4

“Mi hermano…».

El Perechon se deslizaba sobre la cresta de agua con tanta ligereza como un ave surca el cielo. Pero era una ave con las alas cortadas, que la arremolinada corriente de un ciclón arrastraba sin remedio hacia una oscuridad teñida de sangre.

La terrible fuerza alisaba la superficie hasta hacerla parecer un cristal pintado. Un hueco y eterno rugido surgía de las negras profundidades e incluso las tormentosas nubes trazaban interminables círculos a su alrededor, como si toda la naturaleza estuviera aprisionada en el remolino, sujeta a una inminente destrucción.

Tanis se aferró a la barandilla con las manos doloridas a causa de la tensión. Contemplaba el torbellino sin miedo, sin angustia, tan sólo atenazado por un extraño entumecimiento. Ya nada importaba, la muerte se le antojaba rápida y acogedora.

Todos cuantos viajaban a bordo de aquel barco predestinado guardaban silencio, incapaces de abstraerse de los horrores que presentían. Se hallaban a cierta distancia del centro del remolino pues éste tenía varias millas de diámetro. Las aguas fluían veloces pero tranquilas, mientras a su alrededor el viento ululaba y la lluvia azotaba sus rostros. Pero no importaba, habían cesado de advertirlo. Lo único que veían, con los ojos desorbitados, era que pronto serían absorbidos por la amenazadora negrura.

Tan espantosa visión logró despertar a Berem de su perenne letargo. Pasado el primer impacto, Maquesta empezó a emitir enloquecidas órdenes que los hombres obedecían aturdidos, si bien todos sus esfuerzos resultaron vanos. Las velas enjarciadas contra el viento se desgarraron una tras otra y los cabos que antes las sujetaban lanzaron a los hombres al agua entre alaridos de pánico. Berem no conseguía virar el rumbo ni liberar la nave de las acuosas garras del océano. Koraf contribuyó con su fuerza a gobernar el timón, pero era como tratar de impedir que el mundo siguiera girando.

Berem abandonó y, con los hombros laxos, se sumió en la contemplación de las arremolinadas profundidades sin hacer caso de Maquesta ni del minotauro. Tanis leyó en su rostro una inexplicable serenidad, la misma que recordaba haber observado en Pax Tharkas cuando se dejó llevar de la mano de Eben hacia la mortífera cascada de granito: La verde joya de su pecho refulgía con una luz fantasmal en la que se reflejaba el tono sanguinolento del agua.

Tanis sintió que una mano poderosa se cerraba sobre su hombro, sacándolo de su espantado estupor.

—¡Tanis! ¿Dónde está Raistlin?

El semielfo dio media vuelta, y durante unos segundos miró a Caramon sin reconocerlo. Al fin susurró, con una mezcla de amargura e indiferencia

—¿Qué importancia tiene? Déjale, al menos, elegir el lugar donde quiere morir.

—¡Tanis! —Caramon lo zarandeó para obligarle a recuperar la cordura—. ¡Tanis, escucha! Recuerda su magia y el Orbe de los Dragones, quizá pueda ayudamos…

—¡Por los dioses! ¡Caramon, tienes razón! —reaccionó al fin el semielfo.

Lanzó una rápida mirada a su alrededor, pero no vio rastro del mago y un escalofrío recorrió sus vísceras. Raistlin era capaz de ayudarles o de protegerse sólo a sí mismo. Aunque vagamente, Tanis evocó las palabras de Alhana, la princesa elfa, cuando les reveló que los Orbes habían sido dotados de un alto sentido de autoconservación por los hechiceros que los crearon.

—¡Busquémoslo abajo! —exclamó Tanis dando un salto hacia la escotilla, seguido por las contundentes pisadas de Caramon.

—¿Qué ocurre? —preguntó Riverwind desde la barandilla.

—Raistlin. El Orbe de los Dragones —explicó escuetamente el semielfo—. No vengas. Deja que lo intentemos Caramon y yo. Quédate aquí, con los otros.

—¡Caramon! —gritó Tika, y se dispuso a alcanzarles. Pero Riverwind se apresuró a detenerla, de modo que la muchacha tuvo que conformarse con lanzar una anhelante mirada al guerrero y permanecer silenciosa, apoyada en la barandilla.

Caramon ni siquiera se percató, ocupado como estaba en tomar la delantera a Tanis y atravesar la escotilla a sorprendente velocidad teniendo en cuenta el tamaño de su cuerpo. Al bajar a trompicones la escalera que conducía al camarote de Maquesta, el semielfo vio que la puerta estaba abierta y se mecía sobre sus goznes al ritmo que marcaba la nave. Irrumpió en la estancia mas, de pronto, se detuvo en el mismo dintel, como si se hubiera tropezado contra un muro.

Raistlin se hallaba en el centro de la estrecha cabina. Había encendido una vela en un fanal adosado a los mamparos, cuya llama hacía brillar su rostro como una máscara metálica y sus ojos con un fuego de tintes áureos. Sostenía en sus manos el Orbe de los Dragones, el premio cobrado en Silvanesti. Tanis advirtió que había crecido, asemejándose ahora a una pelota infantil con millares de colores arremolinados en su interior. Mareado, apartó la vista.

Frente a Raistlin se erguía Caramon, con el rostro tan lívido como el semielfo lo había visto en el sueño de Silvanesti, cuando el cadáver del guerrero yacía a sus pies.

El mago tosió, apretándose el pecho con una mano. Tanis hizo ademán de acercarse, pero le detuvo la penetrante mirada del enigmático hechicero.

—¡Mantente alejado de mí! —le ordenó entre esputos que teñían sus labios de sangre.

—¿Qué haces?

—¡Huir de una muerte segura, semielfo! —respondió emitiendo una risa desabrida, una risa que Tanis sólo había oído dos veces en el curso de su aventura—. ¿Qué iba a hacer si no?

—¿Cómo? —siguió indagando. Sintió que una oleada de terror se apoderaba de su mente al escudriñar los áureos ojos de Raistlin y distinguir en dos en reflejo de la turbulenta luz del Orbe.

—Utilizando mi magia y la de este objeto encantado. Es muy sencillo, aunque quizá escape a tu escasa inteligencia. Sé que poseo el don de aprovechar la energía de mi materia corpórea y de mi espíritu fundidas en una sola. Me transformaré en energía pura o en luz, si te resulta más fácil representártelo de ese modo. Podré entonces viajar a través de la bóveda celeste como los rayos del sol, volviendo a este mundo físico cuándo y dónde quiera.

Tanis meneó la cabeza. Raistlin tenía razón, no acertaba a comprender el fenómeno que acababa de describir le. Sin embargo, renacieron sus esperanzas.

—¿Puede el Orbe hacer eso para salvamos? —inquirió.

—Es probable, pero no seguro —respondió el mago en un acceso de tos—. En cualquier caso, no correré ese riesgo. Sé que yo puedo escapar y, en cuanto a los otros, no me preocupan. Tú los has llevado a las fauces de una sangrienta muerte, semielfo, y a ti te corresponde rescatarlos.

La ira reemplazó al temor en el ánimo de Tanis.

—Al menos tu hermano… —empezó a decir.

—Nadie —le atajó encogiendo los ojos—. Retrocede.

Una furia demente y desesperada conmovió la mente de Tanis. Tenía que hacer entrar en razón a Raistlin, a cualquier precio.

Debían utilizar todos aquella extraña magia y salvarse así de la destrucción. Tanis poseía los suficientes conocimientos arcanos para comprender que el mago no se atrevía a invocar un hechizo, pues necesitaba toda su fuerza si pretendía controlar el Orbe de los Dragones. Dio un paso al frente, y al instante vio un centelleo argénteo en la mano del hechicero. Había surgido de la nada una pequeña daga de plata, oculta tras su muñeca y sujeta por una correa de cuero de hábil diseño. El semielfo intercambió con Raistlin una mirada en la que ambos medían su poder.

—De acuerdo —dijo al fin Tanis, respirando hondo—. Estás dispuesto a matarme sin pensarlo dos veces. Pero no lastimarás a tu hermano. ¡Caramon, impide que realice sus propósitos!

El guerrero avanzó hacia su gemelo, que enarboló la daga de plata en actitud amenazadora.

—No lo hagas —advirtió con voz queda—. No te acerques.

Caramon titubeó.

—¡Adelante, Caramon! —ordenó Tanis investido de una gran firmeza—. No te hará daño.

—Cuéntaselo, hermano —susurró Raistlin sin apartar los ojos del guerrero. Los relojes de arena de sus pupilas se dilataron, a la vez que su dorada luz oscilaba como un ominoso presagio—. Cuéntale a Tanis lo que soy capaz de hacer. Lo recuerdas muy bien, y también yo. La imagen se aviva en nuestra mente cada vez que cruzamos una mirada, ¿no es cierto?

—¿De qué habla? —intentó averiguar Tanis que apenas había escuchado las palabras de Raistlin porque estaba pensando en cómo podría distraerlo y saltar sobre él…

—Las Torres de la Alta Hechicería —farfulló Caramon palideciendo—. Pero se nos prohibió revelarlo. Par-Salian dijo…

—Eso no importa ahora —le interrumpió el mago con voz desgarrada—. No hay nada que pueda hacerme Par-Salian. Una vez posea lo que me fue prometido, ni siquiera el gran Maestro tendrá poder para enfrentarse a mí. Pero ése no es asunto tuyo.

También Raistlin respiró hondo, antes de empezar a hablar con la mirada prendida de su gemelo. Sin prestarle atención Tanis se fue acercando, consciente tan sólo de un agudo pálpito en su garganta. Un movimiento rápido y el frágil mago caería… De pronto el semielfo se sintió atrapado por la voz de Raistlin, obligado a detenerse y escuchar como si las ondas sonoras hubieran tejido a su alrededor una invisible telaraña.

—La última Prueba en la Torre de Alta Hechicería, Tanis, tenía por objeto enfrentarme conmigo mismo. Y fracasé. Le maté, Tanis, maté a mi propio hermano —su voz sonaba serena—, o al menos a la criatura que le suplantaba. —El mago se encogió de hombros, y prosiguió—. En realidad se trataba de una ilusión creada para mostrarme los más ocultos recovecos de mi odio y mis celos. Pretendían de ese modo purgar mi alma de sus tinieblas, si bien lo único que aprendí fue que no sabía controlarme. De todas formas, como aquello no formaba parte de la auténtica Prueba, mi fracaso no contó en mi contra… salvo para una persona.

—¡Vi cómo me mataba! —exclamó Caramon desfigurado por el horror—. Hicieron que contemplara la escena para que le comprendiera mejor. —El hombretón hundió el rostro entre las manos, mientras un estremecimiento convulsionaba su cuerpo—. ¡Y a fe mía que lo comprendo! —sollozó—. Comprendí entonces y siempre lo lamentaré. No te vayas sin mí, Raist. Eres débil, ¡me necesitas!

—Ya no, Caramon —repuso el mago entre suspiros—. En este viaje de nada has de servirme!

Tanis les observaba a ambos contraído por el pavor. No podía creerlo, ni siquiera de Raistlin.

—¡Caramon, detenle! —insistió ásperamente.

—No le ordenes que se me acerque, Tanis —le advirtió el hechicero con voz suave, como si leyera los pensamientos del semielfo—. Te aseguro que soy capaz de hacerlo. Lo que he anhelado toda mi vida se encuentra a mi alcance, y no permitiré que nadie me impida conseguirlo. Fíjate en el rostro de Caramon. ¡El también lo sabe! Le maté una vez, puedo hacerla de nuevo. Adiós, hermano.

El mago sujetó con ambas manos el Orbe de los Dragones y lo alzó hacia la luz de la llameante vela. Los colores se arremolinaban en su interior, emitiendo flamígeros destellos. Una poderosa aureola rodeó la figura de Raistlin.

Luchando para desechar su miedo, Tanis tensó el cuerpo en un último y desesperado intento de detener a Raistlin. Pero no logró moverse. Oyó cómo el hechicero entonaba unas extrañas palabras, en el instante mismo en que aquella refulgente y abrumadora luz asumía un intenso brillo que pareció traspasar su cerebro. Se cubrió los ojos con la mano pero el resplandor le abrasaba la carne y agostaba su mente, causándole un dolor insoportable. Tropezó contra el dintel de la puerta, y un agónico grito de Caramon resonó a su lado antes de que el cuerpo de su fornido amigo se desplomara con un ruido sordo.

Sobrevino el silencio, sumiéndose el camarote en la penumbra. Sin poder contener un escalofrío, Tanis abrió los ojos. Al principio no veía más que el espectro de una gigantesca bola roja grabada en su imaginación, pero poco a poco sus ojos se acostumbraron a la gélida oscuridad. La ardiente cera goteaba por la candela para formar en el entarimado suelo de la cabina un albo charco cerca del lugar donde yacía Caramon, frío e inmóvil. El guerrero tenía la mirada perdida en el vacío.

Raistlin había desaparecido.

Tika Waylan se hallaba en la cubierta del Perechon contemplando el sanguinolento mar y tratando de reprimir el llanto que afloraba a sus ojos. «Debes ser valiente —se decía a sí misma una y otra vez—. Has aprendido a luchar con valor en el combate. Caramon así lo afirma. Ahora no puedes flaquear, al menos morirás junto a él. No debe verte llorar».

Pero los últimos cuatro días les habían puesto a todos los nervios a flor de piel. Temerosos de ser descubiertos por los draconianos que habían invadido Flotsam, los compañeros habían permanecido ocultos en aquella mugrienta posada. La extraña desaparición de Tanis los había dejado aterrorizados e indefensos, incapaces de indagar siquiera sobre su paradero. Durante unas interminables jornadas se habían visto obligados a cobijarse en sus habitaciones, donde Tika mantenía un estrecho contacto con Caramon. La fuerte atracción que los unía se había convertido en una auténtica tortura, pues no podían manifestarla. Ella deseaba rodear con sus brazos al enorme guerrero, sentir su musculoso cuerpo apretado contra el suyo.

Sabía que Caramon compartía sus anhelos. En ocasiones la miraba con tal ternura reflejada en los ojos, que sentía un impulso irrefrenable de acurrucarse a su lado para recibir el influjo del amor que, no le cabía la menor duda, anidaba en el corazón de aquel hombre de tosca apariencia.

No podría ser mientras Raistlin merodease en torno a su hermano gemelo, aferrándose a él cual una frágil sombra. La muchacha se repetía incesantemente las palabras que pronunciara Caramon antes de llegar a Flotsam:

«Debo consagrarme por entero a mi hermano. En la Torre de la Alta Hechicería me vaticinaron que su fuerza contribuiría a la salvación del mundo. Yo soy su fuerza, por lo menos la física. Me necesita. Mi deber me llama junto a él y, hasta que cambie esa situación, no puedo comprometerme contigo. Mereces a alguien que te ponga en primer lugar, Tika, de modo que te dejo libre para que puedas encontrar a ese otro hombre».

Pero ella no quería a otro hombre, y este mero pensamiento desató sus contenidas lágrimas. Se apresuró a dar media vuelta para ocultarse de Goldmoon y Riverwind, convencida de que interpretarían sus sollozos como una expresión de miedo. Y no era así, el temor a la muerte era un sentimiento que había vencido tiempo atrás. Lo que le causaba pavor era morir sola.

«¿Qué estarán haciendo?», se preguntó inquieta, secándose los ojos con el dorso de la mano. El barco se acercaba a aquel espantoso ojo negro y Caramon no volvía. Decidió ir en su busca, con la aprobación de Tanis o sin ella.

En aquel preciso instante vio salir al semielfo por la escotilla, arrastrando y sosteniendo a Caramon. Una fugaz mirada al lívido rostro del guerrero hizo que el corazón de Tika cesara de latir.

Intentó gritar, pero no logró articular palabra. No obstante, al oír sus ahogadas voces Goldmoon y Riverwind giraron sobre sí mismos y olvidaron por un momento el terrorífico remolino. Viendo que Tanis se bamboleaba bajo su carga, el hombre de las Llanuras corrió a ayudarle. Caramon caminaba como sumido en un ebrio estupor, con los ojos vidriosos y ciegos. Riverwind lo agarró cuando las piernas del semielfo se derrumbaban.

—Estoy bien —susurró Tanis en respuesta a la preocupada pregunta de Riverwind—. Goldmoon, Caramon necesita tu ayuda.

—¿Qué ha ocurrido, Tanis? —El temor había devuelto a Tika el don del habla—. ¿Dónde está Raistlin? ¿Acaso ha…? —Se interrumpió al contemplar los ojos del semielfo, que delataban el horror producido por lo que acababa de presenciar en la cabina.

—Raistlin se ha ido —se limitó a responder.

—¿Dónde? —inquirió de nuevo la muchacha, volviendo una anhelante mirada atrás como si esperase descubrir su cuerpo en el rojizo torbellino de las aguas.

—Nos mintió —declaró Tanis mientras ayudaba a Riverwind a tender a Caramon sobre un rollo de gruesa cuerda. El fornido guerrero no dijo nada, no parecía verles ni a ellos ni a su entorno; su mirada se perdía en el agitado viento que trazaba círculos en torno al remolino—. ¿Recordáis cuánto insistió en que fuéramos a Palanthas para aprender a utilizar el Orbe de los Dragones? Pues ya sabe cómo hacerlo, y nos ha abandonado. Quizá esté en Palanthas, aunque en realidad poco importa. —El semielfo se alejó de forma abrupta en pos de la barandilla.

Goldmoon extendió sus suaves manos sobre el hombretón, murmurando su nombre con voz tan queda que los otros no la oyeron a causa de las enfurecidas ráfagas. No obstante, al sentir su contacto, Caramon se estremeció y empezó a temblar violentamente. Tika se arrodilló junto a él, estrechando su manaza entre las suyas. Con la mirada aún absorta, el guerrero rompió a llorar en silencio y unos gruesos lagrimones se deslizaron por sus pómulos tras escapar de sus desorbitados ojos. Las pupilas de Goldmoon brillaban con su propio llanto, que, sin embargo, no le impidió seguir acariciando la frente del postrado compañero mientras pronunciaba su nombre como una madre llama al hijo extraviado.

Riverwind, contraído el rostro a causa de la ira, se reunió con Tanis.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó con tono sombrío.

—Raistlin dijo que… no puedo hablar de ello. ¡Ahora no! El semielfo meneó la cabeza, presa de un incontenible temblor. Se apoyó en la barandilla para, sin cesar de contemplar las turbulentas aguas, proferir unos reniegos en lengua elfa —idioma que casi nunca utilizaba—mientras se sujetaba la cabeza con las manos.

Entristecido por el precario estado de su compañero, Riverwind trató de reconfortarlo rodeando con su brazo sus hundidos hombros.

—Así que al fin ha ocurrido —comentó el hombre de las Llanuras—. Como preconizaba nuestro sueño, el mago ha abandonado a su hermano a una muerte segura.

—Y también como anunciaba el sueño, os he fallado —apostilló el semielfo con voz entrecortada—. ¿Qué he hecho? ¡Todo ha sido culpa mía! Yo os he arrastrado a tan cruel destino.

—Amigo mío —dijo Riverwind conmovido por el sufrimiento de Tanis—, no debemos cuestionar los designios de los dioses…

—¡Malditos sean! —vociferó Tanis en un repentino ataque de ira y, alzando la cabeza para observar a su amigo, descargo un puñetazo sobre la barandilla—. ¡Ha sido mi elección la que nos ha condenado a todos! Durante las noches en que yacimos juntos, estrechados en un amoroso abrazo, a menudo me repetía lo fácil que sería quedarme a su lado para siempre. ¡No puedo hacerle reproches a Raistlin! A fin de cuentas, él y yo nos parecemos. Ambos hemos sido destruidos por una pasión destructiva.

—No has sido destruido, Tanis —lo corrigió Riverwind y, apretando los hombros del semielfo con sus poderosas manos, lo obligó a girarse hacia él con aquella firme actitud que lo caracterizaba—. Tú no sucumbiste a tu pasión como el mago. De haberlo hecho, no habrías dejado a Kitiara. La abandonaste, Tanis.

—Sí, huí como un simple ladrón —replicó Tanis con amargura—. Debí enfrentarme a ella, debí decirle la verdad sobre mí mismo. Me habría matado, y ahora vosotros estaríais a salvo. Tú y los otros compañeros habríais escapado. ¡Cuánto más fácil hubiera sido mi muerte! Pero me faltó valor, acarreándoos con mi cobardía esta terrible desgracia —añadió a la vez que se liberaba de Riverwind—. No sólo he decepcionado a mi propia alma, sino también a vosotros que sufrís las consecuencias de mis actos.

Examinó la cubierta. Berem permanecía tras el timón, aferrando la inútil rueda con aquella extraña expresión resignada. Maquesta luchaba aún por salvar su nave, sin cesar de impartir órdenes a través del ululante viento y el profundo rugido que brotaba del seno del remolino. Pero sus tripulantes, paralizados por el pánico, no obedecían. Unos lloraban, otros lanzaban imprecaciones y la mayoría contemplaban en una muda fascinación la gigantesca espiral que los arrastraba inexorablemente hacia la vasta oscuridad del sangriento océano. Tanis sintió que la mano de Riverwind tocaba su hombro. Casi enfurecido intentó desembarazarse, pero el hombre de las Llanuras se mostró inquebrantable.

—Tanis, ,hermano, elegiste avanzar por esta senda cuando, en «El Ultimo Hogar», corriste en defensa de Goldmoon. En aquella ocasión mi orgullo me indujo a rechazar tu ayuda, y de haberlo permitido ahora ambos estaríamos muertos. No nos volviste la espalda en la hora de la necesidad, y gracias a ti propagamos por el mundo la fe en los antiguos dioses. Trajimos la curación, aportamos la esperanza. ¿Recuerdas lo que nos dijo el Señor del Bosque?: «No lamentamos la pérdida de aquéllos que mueren alcanzando su destino». Nosotros, amigo mío, hemos cumplido el nuestro. ¿Quién sabe cuántas vidas hemos salvado? ¿Quién sabe si la esperanza que hemos hecho renacer conducirá a la victoria? Al parecer, para nosotros la batalla ha concluido. Así sea. Depongamos las armas para que vengan otros a recogerlas y continuar la lucha.

—Tus palabras son hermosas, habitante de las Llanuras —lo espetó Tanis—, pero dime con sinceridad si puedes pensar en la muerte sin sentir amargura. Tienes numerosos motivos para vivir: Goldmoon, los hijos que aún no habéis engendrado…

Un súbito espasmo de dolor cruzó el rostro de Riverwind. Desvió la cabeza para ocultarlo pero Tanis, qué lo observaba de cerca, advirtió su contracción y, de pronto, se hizo la luz en su mente. ¡También estaba destruyendo a su progenie ya concebida! El semielfo cerró los ojos, presa de un hondo desaliento.

—Goldmoon y yo decidimos no contártelo, ya tenías demasiadas preocupaciones. —Riverwind suspiró—. Nuestro vástago habría nacido en otoño —balbuceó—, la época en que las hojas de los vallenwoods se tiñen de rojo y ocre como lo estaban cuando mi prometida y yo llegamos a Solace armados con la Vara de Cristal Azul. Aquél día Sturm Brightblade, el caballero, nos encontró y nos condujo a «El Ultimo Hogar»…

Tanis rompió a llorar, con unos punzantes sollozos que atravesaban su cuerpo como cuchillos. Riverwind lo rodeó con sus brazos y lo sujetó con fuerza.

—Sabemos que los vallenwoods están muertos —continuó en un susurro—, sólo habríamos podido mostrar al hijo que esperamos tocones quemados y putrefactos. Ahora el niño verá los árboles tal como los dioses los concibieron, en un reino donde la vida se prolonga hasta la eternidad. No desesperes, amigo, hermano. Has devuelto al pueblo el conocimiento de los dioses; ahora debes conservar la fe.

Tanis apartó suavemente a Riverwind, no podía enfrentarse a la mirada de aquel hombre. Al contemplar su propia alma, la vio retorcerse como los torturados árboles de Silvanesti. ¿Fe? La había perdido. ¿Qué significaban los dioses para él? Era él quien había tomado las decisiones, quien había menospreciado los dones más valiosos de la vida, su patria elfa, el amor de Laurana. A punto había estado de dar también al traste con la amistad. Sólo la incorruptible lealtad de Riverwind, una lealtad que había entregado equivocadamente, impedía al hombre de las Llanuras reprocharle su infame acto.

El suicidio está prohibido a los elfos, que lo consideran una blasfemia por estimar la vida como el más precioso de todos los bienes. Pero Tanis espiaba el mar sanguinolento con vehemente anhelo.

Rezó para que la muerte sobreviniera con la mayor rapidez posible. «Que estas aguas teñidas de sangre se cierren sobre mi cabeza y me oculten en sus profundidades insondables. Y, si los dioses existen, si ahora me escuchan, sólo les suplico que mi ignominia no llegue nunca a oídos de Laurana. He causado ya demasiado sufrimiento».

Mientras su alma elevaba esta plegaria, que esperaba fuese la última que pronunciara en Krynn, una sombra más oscura que las tormentosas nubes cayó sobre su conciencia. Oyó los gritos de Riverwind seguidos por un alarido de Goldmoon, pero sus voces se perdieron en el rugido del agua cuando la nave empezó a zambullirse en las entrañas del remolino. Aturdido, Tanis alzó los ojos para ver los flamígeros ojos de un Dragón Azul brillando a través de los densos nubarrones. Sobre su lomo se erguía la figura de Kitiara.

Reticentes a la idea de tener que abandonar el trofeo que había de aportarles una gloriosa victoria, Kit y Skie se abrieron camino en la tempestad y ahora el Dragón, con sus amenazadoras garras extendidas, se lanzaba en picado sobre Berem. Se diría que los pies del timonel estaban claveteados en la cubierta. En un estado de letárgica indefensión, contemplaba a su feroz agresor.

En una reacción instintiva, Tanis atravesó la agitada cubierta en el instante en que las aguas se arremolinaban en torno a él y golpeó a Berem en el estómago. El piloto salió despedido hacia atrás, confundiéndose con la ola que en aquel momento rompía sobre sus cabezas. Tanis halló un agarradero; no sabía qué era, pero logró aferrarse a él antes que el suelo se deslizara bajo sus pies. La nave volvió a enderezarse y, cuando el semielfo levantó de nuevo la vista, Berem había desaparecido. El Dragón bramaba iracundo a escasa distancia.

Ahora era Kitiara quien elevaba poderosos gritos que se imponían a la tempestad, señalando al semielfo. La fiera mirada de Skie se centró en él. Izando los brazos como si de ese modo pudiera evitar la embestida del Dragón, Tanis contempló cómo el animal libraba una enloquecida lucha para controlar su vuelo en el continuo azote del viento.

«Quiero vivir. Vivir para olvidar estos horrores», pensó sin proponérselo el semielfo cuando las garras del Dragón se cernían sobre él.

Durante unos breves segundos se sintió suspendido en el aire mientras, al fondo, se desvanecía el mundo. Sólo era consciente de las salvajes sacudidas de su cabeza, de sus incoherentes alaridos. El Dragón y las aguas lo atacaron al unísono. No veía más que sangre…

Tika se acurrucó junto a Caramon, soslayado el temor a la muerte por la preocupación que el guerrero le causaba. Pero él no se percataba de su presencia. Sus ojos seguían absortos en el espacio, derramando lagrimones que chorreaban por sus pómulos mientras, con los puños cerrados, repetía dos palabras en una muda e inagotable letanía: «Mi hermano», «mi hermano…».

Con una lentitud agónica, de pesadilla, la nave se equilibró sobre el extremo del remolino como si incluso la madera que lo componía titubeara a causa del pánico. Maquesta se unió a su frágil cascarón en su última batalla por la vida, prestándole su propia fuerza interior, tratando de alterar las leyes de la naturaleza mediante su voluntad. Pero fue inútil. Con un estremecimiento sobrecogedor, el Perechon se deslizó por el ojo del ominoso torbellino.

Los listones crujieron, cayeron los mástiles y los hombres fueron despedidos entre alaridos de la resbaladiza cubierta cuando la sanguinolenta oscuridad succionó la nave hacia las profundidades de sus abiertas fauces.

Sólo aquellas dos palabras quedaron suspendidas en el aire, como un bendición.

«Mi hermano…».