12

Una deuda saldada.

—Y ahora, hermano, debemos despedirnos.

Raistlin extrajo un pequeño globo de cristal de los pliegues de su negra túnica: el Orbe de los Dragones.

Caramon sintió que le abandonaban las fuerzas y, al posar la mano sobre el vendaje, lo halló manchado de sangre. Estaba mareado, la luz del bastón del hechicero oscilaba ante sus ojos al mismo tiempo que oía en lontananza, como en un sueño, la agitación de los draconianos. Al parecer los soldados habían logrado liberarse de su miedo y se disponían a atacarle. El suelo temblaba bajo los pies del guerrero, o quizá eran sus piernas las que flaqueaban.

—Mátame, Raistlin —rogó a su gemelo con voz anodina, vaciado su rostro de expresión.

Raistlin se inmovilizó y entrecerró sus dorados ojos.

—No permitas que muera en sus manos —insistió Caramon despacio, en la actitud de quien pide un sencillo favor—. Acaba conmigo en este instante, me lo debes.

—¡Te lo debo! —vociferó el mago, lanzando por sus pupilas fulgurantes destellos y tratando de contener su sibilino aliento—. ¡Te lo debo! —repitió, pálida su tez bajo el fulgor de su vara. Furioso, giró el cuerpo y extendió su mano hacia los draconianos. Brotó el relámpago de sus yemas y laceró el pecho de las criaturas que, entre alaridos de dolor de asombro, se desplomaron en el torrente. Las aguas se tiñeron de verde cuando las crías de reptil se lanzaron sobre sus víctimas para devorarlas.

Caramon contemplaba la escena impertérrito, demasiado débil y agotado para reaccionar. Oyó el confuso estrépito de las espadas entremezclado con gritos desgarrados y cayó hacia adelante, sin apenas tomar conciencia de su deliquio. Las espumeantes aguas se cerraron sobre él…

De pronto se encontró en terreno sólido. Pestañeando, alzó la vista y descubrió que estaba sentado en la roca junto a su hermano. Raistlin se arrodilló sin soltar su Bastón de Mago.

—¡Raist! —susurró el hombretón con los ojos bañados en lágrimas. Estirando una mano insegura, palpó el brazo de su gemelo y agradeció el aterciopelado contacto de la oscura túnica.

El hechicero se desprendió de él con frío ademán antes de decir, con una voz gélida como el tenebroso cauce que fluía a su lado:

—Escúchame bien, Caramon. Salvaré tu vida por esta vez, y nuestra deuda quedará saldada.

—Raist —repuso el guerrero tragando saliva—, no pretendía…

—¿Puedes incorporarte? —le interrogó el interpelado, dispuesto a ignorar sus disculpas.

—Creo que sí —contestó vacilante Caramon. ¿Sabes cómo utilizar ese objeto— señaló el Orbe de los Dragones para que nos saque de aquí?

—Sabría hacerlo, hermano, pero no creo que te gustara el viaje. Además, no puedes olvidar a los compañeros que se han aventurado contigo en el Templo.

—¡Tika, Tas! —exclamó el guerrero sin resuello mientras se sujetaba a la húmeda roca en un intento de enderezarse—. ¡Y Tanis! ¿Qué ha sido…?

—Tanis sigue su camino —le interrumpió Raistlin—. He pagado con creces la deuda que con él contraje. Pero quizá aún pueda liquidar también mi cuenta pendiente con los Otros.

Resonaron gritos y voces en el extremo del túnel a la vez que un oscuro batallón irrumpía en el torrente subterráneo, obediente a los últimas órdenes de la Reina Oscura.

Aún débil, Caramon cerró sus dedos en torno a la empuñadura de la espada. Pero le detuvo la fría y nudosa mano de su gemelo.

—No, Caramon —le advirtió el hechicero separados sus labios en una sonrisa—. No te necesito, nunca más precisaré tu ayuda. ¡Observa!

La penumbra de la caverna se iluminó con un brillo, que sólo el sol puede derramar merced al desmesurado poder de la magia de Raistlin. El guerrero, empuñando todavía su espada, no acertó sino a permanecer al lado de su hermano y contemplar sobrecogido cómo un enemigo tras otro sucumbía a sus encantamientos. Surgían relámpagos de las yemas de sus dedos, nacían llamas en sus palmas, aparecieron fantasmas tan aterradoramente reales para quienes les veían, que podían matar por el miedo que producían.

Los goblins se desplomaron entre gemidos agónicos, traspasados por las lanzas de una legión de caballeros que invadieron la cueva con sus cánticos. Los espectros atacaban bajo el mandato de Raistlin para desvanecerse al instante, sometidos a la voluntad de su adalid. Los pequeños dragones huyeron despavoridos en pos de los recovecos secretos donde se criaban, los draconianos se convulsionaban en extraños incendios y los clérigos oscuros, que se precipitaban por la escalera ansiosos de cumplir el postrer deseo de su soberana, quedaron ensartados en refulgentes lanzas y mudaron sus plegarias en diabólicas amenazas.

Al fin llegaron los magos de Túnica Negra, los más antiguos de la Orden, para destruir a su joven subordinado. No tardaron en descubrir con desmayo que, pese a su insondable vejez, Raistlin era más anciano que ellos por alguna razón que escapaba a su entendimiento. Su poder era sobrenatural, y supieron enseguida que nunca lograrían derrotarle. Resonaron en el aire las notas de una extraña melodía y, uno tras otro, desaparecieron con la misma celeridad con la que se habían presentado, muchos de ellos inclinándose frente a Raistlin en actitud respetuosa antes de partir a lomos de las incorpóreas alas de sus encantamientos.

Se hizo el silencio, roto tan sólo por el murmullo de las cansinas aguas. El Bastón de Mago irradió su luz cristalina y una sucesión de temblores agitó el Templo, tan poderosos que Caramon levantó la vista alarmado. Aunque la batalla sólo había durado unos minutos, asaltó la febril mente del guerrero la sensación de que su hermano y él acababan de consumir toda su existencia en tan espantoso recinto.

En cuanto el último mago se hubo fundido en la negrura, Raistlin se volvió hacia su gemelo.

—¿Has visto, Caramon? —preguntó con una voz desprovista de emociones.

El hombretón asintió con los ojos desorbitados.

La tierra se agitó en un violento temblor y el caudal del torrente se embraveció hasta desbordarse sobre las rocas. En el fondo de la caverna la columna enjoyada comenzó a bambolearse partiéndose en dos, mientras llovía sobre el rostro de Caramon un polvillo procedente del ahora agrietado techo.

—¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? —indagó el guerrero asustado.

—Significa que ha llegado el fin —afirmó Raistlin. Arropándose en su negra túnica, clavó en Caramon una mirada de irritación—. Debemos abandonar este lugar. ¿Tienes fuerzas suficientes para intentarlo?

—Sí, concédeme unos segundos —gruñó él y, tras darse impulso con la mano apoyada en la piedra, dio un paso al frente. Se balanceó, y casi se desplomó sobre el incierto suelo.

—Estoy peor de lo que imaginaba —masculló cerrados los dedos en torno a la herida del costado—. Necesito recobrar el resuello, eso es todo.

Con los labios amoratados y el sudor chorreando por sus pómulos, Caramon hizo un gran esfuerzo para incorporarse y reanudó el avance. Sin perder la sonrisa burlona que surcaba su semblante Raistlin contempló cómo su hermano se acercaba a trompicones y, cuando éste se hallaba a escasa distancia, extendió el brazo.

—Apóyate en mí —le invitó.

El vasto techo abovedado de la sala de audiencias se rasgó como un frágil paño. Unos enormes bloques de piedra cayeron sobre la estancia, aplastando a toda criatura viviente que se interponía en su descenso. El desorden degeneró en un caos espoleado por el pánico cuando los draconianos, sin atender a las órdenes que impartían sus cabecillas tanto a través de la voz como mediante restallidos de látigo y sesgos de espada, comenzaron a huir en desbandada ante la inminente destrucción del Templo. En su desenfrenada fuga los soldados no vacilaban en matar a quien entorpecía su paso, aunque se tratase de sus propios compañeros. Algún que otro Señor de Dragón investido de especial poder lograba mantener bajo control a su guardia, pero en su mayoría los mandos también sucumbieron asesinados por sus propias tropas, despedazados bajo una roca o atrapados hasta exhalar el último suspiro.

Tanis se abrió paso a empellones en la apocalíptica escena y al fin vio lo que anhelaba encontrar: una melena dorada que refulgía bajo la luz de Solinari como una llama en pleno apogeo.

—¡Laurana! —la llamó, pese a saber que no le oiría en medio del tumulto. Emprendió una frenética carrera hacia la elfa y al hacerlo un fragmento de roca, más afilada que una hoja de acero, arañó su mejilla. Sintió fluir la tibia sangre por su cuello, pero el líquido y el dolor mismo carecían de realidad por lo que pronto los olvidó para concentrarse en propinar garrotazos, puñaladas y puntapiés a los arremolinados draconianos en su feroz empeño de alcanzar a la muchacha. Sin embargo, en el instante en que creía hallarse cerca de su objetivo, una marea de criaturas enloquecidas lo arrastró de nuevo hacia atrás.

Estaba Laurana próxima a la puerta de una de las antecámaras, desde donde ahuyentaba a los draconianos con la espada de Kitiara haciendo gala de la destreza adquirida en varios meses de guerra constante. Tanis se hallaba casi a su lado cuando, derrotados sus adversarios, quedó sola unos segundos.

—¡Laurana espera! —le rogó con voz estentórea para sobreponerse a la barahúnda.

La muchacha lo oyó y, al contemplarla en la estancia iluminada por la luna, el semielfo reparó en la serenidad que dimanaba de sus imperturbables ojos.

—Adiós, Tanis —dijo ella en lengua elfa—. Te debo la vida, pero no mi alma.

Concluida tan brusca despedida la Princesa dio media vuelta y se alejó, traspasando el umbral de la antecámara y desvaneciéndose en las sombras.

Un fragmento del techo se estrelló contra el suelo de mármol. Los escombros envolvieron a Tanis que, ajeno a los desprendimientos, permaneció inmóvil con la vista perdida en el lugar por donde había desaparecido la joven. Un nuevo riachuelo de sangre goteó ahora sobre su ojo pero lo secó con aire ausente para, de pronto, estallar en carcajadas. Rio hasta que las lágrimas se mezclaron con su savia y, recobrando la compostura, blandió la espada y se internó en la penumbra en busca de Laurana.

—Éste es el pasillo que siguieron, Raist… Raistlin. —Caramon se sintió incómodo al pronunciar el nombre de su hermano. Por alguna razón, el cariñoso apelativo le pareció inadecuado para invocar a aquella silenciosa figura revestida de la Túnica Negra.

Estaban junto a la mesa del carcelero, cerca del cadáver de éste. A su alrededor los muros bailaban una danza siniestra desplazándose agrietándose, formando retorcidos contornos para luego reconstruirse. La visión inspiró al guerrero un temor impreciso, como una pesadilla que no lograse recordar. Fue éste el motivo de que clavara los ojos en Raistlin y se aferrase a su brazo. Al menos él era de carne y hueso, configuraba la realidad en medio de un sueño perturbador.

—¿Sabes adónde conduce? —preguntó al mago a la vez que espiaba el pasillo oriental.

—Sí —respondió Raistlin inexpresivo.

—Tengo el presentimiento de que algo malo les ha sucedido —aventuró el guerrero presa de un miedo irrefrenable.

—Actuaron como unos necios —declaró el mago con amargura—. El sueño de Silvanesti los alertó —miró a su hermano—, igual que a los otros. De todos modos quizá llegue a tiempo, aunque debemos apresurarnos. ¡Escucha!

Caramon alzó la vista hacia el hueco de la escalera. Oyó sobre sus cabezas unos ecos de garras, que arañaban el suelo al tratar de impedir la fuga de los prisioneros liberados con el derrumbamiento de los calabozos. Se llevó la mano a la empuñadura de su acero.

—Detente —le espetó el mago—, y piensa. Aún vistes la armadura, pasarás desapercibido. Ahora que la Reina Oscura se ha esfumado ya no obedecen sus órdenes, no les interesamos nosotros sino el botín que puedan obtener. Mantente a mi lado y procura caminar con paso firme.

Caramon respiró hondo, resuelto a seguir las instrucciones de su hermano. Había recobrado una parte de su fuerza, de modo que ya no necesitaba ayuda para andar. Ignorando a los draconianos, que tras dirigirles una fugaz mirada siguieron su camino, la pareja se internó en el pasillo. Los muros cambiaban de forma, el techo se agitaba y el suelo se rizaba como el mar en la tormenta. Oían a su espalda los gritos proferidos por los prisioneros, ansiosos de libertad.

—Al menos no habrá centinelas en la puerta —recapacitó Raistlin, señalando un punto en la distancia.

—¿A qué te refieres? —inquirió Caramon. El guerrero se detuvo y estudió alarmado el rostro de su gemelo.

—Se oculta una trampa en su cerrojo. ¿Recuerdas el sueño?

Demudada su faz, Caramon echó a correr hacia la puerta seguido por Raistlin, quien no cesaba de menear su encapuchada cabeza. Al doblar la esquina el mago halló a su hermano acuclillado junto a dos cuerpos inertes.

—¡Tika! —gimió Caramon al mismo tiempo que apartaba los rojizos bucles de su cara a fin de auscultar sus latidos en el cuello. Cerró un momento los ojos en señal de agradecimiento, y estiró la mano hacia el kender—. Tas, háblame. ¡Tas!

Al oír su nombre Tasslehoff alzó despacio los párpados, como si le pesaran demasiado para levantarlos.

—Caramon, lo siento. —La voz del kender se quebró en un susurro.

—Tas, no conviene que te esfuerces —le aconsejó el guerrero. Arrullando el pequeño y febril cuerpo entre sus robustos brazos, lo estrechó contra su pecho.

Azotaban al maltrecho Tasslehoff fuertes convulsiones. Caramon miró apesadumbrado a su alrededor y vio las bolsas de su amigo en el suelo, esparcido su contenido como los juguetes en una habitación repleta de niños. Afluyeron las lágrimas a sus ojos.

—Intenté salvarla —explicó Tas tembloroso—, pero no pude.

—Sí pudiste —lo reconfortó el hombretón—. No está muerta, sólo herida. Se repondrá.

—¿De verdad? —Los ojos del kender, encendidos por la fiebre, se iluminaron en un asomo de dicha antes de ensombrecerse—. Me temo que yo no voy a recuperarme, Caramon. Pero no me importa, me causa una gran satisfacción pensar que pronto me reuniré con Flint. Me espera, y además no debo dejarle solo mucho tiempo. Aún no comprendo cómo partió sin mí.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el guerrero a su hermano cuando éste se inclinó hacia el kender, cuya voz se perdía en una cháchara incoherente.

—Sufre los efectos del veneno —dictaminó el hechicero, prendida su vista de la dorada aguja que brillaba bajo la luz de las antorchas. Estirando la mano, Raistlin empujó la puerta y su hoja giró sobre sus goznes con un estridente chirrido.

Oyeron en el exterior los gritos ensordecedores de los soldados y esclavos de Neraka, hermanados en su denodado afán por huir del moribundo Templo. Atronaban el cielo los bramidos de los dragones, mientras los dignatarios luchaban entre ellos para ganarse un puesto preferente en el nuevo mundo que estaba naciendo.

Raistlin esbozó una sonrisa, pero interrumpió sus cavilaciones una mano que agarraba su brazo.

—¿Puedes ayudarle? —inquirió Caramon.

—Su estado es crítico —respondió el mago con frialdad tras examinar una vez más al agonizante—. Si le rescato tendré que prescindir de una parte de mi energía, hermano, y todavía no ha concluido esta aventura.

—¿Puedes salvarle o no? ¿Posees la fuerza necesaria?

—Por supuesto —se limitó a contestar Raistlin, encogiéndose de hombros.

Tika, ajena a la conversación, se sentó con las manos apoyadas en su dolorida testa.

—¡Caramon! —exclamó, pero decayó su ánimo al descubrir a Tas—. ¡Oh, no —se lamentó. Desdeñando su propio sufrimiento, la muchacha posó una mano ensangrentada en la frente del kender. Tas abrió los ojos al sentir su contacto y, sin reconocerla, lanzó un grito de agonía.

Se confundieron con su alarido las pisadas que resonaban en el pasillo, producidas por los espantados draconianos. Sin prestarles atención Raistlin miró a su hermano, y vio cómo sostenía a Tas con aquellas manazas capaces de transmitir tanta ternura.

«Así me abrazaba a mí», pensó. Desvió la vista hacia Tas, que yacía en el acogedor regazo, y al hacerlo le invadieron los recuerdos de tiempos mejores. Las correrías con Flint habían terminado con la muerte del enano. También Sturm había perecido, así como los tibios días de sol, los brotes verdeantes que poblaban en primavera los vallenwoods de Solace. Atrás quedaron las veladas en «El Ultimo Hogar», ahora en ruinas, desmoronado junto a los socarrados árboles.

—Voy a pagar mi última deuda —dijo en voz alta. Ignorando la expresión de agradecimiento que iluminaba los rasgos de Caramon, le ordenó—: Déjale en el suelo. Debes embaucar a los draconianos mientras yo me concentro en formular mi hechizo. No permitas que me interrumpan.

El guerrero depositó suavemente el cuerpo de Tas delante de Raistlin. La mirada del kender se perdía en el olvido, su cuerpo se tornaba rígido a pesar de las convulsiones, su respiración se hacía dificultosa.

—Recuerda, hermano —insistió el mago a la vez que introducía la mano en uno de los numerosos bolsillos secretos de su túnica—, que vistes la armadura de un oficial de su ejército. Actúa con sutileza.

—De acuerdo. —Caramon dirigió a Tasslehoff una postrera mirada y tragó saliva—. Tika —añadió—, no te muevas. Finge estar inconsciente.

Tika asintió y volvió a tenderse, cerrando obediente los ojos sin proferir el menor comentario sobre la imprevista aparición del mago. Raistlin oyó como Caramon se alejaba en ruidosas zancadas por el corredor, oyó su voz estentórea y al instante se olvidó de él, de los draconianos y de todo cuanto le rodeaba a fin de concentrarse en el encantamiento que debía invocar.

Tras extraer una perla blanca de los pliegues de su atavío, la sostuvo en una mano mientras sacaba a la luz con la otra una hoja de tintes grisáceos. Abrió entonces las apretadas mandíbulas del kender, apresurándose a colocar el reseco vegetal debajo de su hinchada lengua. El mago escudriñó unos segundos la perla y procedió a rememorar los complejos versos del hechizo que recitó para sus adentros hasta asegurarse de que los repetía en el orden correcto y aplicaba la entonación adecuada a cada uno de ellos. Tendría una oportunidad, tan sólo una. Si fracasaba corría el riesgo de morir junto con Tas.

Aproximando la perla a su pecho, sobre el corazón, Raistlin cerró los ojos y comenzó a pronunciar las frases del hechizo. Las entonó seis veces, sin dejar de introducir los cambios de inflexión que requería la fórmula, y sintió en un éxtasis rebosante que la magia invadía su cuerpo para absorber una parte de su fuerza vital y capturarla en el interior de la luminosa joya.

Concluida la primera fase del encantamiento, Raistlin suspendió la perla encima del corazón del kender. Cerró los ojos de nuevo y recitó el complejo cántico, esta vez al revés. Mientras murmuraba tan ininteligibles palabras estrujaba en su mano la pequeña esfera hasta convertirla en un fino polvo, que vertió sobre el rígido cuerpo del moribundo. Al fin enmudeció. Agotado, levantó los párpados y comprobó triunfante que los surcos del dolor se diluían en las facciones del kender, devolviéndoles la paz.

Con la vitalidad que le caracterizaba, Tas clavó en el mago una atónita mirada.

—¡Raistlin! No acabo de entender… ¡Puah! —Había escupido la hoja—. ¿Cómo ha entrado este repugnante objeto en mi boca? ¿Qué es en realidad? —El kender se sentó algo mareado, y al hacerlo vio sus saquillos—. ¿Quién ha desordenado así mis herramientas de trabajo? —Observó al mago en actitud acusadora, pero al fijarse en él abrió los ojos de par en par—. Raistlin, llevas la Túnica Negra. ¡Es fantástico! ¿Puedo tocarla? De acuerdo, no me mires con ojos iracundos, sólo te lo he pedido porque me atrae su suavidad. ¿Significa esta vestimenta que eres una criatura perversa? Haz algo terrible para que me convenza. ¡Ya sé! En una ocasión presencié cómo un hechicero invocaba a un diablo. ¿Por qué no llamas a uno, aunque sea de ínfima categoría? Así lo devolverías sin dificultad a los abismos. ¿No? —Suspiró desencantado—. Bien, tendré que conformarme. Oye, Caramon, ¿qué haces con esos draconianos? ¿Qué le ha ocurrido a Tika? ¡Oh, Caramon, no…!

—¡Cállate! —rugió el guerrero quien, tras amonestarle de forma tan abrupta, lo señaló a él y a la muchacha mientras explicaba a los soldados—: El mago y yo conducíamos a estos prisioneros a presencia de nuestro Señor del Dragón cuando intentaron atacarnos. Son esclavos valiosos, sobre todo la mujer, y además el kender posee una singular destreza como ladrón. No queremos que escapen, nos pagarán un alto precio por ellos en el mercado de Sanction. Ahora que ha muerto la Reina de la Oscuridad cada uno debe cuidar de sí mismo, ¿no os parece?

Caramon hundió el puño en las costillas de uno de los draconianos en un gesto de complicidad, al que éste respondió con una pícara mueca. Sus negros ojos reptilianos escudriñaron lascivos a Tika.

—¡Ladrón yo! —protestó Tas indignado, resonando su aguda voz en el pasillo—. Soy tan honrado… —engulló sus palabras al recibir en el costado el pellizco de la supuesta mente moribunda muchacha.

—Ayudaré a la humana —propuso Caramon antes de que actuase el draconiano—. Tú ocúpate de vigilar a este bribón y tú —se dirigía a un tercero— atiende al mago. El hechizo que ha tenido que emplear lo ha debilitado.

Haciendo una respetuosa reverencia a Raistlin, uno de los soldados se apresuró a ofrecerle el brazo.

—Vosotros dos. —Caramon hallaba cierto placer en impartir órdenes a «sus» tropas—caminaréis delante y os aseguraréis de que no hallamos ningún tropiezo al atravesar la ciudad. Quizá podáis acompañarnos a Sanction —añadió, y se concentró en levantar a Tika. Ella meneó la cabeza y fingió recobrar el conocimiento.

Los draconianos intercambiaron sonrisas de complacencia. Uno de ellos agarró a Tas por el cuello de la camisa y lo empujó hacia la puerta.

—¡Mis posesiones! —se lamentó el kender, volviendo la vista atrás.

—¡Muévete! —le apremió Caramon.

—Está bien —obedeció él, aunque no lograba apartar la mirada de los preciosos objetos que yacían diseminados sobre el suelo manchado de sangre—. De todos modos no han acabado aquí mis aventuras y, como mi madre solía decir, unos bolsillos vacíos son las arcas idóneas para recoger nuevos tesoros.

Mientras caminaba dando traspiés detrás de los fornidos draconianos, Tasslehoff alzó el rostro hacia el estrellado cielo y exclamó: «Lo siento, Flint, tendrás que esperar un poco más».