7
Al mando de los caballeros de Solamnia.
—En primer lugar deseo leer un comunicado del Comandante Gunthar, que recibí hace escasas horas. —El Señor de Palanthas extrajo un pergamino de los pliegues de sus vestiduras de lana, finamente tejidas, y lo desplegó sobre la mesa para alisarlo. Apartó entonces la cabeza, enfocando su vista a una cierta distancia, en un intento de descifrarlo.
Laurana, convencida de que se trataba de la respuesta a un mensaje suyo que había instado a Amothus para que lo enviara dos días antes, se mordisqueó el labio con impaciencia.
—Está algo rasgado —se disculpó el Señor de Palanthas—. Los grifos que tan amablemente nos han facilitado los caballeros elfos —distinguió con una inclinación de cabeza a Laurana, quien respondió a la diferencia refrenando el impulso de arrancarle el documento de las manos— no han aprendido a transportar estos pergaminos sin arrugarlos y romperlos. ¡Ah, ahora lo entiendo! «Del Comandante Gunthar a Amothus, Señor de Palanthas. Saludos». Es un hombre encantador —comentó, levantando la mirada—. Estuvo aquí el año pasado durante las Fiestas de Primavera que, por cierto, se celebrarán dentro de tres semanas, querida. Quizá quieras honrarnos con tu asistencia.
—Será un placer, si todavía estamos vivos para entonces —dijo Laurana mientras se retorcía las manos bajo la mesa en un esfuerzo para conservar la calma.
Amothus pestañeó, antes de esbozar una indulgente sonrisa.
—Sí, claro. Nos amenazan los ejércitos de los Dragones. Permitidme que continúe leyendo. «Me llena de pesar la pérdida de nuestros caballeros, aunque siempre nos queda el consuelo de pensar que murieron victoriosos, luchando contra el terrible mal que ensombrece nuestras tierras y aún me afecta de un modo más personal la noticia del fallecimiento de tres de nuestros mejores y más devotos paladines: Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, Alfred Markenin, Caballero de la Espada y Sturm Brightblade, Caballero de la Corona». —Amothus se volvió hacia Laurana para decirle—: Brightblade. Tengo entendido que era uno de tus más allegados amigos.
—Sí, lo era —balbuceó Laurana, inclinando el rostro sobre el pecho para permitir que su dorada melena ocultara la angustia que reflejaban sus ojos. No había transcurrido mucho tiempo desde el día en que enterraron a Sturm en la Cámara de Paladine, bajo las ruinas de la Torre del Sumo Sacerdote. El dolor aún no había cicatrizado.
—Continúa leyendo, Amothus —ordenó Astinus secamente—. No puedo permanecer tantas horas apartado de mis quehaceres.
—Tienes razón —se excusó el interpelado con un intenso rubor en las mejillas, y se aprestó a proseguir su lectura—. «Ésta tragedia coloca a los caballeros en insólitas circunstancias. En primer lugar, si no me equivoco la Orden queda al mando de los Caballeros de la Corona, los de inferior categoría. Significa esto que, aunque todos han realizado las pruebas y ganado sus escudos, son jóvenes e inexpertos. Para la mayoría, aquélla fue su primera batalla. También quedamos sin mandatarios adecuados pues, según la Medida, debe haber un representante de cada una de las tres Órdenes de Caballeros entre los dirigentes de las tropas».
Laurana oyó un débil tintineo de armaduras y espadas procedente de los caballeros, que se agitaban incómodos en sus asientos. Eran todos ellos líderes provisionales hasta que se solventara la cuestión del mando. Cerrando los ojos, la muchacha suspiró. «Por favor, Gunthar —rogó para sus adentros—, elige con prudencia. Son demasiados los que han muerto a causa de las maniobras políticas. ¡Pon fin a semejante injusticia!».
—«Por lo tanto nombro, para que asuma el cargo de Comandante en funciones de los Caballeros de Solamnia, a Lauralanthalasa de la casa real de Qualinesti». —El Señor de Palanthas hizo una pausa como si dudase de haber leído correctamente a la vez que Laurana, invadida por un incrédulo sobresalto, abría los ojos de par en par. Sin embargo, su asombro no era mayor que el de los otros presentes Amothus releyó en silencio las últimas líneas del pergamino pero, al oír el gruñido de impaciencia de Astinus, siguió adelante.
—«Ella es en la actualidad la persona más experimentada en el campo de batalla y la única que sabe utilizar las lanzas Dragonlance. Confirmo la validez de este documento con mi sello. Gunthar Uth Wistan, Gran Señor de los Caballeros de Solamnia». —Amothus levantó la mirada, la clavó en Laurana y dijo—: Felicitaciones, querida, o quizá debería decir general.
La muchacha estaba rígida como una estatua, aunque por un momento creyó que una incontenible cólera la empujaría a abandonar la sala. Horrendas visiones se dibujaban ante sus ojos: el cuerpo decapitado del Comandante Alfred, el infortunado Derek muriendo en un acceso de locura, los ojos sin vida y llenos de paz de Sturm, los cadáveres de los caballeros que habían muerto en la Torre expuestos en hilera…
Y ahora era ella quien ostentaba el mando, una muchacha elfa de la casa real que aún no había alcanzado la edad requerida —según las leyes de su raza— para desprenderse de la tutela paterna. Era poco más que aquella jovencita de vida regalada que se había fugado del hogar para perseguir a su amor de la infancia, Tanis el Semielfo. Sin embargo, la niña consentida había cambiado. El miedo, el sufrimiento, grandes pérdidas y pesares la habían obligado a crecer hasta convertirse, en ciertos aspectos, en una adulta mayor, incluso, que su progenitor.
Al volver la cabeza vio que los caballeros Markham y Patrick intercambiaban significativas miradas. De todos los Caballeros de la Corona, eran ellos los que contaban con los historiales más completos. Sabía que ambos se habían comportado como valientes soldados y honorables caballeros, que habían luchado con incomparable ahínco en la Torre del Sumo Sacerdote. ¿Por qué no había elegido Gunthar a uno de aquellos aguerridos nobles, tal como ella misma le había recomendado?
El caballero se incorporó con sombría expresión.
—No puedo aceptarlo —declaró en un susurro—. La Princesa Laurana es un bravo guerrero, no lo niego, pero nunca ha dirigido a un ejército en el campo de batalla.
—¿Lo has hecho tú, joven caballero? —preguntó imperturbable Astinus.
—No —admitió Patrick—. Pero mi caso es distinto. Ella es una muj…
—¡Oh, vamos, Patrick! —lo amonestó Markham entre sonoras carcajadas. Era un joven de carácter despreocupado y alegre, que ofrecía un curioso contraste con su siempre grave compañero—. El hecho de tener pelo en el pecho no te convierte en un general. Relájate y piensa que se trata de una decisión política. Gunthar sabe mover sus piezas. "
Laurana enrojeció, a sabiendas de que estaba en lo cierto. Sería una adalid segura hasta que Gunthar reorganizara la Orden y pudiera afianzarse como su caudillo.
—¡Pero no existe ningún precedente! —siguió arguyendo Patrick, aunque evitando los ojos de Laurana—. Estoy seguro de que la Medida prohíbe a las mujeres formar parte de la Orden de los Caballeros.
—Te equivocas —lo atajó Astinus—. Además, sí existe un precedente. En la Tercera Guerra de los Dragones se aceptó a una mujer en vuestras filas tras la muerte de su padre y sus hermanos. Ascendió al rango de Caballero de la Espada: y falleció en la lucha cubierta de honores, siendo su pérdida motivo de duelo entre los suyos.
Nadie abrió la boca. Amothus parecía muy turbado. Astinus observaba con su habitual frialdad a Patrick, mientras su compañero jugaba con su copa y lanzaba esporádicas pero amables miradas a Laurana. Tras librar una breve batalla en su interior, que se delataba en su contraído rostro, el caballero Patrick tomó de nuevo asiento.
Markham alzó la copa y propuso un brindis:
—Por nuestro Comandante.
Laurana no respondió. Estaba al mando, pero ¿de qué?, se preguntó con amargura. De los maltrechos Caballeros de Solamnia sobrevivientes que habían sido enviados a Palanthas en unas naves en las que habían embarcado centenares de ellos para ser diezmados hasta no sobrepasar la cincuentena. Habían obtenido una victoria, mas ¿a qué precio? Un Orbe de los Dragones destruido, la Torre del Sumo Sacerdote en ruinas…
—Sí, Laurana —declaró Astinus recogiendo el hilo de sus pensamientos—. Te han encomendado la tarea de recomponer los fragmentos.
La muchacha alzó la vista con sobresalto, asustada incluso frente a aquella extraña criatura que leía en su mente como si fuera de cristal
—Yo no deseaba esto —murmuró entre sus labios insensibilizados.
—No creo que ninguno de nosotros haya rezado para que se desencadene una guerra —comentó Astinus con acento cáustico—. Pero la guerra ha estallado, y ahora debes hacer cuanto esté en tu mano si quieres ganarla. —Se puso en pie y al instante el Señor de Palanthas, los generales y los Caballeros lo imitaron en actitud respetuosa.
Laurana permaneció sentada, con la mirada fija en sus manos. Sentía los penetrantes ojos de Astinus clavados en ella, pero rehusó el enfrentamiento.
—¿Debes irte ya, Astinus? —preguntó con tristeza Amothus.
—Así es. Me aguardan mis estudios, los he abandonado durante más rato del que puedo permitirme. Os queda mucho trabajo por hacer, en su mayor parte de cariz mundano y por lo tanto aburrido. No me necesitáis, tenéis un caudillo. —Al pronunciar esta última frase hizo un gesto con la mano extendida.
—¿Cómo? —exclamó Laurana, espiando su ademán por el rabillo del ojo. Ahora sí le miró, aunque pronto desvió su vista hacia el Señor de Palanthas—. ¡No podéis hacerlo! ¡Tan sólo estoy al mando de los Caballeros!
—Lo que te convierte en Comandante de los ejércitos de la ciudad de Palanthas, si así lo decidimos —le recordó el Señor—. Y si Astinus te recomienda…
—No podría hacerlo —se apresuró a interrumpirle el cronista—. No está en mis prerrogativas recomendar a nadie, pues yo no moldeo la historia. —Enmudeció de forma abrupta, y Laurana se sorprendió al ver que desaparecía la máscara de su rostro revelando pesadumbre e incluso dolor—. O, mejor dicho, me he propuesto no manipularla bajo ninguna circunstancia. Claro que, a veces, incluso yo cometo fallos. —Suspiró para recuperar la compostura y cubrirse de nuevo con su impenetrable expresión—. He cumplido mi cometido: darte a conocer una parte del pasado que puede o no ayudarte en el futuro.
Dio media vuelta para irse.
—¡Aguarda! —exclamó Laurana a la vez que se ponía en pie. Hizo ademán de avanzar hacia él, pero flaqueó cuando los fríos ojos de Astinus se clavaron en los suyos levantando entre ambos un invisible muro de roca—. ¿Ves todo cuanto ocurre en el mismo momento en el que está sucediendo?
—En efecto.
—En ese caso podrías decirnos dónde están los ejércitos de los Dragones, qué hacen…
—Lo sabéis tan bien como yo —respondió el cronista desdeñoso, y volvió a girarse.
Laurana examinó su entorno, y vio que el dignatario y los generales la observaban divertidos. Sabía que estaba actuando de nuevo como una niña consentida, pero necesitaba respuestas. Astinus se hallaba cerca de la puerta, que los sirvientes acababan de abrir para franquearle el paso. Tras lanzar una desafiante mirada a los otros se alejó de la mesa y atravesó el pulido suelo de mármol, de forma tan precipitada que tropezó con el repulgo de su vestido. El historiador, al oírla, se detuvo en el dintel.
—Deseo hacerte dos preguntas —susurró la joven, ya junto a él.
—Sí —respondió él, penetrando sus verdes ojos—. Una brota de tu mente y la otra de tu corazón. Formula la primera.
—¿Existe todavía algún Orbe de los Dragones?
Astinus guardó silencio durante un instante, y una vez más Laurana vislumbró una sombra de dolor en sus ojos acompañada por un súbito envejecimiento de sus atemporales rasgos.
—Sí —declaró al fin—. Me está permitido revelarte que existe uno, pero está fuera de tus posibilidades utilizarlo o hallarlo siquiera. Descarta esa idea.
—Sé que la guardaba Tanis —insistió Laurana—. ¿Significan tus palabras que la ha perdido? ¿Dónde… —titubeó e antes de exponer la pregunta que le dictaba el corazón— dónde está él ahora?
—Desecha también eso de tus pensamientos.
—¿Qué quieres decir? —Laurana se paralizó al oír su gélido tono.
—No preconizo el futuro, sólo veo el presente en el instante en que se convierte en pasado.
Así ha sido desde el origen de los tiempos. He asistido a amores que, por su voluntad de sacrificio, han traído al mundo nuevas esperanzas. He presenciado cómo fracasaban amores que trataban de vencer el orgullo y la ambición de poder. El mundo se ha ensombrecido a causa de esta derrota, que, sin embargo, se ha desvanecido como la nubecilla que cubre al sol. Y también he sido testigo de amores que se perdían en las tinieblas, amores mal comprendidos y peor entregados porque quien creía sentirlos no conocía su propio corazón.
—Hablas mediante enigmas —lo recriminó Laurana.
—¿Eso crees? —preguntó Astinus a su vez—. Adiós, Lauralanthalasa. Mi consejo es éste: concéntrate en cumplir tu deber.
El cronista hizo una leve reverencia y abandonó la estancia.
Laurana lo siguió con la mirada, sin cesar de repetirse sus palabras: «Amores que se perdían en las tinieblas». ¿Era un enigma como había afirmado, o conocía la respuesta y se negaba a aceptarla? Era esto último lo que había insinuado Astinus.
«Dejé a Tanis en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia». Kitiara había pronunciado esta frase. Kitiara, la Señora del Dragón; Kitiara, la mujer de raza humana que había conquistado el amor de Tanis.
De pronto desapareció el dolor que atenazaba el corazón de Laurana, la zozobra que la había agitado desde que oyó las palabras de Kitiara, para dar paso a un gélido y negro vacío como el producido por las constelaciones que faltaban en el cielo nocturno. «Amores que se perdían en las tinieblas». Tanis se había perdido, era eso lo que Astinus intentaba decirle. «Concéntrate en cumplir tu deber». Así lo haría, no le quedaba nada más que mereciera su atención.
Volviendo sobre sus pasos para enfrentarse al Señor de Palanthas y sus generales, Laurana irguió la cabeza y al hacerlo su dorado cabello refulgió bajo la luz de las velas.
—Asumiré el mando de los ejércitos —declaró con una voz casi tan fría como la oscuridad que había invadido su alma.
—¡He aquí una sólida pared de piedra! —afirmó Flint satisfecho, pateando las almenas de la Muralla de la Ciudad Vieja—. No me cabe la menor duda de que la construyeron los enanos.
Fíjate con cuánta precisión han sido tallados los bloques para que encajen sin necesidad de argamasa. ¡Y no hay dos iguales!
—Fascinante —comentó Tasslehoff sin poder reprimir un bostezo—. ¿Construyeron también los enanos la Torre que…?
—¡No me la recuerdes! —lo atajó el hombrecillo—. Ni tampoco fueron los enanos quienes edificaron las Torres de la Alta Hechicería. Los mismos magos se encargaron de tal tarea, y tengo entendido que las crearon a partir de las entrañas de la tierra y que izaron las piedras del suelo valiéndose de sus virtudes arcanas.
—¡Maravilloso! —Aquél relato había tenido el don de despertar al kender—. ¡Cuánto me habría gustado estar allí! ¿Cómo…?
—No es nada —prosiguió el enano en voz alta mientras clavaba en su compañero una fulgurante mirada— comparado con el trabajo de los albañiles de mi pueblo, que pasaron siglos perfeccionándose en el oficio. Observa bien esta roca, la textura de las marcas del cincel…
—Ahí viene Laurana —dijo Tas, aliviado por poder abandonar la lección de arquitectura enanil.
Flint dejó de escudriñar la roca para contemplar a la muchacha, quien se acercaba a ellos por un oscuro pasillo que desembocaba en las almenas. Vestía de nuevo la cota de malla que luciera en la Torre del Sumo Sacerdote, pero habían limpiado la sangre del peto decorado en oro y tejido de nuevo las hebras metálicas. Su largo cabello de color miel sobresalía bajo el yelmo emplumado, ondeando en la luz de Solinari al ritmo de su pausado andar, que interrumpía para admirar el horizonte de levante donde las montañas se dibujaban como sombras oscuras contra el estrellado cielo. También el resplandor de la luna acariciaba su rostro, y Flint no pudo reprimir un suspiro.
—Ha cambiado —dijo a Tasslehoff con voz queda— y los elfos no suelen alterarse por nada. ¿Recuerdas cuando la conocimos en Qualinesti? Fue en otoño, hace tan sólo seis meses. Sin embargo, se diría que han transcurrido años.
—Todavía no se ha repuesto de la muerte de Sturm. Ha pasado muy poco tiempo desde tan triste suceso —comentó Tas con una expresión grave y melancólica en su rostro habitualmente pícaro.
—No es ése el único motivo. —El enano meneó la cabeza—. Su actual estado se debe también al encuentro que tuvo con Kitiara en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. Sin duda le dijo algo que la perturbó. ¡Maldita sea! —imprecó agresivo—. Nunca confié en ella, ni siquiera en los viejos tiempos. No me sorprendió en absoluto verla ataviada con el uniforme de los Señores de los Dragones, y daría una montaña de monedas de cobre por saber qué fue lo que le comunicó a Laurana para apagar su luz interior. Parecía un fantasma cuando la bajamos del muro una vez se hubo marchado Kitiara a lomos de su Dragón Azul. Apostaría mi barba a que guarda alguna relación con Tanis.
—Aún no puedo creer que Kitiara se haya convertido en una Señora del Dragón. Siempre fue. —Tas se interrumpió para buscar la palabra adecuada— una muchacha divertida.
—¿Divertida? —repitió Flint frunciendo el ceño—. Quizá, pero también fría y egoísta. Debo reconocer, sin embargo, que sabía ser encantadora cuando se lo proponía. —Su voz se convirtió en un susurro, pues Laurana se había acercado lo bastante para oírles—. Tanis nunca aceptó la realidad, se empeñó en que algo valioso se ocultaba bajo la tosca apariencia de Kitiara. Estaba convencido de ser el único que la conocía, de que se cubría con un duro caparazón para proteger sus tiernos sentimientos. ¡Tenía tanto corazón como estas piedras!
—¿Qué noticias nos traes, Laurana? —preguntó el kender con tono alegre cuando la elfa se detuvo frente a ellos.
La muchacha sonrió a sus amigos pero, como bien decía Flint, la suya no era ya la sonrisa inocente y feliz de la joven que solía pasear bajo los álamos de Qualinesti. Ahora emanaba de sus labios la mortecina luz del sol en el frío cielo invernal. Aún alumbraba pero era incapaz de calentar, quizá porque se había extinguido la llama de sus ojos.
—Me han nombrado Comandante de los ejércitos —anunció a boca de jarro.
—Felici… ——empezó a decir Tas, pero murió su voz al encontrarse con el parapeto de su rostro.
—No hay razón para felicitarme —declaró Laurana con amargura—. ¿A quién voy a dirigir? A un puñado de caballeros atrincherados en un baluarte en ruinas que se yergue a varias millas de distancia en las Montañas Vingaard, y a un millar de hombres que defienden la muralla de esta ciudad. —Cerró su enguantado puño sin apartar la vista del cielo, que empezaba a revestirse de los primeros albores del nuevo día—. Deberíamos estar allí en este momento, mientras el ejército de los Dragones está aún diseminado y tratando de reagruparse. ¡Los derrotaríamos fácilmente! Pero no, no osamos adentrarnos en las Llanuras ni siquiera con las lanzas Dragonlance. ¿De qué nos sirven contra un enemigo que vuela? Si tuviéramos un Orbe…
Guardó silencio, antes de respirar hondo y proseguir:
—No merece la pena pensar en ello. Aquí nos quedaremos, en las almenas de Palanthas, para esperar la muerte.
—Vamos, Laurana —la amonestó Flint tras aclararse la garganta— no creo que la situación sea tan desesperada. Una sólida muralla rodea a esta ciudad, con mil hombres dispuestos a luchar en todo su perímetro. Los gnomos custodian el puerto con sus catapultas, los caballeros se hallan apostados en el único paso franqueable de las Montañas: Vingaard, donde hemos enviado refuerzos, tenemos las Dragonlance… sólo unas pocas, de acuerdo, pero Gunthar nos ha comunicado que hay más en camino. ¿De verdad opinas que no podemos atacar a esos reptiles voladores? Se lo pensarán dos veces antes de aventurarse a traspasar la muralla, aunque sea por el aire…
—No es suficiente, Flint —lo interrumpió Laurana—. Podemos contener el avance de las tropas rivales durante una semana o dos, quizá durante todo un mes. Pero ¿qué ocurrirá luego? ¿Qué será de nosotros cuando se hayan apoderado de las tierras adyacentes? La única opción que nos restará entonces será reunimos en pequeños reductos seguros. Pronto nuestro mundo consistirá en una ristra de diminutas islas luminosas rodeadas por vastos océanos de oscuridad, que nos acabarán invadiendo hasta los últimos resquicios.
Laurana apoyó la cabeza en su mano, reclinándose en la pared.
—¿Cuántas horas hace que no duermes? —preguntó Flint en actitud severa.
—No lo sé —respondió la muchacha. Mis períodos de sueño y de vela parecen entremezclarse. Pero la mitad del tiempo caminando como una sonámbula, y la otra mitad durmiendo con plena conciencia de la realidad.
—Descansa ahora —le ordeno el enano con aquella voz que a Tas le recordaba la de su abuelo—. Nosotros te seguiremos, nuestra guardia ha terminado.
—No puedo —repuso Laurana frotándose los ojos. La primera idea de dormir le había hecho comprender cuán exhausta se sentía—. He venido a informaros que, según noticias recientes, los dragones han sido vistos sobrevolando la ciudad de Kalaman en dirección oeste.
—En ese caso vienen hacia aquí —comentó Tas tras visualizar un mapa en su mente.
—¿Quién ha traído esas noticias? —preguntó receloso el enano.
—Los grifos. No hagas muecas —riñó la muchacha a Flint, aunque sonrió frente a su expresión de incredulidad—. Los grifos nos han proporcionado una gran ayuda. Aunque los elfos no prestaran en esta guerra más servicio que el de cedernos a sus animales, ya habrían hecho mucho por la causa.
—Los grifos son torpes y estúpidos —afirmó Flint—. No confío más en ellos que en un kender. Además —prosiguió, ignorando la mirada fulgurante de Tas— no tiene sentido lo que nos cuentas. Los Señores de los Dragones no lanzarían al ataque a sus animales sin el respaldo de los ejércitos.
—Quizá no estén tan desorganizados como creemos. —Laurana suspiró agotada—. O quizá mandan a los dragones tan sólo para hacer todos los estragos posibles, tales como desmoralizar a los habitantes o arrasar la región. Lo ignoro, pero veo que ha corrido la voz de su próxima venida.
Flint lanzó una mirada a su alrededor. Los centinelas que ya habían recibido el relevo permanecían en sus puestos, contemplando las montañas cuyos níveos picos asumían unas delicadas tonalidades rosáceas en el incipiente amanecer. Hablaban quedamente con quienes acudían junto a ellos, tras ser alertados con la alarmante nueva.
—Me lo temía —susurró Laurana—. ¡No tardará en cundir el pánico! Advertí a Amothus que guardara silencio, pero la discreción no es una de las mejores virtudes de los palanthianos. Fijaos, ¿qué os decía?
Al bajar la vista desde su atalaya los amigos comprobaron que las calles comenzaban a atestarse de personas que salían de sus casas a medio vestir, aún soñolientas y asustadas. Mientras observaba como corrían de un edificio a otro, la muchacha imaginó en qué términos debían divulgarse los rumores. Se mordió el labio, y sus ojos centellearon de ira.
—¡Ahora tendré que ordenar a mis hombres que abandonen la muralla para obligar a la población a encerrarse en sus hogares! No puedo permitir que estén en las calles cuando ataquen los dragones. ¡Vosotros, seguidme! —exclamó al mismo tiempo que hacía una señal a un grupo de soldados cercanos y se alejaba a toda prisa. Flint y Tas la vieron desaparecer por la escalera, en dirección al palacio, y al poco rato varias patrullas armadas ocuparon las calles e intentaron reagrupar a los habitantes, tanto para conducirles a sus casas como para sofocar la oleada de pánico.
—¡No parece que consigan su propósito! —gruñó Flint.
En efecto, la muchedumbre era más numerosa a cada minuto que pasaba.
Tas, erguido sobre un bloque de piedra desde el que se divisaba un panorama más amplio que entre las almenas, meneó la cabeza.
—No importa —dijo desalentado—. Mira, Flint…
El enano se apresuró a encaramarse a la roca, situándose al lado de su compañero. Algunos hombres gritaban, mientras señalaban el horizonte con el dedo extendido y las armas enarboladas. Aquí y allá, las dentadas puntas plateadas de varias Dragonlance refulgían bajo las antorchas.
—¿Cuántos son? —preguntó Flint entrecerrando los ojos.
—Diez —respondió despacio Tas—. Dos formaciones. Y son unos dragones enormes, quizá rojos como los que vimos en Tarsis. No distingo su color en la tenue luz, pero es evidente que transportan jinetes. Quizá un Señor del Dragón, acaso Kitiara. Espero tener la oportunidad de hablarle esta vez —añadió, asaltado por un súbito pensamiento Debe ser interesante la vida de un Señor del Dragón…
Sus palabras se confundieron con el repicar de campanas que atronaba en todas las torres de la ciudad. El gentío que invadía las calles alzaba la mirada hacia los muros, donde los soldados proferían incesantes exclamaciones. A sus pies, en la lejanía, Tas vio salir a Laurana del palacio seguida por Amothus y dos de sus generales, adivinando por la postura de sus hombros que la muchacha estaba furiosa. Señaló las campanas, evidentemente para ordenar que las silenciaran, pero era demasiado tarde. Los habitantes de Palanthas estaban aterrorizados, y los inexpertos, y también espantados, soldados no lograban impedir el desenfreno. Se alzaron en el aire desgarrados alaridos, lamentos y voces de mando que trajeron a la mente de Tas tristes recuerdos de Tarsis. Presentía que centenares de personas morirían aplastadas en la barahúnda, y que las casas arderían sin remisión.
El kender se volvió despacio.
—Creo que no deseo hablar con Kitiara —rectificó, frotándose los ojos con las manos para ver mejor el imparable avance de los dragones—. No quiero saber cómo se siente un Señor del Dragón, porque deben llevar una existencia triste y oscura… Espera un momento…
Clavó su mirada en el horizonte, hacia el éste, sin acertar a creer lo que veían sus ojos. Estiró su cuerpo y a punto estuvo de despeñarse por el parapeto.
—¡Flint! —exclamó agitando los brazos.
—¿Qué ocurre? —le espetó el enano pero, por fortuna, le prestó la atención necesaria para salvarle. Agarrándolo por el cinto de sus calzones azules, izó al excitado kender con una brusca y oportuna sacudida.
—¡lgual que en Pax Tharkas! —farfulló Tas de un modo casi incoherente, una vez recuperado el equilibrio—. Igual que en la tumba de Huma. ¡Están aquí, tal como preconizó Fizban! ¡Han venido!
—¿Quién ha venido? —¿De qué hablas?— rugió Flint exasperado.
Tras dar unos incontrolados saltos que hicieron rebotar sus bolsas, Tas dio media vuelta y se alejó a la carrera sin contestar al enano, que lanzaba chispas de cólera por todos sus poros mientras preguntaba una y otra vez:
—¿Quién ha venido, cabeza de chorlito?
—¡Laurana! —gritó Tas, con una voz tan aguda que rasgó el fresco aire de la mañana como una trompeta desafinada—. ¡Laurana, han venido! ¡Están aquí! ¡Se han cumplido los augurios de Fizban! ¡Laurana!
Maldiciendo al kender entre dientes, Flint volvió de nuevo la mirada hacia el éste. Tras escudriñar brevemente su entorno, el enano deslizó su mano en el interior de un bolsillo de su jubón y extrajo un par de anteojos que se caló en la nariz, no sin antes cerciorarse una vez más de que nadie lo observaba.
Ahora pudo distinguir lo que no había sido más que una neblina de luz rosada rota por las puntiagudas masas de la cadena montañosa. Dio un hondo, tembloroso suspiro, incapaz de contener las lágrimas que empañaban su vista. Con gestos precipitados se quitó los anteojos, los guardó en su estuche e introdujo éste en su bolsillo. Pero aquellos cristales reveladores le habían permitido ver cómo el alba iluminaba las alas de los dragones con una luz rosácea, sí, pero que reflejaba destellos argénteos…
—Deponed vuestras armas, muchachos —ordenó Flint a los hombres que estaban cerca suyo mientras secaba sus ojos con uno de los pañuelos del kender—. ¡Alabado sea Reorx! Ahora tenemos una oportunidad, una nueva esperanza…