4
Interludio de paz.
—Escúchame —dijo Tanis lanzando una iracunda mirada al hombre que, impasible, se hallaba sentado frente a él—. Quiero respuestas. Nos arrojaste deliberadamente al remolino. ¿Por qué? ¿Conocías la existencia de este lugar? ¿Dónde estamos? ¿Qué ha sido de los otros?
Berem se hallaba delante de Tanis, acomodado en una silla de madera tallada donde se distinguían figuras de aves y otros animales con un diseño muy popular entre los elfos. A Tanis le recordaba el trono de Lorac en el predestinado reino de Silvanesti. Sin embargo, tal semejanza no calmó su enfurecido talante y, tras su máscara de indeferencia, también Berem ocultaba una vaga inquietud. Sus manos, demasiado jóvenes para el cuerpo de un hombre de mediana edad, pellizcaban sin tregua los andrajosos pantalones y sus ojos paseaban nerviosos por el singular entorno.
—¡Responde, maldita sea! —lo imprecó Tanis a la vez que, abalanzándose sobre él, lo agarraba por la camisa y lo arrancaba de su asiento. Cuando sus firmes manos rodearon la garganta del piloto del Perechon una voz le advirtió:
—¡No, Tanis! —Era Goldmoon, que se levantó como una exhalación y posó la mano en el brazo del semielfo. Pero este había perdido el control, su faz estaba tan desfigurada por el miedo y la ira que resultaba casi irreconocible. En un frenético esfuerzo para evitar el desastre la mujer de las Llanuras arañó los dedos que apresaban a Berem—. ¡Riverwind, detenlo!
El interpelado asió a Tanis por las muñecas y lo apartó del piloto, sujetándolo entre sus fuertes brazos.
—¡Déjalo, Tanis!
Durante unos segundos el semielfo forcejeó, mas al fin se agotaron sus energías y emitió un trémulo suspiro.
—Es mudo —le recordó Riverwind con tono firme—. Aunque quisiera responderte no puede hablar.
—Sí puedo.
Los tres se paralizaron, acertando tan sólo a mirar sobresaltados al Hombre de la Joya Verde.
—Puedo hablar —insistió éste en lengua común. Con aire ausente procedió a acariciarse el cuello, donde las marcas de los dedos de Tanis se destacaban rojizas sobre su curtida piel.
—Entonces ¿por qué finges lo contrario? —inquirió Tanis respirando hondo.
—Nadie hace preguntas a un mudo —fue la escueta respuesta de Berem, que seguía frotándose la garganta con la mirada prendida del semielfo.
Tanis hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma y reflexionar sobre aquel misterio. Consultó con los ojos a la pareja de las Llanuras. Mientras Riverwind fruncía el ceño y meneaba la cabeza, Goldmoon se encogía de hombros. Tras unos instantes de vacilación, acercó otra silla de madera a fin de sentarse frente a Berem pero, descubriendo que el respaldo estaba resquebrajado, procuró no apoyarse.
—Berem —el semielfo hablaba despacio en un intento de refrenar su impaciencia—, nos has confiado tu secreto. ¿Significa eso que vas a contestarnos?
El piloto escudriñó el rostro de su oponente antes de asentir en silencio.
—¿Por qué?
—Tenéis que ayudarme a salir de aquí, no puedo quedarme en este lugar —dijo Berem humedeciendo sus labios y lanzando una nueva mirada a su alrededor.
Tanis sintió un escalofrío, pese a la tibia temperatura que reinaba en la estancia.
—¿Acaso corres algún riesgo, o son nuestras vidas las qué peligran? ¿Dónde nos encontramos?
—Lo ignoro. No sé dónde estamos, pero presiento que debo marcharme. ¡He de regresar! —Su voz era la de una criatura indefensa.
—¿Por qué motivo? Los Señores de los Dragones te persiguen. Uno de ellos. —Tanis tosió, pero venció el acceso Y continuó con cierta ronquera— uno de esos Señores me confesó que tú eras la clave de la victoria de la Reina de la Oscuridad. ¿Por qué, Berem? ¿Qué tienes para que te busquen de un modo tan desesperado?
—¡No lo sé! —exclamó el piloto cerrando el puño—. Lo único que puedo afirmar es que me acechan sin tregua. ¡He huido de ellos durante años! Nunca tuve un momento de respiro.
—¿Cuánto tiempo ha durado esa pesadilla, Berem? —siguió indagando el semielfo, ya apaciguado.
—¡Lustros, decenios, siglos! —farfulló él con voz entrecortada—. No sabría contarlos. —Lanzó un suspiro, y pareció volver a sumirse en su tranquila complacencia—. Tengo trescientos veintidós años… ¿o son trescientos veinticuatro? —Se encogió de hombros—. A lo largo de todo ese tiempo la Reina ha tratado incesantemente de capturarme.
—¡Mas de tres siglos! —se asombro Goldmoon—. ¡Pero si eres humano! No es posible.
—Sí, pertenezco a la raza humana —asintió Berem centrando su mirada en la mujer de las Llanuras—. Sé que es imposible, y lo cierto es que he muerto… muchas veces. —Ahora sus azules ojos se clavaron en Tanis—. Tú me viste perecer en Pax Tharkas. Te reconocí cuando subiste a bordo del Perechon para negociar con la capitana.
—Creímos que habías sucumbido en el desprendimiento de las rocas —rememoró el semielfo—. Pero volvimos a verte vivo en el banquete nupcial. Sturm y yo mismo…
—Sí, también yo me percaté de vuestra presencia. Por eso huí, temía enfrentarme a más preguntas. —Berem meneó la cabeza—. ¿Cómo podía explicaros mi supervivencia cuando incluso yo ignoraba el motivo? Lo único que sé es que muero y vuelvo a renacer —hundió el rostro entre sus manos—, sin obtener nunca la paz que anhelo.
Tanis estaba completamente desconcertado. Mientras se rascaba la barba contemplaba con fijeza a aquel hombre, diciéndose que había mentido. No en la historia que acababa de relatarles sobre el continuo resurgir de sus propias cenizas, ese fenómeno lo había presenciado el semielfo, pero si la Reina Oscura había movilizado a todas las fuerzas de las que podía prescindir en la guerra para dar con él, se antojaba inverosímil que desconociera sus motivos.
—Berem, ¿cómo se incrustó la joya verde en tu carne?
—No lo sé —respondió el interpelado con voz tan queda que apenas lo oyeron. Consciente de la singularidad de esta circunstancia, apretó la mano contra su pecho como si le oyera la gema—. Forma parte de mi cuerpo, al igual que los huesos y la sangre. Creo que es la causante de que vuelva a la vida una y otra vez.
—¿Podrías arrancártela? —preguntó Goldmoon, sentándose en un cojín junto al piloto y posando suavemente la mano en su brazo.
Berem agitó la cabeza con tal violencia que su cano cabello le cubrió los ojos.
—Lo he intentado—farfulló— en numerosas ocasiones pero sería más fácil desprender el corazón de las arterias.
Tanis se estremeció, presa de una creciente impaciencia. ¡No les prestaba la menor ayuda! Ignoraba dónde habían ido a parar después del naufragio, y esperaba que Berem se lo revelase. De nuevo examinó su entorno. Se hallaban en una estancia de algún antiguo edificio, iluminada por una luz misteriosa que parecía provenir del musgo que cubría los muros cual un inmenso tapiz. Los muebles, tan añejos como la sala, estaban en condición ruinosa pese a que en su época debieron poseer una gran riqueza. No había ventanas, ni se oía ruido en el exterior. Ni siquiera acertaba a calcular cuánto tiempo habían permanecido en aquel lugar cerrado, pues sólo rompían la monotonía los inquietos intervalos de sueño y sus frugales comidas a base de unas extrañas plantas.
Tanis y Riverwind exploraron el edificio, mas no descubrieron salida alguna ni indicios de vida. El semielfo incluso se preguntaba si una criatura invisible les había envuelto en un hechizo para impedir su huida, pues cada vez que se aventuraban por los sombríos pasillos trazaban una elipse inexplicable que los conducía, de nuevo, al punto de partida.
Tampoco recordaban con exactitud lo ocurrido después de que la nave se zambullera en el remolino. Tanis tenía grabado en su memoria el estrépito de las planchas de madera, la visión de un mástil que se rompía mientras las velas se rasgaban a su alrededor. Había oído gritos y contemplando cómo el cuerpo de Caramon era arrastrado por una ola gigantesca junto a Tika, cuyos rojizos tirabuzones se agitaron en las aguas antes de desaparecer. Kitiara y su montura se perfilaban también en su mente, las huellas de los arañazos del dragón trazaban aún surcos en la piel de su brazo. De pronto, otra ola se abalanzó sobre ellos… el semielfo contuvo la respiración hasta creerse a punto de estallar a causa del punzante dolor de sus pulmones pensó en ese instante que la muerte sería la solución más fácil, si bien luchó para asirse a un listón de madera. Logró salir a la superficie en el embravecido mar, pero fue succionado de nuevo en el torbellino y supo que había llegado su fin…
Sin embargo, despertó en esa extraña sala, empapada su ropa de agua salada, y no tardó en comprobar que Riverwind, Goldmoon y Berem estaban a su lado.
Al principio el piloto parecía sentir pánico de la presencia de los compañeros. Se agazapó en un rincón y rechazó sus intentos de aproximársele. Con su proverbial paciencia la mujer de las Llanuras le habló y le proporcionó alimento, hasta que sus atenciones se ganaron la voluntad de aquel singular humano. Tanis comprendió que también su anhelo de salir de aquel lugar había contribuido a hacerle cambiar de actitud.
Cuando empezó a interrogar a Berem, el semielfo estaba persuadido de que éste había conducido deliberadamente la nave hacia el remolino porque conocía la existencia del edificio donde ahora se encontraban.
Su expresión entre perpleja y asustada, no obstante, ponía de manifiesto que tampoco Berem tenía la menor idea de su actual paradero. El mero hecho de que hubiera accedido a hablar con ellos constituía una innegable evidencia de que sus revelaciones eran ciertas. Se hallaba sumido en la desesperación, quería huir a cualquier precio… ¿por qué?
—Berem, escucha. —El semielfo rompió el silencio, a la vez que recorría la estancia y dejaba que el Hombre de la Joya Verde lo siguiera con la mirada—. Si huyes de la Reina de la Oscuridad, éste parece un escondrijo idóneo.
—¡No! —protestó Berem incorporándose en su silla.
—¿Por qué razón? —Tanis se giró bruscamente—. ¿Qué te impulsa a querer salir de aquí? ¿A qué viene esa obstinación en regresar donde pueden encontrarte?
Berem se convulsionó, sentándose de nuevo.
—¡No conozco este edificio, lo juro! Pero he de regresar porque mi destino es otro. Busco algo y hasta que no lo encuentre viviré en una continua zozobra.
—¿Qué es ese algo? —Su tono era ahora imperioso. Sintió la mano de Goldmoon sobre la suya y comprendió que su exasperación se hallaba cerca de la locura, pero todo aquello resultaba demasiado frustrante. ¡Tener a su alcance aquello por lo que la Reina Oscura habría dado su reino para obtenerlo e ignorar de qué se trataba!
—No puedo decírtelo —balbuceó Berem.
Tanis respiró hondo y cerró los ojos. Deseaba recobrar la calma, mas el incontenible tamborileo de su cabeza le producía la sensación de estar próxima a estallar en pedazos. Poniéndose en pie, Goldmoon posó ambas manos sobre sus hombros a la vez que le susurraba unas frases de alivio en las que sólo acertó a oír el nombre de Mishakal. Al fin cedió la tensión, aunque su lucha interna le había dejado en un estado de total agotamiento.
—De acuerdo, Berem —suspiró el semielfo—, te ruego que me disculpes. No volveré a indagar en tu secreto. Háblame de ti. ¿De dónde eres?
El piloto titubeó. Sus ojos se encogieron y su semblante sufrió una contracción que no pudo por menos que sorprender a Tanis.
—Yo nací en Solace. ¿Y tú? —insistió con aire casual, sin dejar de observarlo.
—No creo que hayas oído hablar de mi pueblo natal. Está situado en las inmediaciones de… de… —Tragó saliva, antes de aclararse la garganta y añadir—: Neraka.
—¿Neraka? —Tanis consultó a Riverwind con los ojos.
El hombre de las Llanuras meneó la cabeza.
—Tiene razón —admitió—. Nunca oí mencionar ese paraje.
—Tampoco yo —apostilló Tanis—. Es una lástima que Tasslehoff no esté aquí. Sus mapas nos ayudarían. Berem por que
—¡Tanis! —vociferó Goldmoon.
El semielfo se sobresaltó ante tan imperiosa llamada, estirando la mano hacia su cinto en un reflejo instintivo. Sin embargo, ninguna espada pendía de el. Recordó vagamente haber luchado con ella en el agua al sentir que su peso lo arrastraba sin remisión. Aunque se maldijo a sí mismo por no haber encargado a Riverwind la custodia de la puerta, no le restaba sino contemplar inerme al hombre ataviado de rojo que se erguía en el dintel.
—Hola —les saludó el desconocido en lengua común.
La túnica roja avivó en su mente la imagen de Raistlin con tal fuerza que se nubló su visión. Por un momento creyó que se trataba de él, hasta que se desempeñaron sus ojos y advirtió que este mago era mucho más anciano. Además, su rostro rebosaba amabilidad.
—¿Dónde estamos? —le imprecó, más que le preguntó, el semielfo—. ¿Quién eres? ¿Por qué nos han traído a este lugar?
—Kreequekh—dijo el hombre disgustado y, dando media vuelta, se alejó.
—¡Maldita sea! —Tanis saltó en el aire, resuelto a atrapar al desconocido y arrastrarlo de nuevo al interior de la estancia. Le detuvo una firme mano en su hombro.
—Espera —le aconsejó Riverwind—. Cálmate, Tanis. Es un hechicero, no podrías luchar contra él aunque portases tu espada. Lo seguiremos, averiguaremos dónde va. Si ha embrujado este lugar, quizá tenga que levantar el encantamiento para salir también él.
—Tienes razón —reconoció el semielfo suspirando—. Lo siento, no sé qué ha podido ocurrirme. Estoy tan tenso como el cuero de los tambores. Sigámoslo, Goldmoon se quedará junto a Berem.
—¡No! —replicó el Hombre de la Joya Verde, antes de abandonar su silla y aferrarse a Tanis con tal fuerza que casi lo derribó en el impulso—. ¡No me dejes aquí, te lo suplico!
—Nadie va a dejarte —lo tranquilizó el semielfo luchando para liberarse de su agobiante abrazo—. De todos modos, quizá sea más prudente que nos mantengamos unidos.
Se precipitaron todos al mismo tiempo por el angosto pasillo para escudriñar su umbrío y solitario trazado.
—¡Ahí está! —anunció Riverwind con el índice extendido.
Bajo la tenue luz, vislumbraron el repulgo de la túnica roja detrás de un recodo. Despacio y sigilosos, iniciaron la marcha. El corredor conducía a otro de aspecto similar jalonado por varias puertas.
—Cuando reconocimos el lugar hace unas horas no vimos sino una pared sólida —se asombró Riverwind.
—O una sólida ilusión —rectificó el semielfo.
Se adentraron en el corredor y procedieron a inspeccionarlo llenos de curiosidad. Las diferentes estancias albergaban el mismo mobiliario, viejo y destartalado, que hallaran en la sala del pasillo vacío. También estaban desiertas, pero iluminadas por los extraños destellos del musgo. Quizá se trataba de una posada, aunque de ser así no la habitaba ningún otro huésped ni parecía haberla pisado criatura viviente durante siglos.
Atravesaron pasadizos ruinosos y vastos salones surcados por robustas columnas. No tenían tiempo para examinarlos al menos mientras rastrearan al hombre de la túnica roja, cuyo paso resultaba insospechadamente rápido y esquivo. Dos veces creyeron haberle perdido, para un instante más tarde divisar los ondeantes pliegues en una lejana escalera de caracol o en el extremo de un pasillo adyacente.
Al fin se detuvieron en una intersección, desde donde observaron que dos corredores partían en direcciones opuestas. Les embargó un sentimiento de desánimo al constatar que se había desvanecido el rastro del misterioso personaje.
—Nos dividiremos, pero no iremos lejos —decidió Tanis tras unos segundos de reflexión—. Volveremos a encontrarnos en este punto. Si lo ves, Riverwind, silba una vez; yo haré lo mismo.
Asintiendo, el hombre de las Llanuras y Goldmoon se internaron en uno de los corredores mientras Tanis, con Berem a sus talones, exploraba el otro.
No encontró nada. El pasillo desembocaba en una espaciosa estancia, alumbrada por los fantasmales resplandores que invadían todo el recinto. ¿Debía examinarla o retroceder? Vaciló unos instantes, mas al fin optó por asomarse al interior donde llamó su atención una gran mesa redonda. Sobre ella yacía desplegado un extraño mapa en relieve.
Tanis se apresuró a acercarse, comprobando que era una maqueta lo que se exponía a sus ojos. Cuando inclinó su cuerpo hacia adelante con la esperanza de encontrar alguna clave sobre el misterioso lugar en el que se hallaban, advirtió que estaba frente a la réplica en miniatura de una ciudad. Protegida por una cúpula de cristal transparente, la reproducción parecía tan detallada que el semielfo tuvo la rara sensación de que las construcciones eran más reales que el edificio que ahora los cobijaba.
«¡Cuánto le gustaría a Tas!», pensó tristemente imaginando el deleite del kender ante semejante filigrana.
Las casas respondían a un antiguo modelo arquitectónico: sus delicadas torres se alzaban hacia el cristalino cielo, los techos abovedados despedían destellos de luz blanca. Las ajardinadas avenidas, por su parte, estaban flanqueadas por amplios soportales y las calles formaban una gran telaraña al confluir en una plaza central.
Berem no cesaba de tirar de la manga de Tanis para indicarle que debían abandonar cuanto antes la estancia. Aunque podía hablar resultaba obvio que se había acostumbrado al silencio, o quizá lo prefería.
—Sólo unos minutos más —rogó el semielfo, reticente a partir. No había oído la señal de Riverwind y existía la posibilidad de que aquella maqueta les mostrase la salida del extraño lugar.
Aguzando la vista, descubrió en torno al centro de la urbe varios pabellones y palacios engalanados con columnatas. Las cúpulas de cristal de los invernaderos protegían a las flores de estío de las nieves invernales. Y, en medio de tanta belleza, se erguía un edificio que se le antojó familiar, pese a saber a ciencia cierta que nunca lo había visitado. ¿Cómo entonces podía reconocerlo? Rebuscó en su memoria sin cesar de estudiarlo, mas lo único que consiguió fue que se le erizase el cabello.
Parecía tratarse de un templo consagrado a los dioses y exhibía la más bella estructura que cabe imaginar, más asombrosa que la revestida por las Torres del Sol y de las Estrellas en los reinos elfos. Siete agujas surcaban el espacio en pos de infinito, como si loasen a las divinidades por su creación, si bien la del centro parecía traspasar la bóveda celeste por encima de las otras con una magnificencia que no denotaba alabanza, sino rivalidad. Confusos recuerdos de sus maestros elfos invadieron la mente de Tanis reavivando antiguas historias sobre el Cataclismo, sobre el Príncipe de los Sacerdotes. El semielfo se alejó de la miniatura casi sin resuello. Berem, al ver su ahogo, lo miró alarmado y lívido como la muerte.
—¿Qué ocurre? —preguntó con voz entrecortada, agarrándose a su compañero.
Tanis meneó la cabeza, incapaz de articular las palabras. Las terribles implicaciones que entrañaba hallarse en aquel lugar, los sucesos que podían derivarse, azotaban su mente como hicieran con su cuerpo las enrojecidas aguas del Mar Sangriento.
Perplejo, Berem estudió el centro de la maqueta. Sus ojos se abrieron, a la vez que emitía un alarido que en nada se asemejaba a cuantos Tanis oyera en el pasado. En un impulso incontrolable el Hombre de la Joya Verde se lanzó sobre la cúpula y empezó a golpearla como si pretendiera hacerla añicos.
—¡La Ciudad Maldita! —gimió.
Tanis dio un paso al frente para tranquilizarle pero oyó el sonoro silbido de Riverwind y, asiéndolo por los hombros, lo apartó del cristal.
—Lo sé —dijo—. Acompáñame, tenemos que salir de aquí.
¿Cómo lograrlo? ¿Cómo escapar de una ciudad que según los anales de la historia había sido borrada de la faz de Krynn? ¿Cómo abandonar una urbe que ahora yacía en las profundidades de Mar Sangriento? ¿Cómo…?
Cuando empujó a Berem hasta el exterior de la sala de la maqueta, Tanis elevó la vista hacia el arco de la puerta. Había unas frases grabadas en su desconchado mármol, frases que en otro tiempo describieron una de las maravillas del mundo y que ahora aparecían resquebrajadas y cubiertas de moho. Sin embargo, pudo leerlas.
Bienvenido visitante a nuestra hermosa ciudad.
Bienvenido a la ciudad elegida por los dioses.
Bienvenido, honorable huésped, a
Istar.