7
El templo de la Reina de la Oscuridad.
—¡Tas!
—Me duele… dejadme tranquilo…
—Lo sé. Tas. Lo siento, pero tienes que despertar. ¡Te lo suplico!
Un timbre de miedo y apremio en la voz que le hablaba traspasó las penosas brumas que invadían la mente del kender. Una parte de él saltaba con violencia ordenándole que despertara, pero la otra lo arrastraba de nuevo hacia las tinieblas que, aunque desagradables, se le antojaban más cómodas que tener que enfrentarse al dolor que yacía latente, esperando la ocasión de surgir.
—Tas…
Una mano le daba golpecitos en sus pómulos, respaldando la tensión de aquel susurro impregnado de un terror contenido. De pronto, el kender comprendió que debía despertar sin remedio. Además. La parte saltarina de su cerebro le advertía que quizá iba a perderse algo emocionante.
—¡Loados sean los dioses! —exclamó Tika al ver que Tasslehoff abría los ojos y la miraba fijamente—. ¿Cómo te encuentras?
—Mal —respondió él mientras luchaba para incorporarse. Como había presentido, el acechante dolor salió de su rincón para asaltarle. Gimiendo, aferró su cabeza con ambas manos.
—Lo imagino y lo lamento —dijo de nuevo Tika a la vez que acariciaba su copete.
—Reconozco que tus intenciones son buenas, Tika —balbuceó Tas—, pero te ruego que no hagas eso. Es como si mil martillos golpearan mi cabeza al mismo tiempo.
Tika se apresuró a retirar la mano, y el kender examinó su entorno lo mejor que pudo a través de su ojo sano. El otro estaba tan hinchado que se cerraba por su propia iniciativa.
—¿Dónde estamos?
—En los calabozos del Templo —explicó la muchacha.
Cuando al fin logró sentarse junto a ella, Tas advirtió que tiritaba de frío y de aprensión. Bastaba un breve vistazo para comprender el motivo, la escena que se desplegaba a su alrededor también le produjo un repentino estremecimiento. Recordó entonces con añoranza los días felices en que ignoraba el significado de la palabra «miedo» y se dijo que debería sentirse estimulado, después de todo se hallaba en un lugar que nunca había visitado antes y donde sin duda se ocultaban centenares de secretos dignos de ser investigados.
Pero Tas sabía que la muerte se cernía sobre ellos, la muerte y el sufrimiento. Había visto perecer a demasiados amigos, había sentido su dolor. Voló su pensamiento hacia Flint, Sturm, Laurana y constató que algo en su interior había cambiado. Nunca volvería a ser un kender normal. A través del pesar había aprendido a conocer la incertidumbre, no por él mismo sino por la suerte de los demás, y decidió en ese instante que prefería morir antes que perder a otra criatura amada.
Fizban había sentenciado que, aunque había elegido la senda oscura, tenía el suficiente valor para recorrerla.
¿Era eso cierto? Suspirando, Tas ocultó el rostro entre las manos.
—¡Por favor, no! —le rogó Tika zarandeándolo—. No nos abandones, te necesitamos.
El kender alzó la cabeza con visible esfuerzo.
—Estoy bien, no te preocupes —la tranquilizó—. ¿Dónde han encerrado a Caramon y a Berem?
—Aquí, con nosotros. —Tika apuntó con el dedo un lóbrego rincón de la celda—. Los centinelas nos mantienen unidos hasta encontrar a alguien que decida nuestro destino. La actuación de Caramon ha sido magnífica —añadió dedicando una enorgullecida sonrisa al corpulento guerrero, que estaba acuclillado en una esquina como si deseara permanecer alejado de sus «prisioneros». Pero una mueca de terror contrajo el rostro de la muchacha cuando susurró al oído de Tas—: Me inquieta Berem. ¡Creo que se ha vuelto loco!
Tasslehoff miró al Hombre de la Joya Verde. Sentado en el suelo de piedra del calabozo, el misterioso humano estaba con la mirada perdida en lontananza y la cabeza ladeada como si escuchara una voz de ultratumba. La falsa barba blanca que Tika había confeccionado aparecía desgarrada ya torcida, no tardaría en desprenderse por completo y la inminencia de este contratiempo lleno a Tas de desasosiego.
Los calabozos eran un laberinto de pasillos cavados en la sólida roca subyacente al Templo. Se bifurcaban en todas direcciones a partir de la sala de guardia, una pequeña estancia circular que se abría al pie de una angosta escalera de caracol. Al asomar la cabeza entre los barrotes, Tas comprendió que aquél era el único nexo entre el sótano donde se hallaban y la planta baja del santuario. En la reducida sala había un fornido goblin sentado frente a una desvencijada mesa, masticando un mendrugo de pan y regándolo con el contenido de una jarra. El manojo de llaves que pendía de un clavo sobre su cabeza lo delataba como el carcelero de mayor rango; resultaba evidente que ignoraba a los compañeros, aunque tampoco habría podido verles en la tenue iluminación que proyectaba la antorcha del muro. En efecto, mediaba un centenar de pasos entre el celador y el calabozo sin que ninguna llama alumbrase el lóbrego corredor.
Tas aguzó la vista en dirección al pasillo que se prolongaba por el otro lado de la celda. Tras humedecer su dedo, lo alzó en el aire y dedujo que discurría en sentido norte. En la zona posterior sí se vislumbraban algunas antorchas, que humeaban oscilantes en la viciada atmósfera y proyectaban cierta luz sobre una celda común atestada de draconianos y goblins, al parecer borrachos y alborotadores esperando entre sopores su inminente liberación. En el extremo de ese pasillo se erguía una maciza reja de hierro, ligeramente entreabierta, que sin duda comunicaba esta zona con la siguiente. Tas acertó a oír ruidos amortiguados al otro lado de la cancela: voces, quedos lamentos, y decidió que estaba en lo cierto al pensar que se trataba de las auténticas mazmorras del palacio. Su experiencia así lo dictaba, y el hecho de que el carcelero no cerrase la reja intermedia significaba sin duda que de ese modo hacía las rondas con mayor comodidad y podía acudir presto ante cualquier anomalía.
—¡Tienes razón, Tika —declaró al fin—. Estamos confinados en una celda provisional hasta que se reciban órdenes concretas.
La muchacha asintió. La farsa de Caramon, aunque no había engañado por completo a los soldados, les forzó al menos a pensarlo dos veces antes de cometer un error imperdonable.
—Voy a hablar con Berem —anunció el kender.
—No, Tas —le rogó Tika a la vez que miraba recelosa al Hombre Eterno—. No creo que…
Pero Tasslehoff no la escuchaba. Tras someter al celador a un último y fugaz examen, ignoró las recomendaciones de la joven y gateó hacia Berem resuelto a adherir la falsa barba a su mentón para evitar que acabara de caerse. Se había acercado a él y se disponía a estirar su diminuta mano cuando, de pronto, el Hombre de la Joya Verde lanzó un rugido y se abalanzó sobre su agazapado cuerpo.
Sobresaltado, Tas tropezó y se desplomó de espaldas. Pero Berem ni siquiera lo vio. Aullando de forma incoherente, pasó en su arremetida por encima del kender y se lanzó de bruces contra la reja del calabozo.
Caramon se puso en pie, y también el goblin.
Tratando de mostrarse irritado por la brusca interrupción de su descanso, el corpulento guerrero dirigió una severa mirada al hombrecillo que yacía en el suelo.
—¿Qué le has hecho? —refunfuñó sin despegar las comisuras de los labios.
—¡Nada, Caramon, te lo aseguro! —protestó Tas sin alzar la voz—. ¡Está loco!
Berem parecía, en efecto, haber perdido la razón. Indiferente al dolor, se arrojó de nuevo sobre los barrotes como si pretendiera hacerlos saltar por los aires y, al ver que fracasaban en su acometida, los sujetó con ambas manos a fin de abrir una brecha.
—¡Ya voy, Jasla! —gritaba—. No te alejes de mí, perdona…
El carcelero, con sus porcinos ojos llenos de alarma, corrió al pie de la escalera y empezó a vociferar por el hueco.
—¡Está llamando a la guardia! —comprendió Caramon—. Tenemos que calmarle. Tika…
Pero la muchacha estaba ya junto a Berem y, apoyando una mano en su hombro, lo conminaba al silencio. Al principio el enloquecido individuo no le prestó atención e incluso intentó desembarazarse de ella, mas las reiteradas y dulces caricias de la muchacha lograron apaciguarle y predisponerle a escuchar. Cesó en sus intentos de forzar la reja y se inmovilizó, con las manos aferradas aún a los barrotes. Su barba había caído al suelo, el sudor bañaba su desencajado rostro y la sangre manaba por la herida que él mismo se había infligido al golpear los sólidos hierros con su cabeza.
Se produjo un estruendo metálico en la parte frontal de los calabozos cuando dos draconianos se precipitaron por la escalera para acudir a la llamada del carcelero. Con sus curvas espadas desenvainadas y prestas, recorrieron el angosto corredor en compañía del goblin. Tas se apresuró a recoger la barba y embutirla en una de sus bolsas, confiando en que no recordarían el lanudo aspecto de Berem al ser apresado.
Tika persistía en su intento de tranquilizar al Hombre Eterno, pronunciando todas cuantas frases se le ocurrían en un cálido tono de voz. El no daba muestras de escucharla, pero al menos parecía más sosegado que unos minutos antes. Respiraba hondo y con inhalaciones regulares, sin apartar la nublada vista de la celda vacía que se vislumbraba al otro lado del corredor. Tas advirtió que los músculos de su brazo vibraban en incontrolables espasmos.
—¿Qué significa esto? —vociferó Caramon cuando los draconianos se detuvieron frente a la reja—. ¡Me habéis encerrado en este agujero con una fiera rabiosa que incluso ha intentado matarme! ¡Exijo que me saquéis de aquí!
Tasslehoff, que observaba muy atento al guerrero, vio que éste señalaba al guardián con un rápido y disimulado gesto de la mano derecha. Reconociendo la señal de ataque, se preparó para la acción y comprobó que también Tika tensaba sus músculos. Un goblin y dos centinelas no suponían una gran dificultad; se habían enfrentado a situaciones más apuradas.
Los draconianos lanzaron una inquisitiva mirada al carcelero, que pareció titubear. Tas imaginó qué pensamientos surcaban la espesa mente de la criatura: si aquel corpulento oficial era en verdad un amigo personal de la Dama Oscura, la dignataria castigaría de forma implacable a un celador que permitía el asesinato de su protegido en una de las celdas a él asignadas.
—Voy a buscar las llaves —anunció el goblin antes de alejarse por el pasillo.
Los draconianos empezaron a conversar en su lengua, sin duda intercambiando severos comentarios sobre el carcelero. Caramon dirigió una centelleante mirada a Tika y a Tas con la que los incitaba a la lucha, y el kender revolvió en sus bolsas hasta cerrar sus dedos en torno a la empuñadura de su cuchillo. Por supuesto habían registrado sus pertenencias antes de encarcelarle pero, en un esfuerzo por ayudarles, Tasslehoff había manipulado todos sus saquillos —… y organizado un tal desorden que, tras examinar por cuarta vez el mismo, los guardianes abandonaron la tarea llenos de confusión. Caramon, mientras duraba este proceso, había insistido en que debían permitir a su prisionero conservar tales bienes pues contenían objetos del máximo interés; que la Dama Oscura deseaba inspeccionar a menos, claro, que ellos aceptaran la responsabilidad de…
Tika, por su parte, seguía calmando a Berem con aquella hipnótica voz que al fin logró prender un destello de paz en los febriles y perdidos ojos azules del insondable humano.
En el instante en que el carcelero recogía las llaves de su clavo en el muro y echaba a andar de nuevo por el corredor hacia el calabozo, le detuvo una voz procedente del pie de la escalera.
—¿Qué quieres? —preguntó, irritado y sorprendido por la aparición imprevista de una figura encapuchada en sus dominios.
—Soy Gakhan —se dio a conocer el intruso.
Interrumpiendo su cháchara en cuanto advirtieron la presencia del recién llegado, los draconianos se pusieron firmes en señal de respeto mientras la faz del goblin asumía unas tonalidades verdosas y las llaves que sostenía en su flácida mano repiqueteaban al entrechocarse. Otros dos guardianes descendieron raudos hasta el pasadizo para situarse a ambos lados del embozado, obedientes a su silenciosa orden.
Tras dejar rezagado al medroso goblin, la figura se aproximó a la reja y permitió así que Tas lo escudriñase. Se trataba de otro draconiano, cubierto con una armadura y una capa negruzca que ocultaba su rostro. El kender se mordió el labio en una repentina frustración pero recapacitó que aún no estaba todo perdido, al menos para un avezado guerrero como Caramon.
El draconiano de la capucha, ignorando al vacilante carcelero que trotaba detrás de él como un perro faldero, asió una de las antorchas que ardían sobre sus pedestales y se apresuró a situarse frente a los compañeros.
—¡Sacadme de este lugar! —repitió Caramon, apartando a Berem de su campo de acción.
Pero el sombrío oficial, en lugar de escuchar las protestas del guerrero, introdujo una mano entre los barrotes y cerró su afilada garra sobre el pectoral de la camisa del Hombre Eterno. Tas miró desesperado a Caramon, Que estaba mortalmente pálido. Aunque ensayó una nueva arremetida, para captar la atención del draconiano, sus esfuerzos resultaron inútiles.
Retorciendo su reptiliano miembro, la despreciable criatura hizo harapos la camisa que segundos antes estrujaba.
Una luz verde iluminó el calabozo cuando la llama de la antorcha se reflejó en la joya que yacía incrustada en la carne de Berem.
—Es él—constató Gakhan—. Abrid la puerta.
El celador insertó la llave en la cerradura con mano temblorosa. Al ver que no acertaba a accionarla a causa de su estupor, uno de los guardianes le arrancó el objeto y concluyó su tarea para franquear la entrada a su superior. Una vez dentro uno de los draconianos asestó un contundente golpe en la cabeza de Caramon con la empuñadura de su espada, subyugando al guerrero como si fuera un buey, mientras otro inmovilizaba a Tika.
—Matadle —ordenó Gakhan señalando a Caramon—, y también a la muchacha y al kender. Yo me ocuparé de conducir a este otro a presencia de Su Oscura Majestad —añadió, a la vez que posaba su punzante mano en el hombro de Berem y dirigía una mirada de triunfo a sus secuaces—. Ésta noche la victoria es nuestra.
Sudoroso dentro de su armadura de escamas de dragón, Tanis se hallaba junto a Kitiara en una vasta antecámara, que desembocaba en la gran sala de audiencias del palacio a la que se accedía por una puerta meticulosamente labrada. Rodeaban al semielfo las tropas de la Dama Oscura, incluidos los temibles espectros que servían a las órdenes de Soth, el Caballero de la Muerte. Las espantosas y etéreas figuras se ocultaban en las sombras detrás de Kitiara.
Aunque la antecámara estaba a rebosar —los soldados de la Señora del Dragón ni siquiera podían mover sus lanzas—, se había formado un gran espacio vacío en torno a los guerreros inmortales. Nadie les hablaba ni osaba acercarse a ellos, quienes tampoco dirigían a los mortales la más leve mirada de reconocimiento. Tanis advirtió otro fenómeno que no dejó de sorprenderle: el ambiente en la estancia era sofocante a causa del desusado apiñamiento de cuerpos, y, sin embargo, manaba de los espectrales contornos un frío que paralizaba el corazón a quien se les acercara.
Al sentir la fulgurante mirada de Soth prendida de su persona, el semielfo no pudo contener un escalofrío. Kitiara inclinó el rostro hacia él y esbozó aquella ambigua sonrisa que en un tiempo se le antojara irresistible. Estaba a su lado, ambos cuerpos se rozaban al más mínimo movimiento.
—Te acostumbrarás a ellos —le dijo con frialdad, antes de centrar de nuevo su atención en los preparativos que se desarrollaban en la sala de audiencias. Apareció entonces el surco oscuro en su entrecejo, acompañado de un sonoro golpeteo producido por sus dedos al tamborilear impacientes sobre la empuñadura de su acero—. Vamos, Ariakas, muévete —murmuró para sí.
Tanis forzó la vista por encima de la cabeza de Kitiara para comprobar qué sucedía al otro lado de la adornada puerta, que atravesarían cuando les llegase el turno, y comprendió que jamás podría olvidar el magno espectáculo que se iba a desarrollar ante sus ojos.
La sala de audiencias de Takhisis, Reina de la Oscuridad, ejercía sobre cualquiera que la contemplara un indescriptible influjo que le hacía tomar conciencia de su inferioridad. Era aquél el negro corazón que mantenía vivo el fluir de la sangre perversa y, como tal, presentaba una apariencia acorde con su función.
La antecámara donde aguardaban se abría a esa inmensa sala de forma circular con el suelo de reluciente granito. Éste suelo se prolongaba para formar los también negruzcos muros, que se elevaban en tortuosas curvas similares a olas congeladas en el tiempo. Daba la impresión de que podían venirse abajo en cualquier momento y sumir a los presentes en una noche eterna; sólo el poder de Su Oscura Majestad los sostenía en pie. Las onduladas paredes se erguían hasta enlazar con el alto techo abovedado, ahora oculto a la vista por una columna de humo que se confundía en una masa borrosa y movediza producida por los alientos de los Dragones.
El suelo de la imponente estancia se hallaba vacío, pero pronto había de llenarse cuando las tropas marchasen sobre él para ocupar sus posiciones bajo los tronos de sus señores. Había cuatro tronos, destinados a los Señores de los Dragones de mayor rango, y se alzaban a unos diez pies por encima de la granítica superficie. Los demás servidores de la Reina Oscura no tenían suficiente categoría para ocupar lugares honoríficos.
Unas puertas achatadas se abrían en los cóncavos muros sobre unas lenguas de roca que se proyectaban en abultados perfiles, constituyendo el telón de fondo de las plataformas donde se erguían los regios sitiales. Había dos de éstos a cada lado en los cuales se sentaban los Señores de los Dragones y sólo ellos. Nadie más, ni siquiera la guardia Personal podía avanzar más allá del último peldaño por el que se accedía desde la sala a los tronos. Los oficiales de alta graduación y custodios particulares de los dignatarios se apostaban en las escalinatas que se elevaban hacia aquéllos cual gigantescos saurios surgidos de la Prehistoria.
En el centro de tal magnificencia se destacaba otra plataforma, algo mayor que las cuatro que la rodeaban en semicírculo, reptando desde el suelo como una lóbrega serpiente que era exactamente, lo que sus escultores pretendieron representar. Un angosto puente rocoso unía la cabeza del ofidio con otra puerta situada en un lado de la sala. El ominoso animal parecía mirar hacia Ariakas y hacia el nicho, envuelto en penumbras que coronaba su trono.
En efecto el «Emperador», como se hacía llamar Ariakas, ocupaba un puesto privilegiado respecto a los otros Señores de los Dragones a juzgar por la superior elevación de su plataforma. Se alzaba ésta a otros diez pies por encima de las que la flanqueaban, hallándose situada justo delante de la mole central.
La mirada de Tanis se sintió atraída de un modo irresistible hacia el nicho cavado en la roca que se abría sobre el trono de Ariakas. Era más amplio que los otros que remataban a su vez las plataformas laterales y, en su interior, palpitaba una negrura que al semielfo se le antojó provista de vida. Tan intenso era su pálpito que tuvo que desviar la vista pues, aunque nada vislumbró, imaginó quién había de instalarse en aquellas sombras.
Presa de un leve estremecimiento. Tanis reanudó su examen de la tenebrosa sala. No quedaba mucho por ver. Alrededor del techo abovedado, en huecos algo más estrechos que los de los Señores de los Dragones, se habían acomodado los reptiles mismos. Casi invisibles, ensombrecidos por sus humeantes alientos, estas criaturas se encontraban encima de las plataformas de sus respectivos superiores para mantener una estrecha vigilancia —o al menos así lo suponían ellos— sobre sus «amos». Sin embargo lo cierto era que sólo uno de los dragones presentes en la asamblea se preocupaba por el bienestar del dignatario que le había sido asignado. Era Skie, el animal de Kitiara, que ya se había ubicado en su nicho y contemplaba con ígneos ojos el trono de Ariakas, reflejando un odio mucho más ostensible que el detectado por Tanis en la expresión de su Señora.
Resonó un gong en la sala y las tropas entraron en masa, exhibiendo los colores rojos que las delataban como servidores de Ariakas. Centenares de garras desnudas y recias botas arañaron el suelo cuando los draconianos y guardias de honor se distribuyeron al pie del trono de su comandante. Ningún oficial del séquito ascendió los peldaños, ni la escolta personal ocupó su puesto habitual frente a su jefe.
Al fin hizo su aparición el poderoso humano. Avanzaba en solitario, con los pliegues de su purpúreo uniforme majestuosamente suspendidos de sus hombros y la armadura resplandeciente bajo la luz de las antorchas. Ceñía su testa una corona con incrustaciones de piedras preciosas, todas ellas de tonalidades sanguinolentas.
—La Corona del Poder —murmuró Kitiara. Al volverse hacia ella Tanis percibió una intensa emoción en sus ojos, un anhelo que rara vez había observado en un humano…
—Aquél que ostenta la Corona, gobierna —declaró una voz detrás de ella—. Está escrito.
Era Soth quien había hablado. Tanis se puso rígido para refrenar sus temblores, ya que sentía la presencia de aquel hombre como una esquelética mano posada en su nuca.
Las tropas de Ariakas le dedicaron una prolongada ovación, golpeando el suelo con sus lanzas y entrechocando espadas y escudos. Kitiara gruñó impaciente mientras duraban los vítores, hasta que Ariakas extendió las manos para imponer silencio en la sala. Se arrodilló entonces en actitud reverencial frente al lóbrego nicho que dominaba su tarima y, con un gesto de su enguantada mano, indicó a su inmediato inferior que podía hacer su entrada en el fastuoso recinto.
Tanis leyó tal aversión y desdén en el rostro de Kitiara que apenas logró reconocerla.
—Sí, Señor —balbuceó ella al recibir la señal, con una mirada en la que se conjugaban la oscuridad y un misterioso centelleo—. «Aquél que ostenta la Corona, gobierna. Está escrito ¡en sangre!» —añadió para sus adentros mientras giraba la cabeza y llamaba a Soth a su lado—. Ve a buscar a la mujer elfa.
El caballero espectral asintió y desapareció de la antecámara como una bruma maléfica, seguido por sus no menos fantasmagóricos guerreros. Los draconianos presentes tropezaron unos contra otros en su intento de apartarse del camino de las etéricas huestes.
Tanis aferró el brazo de Kitiara para decirle con voz sofocada:
—¡Recuerda tu promesa!
Kitiara se desembarazó de él sin la menor dificultad, a la vez que lo observaba fríamente. Sus pardos ojos lo hipnotizaban, lo atraían de tal forma que el semielfo sintió que le arrebataba la vida, convirtiéndolo en poco más que una concha vacía.
—Escúchame bien —le ordenó la Señora del Dragón en un alarde de dominio y cortante severidad—. Sólo persigo un objetivo, ceñirme la Corona del Poder que ahora luce Ariakas. Ésta es la razón de que capturase a Laurana, y eso es lo que ella significa para mí. Se la ofreceré a Su Majestad, tal como prometí, y ella me recompensará con los laureles que ansío para luego hacer que la elfa sea conducida a las cámaras mortuorias del templo. No me preocupa lo que allí pueda ocurrirle, la dejo en tus manos. Cuando veas mi señal, da un paso al frente y te presentaré a la Reina. En ese momento podrás rogarle como un favor especial que te permita escoltar a la condenada hasta el lugar donde le aguarda la muerte. Si aprueba tu conducta, te concederá esta gracia y serás libre de llevar a tu elfa a las puertas de la ciudad o donde te parezca oportuno. Pero quiero que me prometas por tu honor, Tanis, que volverás junto a mí una vez concluida tu misión.
—He empeñado mi palabra —respondió el semielfo sin vacilar.
Kitiara sonrió, relajado su semblante. Tan bella se le apareció a Tanis, sobresaltado ante su brusca transformación, que casi se preguntó si no había imaginado la máscara de crueldad con que solía abordarle. Descansando la mano en su rostro, ella le acarició la barba.
—Tu honor está en juego. Sé que eso no significaría nada para otros, pero tú cumplirás. Una última advertencia, Tanis —le susurró con cierta precipitación—: Debes convencer a la Reina de que eres su fiel servidor. Es muy poderosa, una divinidad capaz de leer en tus entrañas, en tu alma. ¡No lo olvides, has de persuadirle de que le perteneces por entero! Un gesto, una palabra con ribetes de falsedad y no dudará en destruirte. Yo no podré ayudarte si fracasas. Si tú mueres, también sucumbirá Lauralanthalasa; tenlo presente.
—Comprendo —dijo Tanis tembloroso bajo su fría armadura.
Sonó un clarín que retumbó en los ondulantes muros.
—Ha llegado el momento —anunció Kitiara y, tras ajustarse los guantes, se cubrió la cabeza con el yelmo—. Adelante, semielfo. Conduce a mis tropas, yo entraré en último lugar.
Resplandeciente en su azulada armadura de escamas de dragón, Kitiara se colocó en digna postura a un lado de la antecámara para dejar que Tanis atravesara la rica puerta y se introdujera en la sala de audiencias.
La muchedumbre allí congregada empezó a vociferar al ver al estandarte azul. Instalado en las alturas junto a los otros Dragones, Skie lanzó un rugido de triunfo mientras Tanis, consciente de que cientos de miradas confluían en su persona, trataba de desechar de su pensamiento cualquier idea ajena al deber que se disponía a cumplir. Mantuvo los ojos fijos en su destino, la plataforma que se erguía próxima a la de Ariakas, la tarima engalanada con banderas azules. Oyó tras de él los rítmicos estampidos que producían los miembros de la guardia de Kitiara al marchar altivos sobre el suelo de granito y, una vez al pie de la escalinata, se detuvo tal como le había ordenado. Cesó la barahúnda, para renacer en un murmullo cuando el último draconiano hubo traspasado el umbral. Todos se inclinaron hacia adelante, ansiosos por presenciar la entrada de Kitiara.
Aguardando en la antecámara a fin de prolongar la expectación unos momentos más, Kit advirtió, de pronto, un movimiento a su alrededor. Giró el rostro y vio a Soth, seguido por unos soldados espectrales que transportaban en volandas un cuerpo envuelto en un lienzo blanco. Los ojos vibrantes y llenos de vida de la Señora del Dragón se cruzaron en perfecta armonía con aquéllos otros que reflejaban el vacío de la muerte.
Soth hizo una leve reverencia, a la que Kitiara respondió con una sonrisa antes de dar media vuelta y hacer su triunfal aparición en la sala de audiencias, saludada por una lluvia de aplausos.
Tumbado en el frío suelo de la celda, Caramon luchaba con denuedo para no perder el conocimiento. El dolor comenzaba a remitir. El golpe que lo había derribado fue contundente, arrancándole incluso su yelmo de oficial y aturdiéndole por un instante, aunque no llegó a mandarle al imperio de las brumas.
No obstante fingió desvanecerse, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. «¿Por qué no está Tanis con nosotros?», pensó desalentado, a la vez que se reprochaba a sí mismo aquella torpeza mental que tanto lo angustiaba. El semielfo habría fraguado un plan, habría hallado una salida. «¡No debería haberme cargado con semejante responsabilidad!», protestó para sus adentros. Pero una voz que resonaba en los recovecos de su cerebro lo obligó a reaccionar: «¡Deja de condolerte, ¡necio! ¡Los compañeros dependen de ti!», le imprecaba. El guerrero pestañeó, incluso tuvo que reprimir la sonrisa que afloró a sus labios al reconocer a Flint en aquella arenga. ¡Habría jurado que el enano estaba a su lado para infundirle ánimos! En cualquier caso, era cierto que los otros dependían de él y que debía sobreponerse a sus dudas si quería ayudarles. Algo se le ocurriría.
Abrió los ojos en meras rendijas a fin de escudriñar la celda a través de sus párpados entrecerrados. Un centinela draconiano se erguía delante de él, de espaldas a su supuestamente comatoso cuerpo y entorpeciendo su visión. No acertaba a vislumbrar a Berem ni al individuo llamado Gakhan sin estirar la cabeza, y no quería exponerse a atraer la atención de los soldados mediante un movimiento en falso. Podía eliminar al primer enemigo, y también al segundo, antes de que los otros acabasen con él. Aunque no abrigaba ninguna esperanza respecto a su propia vida, deseaba dar a Tas y Tika la oportunidad de escapar en compañía de Berem.
Tensando sus músculos, Caramon se preparó para atacar al guardián más próximo cuando, de pronto, un grito desgarrado traspasó la penumbra del calabozo. Era un nuevo aullido de Berem, tan lleno de ira que el guerrero se incorporó olvidando que debía fingirse inconsciente.
Se paralizó al percatarse de que Berem se había lanzado contra Gakhan para elevarlo en el aire. Sosteniendo en volandas al forcejeante draconiano, el Hombre Eterno salió de la cámara e incrustó el cráneo de su cautivo en el pétreo muro del pasillo. La cabeza del agredido se partió en dos, con un crujido similar al que produjeran los huevos de los Dragones del Bien en los negros altares, pero Berem, presa de una imparable furia, golpeó una y otra vez a su víctima hasta reducirla a un amasijo de carne y sangre verdosa.
Durante unos instantes nadie osó moverse. Tas y Tika se abrazaron, aterrorizados ante el espeluznante espectáculo. Caramon, por su parte, luchó en este breve intervalo para despejar las brumas de su dolorido cerebro mientras los soldados draconianos contemplaban el cadáver de su cabecilla con una hipnótica fascinación.
Al fin, Berem dejó caer el cuerpo inerte de Gakhan sobre el suelo y se volvió hacia los compañeros sin dar muestras… de reconocerles. Caramon comprendió, al ver sus extraviados ojos y la saliva que chorreaba por las comisuras de sus labios, que había perdido el juicio. El inescrutable humano permaneció unos segundos con los brazos, manchados de sangre verde, totalmente laxos, hasta ver que su rival había muerto y recuperar, al parecer, un asomo de cordura. Su mirada se posó en Caramon, que seguía sentado en el suelo contemplándolo anonadado.
—¡Ella me ha llamado! —exclamó a modo de excusa y, ajeno a todo comentario, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo sin que los perplejos draconianos lograran interceptarle el paso.
No hizo Berem pausa alguna para comprobar qué ocurría a sus espaldas. Al contrario, aceleró su carrera en pos de la reja entreabierta —por alguna razón no se dirigió a la escalera que conducía a la planta baja del Templo— y casi la arrancó de sus goznes al traspasarla a una marcha enloquecida. Estrellándose contra el muro con un sordo retumbar, la verja comenzó a balancearse bajo el impacto de la embestida mientras el prófugo se alejaba entre estridentes voces que resonaron en los oídos del grupo.
Dos de los draconianos se recobraron del sobresalto, y uno se lanzó hacia la escalera gritando con toda la potencia de sus pulmones. Vociferaba en su idioma, pero Caramon comprendió sus palabras.
—¡Se escapa un prisionero! ¡Mandadme a la guardia!
Respondieron a su llamada unas confusas exclamaciones, festoneadas por un estruendo de botas en lo alto de la escalera. El goblin dirigió una fugaz mirada al draconiano muerto y también él se encaminó a la sala donde mantenía su vigilancia para sumarse al griterío de su secuaz. Mientras, el otro centinela irrumpió en la celda en un intento de controlar la situación. Pero Caramon ya estaba en pie, pues pese a su nublada mente su instinto le dictaba cuándo debía emprender la lucha activa. Estirando el brazo, el corpulento guerrero agarró el cuello de su rival y, con un simple torniquete de sus manos, arrojó a la criatura al suelo. Tras asegurarse de que estaba muerta, se apresuró a arrancar la espada de su garra antes de que el cadáver se convirtiera en una estatua de piedra.
—¡Caramon, cuidado! ¡Detrás de ti! —le advirtió Tasslehoff en el momento en que el otro guardián, abandonando la escalera, entraba de nuevo en la celda con la espada enarbolada.
El fornido humano dio media vuelta, pero el enemigo acababa de desplomarse a causa del golpe que le propinara Tika en el estómago con su bota. Tas, deseoso de colaborar, se apresuró a hundir la hoja de su cuchillo en el cuerpo del yaciente, olvidando en su excitación que debía liberar el arma. Al ver la pétrea apariencia del cadáver de la otra criatura hizo un rápido ademán para recuperar su acero. Demasiado tarde.
—¡Déjalo! —le ordenó Caramon, y el kender se levantó. Oían voces guturales sobre sus cabezas, ecos de pies que arañaban los peldaños. El goblin, que no se había movido en la sala de guardia, agitaba frenéticamente las manos en dirección a los compañeros elevando unas voces que se imponían a los desordenados ruidos producidos por las tropas.
Caramon, armado con la espada del draconiano, inspeccionó unos instantes la zona de la escalera para acto seguido contemplar indeciso el pasillo por donde había desaparecido el Hombre Eterno.
—¡Harás bien en seguir a Berem, Caramon! —le apremió Tika—. Debes ir junto a él. Recuerda sus palabras: «Ella me ha llamado». Ha oído la voz de su hermana, por eso se ha vuelto loco.
—Sí —respondió Caramon en un mar de dudas, sin apartar la vista del corredor. Los draconianos descendían a trompicones la angosta escalera, en una confusa batahola de armaduras y espadas que arañaban las paredes de roca. Sólo tenían unos segundos—. Vamos…
Tika aferró el brazo del guerrero y, al clavar las uñas en su carne, lo obligó a mirarla. Sus rojizos bucles se enmarañaban en una masa de vivo colorido bajo la oscilante luz de las antorchas.
—¡No! —declaró con firmeza—. Si fuéramos todos tras él acabarían por apresarle y sería el fin. He concebido un plan mejor. Nos separaremos. Tas y yo nos ocuparemos de despistar a los soldados para darte tiempo de encontrarle. ¡La estratagema saldrá bien, estoy segura! —insistió al ver que su amado meneaba la cabeza—. Hay otro pasillo en dirección éste, lo descubrí cuando nos conducían al calabozo. Nos perseguirán por ese lado mientras tú actúas. ¡Vete antes de que sospechen!
Caramon vaciló, retorcidos sus labios en una mueca agónica.
—¡Nos acercamos al desenlace de esta aventura, Caramon! Para bien o para mal. —Tika se esforzaba en ser persuasiva—. ¡Debes ir con él y ayudarle! Apresúrate, eres el único que posees fuerza suficiente para protegerle. ¡Te necesita!
La muchacha zarandeaba su cuerpo. Al fin el guerrero dio un paso al frente, aunque hizo una pausa para volverse hacia ella.
—Tika… —empezó a decir, buscando un argumento con el que rebatir tan descabellada idea. Antes de que concluyese su frase, sin embargo, la joven estampó un fugaz beso en su mejilla y salió de la celda sin darle opción a la réplica. Sólo se detuvo un instante para hacerse con la espada de uno de los draconianos muertos, que yacía abandonada en el suelo.
—¡Yo cuidaré de ella, Caramon! —prometió Tas mientras corría en pos de Tika, en medio de los incontrolables balanceos de sus bolsas.
El aturdido guerrero los observó unos instantes. Vio cómo el carcelero goblin emitía un alarido de pánico al percatarse de que la muchacha se abalanzaba contra él blandiendo la espada pero, pese a su desenfrenado intento de contenerla, ella trazó un sesgo tan feroz que el celador cayó muerto en un ahogado gorgoteo. El acero había seccionado su garganta.
Ignorando el cuerpo que se desmoronaba frente a ella, Tika corrió hacia el pasillo que se abría en sentido éste.
Tasslehoff, que avanzaba tras la compañera, hizo un alto al pie de la escalera. Los draconianos eran ahora visibles, Caramon oyó la estridente voz del kender provocándoles mediante los insultos que más podían molestarles.
—¡Carroñeros! ¡Amantes de babosos goblins!
Salió raudo como una flecha en busca de Tika, que ya había desaparecido del campo de visión de Caramon. Los draconianos, exasperados tanto por las imprecaciones de Tas como por la idea de que sus prisioneros osaran fugarse, no se tomaron la molestia de inspeccionar la celda. Cargaron contra el veloz kender resplandecientes sus curvos aceros, estiradas sus largas lenguas en un placer anticipado de la matanza que se disponían a perpetrar.
El guerrero quedó solo. Vaciló otro precioso instante, contemplando la densa penumbra de los calabozos sin vislumbrar nada. Únicamente oía la voz de Tas, que se obstinaba en llamar «carroñeros» a sus perseguidores, y al poco rato también sus gritos se difuminaron en un tenso silencio.
«Les he perdido —se dijo dominado por una repentina desazón—, les he perdido a todos. Debo ir tras ellos». —Echó a andar hacia la escalera, pero se detuvo—. «No puedo olvidar a Berem. Tika tiene razón, sin ayuda nunca logrará su propósito. Me necesita».
Despejada ya su mente, Caramon dio media vuelta y se alejó con paso torpe por el pasillo que había tomado el Hombre Eterno.