5
Neraka.
Tal como iban sucediendo los acontecimientos, los compañeros descubrieron que sería fácil entrar en Neraka. Sospechosamente fácil.
—En nombre de los dioses, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Caramon mientras Tanis y él contemplaban el llano desde su oculta atalaya en las montañas situadas al oeste de Neraka.
Unas sinuosas líneas negras reptaban por la desolada planicie en dirección hacia el único edificio en un radio de cien millas: el Templo de la Reina de la Oscuridad. Daba la impresión de que millares de víboras se deslizaran desde las montañas, pero no eran tales víboras sino las multitudinarias fuerzas enemigas. Los dos hombres que las observaban percibían destellos ocasionales producidos por el sol al reflejarse en lanzas y escudos y los estandartes negros, rojos y azules, donde destacaban los emblemas de los Señores de los Dragones, ondeaban sobre sus mástiles. Volando a gran altura sobre sus cabezas los imponentes reptiles surcaban el aire en un abanico de colores, que iban de los purpúreos a los añiles, verdosos y azabaches, en pos de las dos gigantescas ciudadelas flotantes que permanecían suspendidas sobre el recinto amurallado del Templo y que, con sus sombras, sumían al paraje en una perenne noche.
—Fue una suerte que el mago nos atacara en el viaje —comentó despacio Caramon—, nos habrían matado de aparecer con nuestros dragones cobrizos en medio de esta muchedumbre.
—Sí —reconoció Tanis en actitud ausente. Había estado pensando en el viejo hechicero para, con el auxilio de sus recuerdos y las revelaciones de Tas, tratar de unir algunas piezas y descifrar el enigma. Cuanto más reflexionaba sobre Fizban más se acercaba a la verdad y, como habría dicho Flint, el conocimiento de este hecho producía temblores en su piel.
Al evocar al enano en su mente sintió una punzada de dolor, así que decidió desechar toda elucubración sobre su amigo y también sobre el anciano. Ya tenía suficientes preocupaciones con la situación presente, y estaba seguro de que ningún hechicero le ayudaría a salir del atolladero.
—Ignoro qué está sucediendo —susurró el semielfo—, pero sea lo que fuera más nos favorece que nos perjudica. ¿Recuerdas lo que comentó Elistan en una ocasión? Está escrito en los Discos de Mishakal que el Mal se vuelve sobre sí mismo. La Reina Oscura reúne a sus tropas por un motivo desconocido, quizá para asestar un golpe definitivo a Krynn del que no pueda levantarse. Sin embargo, no está todo perdido, y podemos mezclarnos fácilmente en este confuso gentío. Nadie reparará en dos miembros del ejército que regresan con un grupo de prisioneros.
—Así lo espero —apuntó Caramon con sombrío ademán.
—Roguemos para que así sea —apostilló Tanis.
El capitán de la guardia que defendía las puertas de Neraka estaba atosigado por todas partes. La Reina Oscura había convocado un consejo general por segunda vez desde el inicio de la guerra, y los Señores de los Dragones del continente de Ansalon acudían prestos a la llamada. Cuatro días atrás habían empezado a llegar a Neraka y, a partir de entonces, la vida del capitán había sido una constante pesadilla.
Los Señores de los Dragones debían entrar en la ciudad por orden de rango. Así, Ariakas sería el primero con su escolta personal, sus tropas, su guardia y sus dragones, seguido por Kitiara, la Dama Oscura, también en compañía de su cohorte de soldados, reptiles y custodios. En tercer lugar haría su aparición Lucien de Takar con su cortejo, y así sucesivamente hasta el último de la comitiva, Fewmaster Toede, del frente oriental.
Tal sistema no había sido concebido tan sólo para honrar a las más altas dignidades. Su propósito era permitir que circulasen sin obstáculos un gran número de tropas y dragones, junto con sus enseres, por un complejo que nunca fue diseñado para albergar a grandes concentraciones. Dada además la desconfianza que reinaba entre unos y otros Señores, ninguno se dejaría persuadir de entrar con un solo draconiano menos que sus colegas y este hecho contribuiría a mantener un orden perfecto. Era un buen plan y podría haber funcionado, de no plantearse un grave problema desde el principio al llegar Ariakas con dos días de retraso.
¿Lo había hecho a propósito para crear la confusión que debía derivarse de su tardanza? El capitán ni lo sabía ni osaba preguntarlo, pero tenía sus propias ideas sobre el particular. Su ausencia obligaba a los dignatarios que se presentaban antes que Ariakas a instalarse en las llanuras que circundaban el Templo hasta que él hiciera su entrada. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los draconianos, goblins y mercenarios humanos ansiaban gozar de los placeres que ofrecía la ciudad—campamento erigida a toda prisa en el interior del recinto. Habían recorrido largas distancias y se disgustaron con razón al negárseles este disfrute.
Muchos intentaban escalar las murallas durante la noche, atraídos por las tabernas como las abejas por la miel. Se produjeron reyertas, pues cada tropa era leal a su Señor del Dragón y a ningún otro, hasta que los calabozos subterráneos del Templo se convirtieron en un alborotado hervidero. El capitán tuvo que ordenar a sus fuerzas que cada mañana arrojasen carretadas de borrachos prendidos la víspera sobre el llano, donde los recogían sus exasperados oficiales.
También estallaron conflictos entre los dragones, ya que cada cabecilla trataba de afirmar su poder sobre los otros. Un gran reptil verde, Cyan Bloodbane, llegó incluso a matar a un Dragón Rojo en una pelea por la posesión de un venado. Para desgracia de Cyan su oponente contaba con el favor de la misma Reina Oscura, de modo que fue encerrado en una cueva donde sus aullidos y los feroces golpes que daba con su cola hicieron creer a más de uno que había sobrevenido un terremoto.
El capitán apenas durmió durante dos noches. Cuando, al amanecer del tercer día, le comunicaron que al fin había llegado Ariakas, a punto estuvo de arrodillarse en acción de gracias y procedió de inmediato a reunir a los hombres que tenía asignados para preparar el gran desfile. Todo fue bien hasta que unos centenares de draconianos a… a las órdenes de Toede vieron entrar en la plaza del Templo a las tropas del máximo mandatario. Bebidos e irrespetuosos con sus ineficaces cabecillas, trataron de introducirse en masa al mismo tiempo que el ejército privilegiado. Encolerizados ante semejante desacato, los capitanes de Ariakas ordenaron a sus huestes que los detuvieran por las armas. Estalló el caos.
La Reina de la Oscuridad, no menos disgustada que su secuaz, envió a sus propias tropas pertrechadas con látigos, cadenas de acero y garrotes. Acompañaban a estas patrullas algunos magos de Túnica Negra y oscuros clérigos que, respaldando con sus hechizos los contundentes trallazos de los soldados, lograron restablecer el orden. Ariakas y su cortejo entraron en el complejo del Templo con dignidad, aunque no en la perfecta formación que les correspondía.
Debía ser media tarde —el capitán había perdido la noción del tiempo y, para colmo de males, las malditas ciudadelas impedían el paso de los rayos solares— cuando se le acercó uno de los guardianes para requerir su presencia en las puertas.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el oficial clavando en el soldado una furibunda mirada con su único ojo sano, pues había perdido el otro en una batalla contra los elfos de Silvanesti—. ¿Otra refriega? Golpead a los contendientes en la cabeza y encarceladlos. Estoy harto de…
—No-no se trata de una pelea —balbuceó el guardián, un joven goblin que sentía terror por su superior humano—. Me han enviado los centinelas de la puerta. Dos oficiales solicitan permiso para entrar con unos prisioneros.
El capitán lanzó un irreprimible reniego. ¿Qué otras complicaciones le aguardaban? Casi dijo al goblin que volviera y les franquease la entrada, el lugar estaba ya atestado de esclavos y prisioneros y unos pocos más no habían de notarse. Las tropas de Kitiara estaban agrupándose en el exterior, dispuestas a hacer su entrada, y debía hallarse presente a fin de darles la bienvenida oficial.
—¿Quiénes son esos presos? —inquirió irritado mientras recogía varios pliegos de pergamino, deseoso tan sólo de alejarse para acudir puntual a la ceremonia—. ¿Draconianos ebrios? Llevadles a…
—Creo q-que deberíais venir, señor. —El goblin sudaba, despidiendo unos efluvios que no resultaban nada agradables—. S—son una pareja de humanos y un kender.
—Ya te he dicho que… —De pronto se interrumpió—. ¿Un kender? —repitió, a la vez que alzaba los ojos con interés—. ¿No les acompaña también un enano?
—No que yo sepa, señor —respondió el pobre goblin. Pero quizá me haya pasado desapercibido en medio del gentío.
—Iré contigo —resolvió el oficial y, ciñéndose la espada, siguió al goblin hacia la puerta principal del recinto.
Reinaba allí una momentánea paz. Las tropas de Ariakas estaban ya en la improvisada ciudad, y las de Kitiara se organizaban entre empellones y escaramuzas para iniciar su marcha. Era casi la hora de comenzar la ceremonia, así que el capitán se apresuró a examinar al grupo que se erguía ante él.
Dos oficiales del ejército de los Dragones, de alto rango por añadidura, escoltaban a un grupo de hoscos prisioneros. El capitán estudió a estos últimos con atención, recordando las órdenes recibidas dos días antes. Debía acechar con especial empeño la llegada de un enano que viajaba en compañía de un kender, quizá también de un dignatario elfo y una mujer de largo y argénteo cabello, en realidad un Dragón Plateado. Eran todos ellos amigos de la Princesa que tenían prisionera, y la Reina de la Oscuridad creía que intentarían rescatarla de un modo u otro.
Había un kender frente a él, pero la mujer exhibía una melena pelirroja de bucles rizados que en nada la asemejaban a un dragón. Si lo era, el capitán estaba dispuesto a comerse su metálico peto. El encorvado anciano de barba rala, por su parte, presentaba todos los rasgos de un humano y nada tenía de enano ni mucho menos de elfo. Lo cierto era que no acertaba en comprender por qué dos oficiales de elevada graduación se habían molestado en prender a tan variopinto trío.
—Decapitadles y acabad con ellos en vez de venir a molestamos —declaró el capitán con tono desdeñoso—. En estos momentos carecemos de espacio en los calabozos para alojar a nadie más. Lleváoslos.
—¡Sería una lástima desperdiciar esta oportunidad! —protestó uno de los oficiales, un hombre gigantesco con unos brazos que más parecían troncos arbóreos, antes de atenazar a la muchacha pelirroja y arrastrarla hacia sí—. ¡He oído decir que en los mercados de esclavos pagan suman suculentas por las de su especie!
—En eso tienes razón —admitió el capitán pasando revista con su ojo sano al voluptuoso cuerpo de la joven que, a su juicio, aún embellecía más la ajustada cota de malla—. Pero no sé que esperas obtener por los otros dos. —Mientras hablaba manoseó al kender, quien lanzó un grito de indignación si bien le silenció al instante uno de los guardianes presentes—. Matadles.
El fornido oficial pareció titubear ante tal arguento, o al menos así lo denotaba su nervioso pestañeo. En cambio su compañero, que había permaneció en un discreto segundo plano, dio un resuelto paso al frente y respondió por él.
—El humano es mago —dijo—. Y creemos que el kender trabaja como espía. Los sorprendimos cerca del alcázar de Dargaard.
—Haber empezado por ahí en lugar de hacerme perder el tiempo. De acuerdo, entrad y ved dónde podéis encerrarles. —Hablaba de forma precipitada, pues acababan de sonar las trompetas. Debía iniciarse la ceremonia, las macizas verjas de hierro comenzaban a abrirse para dar paso a la comitiva—. Firmaré vuestros documentos, entregádmelos.
—No tenemos… —empezó a decir el oficial corpulento, pero el otro lo interrumpió para preguntar, a la vez que rebuscaba en sus bolsas:
—¿A qué documentos te refieres, a los de identificación?
—No —contestó el capitán en el límite de su paciencia—. Al permiso de vuestro comandante para ausentaros y trasladar prisioneros.
—Nadie nos dio semejantes papeles —afirmó sin inmutarse el oficial de la barba—. ¿Se trata de una nueva ordenanza?
—No, en absoluto. —El capitán les miraba ahora con desconfianza—. ¿Cómo atravesáis las líneas sin esa autorización, y cómo esperáis volver? ¿O quizá regresar no entra en vuestros planes y preferís realizar un pequeño viaje con lo que saquéis por este singular lote?
—¡No! —exclamó el individuo más fornido enrojeciendo de ira y lanzando chispas por los ojos—. El comandante olvidó esta formalidad, eso es todo. Tiene mucho en qué pensar y no parece que haya aquí mucha predisposición a resolver los problemas existentes, no sé si me comprendes. —Su mirada era de complicidad.
Las puertas se abrieron de par en par, acompañadas por un fragor de trompetas. El capitán no pudo reprimir un suspiro de angustia, pues en aquel momento tendría que estar en el centro de la entrada para recibir con todos los honores a Kitiara, y llamó en apremiante ademán a los guardines de la Reina Oscura que había apostados en los flancos de las imponentes verjas.
—Llevadles abajo —ordenó mientras recomponía su uniforme—. ¡Les mostraremos qué hacemos con los desertores!
Se alejó a toda prisa, no sin antes volver la cabeza y comprobar satisfecho que los centinelas cumplían con su deber desarmando rápida y eficazmente a los dos oficiales del ejército de los Dragones.
Caramon dirigió a Tanis una inquieta mirada cuando los draconianos lo sujetaron por los brazos y procedieron a desabrochar la hebilla de su cinto. Tika, por su parte, tenía los ojos desorbitados, pues era evidente que las cosas no se desarrollaban según lo previsto. Berem, oculto su rostro bajo unas falsas patillas, parecía presto a gritar o echar acorrer, e incluso Tasslehoff delataba un cierto aturdimiento por el repentino cambio de planes. Tanis veía que los ojos del kender escudriñaban su entorno en busca de una vía de escape.
Intentó poner en orden sus ideas. Creía haber sopesado todas las posibilidades al estudiar la forma de entrar en Neraka, pero ésta había escapado a su consideración. La idea de ser apresados como desertores no había cruzado su mente ni por un segundo y comprendió que, si los centinelas los llevaban a los calabozos, estaban perdidos sin remedio. En cuanto le quitaran el yelmo reconocerían sus rasgos de semielfo, y al examinar con mayor detenimiento a los otros no tardarían en descubrir a Berem.
Él era el peligro. Sin su presencia Caramon y los otros podrían salir bien librados. Sin él…
Las trompetas volvieron a sonar, coreadas por un ensordecedor griterío, en el instante en que un Dragón Azul traspasaba las puertas del Templo con una dignataria a su grupa. Al verla a Tanis le dio un vuelco el corazón, pero pronto su desánimo se transformó en júbilo. El gentío pronunciaba enfervorizado el nombre de Kitiara, avanzando hacia ella en tan confuso tropel que los soldados, temerosos por la seguridad de tan egregio personaje, habían desviado su atención de los prisioneros. Tanis se acercó a Tasslehoff tanto como pudo.
—Escucha —se apresuró a susurrarle en lengua elfa, con voz queda para que la batahola amortiguase sus palabras y animado por la esperanza de que Tas le comprendiera—, di a Caramon que vamos a interpretar una pequeña escena. Haga lo que haga, debe confiar en mí. Todo depende de su mutismo. ¿Entendido?
El kender miró a Tanis totalmente perplejo, pero asintió. Hacía mucho tiempo que no traducía del elfo.
No cabía sino esperar que hubiese captado sus instrucciones. Caramon no hablaba su idioma y Tanis no osaba correr el riesgo de dirigirse a él en común, aunque sofocase su voz la algazara reinante. En aquel momento uno de los centinelas le retorció el brazo para conminarle al silencio.
Se apagó el griterío, y los fanfarrones soldados obligaron a retroceder a la muchedumbre. Viendo que todo estaba bajo control, los guardianes dieron media vuelta para conducir a sus prisioneros al calabozo.
De pronto Tanis tropezó y cayó, arrastrando al draconiano que lo escoltaba y arrojándolo de bruces sobre el polvo.
—¡Levántate, bribón! —renegó el otro centinela a la vez que hostigaba a Tanis con la punta de su látigo. Al ver que se disponía a flagelarle el semielfo se lanzó contra él, logrando atenazar su herramienta de castigo y la mano con que la sujetaba. Puso todo su ahínco en la arremetida, y su fuerza unida a su celeridad dieron el fruto deseado. El soldado se desplomó, estaba libre.
Consciente de la presencia de los guardianes a su espalda, y también de la atónita expresión de Caramon, el semielfo echó a correr en pos de la regia figura que cabalgaba a lomos del Dragón Azul.
—¡Kitiara! —vociferó en momento en que lo apresaban de nuevo—. ¡Kitiara! —insistió, con un grito desgarrador que parecían arrancarle del pecho. Tras debatirse entre los centinelas logró recuperar el uso de una mano y, con ella, se desprendió de su yelmo para acto seguido arrojarlo al suelo.
La Señora del Dragón, ataviada con su armadura de escamas azules, se sorprendió al oír aquel apasionado aullido pronunciando su nombre. Tanis advirtió que sus ojos pardos se abrían perplejos bajo su espantosa máscara, y también se percató de la fiereza que irradiaban las pupilas del reptil al desviarse en su dirección.
—¡Kitiara! —volvió a bramar. Desembarazándose de sus aprehensores con una energía fruto de la desesperación reanudó su embestida, pero varios draconianos surgieron del gentío para abalanzarse sobre él y derribarle sin contemplaciones. Una vez en el suelo, le inmovilizaron los brazos a fin de evitar una nueva intentona. Tanis forcejeó, quería alzar el rostro y mirar a los ojos a la Señora del Dragón.
—¡Alto, Skie! —ordenó la mujer a su montura, posando su enguantada mano en la testuz del animal. El reptil se detuvo obediente, aunque sus garras resbalaban en el empedrado de la calle, y observó a Tanis con unos ojos que rezumaban celos y odio.
El semielfo contuvo el aliento. Su corazón palpitaba dolorosamente, su cabeza estaba a punto de estallar y la sangre de una herida que ni siquiera había sentido goteaba sobre su ojo. Esperaba oír un grito que pusiera de manifiesto que Tasslehoff no le había entendido, un grito de guerra lanzado por sus amigos al correr en su auxilio. Temía que Kitiara examinara a la multitud y descubriera a Caramon detrás de él, reconociendo a su hermanastro. No osaba hacer el menor ademán para comprobar qué había sido de los compañeros, sólo le cabía confiar en que el hombretón tuviera el bastante sentido común, la bastante fe en él para permanecer en la sombra.
Se acercó entonces el capitán tuerto, con el rostro desencajado de ira, y alzó en el aire una de sus botas resuelto a propinarle un puntapié en la cabeza que dejara inconsciente a tan detestable alborotador.
—Detente —ordenó una voz.
Con tanta presteza obedeció el oficial que se tambaleó y casi perdió el equilibrio.
—Soltadle —dijo la misma criatura.
Aunque a regañadientes, los guardianes liberaron a Tanis y retrocedieron acatando un imperativo gesto de la Dama Oscura.
—¿Puede haber algo tan importante como para entorpecer mi entrada en el Templo? —inquirió Kitiara, con un tono cavernoso que deformaba aún más el grueso yelmo.
Tanis se puso en pie vacilante, debilitado por la penosa lucha con los soldados, y avanzó hacia la Señora del Dragón hasta detenerse junto a ella. Cuando se hallaba próximo distinguió un destello irónico en los pardos ojos de la mujer, y se dijo que la inesperada situación le divertía; era un nuevo juego con una vieja marioneta. Tras aclararse la garganta, Tanis habló sin titubeos.
—Éstos idiotas me han arrestado por desertor —declaró—, sólo porque el inepto de Bakaris olvidó darme los documentos adecuados.
—Me aseguraré de que reciba su castigo por haberte causado problemas, mi buen Tanthalas —respondió Kitiara sin poder reprimir la risa—. ¿Cómo te has atrevido? —añadió volviéndose enfurecida hacia el capitán, que se amedrentó al saberse amonestado por un superior de tal categoría.
—S-sólo cumplía órdenes, señora tartamudeó, tembloroso como un goblin.
—Aléjate o te entregaré a mi Dragón para que te devore —ordenó Kitiara a la vez que agitaba la mano en perentorio ademán. Luego, con gesto más amable, extendió su enguantado miembro hacia Tanis—. ¿Puedo ofrecerte un paseo, oficial? Sólo a guisa de disculpa, por supuesto.
—Gracias, señora —aceptó Tanis.
Lanzando una ominosa mirada al capitán, el semielfo asió la mano de Kitiara y se encaramó sobre el lomo del Dragón Azul. Se apresuró a escudriñar el gentío mientras ella indicaba a su montura que se pusiera de nuevo en marcha y, aunque al principio sus ansiosos ojos no detectaron nada, emitió un suspiro de alivio al ver que Caramon y los otros eran apartados del lugar por los guardianes. El hombretón alzó la mirada cuando pasaron junto a ellos, pero no se detuvo. O bien Tas le había transmitido su mensaje, o bien el guerrero tenía el suficiente sentido común para contribuir a la representación. Quizá confiaba en él de un modo instintivo, ése era su más ferviente deseo. Sus amigos estaban ahora a salvo, al menos más que en su compañía.
De pronto el semielfo pensó, entristecido, que ésta podía ser la última vez que les veía, pero se esforzó en desechar tal idea. Desviando la vista hacia Kitiara, descubrió que la joven lo observaba con una extraña mezcla de picardía y franca admiración.
Tasslehoff se puso de puntillas para ver qué era de Tanis. Oyó clamores y vítores, seguidos por un expectante silencio en el momento en que el semielfo se acomodaba en la grupa del Dragón. Cuando se reanudó el desfile, el kender creyó percibir que su amigo lo miraba mas, si lo hizo, pareció no reconocerle. Entonces los centinelas azuzaron a los cuatro prisioneros, obligándolos a avanzar entre la muchedumbre, y la imagen de Tanis se perdió en la barahúnda.
Uno de los soldados hurgó con su daga en las costillas de Caramon.
—Así que tu compañero se va con la Señora del Dragón Y deja que te pudras en los calabozos —bromeó, emitiendo un desagradable chasquido.
—No me olvidaré —farfulló él.
El draconiano sonrió y dio un codazo de complicidad al otro centinela, que arrastraba a Tasslehoff con su reptiliana mano cerrada en torno al cuello del kender.
—Sin duda volverá a buscarte, si logra escabullirse de su lecho.
Caramon enrojeció de ira, y Tas le dirigió una mirada llena de espanto. No había tenido ocasión de comunicar a su fornido amigo el último mensaje de Tanis y temía que lo estropease todo, si bien no creía que nada pudiera empeorar el aprieto en que ahora estaban.
Por fortuna Caramon se limitó a menear la cabeza como si hubieran herido su dignidad.
—Estaré en libertad antes de que caiga la noche —declaró con su voz de barítono—. Hemos vivido juntos muchas experiencias, no me abandonará.
Advirtiendo una nota nostálgica en las palabras del guerrero Tas se estremeció, ansioso por acercarse y explicarle lo que sabía. En aquel momento Tika lanzó un grito de furia y el kender se giró para comprobar qué ocurría. El guardián que la escoltaba había desgarrado su pectoral, varios surcos sanguinolentos se dibujaban en el cuello de la muchacha a causa de la presión de sus hediondas garras. Caramon intentó actuar, pero su gesto fue tardío: Tika había propinado un severo golpe en la faz reptiliana de su oponente, fruto de su amplia experiencia como moza de posada.
Furioso, el atacado acorraló a la muchacha contra el muro y enarboló su látigo. Tas oyó que Caramon contenía el aliento y se dobló sobre sí mismo, esperando un dramático desenlace.
—¡No la lastimes! —rugió el guerrero—. Si lo haces, atente a las consecuencias. Kitiara quiere que obtengamos por ella seis monedas de plata, y nadie nos las dará si está marcada.
El draconiano vaciló. Aquél individuo corpulento era un prisionero, cierto, pero todos ellos habían visto la bienvenida que dispensara la Señora del Dragón a su amigo. ¿Podía correr el riesgo de contrariar a alguien que quizá gozaba también de su favor? Al parecer decidió que no pues puso a Tika en pie y, de un violento empellón, la obligó a seguir adelante.
Tasslehoff emitió un suspiro de alivio y, ahora volvió la cabeza con disimulo para mirar a Berem, que había permanecido encerrado en su mutismo durante todo aquel episodio. En efecto, el Hombre Eterno parecía hallarse en otro mundo. Sus ojos, muy abiertos, contemplaban el horizonte con hechizada fijación mientras que sus labios, entrecerrados, le conferían el aspecto de un retrasado mental. Por lo menos su actitud no denotaba que fuera a causar problemas, y por otra parte Caramon continuaba interpretando su papel. También Tika estaba a salvo después del altercado, de modo que nadie le necesitaba. Respiró hondo y empezó a contemplar interesado el recinto del Templo, tanto como le permitían aquellas manos de reptil que aferraban su cuello.
Lamentaba este entorpecimiento. Neraka era en realidad lo que aparentaba, un pequeño pueblo que rezumaba pobreza construido para los habitantes del Templo, si bien la imagen de este último quedaba ahora distorsionada por las tiendas que se erguían como hongos en su derredor.
Al fondo del complejo, el santuario propiamente dicho se cernía sobre la ciudad como un ave carroñera, con una obscena y retorcida estructura que parecía dominar incluso las montañas adyacentes. En cuanto se entraba en Neraka, saltaba a la vista la gran mole y nadie podía substraerse a su influjo. El Templo se hallaba siempre presente, incluso de noche y más aún en las peores pesadillas.
Tras lanzar un breve vistazo el kender se apresuró a apartar la mirada, sintiéndose invadido por una extraña náusea. Pero el espectáculo que se desplegaba ante él era aún peor. La improvisada ciudad estaba atestada de tropas; draconianos y mercenarios humanos, goblins y las más singulares criaturas salían en masa de las tabernas y burdeles poblando las mugrientas calles, mientras esclavos de todas las razas servían a sus aprehensores para proporcionarles los más abyectos placeres y los enanos gully se deslizaban como las ratas, llenando el empedrado de desperdicios. El hedor era asfixiante, la escena tan apocalíptica como el abismo. Aunque aún no había anochecido la lobreguez de la plaza. Unida al frío reinante, producían en Tas la engañosa sensación de hallarse envuelto en las brumas de la madrugada. Alzó el kender la mirada y vio las inmensas ciudadelas voladoras, flotando sobre el Templo con terrible majestad rodeadas por los dragones que montaban incesante guardia.
Al iniciar la marcha por las abarrotadas calles. Tas había abrigado la esperanza de huir aprovechando la primera ocasión que se le ofreciera. Era un experto en confundirse con el gentío y le animaron las furtivas miradas de Caramon, quien sin duda había forjado el mismo plan. Pero tras recorrer unas pocas avenidas, tras ver las acechantes ciudadelas sobre sus cabezas, comprendió que sería inútil. Era evidente que Caramon había llegado a idéntica conclusión, pues el kender le vio bajar los hombros en un ademán de impotencia.
Desalentado y temeroso, Tas pensó, de pronto, que Laurana vivía prisionera en aquel infierno desde hacía tiempo. Su talante alegre, despreocupado, pareció quedar aplastado por el peso de la penumbra y perversidad que lo cercaban, una oscura maldad cuya existencia no había concebido ni en sueños.
Los soldados los apremiaban con sus armas mientras se abrían camino a codazos entre los borrachos y pendencieros, que obstaculizaban su avance en las angostas callejas. Por mucho que se esforzase, el kender comprendió que no hallaría el modo de transmitir a Caramon el mensaje de Tanis.
De pronto los obligaron a detenerse, pues un contingente de tropas de Su Oscura Majestad marchaban por el lugar en apretada formación. Quienes no se apartaban a tiempo eran arrojados de bruces a los callejones por los oficiales draconianos, o simplemente derribados y pisoteados. Los centinelas de los compañeros se apresuraron a arrinconarlos en un muro desmoronado, con la orden de permanecer inmóviles hasta que hubieran pasado los soldados.
Tasslehoff quedó aprisionado entre Caramon y uno de los draconianos, quien soltó su cuello convencido de que ni siquiera un kender osaría acometer la huida en medio de semejante multitud. Aunque sentía sobre él los vigilantes ojos del centinela, Tas logró deslizarse en pos de Caramon con la esperanza de obedecer al fin las instrucciones de Tanis. Sabía que nadie lo oiría, los estruendos de armaduras y recias botas impedirían que los ecos de sus palabras penetrasen en tímpanos hostiles.
—Caramon —le dijo con voz queda—, tengo un mensaje para ti. ¿Me escuchas?
El guerrero no se volvió. Permaneció con la mirada fija en la calle, convertido su rostro en una máscara de piedra. Sin embargo el kender, que estaba casi a su lado, detectó un ligero pestañeo en sus ojos.
—Tanis te pide que confíes en él —se apresuró a susurrarle—. Haga lo que haga, debes representar tu papel… creo que ésas han sido sus palabras.
Caramon frunció el ceño
—Hablaba en lengua elfa —se disculpó el kender—. Además, apenas podía oírle.
El hombretón no se inmutó. Si acaso, se ensombreció su rostro.
Tas tragó saliva y se arrimó a la pared, colocándose detrás de la ancha espalda de su amigo.
—Ésa Señora del Dragón era Kitiara, ¿verdad?
No hubo respuesta pero Tas vio cómo se tensaban los músculos de la mandíbula del guerrero, cómo un nervio comenzaba a vibrar en su cuello.
Olvidando por un momento dónde estaba, el kender alzó la voz.
—Espero que confíes en él, Caramon, porque de lo contrario…
Sin previo aviso el draconiano que custodiaba a Tasslehoff giró sobre sus talones y le dio una bofetada en la boca, arrojándolo contra la pared. Aturdido a causa del dolor, el atacado se desplomó en el suelo. Una sombra se inclinó entonces sobre él y, a través de la nebulosa que empañaba sus ojos, creyó que se trataba de su agresor y se preparó para un nuevo golpe. Sin embargo, sintió cómo unas poderosas pero suaves manos lo alzaban por su lanuda zamarra.
—Os advertí que no lastimarais a los prisioneros —gruñó Caramon.
—¡Es sólo un kender! —comentó desdeñoso el draconiano.
Las tropas ya habían pasado y Caramon incorporó al kender quien, pese a sus intentos de mantenerse en pie, tuvo la sensación de que el suelo se obstinaba en resbalar bajo su persona.
—Lo lamento —se oyó balbucear a sí mismo—. No me responden las piernas.
El guerrero, viendo su penoso estado, lo izó en el aire y se le colgó del hombro como un saco de harina sin hacer caso de sus protestas.
—Tiene información importante —declaró Caramon con voz cavernosa—. Espero que no hayáis dañado su cerebro. Si ha olvidado lo que debe revelarnos, la Dama Oscura se enfurecerá.
—¿Qué cerebro? —bromeó el draconiano pero Tas, boca abajo sobre la espalda de su amigo, creyó detectar un atisbo de inquietud en la criatura.
Emprendieron de nuevo la marcha. A Tasslehoff le dolía terriblemente la cabeza, y sentía, además, unas molestas punzadas en el pómulo. Al llevarse la mano al rostro palpó regueros de sangre coagulada en el lugar donde el draconiano lo había abofeteado. Resonaba en sus oídos el zumbido de mil abejas, que parecían haber instalado la colmena en el interior de su cráneo, y el mundo daba vueltas sin cesar. Tampoco su estómago se hallaba pletórico de salud, y los zarandeos que le infligía al moverse la espalda armada de Caramon no contribuían a aliviar tal malestar.
—¿Falta mucho? —La estruendosa voz del guerrero resonaba en su fornido pecho—. ¡Éste bribón pesa más de lo que parece!
Por toda respuesta, uno de los draconianos extendió su larga y huesuda garra.
Con un denodado esfuerzo, tratando de ignorar su dolor y su mareo, Tas torció la cabeza para ver dónde señalaba. Sólo distinguió una sombra, pero fue suficiente. El edificio del Templo había crecido a medida que se acercaban hasta capturar no sólo los sentidos, sino incluso la mente.
Se dejó caer en su incómoda postura. Su visión se nublaba por momentos y, aunque aturdido, no podía dejar de preguntarse a qué se debía aquel fenómeno, de dónde provenía la creciente bruma. Lo último que oyó fueron las palabras: «A los calabozos subterráneos del templo de Su Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad».