5

El cronista y el mago.

Astinus de Palanthas estaba sentado en su estudio, guiando con su mano una pluma que hacía correr con trazos firmes y regulares. La clara escritura se leía sin dificultad incluso a cierta distancia. Astinus llenaba un pergamino deprisa, deteniéndose apenas para reflexionar. Al verle daba la impresión de que sus pensamientos volaban de su cabeza a la pluma y de allí se vertían sobre el papel, tan veloz era su ritmo. Sólo se interrumpía cuando hundía su punta en el tintero, pero también este movimiento se había convertido en algo tan automático como poner un punto en la «i» o una tilde en la «ñ».

La puerta se abrió con un crujido, pero Astinus no alzó la cabeza. No solía ser molestado cuando se hallaba inmerso en su trabajo. El historiador podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que eso había sucedido. Una de ellas fue durante el Cataclismo. Recordó que aquel hecho había roto su concentración, obligándole a verter unas gotas de tinta que habían arruinado una página.

Se abrió pues la puerta y una sombra oscureció su escritorio. Pero no se oyó ningún sonido, pese a que el cuerpo que proyectaba aquella sombra tomó aliento como si se dispusiera a hablar. Osciló el negro contorno, reflejando la turbación del intruso por la crasa ofensa cometida.

Es Bertrem, anotó Astinus, como anotaba todo cuando ocurría en su afán de almacenar cualquier información en los compartimentos de su mente para utilizarla en el futuro.

En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el29, Bertrem ha entrado en mi estudio.

La pluma prosiguió su irrefrenable avance sobre el pergamino. Al llegar al final de una página, Astinus la elevó suavemente y la depositó sobre otras similares que yacían apiladas en el extremo de su escritorio. Más tarde, cuando se retirase a descansar una vez concluida su tarea, los Estetas penetrarían en el estudio con la misma devoción con que un clérigo oraría en un templo y recogerían los rollos extendidos para transportarlos a la gran biblioteca. Ya en esta estancia los diferentes frutos de su firme puño serían ordenados, clasificados y archivados en los gigantescos volúmenes titulados Crónicas, la Historia de Krynn, obra todos ellos de Astinus de Palanthas.

—Maestro —dijo Bertrem con voz temblorosa. En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 30, Bertrem ha hablado— escribió Astinus en el texto.

—Lamento molestaros, Maestro —continuó Bertrem casi en un susurro—, pero hay un joven moribundo en vuestro umbral.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 29, un joven ha muerto en nuestro umbral.

—Entérate de su nombre —ordenó el cronista sin levantar la vista ni detenerse en su labor—, para que pueda registrarlo. Asegúrate de la ortografía y averigua también su procedencia y su edad, si no es demasiado tarde.

—Conozco su nombre, Maestro. Se llama Raistlin, y viene de la ciudad de Solace, en la región de Abanasinia.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el28, ha muerto Raistlin de Solace.

De pronto Astinus dejó de escribir y alzó la cabeza. —¿Raistlin de Solace?

—Sí, Maestro —confirmó Bertrem, inclinándose en una reverencia. Era la primera vez que Astinus lo miraba a los ojos, pese a que había formado parte de la Orden de los, Estetas que vivía en la gran biblioteca desde hacía varias décadas—. ¿Le conocéis, Maestro? Ha solicitado permiso para veros, por eso me he tomado la libertad de interrumpiros.

—Raistlin…

Una gota de tinta se derramó sobre el papel.

— ¿Dónde está?

—En la escalera, Maestro, donde lo encontramos. Pensamos que quizá podría ayudarle una de esas criaturas que, según el rumor, tienen el don de la curación y adoran a la diosa Mishakal.

El historiador contempló la negra mancha con fastidio, y se apresuró a esparcir sobre el pergamino un puñado de fina arena para secarla antes de que emborronase las páginas que luego depositaría sobre ella. Bajando de nuevo la mirada, Astinus reanudó su trabajo.

—Ningún ser dotado con poderes curativos es capaz de sanar la enfermedad que lo aqueja —comentó el historiador con una voz que parecía provenir de los albores de Tiempo—. Pero entrad su maltrecho cuerpo y acomodadlo en una habitación.

—¡Introducirlo en la biblioteca! —exclamó Bertrem perplejo—. Maestro, nunca han sido admitidos aquí más que los miembros de nuestra Orden…

—Le veré, si tengo tiempo, cuando concluya mi jornada —continuó Astinus como si no hubiera oído las palabras del Esteta—. Si todavía vive.

La pluma surcó del papel con su proverbial celeridad.

—Sí, Maestro —farfulló Bertrem y, dando media vuelta, abandonó la estancia.

Tras cerrar la puerta del estudio el Esteta atravesó a toda prisa los fríos y silenciosos pasillos marmóreos de la antigua biblioteca, desorbitados sus ojos por la sorpresa. Su gruesa y pesada túnica barría el suelo a su paso mientras su rapada cabeza brillaba con el sudor de la carrera, poco acostumbrada a realizar tan extenuantes esfuerzos. Sus compañeros de Orden lo observaron atónitos cuando irrumpió en la entrada de la biblioteca. Una rápida mirada a través de la cristalera de la puerta le reveló que el cuerpo del joven seguía tendido en la escalera.

—He recibido órdenes de llevarlo al interior —anunció Bertrem a los otros—. Astinus verá al mago esta noche, si todavía vive.

Los Estetas, mudos de asombro, se observaron unos a otros. Todos se preguntaban qué auguraba semejante acontecimiento.

«Me estoy muriendo».

El reconocimiento de este hecho le llenaba de amargura. Acostado en un lecho en el interior de la fría y blanca celda que le habían asignado los Estetas, Raistlin maldijo la fragilidad de su cuerpo, maldijo las Pruebas que lo habían menoscabado, y maldijo a los dioses que le habían infligido tal castigo. Lanzó imprecaciones hasta que se le agotaron las palabras y se sintió tan exhausto que no podía ni siquiera pensar, para luego inmovilizarse bajo las blancas sábanas de lino que se le antojaban mortajas mientras sentía como el corazón se agitaba en su pecho cual una ave enjaulada.

Por segunda vez en su vida, Raistlin estaba solo y asustado. Sólo en una ocasión vivió en el aislamiento: en los tres atormentadores días durante los cuales se prolongó su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. ¿Había estado solo entonces? No lo creía así, aunque sus recuerdos eran borrosos. La voz, aquella voz que le hablaba en determinados momentos y que no logró identificar pese a saber …Siempre había relacionado la voz con la Torre. Le había ayudado en aquellas jornadas de angustia, y también más tarde. Gracias a ella había sobrevivido a su dura experiencia.

Pero sabía que ahora no sobreviviría. La transformación mágica que había sufrido debilitó demasiado su frágil organismo. Había vencido, pero ¡a qué precio!

Los Estetas lo encontraron arrebujado en su túnica roja vomitando sangre sobre la escalinata. Había logrado pronunciar el nombre de Astinus y el suyo propio cuando se lo preguntaron, para al instante perder el conocimiento. Al despertar estaba en aquella gélida y angosta celda conventual, y no tardó en comprender su condición de moribundo. Le había exigido a su cuerpo más de lo que podía dar. El Orbe de los Dragones lo había salvado, pero no poseía fuerza suficiente para invocar su magia. Las frases que debía pronunciar a fin de avivar su encantamiento se habían evaporado de su recuerdo.

«De todos modos estoy demasiado débil para controlar su tremendo poder comprendió. —Si adivinara tan sólo, que he perdido mi fuerza me devoraría».

Se le ofrecía una única alternativa: los libros de la gran biblioteca. El Orbe de los Dragones le había prometido que aquellos volúmenes encerraban los secretos de los antiguos hechiceros, magos poderosos sin parangón en el nuevo mundo de Kyrnn. Quizá hallaría los medios para alargar su vida. ¡Tenía que hablar con Astinus! Era imprescindible que el historiador le concediera el acceso a la gran biblioteca, tal como había vociferado frente a los complacientes Estetas. Pero ellos se habían limitado a asentir en silencio.

—Astinus te recibirá —le anunciaron al fin— esta tarde, si tiene tiempo.

«¡Si tiene tiempo!», se repetía Raistlin presa de una incontrolable ira. ¡Era él quien no lo tenía! Sentía como la arena de su vida se escabullía entre sus dedos y, por mucho que intentara detenerla, sabía que no lo conseguiría.

Contemplándolo con inmensa compasión, impotentes para ayudarle, los Estetas le sirvieron comida. Pero Raistlin no podía engullir ni siquiera las amargas hierbas medicinales que aliviaban su tos. Enfurecido, expulsó de su lado a aquellos necios y se recostó sobre su dura almohada para observar el desplazamiento de la luz solar por la celda. Haciendo un denodado esfuerzo que le permitiera retener la vida, el mago se exhortó a descansar a sabiendas de que su ira febril acabaría de consumirlo. Su pensamiento voló entonces hacia su hermano.

Tras cerrar sus agotados párpados, Raistlin imaginó a Caramon sentado junto a él. Casi podía sentir sus brazos en torno a su talle, levantándolo para que respirara con más facilidad. Incluso olía los familiares efluvios del hombretón, mezcla de sudor, acero y piel curtida. Caramon lo cuidaría, impediría su muerte…

«No. Caramon está muerto. Todos han muerto, hatajo de idiotas. Debo apoyarme en mis propias fuerzas», pensó Raistlin en una inquietante ensoñación. Advirtió en ese instante que estaba a punto de desmayarse y luchó desesperadamente con la vehemencia que adopta el vencido. Haciendo un supremo esfuerzo, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica. Sus dedos acariciaron el Orbe de los Dragones, reducido ahora al tamaño de una canica, unos segundos antes de sumirse en la penumbra.

Lo despertaron unos ecos de voces y la sensación de que había alguien con él en la celda. Tras librar una ardua batalla para abrirse paso entre las densas capas de oscuridad, Raistlin asomó a la superficie de su conciencia y abrió los ojos.

Había caído la tarde. La luz rojiza de Lunitari se filtraba a través de la ventana, formando una ondulante mancha de sangre en el muro. Una vela ardía junto al lecho y, bajo su luz, vio dos hombres inclinados sobre él. Reconoció al más próximo como el Esteta que lo había descubierto. Pero ¿quién era el otro? Su rostro se le antojaba familiar.

—Ya despierta, Maestro —anunció el Esteta.

—Eso parece —corroboró, imperturbable, el interpelado. Se acercó al joven mago para examinar su rostro y esbozó una sonrisa de asentimiento, como si hubiera llegado alguien a quien aguardaba desde hacía tiempo. Su expresión era lo bastante peculiar para no pasar desapercibida ni a Raistlin ni al Esteta.

—Soy Astinus —se presentó—. Y tú eres Raistlin de Solace.

—En efecto —acertó a responder el mago formando las palabras con sus labios más que pronunciándolas. Al alzar la mirada hacia el cronista su ira renació, pues no pudo por menos que recordar el comentario insensible que había hecho al ser informado de su presencia: «Le veré, si tengo tiempo». Cuando posó los ojos en los de aquel hombre, un frío paralizador recorrió sus venas. Nunca antes había visto un semblante tan indiferente, tan desprovisto de emociones y pasiones humanas. Ni siquiera el tiempo se había atrevido a surcarlo.

Casi sin resuello, el mago se incorporó ayudado por el Esteta para observar mejor a Astinus.

Al advertir la reacción de Raistlin, el cronista comentó: —Me miras de un modo extraño, joven hechicero. ¿Qué ven esos relojes de arena que tienes por ojos?

—Veo a un hombre… inmortal. —Raistlin sólo lograba hablar entre dolorosos jadeos.

—Por supuesto. ¿Qué esperabas? —bromeó el Esteta, acomodando con suavidad al moribundo contra la almohada de su lecho—. El Maestro estaba aquí para atestiguar el nacimiento del primer habitante de Krynn, y seguirá en su puesto hasta haber dejado constancia del fin del último. Así nos lo enseña Gilean, dios del Gran Libro.

—¿Es eso cierto? —susurró Raistlin.

—Mi historia personal no tiene la menor importancia comparada con el devenir del mundo —respondió Astinus encogiéndose de hombros—. Y ahora habla, Raistlin de Solace. ¿Qué quieres de mí? Estoy pasando por alto información que llenaría volúmenes enteros mientras pierdo el tiempo en esta fútil cháchara.

—Quiero pedirte… suplicarte un favor. —Las palabras parecían ser arrancadas de las entrañas del mago, pues brotaban entre esputos sanguinolentos—. Mi vida se mide por horas. Permite que la pase sumido en el estudio… en la gran biblioteca.

Bertrem chasqueó la lengua contra el paladar, perplejo ante semejante osadía. Lanzando una temerosa mirada a Astinus, el Esteta esperó la severa negativa que, estaba seguro, haría que la frágil piel del joven se desprendiera a tiras de sus huesos.

Transcurrieron unos inacabables minutos de silencio, roto tan sólo por la fatigosa respiración de Raistlin. El rostro de Astinus permaneció imperturbable cuando declaró con su habitual frialdad:

—Haz lo que desees.

Ignorando la atónita expresión de Bertrem, Astinus dio media vuelta y empezó a alejarse en pos de la puerta.

—Aguarda —exclamó Raistlin en un esfuerzo sobrehumano. Su áspero ruego hizo que el cronista se detuviera para que el mago, extendiendo una trémula mano, añadiese—: Me has preguntado qué veía al mirarte, y ahora quiero que respondas tú a esa misma pregunta. He percibido la expresión de tu rostro cuando te has inclinado sobre mí. ¡Me has reconocido! Sabes quién soy, y necesito que me lo reveles. ¿Qué ves en mis ojos?

Astinus giró la cabeza y exhibió una faz tan gélida, anodina e inconmovible como el mármol.

—Has afirmado ver a un hombre inmortal —dijo el historiador con voz queda y, tras un instante de vacilación, se encogió de hombros y concluyó—: Yo veo a un moribundo.

Pronunciadas estas palabras, volvió a girarse y abandonó la estancia.

«Se da por supuesto que tú, que sostienes este Libro en tus manos, has superado con éxito las Pruebas en una de las Torres de la Alta Hechicería y que has demostrado tu habilidad para ejercer control sobre un Orbe de los Dragones u otro Artefacto Mágico reconocido (véase Apéndice C), además de haber invocado con probada capacidad los Hechizos aprendidos…».

—Sí, sí —farfulló Raistlin descifrando apresuradamente las runas que se desplazaban como arañas por la página. Tras leer con impaciencia la lista de encantamientos, llegó al fin a la conclusión.

«Cumplidas estas exigencias con plena satisfacción de tus maestros, sometemos a tu estudio este Libro de Hechicería. Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios».

Con un inarticulado grito de cólera, Raistlin apartó a un lado el volumen encuadernado en azul cobalto y surcado de runas argenteas. Su mano temblaba cuando la alargó en pos del siguiente libro de idénticas características que yacía en la enorme pila formada por él mismo. Un acceso de tos le obligó a detenerse y, al luchar con denuedo para recobrar el aliento, temió no poder seguir adelante.

El dolor se hacía insufrible, hasta tal punto que en ocasiones deseaba hundirse en el olvido y atajar así la tortura… con la que tenía que convivir un día tras otro. Débil y mareado, reclinó la cabeza sobre el escritorio para que reposara entre sus brazos. Descanso, dulce e indoloro descanso. Se dibujó en su mente la imagen de Caramon erguido en la vida de ultratumba, aguardando a su enteco hermano. Raistlin vio la mirada triste y leal de su gemelo, sintió su compasión.

El mago lanzó un jadeante suspiro que le dio fuerzas para, incorporarse. —«Encontrarme con Caramon! Estoy empezando a perder la cabeza. ¡Qué absurdo!»—, se mofó de si mismo.

Humedeciendo con agua sus labios teñidos de sangre, el mago asió el siguiente libro de hechizos encuadernado también en azul cobalto y lo atrajo hacia su persona. Sus runas plateadas destellaron bajo la luz de las velas y vio que su cubierta, gélida al tacto, era idéntica a la de todos los otros ejemplares que se hallaban amontonados a su alrededor. También era igual a la del tomo arcano que ya obraba en su poder, el libro que se sabía de memoria y que perteneciera al mejor hechicero de todos los tiempos: Fistandantilus.

Sin poder contener el temblor de sus manos, Raistlin abrió la cubierta. Sus febriles ojos devoraron la página donde figuraban las consabidas exigencias: tan sólo los magos, que habían alcanzado un alto grado en la Orden estaban dotados de la experiencia y control necesarios para estudiar los encantamientos contenidos en su interior. Aquéllos que intentaran leerlos sin poseer estos conocimientos no verían sino indescifrables garabatos.

El debilitado mago respondía a todas las condiciones requeridas. Sin duda era el único hechicero de Túnica Roja e incluso Blanca de Krynn, con la posible excepción de Par-Salian. No obstante, al estudiar la escritura encerrada en el volumen no vio más que un confuso amasijo de símbolos.

«Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios».

Raistlin emitió un alarido, un desgarrado lamento que fue interrumpido por un débil sollozo. Presa de la ira y la frustración se arrojó sobre la mesa, esparciendo los libros por el suelo, antes de lacerar el aire con sus manos y gritar de nuevo. La magia, que su fragilidad le había impedido invocar, surgió ahora envuelta en cólera.

Los Estetas, que en aquel momento pasaban junto a la puerta de la gran biblioteca, intercambiaron miradas de desconcierto al oír tan espantosas voces. Percibieron entonces otro ruido, una crepitación sucedida por un fragor de trueno. Se detuvieron, alarmados, sin osar moverse hasta que uno más resuelto accionó el picaporte. Fue inútil, Raistlin había cerrado con pestillo. Otro señaló el suelo y todos retrocedieron cuando vislumbraron una fantasmagórica luz que centelleaba a través del dintel. Surgió de la biblioteca un intenso olor a azufre, que sólo dispersó una ráfaga de viento que pareció partir la puerta en dos, dada la fuerza con la que zarandeó. De nuevo oyeron los Estetas aquel alarido de furia, y se alejaron de forma precipitada por el marmóreo corredor en busca de Astinus.

Astinus acudió presto a la llamada de angustia de los Estetas, para encontrar la puerta de la gran biblioteca atrancada mediante la magia. No le sorprendió esta circunstancia y, lanzando un suspiro de resignación, extrajo un opúsculo del bolsillo de su túnica, se sentó en una silla y empezó a hacer anotaciones con su ágil y clara escritura. Los demás se arracimaron a su alrededor, espantados por los extraños sonidos que surgían de la cerrada estancia.

La inexplicable tormenta seguía atronando, presta a socavar los cimientos de la biblioteca. La luz destellaba en el contorno de la puerta con tal frecuencia que podría haber sido de día en la sala en lugar de ser la más negra hora nocturna. El ululante aullido de un vendaval se confundía con los vociferantes gritos del mago, orlados por una retahíla de golpes secos pero contundentes, así como por los crujidos de fajos enteros de papel que parecían arremolinarse en una tempestad sin nombre. Las lenguas de fuego lamían la crepitante madera de la puerta.

—¡Maestro! —exclamó aterrorizado uno de los Estetas, señalando las llamas—. ¡Está destruyendo los libros!

Astinus meneó la cabeza, mas no cejó en su tarea.

Sobrevino, de pronto, el silencio, al mismo tiempo que la luz, que se escapaba a través del quicio, se extinguía como engullida por la oscuridad. Los Estetas se acercaron a la puerta en actitud vacilante, aplicando el oído. Ningún ruido brotaba del interior de la biblioteca, salvo un quedo murmullo. Bertrem colocó la mano en el picaporte, que cedió a su ligera presión.

—Maestro, la puerta se abre —anunció.

Astinus se levantó y ordenó a los Estetas:

—Volved a vuestros estudios, no hay nada que podáis hacer aquí.

Con una muda inclinación de cabeza los monjes lanzaron a la aún oculta estancia una última e inquieta mirada, y desaparecieron por el resonante pasillo dejando solo al cronista. Éste aguardó unos instantes hasta asegurarse de que se habían ido, y abrió la puerta de la gran biblioteca.

Los plateados y rojizos rayos lunares se vertían por los ventanucos, sin acertar a iluminar las ordenadas estanterías que contenían millares de libros encuadernados ni los nichos abiertos en los muros donde se apilaban valiosos pergaminos. Su brillo se concentraba en una mesa, cuya superficie yacía enterrada bajo un montículo de papeles. Una agotada vela ardía en el centro de la tabla, junto a un volumen azul cobalto que recibía en sus páginas de color marfil el influjo de las lunas. Otros tomos similares se hallaban esparcidos por el suelo.

Astinus frunció el ceño al estudiar su entorno. Unas franjas negras festoneaban los muros, mientras que el olor a azufre y fuego conservaba aún toda su intensidad en los fragmentos de papel que revoloteaban por el aire, cayendo cual hojas muertas en una tormenta otoñal sobre un cuerpo postrado e inmóvil.

Una vez hubo entrado en la estancia, el cronista cerró la puerta con pestillo antes de acercarse a la inerte figura sorteando los pergaminos que yacían diseminados por todos los rincones. Nada dijo, ni tampoco se encorvó para ayudar al joven mago. Se detuvo junto a él y lo contempló en actitud reflexiva.

A pesar de su cautela, la túnica de Astinus rozó la metálica mano que Raistlin tenía extendida. Al sentir su contacto el mago levantó la cabeza, y contempló al cronista con los ojos empañados por la oscura sombra de la muerte.

—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Astinus, clavando en su maltrecho oponente una fría mirada.

—¡La Clave! —exclamó Raistlin entreabriendo sus blanquecinos labios manchados de sangre—. Se ha perdido en el tiempo. ¡Necios! —Cerró su ganchuda mano, avivada tan sólo por el fuego de la ira—. ¡Era tan sencilla que todo el mundo la conocía, y nadie se molestó en registrarla! La Clave que necesito… ¡perdida!

—Al parecer ha concluido tu viaje, mi viejo amigo —declaró Astinus sin compasión.

Raistlin despedía por sus ojos dorados un febril destello cuando preguntó:

—¿Quién soy? ¡Sé que me conoces!

—Eso ahora carece ya de importancia —repuso el cronista y, dando media vuelta, se dispuso a abandonar la biblioteca.

Resonó un penetrante alarido tras él, en el mismo instante, en que una mano lo agarraba por la túnica y lo obligaba a detenerse.

—No me vuelvas la espalda como se la has vuelto al mundo —le recriminó Raistlin.

—Volver la espalda al mundo —repitió el historiador con lentitud, inclinando la cabeza para enfrentarse al mago—. ¡Volver la espalda al mundo! —Raras eran las ocasiones en que alguna emoción traspasaba la helada superficie de la voz de Astinus, pero en aquel momento la cólera fustigó la plácida calma de su espíritu como una piedra lanzada a las aguas dormidas.

—¿Volver yo la espalda al mundo? —Las palabras del cronista se difundieron por la biblioteca con un fragor tan poderoso como el que antes emanara del trueno—. ¡Yo soy el mundo, como bien sabes! ¡He nacido innumerables veces, y he afrontado otras tantas muertes! Cada lágrima derramada ha sido un torrente brotado de mis ojos. Cada gota de sangre que ha manchado la tierra ha secado mis venas. Cada agonía, cada dicha sentidas han sido compartidas por mi alma, han formado parte de mí.

«Me siento con la mano apoyada en la trayectoria del tiempo, la trayectoria que creaste para mí, viejo amigo, y viajo a los confines de este mundo para perpetuar su historia. He cometido las más abyectas felonías, he hecho los más nobles sacrificios. Soy humano, elfo y ogro. En mí se confunden y disocian lo masculino y lo femenino. He engendrado hijos, los mismos que después he matado. Te VI como eras, y veo ahora en qué te has convertido. Si parezco frío e insensible es porque no existe otro medio para sobrevivir sin perder la cordura. Vierto mi pasión en mis escritos. Quienes leen mis libros saben qué significa haber vivido en todo minuto, en todo cuerpo, que haya recorrido el mundo».

Raistlin soltó los ropajes del historiador y se desplomó sobre el suelo, víctima de una debilidad que se acrecentaba por momentos. Únicamente podía aferrarse a las palabras a Astinus, pese a sentir la fría garra de la muerte cerrada en torno a su corazón. «Debo vivir un instante más. Lunitari, concédeme ese fugaz segundo» —suplicaba al espíritu de la luna de la que los magos de Túnica Roja extraían su poder. Sabía que estaba a punto de pronunciarse una frase, una frase capaz de salvarle. Tenía que resistir.

Los ojos de Astinus centellearon al mirar al moribundo. Las palabras que le había espetado habían permanecido ocultas en sus entrañas durante tantos siglos que había perdido la cuenta.

—En el último día, el perfecto —añadió el cronista con voz trémula—, se reunirán los tres dioses: Paladine, el Radiante, Takhisis, la Reina de la Oscuridad y Gilean, Señor, de la Neutralidad. Cada uno sostendrá en su mano la Clave del Conocimiento, y la depositará junto a las otras dos sobre el gran Altar donde también se hallarán mis libros, donde se narra la historia de cada uno de los seres que han poblado Kyrnn a través del tiempo. Será entonces cuando, al fin, el mundo estará completo.

Astinus se interrumpió consternado, consciente de lo que había dicho, de lo que había hecho. Pero los ojos de Raistlin ya no le veían. Habíanse dilatado los relojes de arena de sus pupilas, y los tonos áureos que los rodeaban refulgían como llamas.

—¡La Clave! —susurró el mago exultante—. ¡La he hallado, la conozco!

Tan débil que apenas podía moverse, Raistlin introdujo la mano en la inefable bolsa que pendía de su cinto y sacó a la luz el empequeñecido Orbe de los Dragones. Sosteniendo el mágico objeto en su mano, el hechicero lo contempló con unos ojos que perdían viveza a cada instante.

—Sé quién eres —farfulló Raistlin con el entrecortado acento de un moribundo—. Ahora te conozco y te suplico que acudas en mi ayuda, como hiciste en la Torre y en Silvanesti. Nuestro trato ha sido zanjado. ¡Sálvame y también tú te salvarás!

El mago se derrumbó. Su cabeza poblada de largos mechones argénteos quedó apoyada en el suelo cuando entornó los párpados, privando a sus ojos de su malhadada visión. La mano que sujetaba Orbe adquirió una inerte flaccidez pero no así los dedos, que continuaron aferrados al enigmático objeto con una fuerza superior a la muerte.

Convertido en poco más que un amasijo de huesos cubiertos por una túnica de tintes sanguinolentos, Raistlin yacía inmóvil entre los papeles aún amontonados en la hechizada biblioteca.

Astinus observó el enjuto cuerpo durante unos momentos, bañado como estaba en la deslumbrante y purpúrea luz de las dos lunas. Abandonó acto seguido la silenciosa estancia, inclinada la cabeza y cuidando de atrancar la puerta con manos inseguras.

De nuevo en su estudio, el historiador permaneció largas horas sentado con la mirada absorta en la negrura.