No había recorrido tres pies cuando advirtió que estaba solo de modo que, exasperado, volvió la cabeza. El enano permanecía inmóvil donde le había dejado, observándolo con destellos de cólera.

—Sólo quiero ir hasta la arboleda que se dibuja en la esquina —arguyó—. Fíjate, no es más que un grupo de robles sin ninguna particularidad. Quizá se trate de un parque donde podamos almorzar.

—¡No me gusta este lugar! —insistió Flint testarudo—. Me recuerda al Bosque Oscuro, aquella espesura donde Raistlin habló con los espectros.

—Aquí no hay más espectro que tú —replicó Tas irritado, resuelto a ignorar el hecho de que él había evocado la misma imagen en su memoria—. Estamos en pleno día, en el centro de una ciudad. ¡Vamos, por Reorx!

—¿Por qué hace tanto frío?

—Porque aún no ha concluido el invierno —respondió el kender elevando la voz. Pero, de pronto, enmudeció, cuando los ecos de sus palabras resonaron de un modo fantasmagórico en las silenciosas calles—. ¿Vienes o no? —acertó al fin a susurrar.

Flint tragó saliva, emitió un gruñido, aferró su hacha de guerra y empezó a avanzar en pos del kender, aunque sin dejar de lanzar furtivas miradas a los edificios como si de un momento a otro fuese a saltar sobre él una aparición demoníaca.

—No es cierto eso que has dicho del invierno —masculló—. Sólo aquí lo es.

—Tardará varias semanas en llegar la primavera —repuso Tas, satisfecho por haber encontrado un tema de discusión que borrase de su mente los fenómenos que se obraban en su estómago, tales como la formación de nudos y otras molestias similares.

Pero Flint no se prestó al altercado, un mal síntoma en él. En silencio y con el mayor sigilo posible, ambos se deslizaron sobre los adoquines hasta alcanzar el final de la calle, donde los edificios daban paso a la arboleda de forma abrupta. Como Tas había sugerido, se trataba de un robledal corriente si bien aquellos especímenes eran los más altos que habían visto tanto el kender como el enano en el curso de sus minuciosas exploraciones por Krynn.

Al acercarse, los dos amigos notaron que se intensificaba su gélida y extraña sensación hasta convertirse en un frío antinatural, más paralizador que el que habían experimentado incluso en el glaciar del Muro de Hielo. ¿A qué se debía un descenso tan brusco de la temperatura? El sol brillaba en un cielo sin nubes, y sin embargo sus dedos se entumecían por momentos. Flint no pudo sostener por más tiempo el hacha y tuvo que colocarla de nuevo en su soporte con manos rígidas y temblorosas, mientras intentaba en vano refrenar el rechinar de sus dientes, y tiritaba violentamente al perder la sensibilidad en sus puntiagudas orejas.

—S-salgamos de aquí —balbuceó el enano a través de sus labios amoratados.

—Estamos bajo la s-sombra de un edificio. —Tas casi se mordió la lengua—. Cuando nos dé el sol en el rostro nos calentaremos.

—No hay fuego en Krynn capaz de caldear este ambiente —le espetó Flint agresivo pateando el suelo para avivar la circulación de su sangre.

—U-unos pasos más —se obstinó Tas sin cesar de moverse, pese a que se entrechocaban sus rodillas. Sin embargo, avanzaba en solitario. Al volver la cabeza comprobó que el enano estaba paralizado, con la frente inclinada y un intenso temblor en su barba.

«Debo retroceder», pensó el kender, pero no pudo hacerlo. Su proverbial curiosidad, que contribuía más que ningún otro factor a la extinción de su raza, lo impulsaba a seguir adelante.

Llegó por fin a la linde del robledal y, en ese instante, casi se detuvo el pálpito de su corazón. Los kenders suelen ser inmunes al miedo, por eso sólo uno de ellos podía llegar tan lejos. Pero incluso Tas se sintió ahora presa del más absurdo pánico que había experimentado en toda su vida, y comprendió que el causante de tal sentimiento se ocultaba en aquel bosque de vetustos robles,

«Son árboles normales —se repetía sin cesar, balbuceando hasta las palabras que no pronunciaba en voz alta—. He conversado con espectros en el Bosque Oscuro, me he enfrentado a tres o cuatro dragones y he roto uno de sus Orbes… sólo es un robledal corriente… he estado prisionero en el castillo de un mago, he visto a un diablo de los Abismos… es un robledal como tantos otros».

Despacio, dándose ánimos, Tas se abría camino entre los robles. Sin embargo, no fue lejos, ni siquiera traspasó la hilera que formaba el perímetro exterior del bosquecillo. Ahora veía lo que anidaba en sus entrañas.

Tasslehoff tragó saliva, dio media vuelta y emprendió una veloz carrera.

Al ver que el kender retrocedía a grandes zancadas hacia él, Flint supo que todo había terminado. Alguna criatura espantosa iba a irrumpir entre los árboles de un momento a otro, de modo que giró sobre sí mismo. Tan precipitado fue su acto, que tropezó contra su propio pie y cayó de bruces al suelo. Por fortuna Tas le había dado alcance y acertó a agarrarle por el cinto para incorporarle antes de seguir huyendo despavorido calle abajo, ahora seguido de cerca por el enano que sentía su vida pendiente de un hilo. Casi podía oír gigantescas pisadas sobre el empedrado, cada vez más cerca. No osó volverse a mirar, pero las visiones de un sanguinario monstruo se multiplicaron en su cerebro a un ritmo tan vertiginoso que creyó que su corazón no tardaría en estallar. Al fin llegaron al otro extremo de la calle.

El ambiente se caldeó bajo los benignos rayos del sol.

Oyeron de nuevo las voces de las personas reales en las frecuentadas calles adyacentes. Flint se detuvo exhausto, jadeante, para lanzar una temerosa mirada al lugar que acababan de abandonar. ¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que estaba vacío!

—¿Qué es lo que has visto? —logró preguntar cuando se normalizaron sus latidos.

—U-una torre —balbuceó Tas entre sonoros resoplidos. Su rostro estaba pálido como la muerte.

Flint abrió los ojos de par en par.

—¿Una torre? —repitió, perplejo—. ¿Hemos huido de una simple torre? ¡Pensar que casi pierdo la vida en el empeño! Supongo —frunció su velludo ceño en actitud de alarma que no nos habrá perseguido una mole de piedra

—No —admitió Tas—. Se erguía inmóvil, majestuosa. Pero era lo más aterrador que he visto nunca —concluyó al fin, aún temblando.

—Sin duda se trata de la Torre de la Alta Hechicería—dijo el Señor de Palanthas a Laurana aquella tarde, sentados en la sala de cartografía del bello palacio, que se alzaba en una colina desde donde se divisaba una espléndida panorámica de la ciudad—. No me extraña que tu pequeño amigo fuera dominado por el pánico. Lo que me sorprende es que fuera capaz de llegar hasta la linde del Robledal de Shoikan.

—Es un kender—le recordó Laurana con una sonrisa.

—Sí, por supuesto, eso explica su temeridad. Y ahora que hablamos del tema, se me ocurre una idea que nunca había considerado: contratar kenders para trabajar en las inmediaciones de la Torre. Tenemos que pagar precios astronómicos cuando, una vez al año, intentamos persuadir a los hombres para que entren en los edificios cercanos a fin de evitar su deterioro. Pero —el Señor pareció desalentarse— dudo que los habitantes acepten complacidos la presencia de un número nutrido de kenders en nuestras calles.

Amothus, Señor de Palanthas, recorrió el pulido suelo de mármol de la sala de cartografía con las manos unidas tras el manto que denotaba su elevado rango. Laurana empezó a caminar a su lado, tratando de no pisar el repulgo del largo y vaporoso vestido que los palanthianos habían insistido en que luciera. Se habían mostrado encantadores al ofrecérselo como obsequio, de modo que no pudo rehusar. Además, sabía que les horrorizaba ver a una Princesa de Qualinesti deambular por su ciudad ataviada con una cota de malla manchada de sangre y ajada por las mil batallas que había librado. No le dieron opción, no podía permitirse ofender a aquéllos cuya ayuda tanto necesitaba. Sin embargo, se sentía desnuda, frágil e indefensa sin la espada colgada del cinto y un entramado de acero rodeando su cuerpo.

Sabía muy bien que eran los generales del ejército de Palanthas —mandatarios provisionales de los Caballeros de Solamnia— y los otros nobles —miembros del Senado— quienes, en realidad, la hacían sentirse más frágil e indefensa. Todos ellos le recordaban con sólo mirarla que no era más que una mujer jugando a los soldados, al menos según su criterio. De acuerdo, había actuado bien, había luchado en su batalla particular y había vencido. Ahora no le restaba sino volver a la cocina…

—¿Qué es la Torre de la Alta Hechicería? —preguntó la muchacha de forma abrupta. Tras una semana de negociaciones con el Señor de Palanthas había aprendido que, pese a ser un hombre inteligente, sus pensamientos tendían a perderse en regiones inexploradas y necesitaba que le recordasen continuamente el tema principal que se estuviera tratando.

—¡Ah, sí! Si lo deseas, puedes verla desde esta ventana —anunció el dignatario, aunque con cierta reticencia.

—Me gustaría —aceptó Laurana.

Encogiéndose de hombros, Amothus desvió el curso de sus pasos y condujo a la joven hasta una ventana en la que ella había reparado por estar oculta tras gruesos cortinajes. Los que adornaban las otras ventanas estaban descorridos ya través de ellas se podía observar una apabullante visión de la ciudad en cualquier dirección que se mirara.

—Sí, ésa es la razón por la que los mantengo echados —dijo el Señor lanzando un suspiro, como si hubiera leído la curiosidad en sus ojos—. Y te aseguro que es una lástima, porque según las antiguas crónicas desde aquí se revelaba una de las más magníficas panorámicas de la ciudad. Sin embargo, entonces la Torre no estaba maldita…

El digno caballero apartó a un lado las cortinas, con mano trémula y el pesar reflejado en su rostro. Sobrecogida al descubrir la emoción que la embargaba, Laurana se asomó… y se quedó sin aliento. El sol se ocultaba tras las nevadas montañas, tiñendo el cielo de rojo y púrpura. Los vibrantes colores del incipiente crepúsculo reverberaban sobre los albos edificios de Palanthas al capturar su luz el raro y translúcido mármol, que con tanta profusión adornaba sus fachadas. Laurana nunca había imaginado que semejante belleza pudiera existir en el mundo de los humanos, rivalizando con su amada Qualinesti.

Pronto atrajo su mirada un espacio umbrío en la perlífera y radiante perspectiva, creado por una solitaria Torre que se elevaba hacia el cielo. Tan alta era que, aunque el palacio se hallaba construido en una colina, su cúspide apenas estaba por debajo de la ventana desde donde ahora la contemplaba. Toda ella de mármol negro, se destacaba en nítido contraste con el níveo mármol de las casas adyacentes. Pensó que, acaso en un tiempo remoto, varios minaretes debieron conferir especial realce a su superficie, mas ahora sus cuerpos aparecían mutilados y en total abandono. Unas oscuras ventanas, semejantes a cuencas oculares vacías, miraban amenazadoras al mundo. Rodeaba la mole una valla, también negra, y Laurana vio que algo revoloteaba en su cancela. Creyó al principio que se trataba de un pájaro inmenso atrapado entre sus rejas, pues se le antojó un ser vivo, pero, cuando se disponía a atraer la atención del Señor de Palanthas sobre la criatura, éste corrió los cortinajes con un escalofrío.

—Lo lamento —se disculpó—. No puedo soportarlo. Y pensar que hemos convivido con ella durante siglos…

—A mí no me parece tan terrible —lo interrumpió Laurana con firmeza, evocando en su imaginación la figura de la Torre y la ciudad que la rodeaba—. Ésta Torre confiere carácter al lugar. Es una urbe muy hermosa, pero en ocasiones su belleza es tan perfecta, tan fría, que deja uno de advertirla. —Mientras hablaba la muchacha se asomó a las otras ventanas, y se sintió tan embrujada como en el momento de su llegada a la monumental Palanthas—. Después de ver esa… esa oscura mácula, su magnificencia destaca en mi mente con nuevo vigor. No sé si me comprendes…

Quedaba patente por la atónita expresión de su rostro; que el dignatario no comprendía ni una palabra. Laurana suspiró, si bien no pudo reprimir una mirada de soslayo a aquellos cortinajes que ejercían sobre ella una extraña fascinación.

—¿Cómo llegó a convertirse en una Torre maldita? —preguntó en lugar de explicarse.

—Fue durante… pero aquí viene alguien que te contará esa historia mucho mejor que yo —se interrumpió Amothus, al comprobar aliviado que la puerta se abría—. Si he de serte franco, no es un relato que me entusiasme repetir.

—Astinus, de la biblioteca de Palanthas —anunció el heraldo, aunque era evidente que Amothus ya sabía de quién se trataba.

Con gran perplejidad por parte de Laurana todos los presentes se levantaron en actitud respetuosa, incluso los grandes generales y nobles. «¿Tanta ceremonia por un bibliotecario?», se preguntó incrédula la joven. Más aún fue mayor su asombro cuando el Señor de Palanthas y todos sus caballeros se inclinaron en una profunda reverencia al entrar el cronista. También ella bajó la cabeza por pura cortesía, pues como miembro de la familia real de Qualinesti no debía saludar con tal sumisión a ningún habitante de Krynn salvo a su padre, el Orador de los Soles. Sin embargo, cuando se enderezó y estudió a aquel hombre misterioso, comprendió de pronto, que lo más adecuado era recibirle con gesto humilde.

La naturalidad e indiferencia de Astinus la convencieron, sin lugar a dudas, de que no perdería su desenvoltura ni en presencia de toda la realeza de Krynn ni de todo el firmamento. Parecía un hombre de mediana edad, si bien le rodeaba un aura atemporal. Se diría que su rostro había sido cincelado en el mármol de Palanthas y, al principio, Laurana sintió aversión ante la desapasionada calidad que caracterizaba tanto sus rasgos como su andar. Mas, de pronto, advirtió que sus oscuros ojos ardían con el fuego interior de un millar de almas.

—Llegas tarde, Astinus —dijo Amothus en tono festivo, aunque respetuoso. La joven observó que el Señor de Palanthas y sus generales permanecieron de pie hasta que el historiador hubo tomado asiento, una actitud que incluso los Caballeros de Solamnia imitaron. Casi abrumada por un insólito sobrecogimiento, se hundió en su silla en torno a la enorme mesa redonda cubierta de mapas que ocupaba el centro de la gran sala.

—Tenía asuntos importantes que atender —respondió Astinus con una voz que parecía provenir de un pozo sin fondo.

—Me han informado de que has sido perturbado por un extraño evento. —El Señor de Palanthas se sonrojó incómodo—. Acepta mis disculpas, ignoro cómo pudieron encontrar a un hombre en semejante estado en la escalinata de tu biblioteca. Si nos lo hubieras comunicado habríamos retirado su cuerpo sin necesidad de armar tanto revuelo.

—No me ha causado ninguna molestia —repuso Astinus, lanzando una mirada de soslayo a Laurana—. El asunto se ha tratado como merecía, y ahora ya está resuelto.

—Pero ¿qué me dices de los despojos? —preguntó Amothus con un leve balbuceo—. Comprendo lo penoso que ha de resultarte, pero existen ciertas medidas sanitarias promulgadas por el Senado y quiero estar seguro de que todo se ha llevado del modo más conveniente.

—Quizá sea mejor que os deje —declaró fríamente Laurana, e hizo ademán de incorporarse—. Volveré cuando haya concluido esta conversación.

—¿Cómo? ¿Deseas irte cuando hace sólo unos minutos que estás aquí? —El Señor de Palanthas la observó a través de una extraña nebulosa.

—Creo que nuestra charla ha incomodado a la princesa elfa —comentó Astinus—. Su raza, como sin duda recordaréis, profesa una gran veneración a la vida. La muerte no se discute entre ellos de una manera tan cruda.

—¡Oh, por todos los dioses! —Amothus se ruborizó y se apresuró a levantarse para tomar su mano—. Te ruego que nos disculpes, querida. Mi negligencia ha sido abominable. Siéntate de nuevo, te lo suplico. Sirve un poco de vino a la Princesa —ordenó a un criado, que al instante llenó la copa de Laurana.

—Cuando yo he entrado hablabais de las Torres de la Alta Hechicería. ¿Qué sabes de ellas? —interrogó Astinus a la muchacha. A la vez que sus ojos la traspasaban hasta penetrar en su alma.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Laurana al sentir tan punzante mirada, de modo que sorbió un trago en un intento de tranquilizarse.

—Lo cierto —tartamudeó, arrepentida por haber mencionado el tema— es que preferiría que abordáramos el asunto que nos ha reunido. Estoy segura de que los generales desean volver cuanto antes junto a sus tropas y yo…

—¿Qué sabes de las Torres? —repitió Astinus.

—N-no mucho —balbuceó Laurana, asaltada por la súbita sensación de que había vuelto a la escuela y debía enfrentarse a su maestro Tenía un amigo, es decir, un conocido que se sometió a las Pruebas en la Torre de Wayreth, pero…

—Supongo que te refieres a Raistlin de Solace —la atajó, imperturbable, el historiador.

—¡En efecto! —respondió Laurana con sobresalto—. ¿Cómo…?

—Soy cronista, joven Princesa. Saberlo forma parte de mi trabajo. Y ahora voy a contarte la historia de la Torre de Palanthas, no sin antes advertirte que no debes considerarlo una pérdida de tiempo… porque su historia, Lauralanthalasa, está estrechamente ligada a tu destino. —Ignorando su ahogada exclamación de asombro, hizo un gesto imperativo a uno de los generales—. Abre esa cortina, está obstruyendo una de las más bellas panorámicas de la ciudad como, según creo, apuntaba la Princesa antes de mi llegada. Ésta es pues la historia de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

»Debo iniciar mi relato aludiendo a las llamadas Batallas Perdidas. Durante la Era del Poder, cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar empezó a sobresaltarse ante las sombras, bautizó sus temores con un nombre concreto: ¡magos! Le espantaban tanto ellos como sus vastos poderes. No los comprendía y, por consiguiente, se convirtieron en una amenaza.

Fue fácil alzar al populacho contra los magos. Aunque respetados por todos, nunca inspiraron excesiva confianza, en primer lugar porque admitieron entre sus filas a representantes de los tres poderes del universo: los Túnicas Blancas del Bien, los Túnicas Rojas de la Neutralidad y los Túnicas Negras del Mal. A diferencia del Príncipe de los Sacerdotes, ellos supieron ver que el mundo sólo conservaba su equilibrio merced a la existencia de las tres Ordenes y que perturbarlo era abrir la puerta a la destrucción.

El pueblo se reveló pues contra los magos. Las cinco Torres de la Alta Hechicería fueron, por supuesto, sus primeros objetivos, ya que era en su seno donde se hallaba concentrado el poder de la Orden y también era en estas Torres donde los jóvenes aspirantes pasaban las Pruebas, o al menos aquéllos que osaban intentarlo. Has de saber que las distintas fases que las configuraban eran arduas o, lo que es peor, arriesgadas. El fracaso sólo podía entrañar un resultado: ¡la muerte!».

—¿La muerte? —repitió Laurana incrédula—. En ese caso Raistlin…

—Puso en juego su vida para someterse a la Prueba, y casi pagó tan alto precio. Sin embargo, eso ahora no viene al caso. Debido a la severa, o cabría decir mortífera, penalización que se imponía a quienes fracasaban empezaron a propagarse ciertos rumores sobre las Torres de la Alta Hechicería. En vano intentaron los magos explicar que no eran sino centros docentes donde los candidatos arriesgaban su vida de manera voluntaria, así como lugares donde guardaban sus libros de encantamientos, sus pergaminos y sus instrumentos arcanos. Nadie los creyó. Se divulgaron entre las gentes historias de negros rituales y sacrificios, alimentados por el Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos para satisfacer sus propios propósitos.

»Llegó al fin el día de la rebelión y, por segunda vez en la historia de la Orden, los Túnicas se reunieron. La primera vez habían creado los Orbes de los Dragones que contenían las esencias del bien y del mal, vinculadas por la neutralidad. Luego cada uno siguió su camino hasta que, aliados por una misma amenaza, se congregaron de nuevo para proteger su mundo.

»Los magos optaron por destruir dos de las Torres antes que permitir que la muchedumbre las invadiera y se entremetiera en asuntos que escapaban a su entendimiento. La demolición de estas dos Torres produjo sendas hecatombes en las regiones vecinas y asustó al Príncipe de los Sacerdotes, pues quedaba una en Istar y otra en Palanthas. La tercera, situada en el Bosque de Wayreth, no inquietaba a nadie por hallarse alejada de cualquier núcleo urbano.

»Decidió entonces el Príncipe de los Sacerdotes proponer un trato a los magos, en un acceso de aparente magnanimidad. Si abandonaban las dos Torres que aún quedaban en pie, les permitiría retirarse en paz, así como trasladar sus documentos e ingenios a la Torre de Alta Hechicería de Wayreth. Aunque a regañadientes, su ofrecimiento fue aceptado».

—¿Por qué no lucharon los magos? —interrumpió Laurana—. He visto a Raistlin y a Fizban cuando se enfadan, y no quiero imaginar qué serían capaces de hacer unos hechiceros realmente poderosos.

—Cierto, pero hay algo que no has considerado. Tu joven amigo Raistlin quedaba exhausto siempre que invocaba sus hechizos, aunque sólo fueran encantamientos menores. Y, además, cuando se utiliza uno se borra de la memoria para siempre a menos que se revise el libro y se estudie de nuevo. A los magos del más alto nivel les ocurre lo mismo. Es así como los dioses nos protegen de criaturas que, de otro modo, llegarían a ser demasiado poderosas y aspirarían incluso a la divinidad. Los magos necesitan dormir, hallar ocasiones para concentrarse, pasar sus días en continuo estudio. ¿Cómo podían resistir a un asedio masivo? Y, por otra parte, no deseaban destruir a su propio pueblo.

»Todas estas razones los impulsaron a acceder a los deseos del Príncipe de los Sacerdotes. Incluso los investidos con la Túnica Negra, indiferentes al populacho, comprendieron que acabarían por ser derrotados y quizá se perdería la magia para un mundo futuro. Así que se retiraron de la Torre de la Alta Hechicería de Istar, y poco después el Príncipe decidió ocuparla. Acto seguido le llegó el Turno a esta mole que ves frente a ti, la de Palanthas. Pero la historia de esta Torre está preñada de horrores».

Astinus, que había relatado aquellos sucesos con una voz monótona, desprovista de emoción, asumió, de pronto, una actitud solemne y acaso ominosa.

—Recuerdo bien aquel día —prosiguió más para sí mismo que para su callada audiencia—. Los magos me trajeron sus libros y pergaminos para que los custodiase en la biblioteca, ya que tenían más documentos de los que podían trasladar a la Torre de Wayreth. Sabían que yo los guardaría como un tesoro. Muchos de los libros de hechizos eran antiguos e ilegibles, pues habían sido protegidos con encantamientos especiales cuya Clave se había perdido. La Clave…

Astinus enmudeció, absorto en sus reflexiones. Pero pasados unos minutos suspiró, como para desechar negros pensamientos, y continuó.

—Los habitantes de Palanthas se congregaron en torno a la Torre cuando el sumo dignatario de la Orden, el Mago de la Túnica Blanca, cerró sus delicadas puertas de oro con una llave de plata. El Señor de Palanthas lo contemplaba sin poder contener su ansiedad, y todos sabían que pretendía mudarse a sus estancias como había hecho su predecesor, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Sus ojos escudriñaban la Torre animados por la irrefrenable ambición de descubrir las maravillas, tanto benévolas como perversas, que según los rumores encerraba.

—De todos los insignes edificios de Palanthas —murmuró Amothus—, la Torre de la Alta Hechicería era el más espléndido. Ahora, sin embargo…

—¿Qué ocurrió? —preguntó Laurana sintiendo un creciente frío a medida que la noche se enseñoreaba de la sala, y deseosa de que alguien ordenara a los sirvientes encender las velas.

—El Mago extendió la mano para entregar la llave de plata al Señor de la ciudad cuando, de pronto, un hechicero de Túnica Negra apareció en una de las ventanas de los pisos superiores —continuó Astinus con voz cavernosa y triste—. Todos enmudecieron presas del pánico, y él proclamó en medio del silencio: «Éstas puertas permanecerán cerradas, y las estancias que guardan vacías, hasta el día en que llegue el Amo del Pasado y del Presente investido de un nuevo poder». El perverso mago se lanzó entonces al aire, cayendo sobre la verja, y en el instante en que las púas de oro y plata traspasaron sus vestiduras sumió a la Torre en una maldición. Su sangre formó un charco en el suelo, a la vez que las metálicas puertas se retorcían y se tomaban negras. La refulgente mole alba y rojiza también se ensombreció hasta asumir un gris ceniciento, antes de que sus negros minaretes se desmoronasen.

»El Señor de Palanthas se apresuró a huir con el gentío y, en el día de hoy, no hay nadie que haya osado acercarse aún a la Torre de Palanthas. Ni siquiera los kenders. —Astinus esbozó una leve sonrisa— que a nada temen en este mundo. Tan poderosa es la maldición que mantiene alejados a todos los mortales…».

—Hasta que regrese el Amo del Pasado y el Presente —repitió Laurana.

—¡Aquél hombre estaba loco! —exclamó despreciativo lord Amothus—. Ningún hombre posee el dominio del tiempo, a menos que tú, Astinus, tengas ese don.

—¡En absoluto! —protestó el cronista con un tono tan cavernoso que todos lo miraron sorprendidos—. Yo recuerdo el pasado y registro el presente, pero no pretendo ejercer control sobre ellos.

—Eso corrobora mi opinión sobre aquel pobre demente —declaró el Señor encogiéndose de hombros—. Y ahora estamos obligados a soportar una visión tan ofensiva como la Torre porque nadie accede a vivir en su proximidad ni a acercarse lo bastante para derruirla.

—Creo que destruirla sería una injusticia —replicó Laurana con tono amable, al mismo tiempo que contemplaba la Torre a través de la ventana—. Pertenece a este lugar.

—En efecto, joven Princesa —apostilló Astinus sin cesar de taladrarla con sus penetrantes ojos.

Las sombras de la noche fueron acumulándose mientras, hablaba el cronista. Pronto la Torre quedó envuelta en penumbra, en una negrura que aún destacaba más por oposición a las luces que se encendían paulatinamente en el resto de la ciudad. Parecía que Palanthas quería rivalizar con el fulgor de las estrellas, si bien Laurana no pudo evitar el pensar que aquel redondo espacio de tinieblas siempre estaría presente en el ánimo de todos.

—¡Cuán triste y trágico! —susurró la Princesa, sintiéndose forzada a hablar porque Astinus no dejaba de escudriñarla—. Y ese contorno oscuro que he visto revolotear, atrapado en la verja… —se interrumpió, asaltada por un súbito temor.

—Loco de atar —insistió Amothus en lóbrega actitud—. Suponemos que son los restos del cuerpo del mago suicida, pero nadie se ha acercado lo suficiente como para comprobarlo.

Laurana se estremeció. Sujetándose con las manos su dolorida cabeza, comprendió que el siniestro relato que acaba de oír invadiría sus sueños durante muchas noches y deseó no haberle prestado atención. ¡Estrechamente ligado a su destino! Enfurecida, desechó tal pensamiento. Al fin y al cabo no importaba, no tenía tiempo para estas cavilaciones. Su destino ya se auguraba bastante sombrío sin necesidad de agregarle el aditamento de una historia surgida del mundo de las pesadillas.

Astinus, que parecía haber leído sus reflexiones, se levantó de manera abrupta y ordenó que encendieran más luces.

—El pasado se ha perdido —apuntó con frialdad, prendida su mirada de Laurana.

—Tu futuro te pertenece. Y tenemos mucho trabajo que completar antes de que amanezca.