5

«Le maté una vez…».

—He visto lo que haces con él. ¡Pretendes asesinarle! —imprecó Caramon a Par-Salian.

Máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería —la última de ellas que permanecía en pie y situada en el corazón del intrincado y sobrenatural bosque de Wayreth—, par-Salian era el miembro más distinguido de la Orden arcana que por aquel entonces vivía en Krynn. Para un guerrero de veintidós años, sin embargo, aquel anciano marchito ataviado con alba túnica era poco más que un objeto que podía romper con sus manos desnudas. El joven Caramon había soportado terribles tensiones en los dos últimos días, y se había agotado su paciencia.

—No pertenecemos a un gremio homicida —replicó Par-Salian con su melodiosa voz—. Tu hermano sabía a qué se enfrentaba cuando decidió someterse a las Pruebas, era consciente de que la muerte es el precio del fracaso.

—No es cierto —farfulló Caramon enjugándose los ojos—. Y si lo sabía, no le importaba. En ocasiones su devoción por la magia le nubla el entendimiento.

—¿Devoción? No creo que sea ése el término exacto.

—Sea como fuere, no comprendía lo que ibas a hacer con él. ¡Resulta todo tan grave!

—Por supuesto —respondió el mago sin un asomo de acritud en su voz—, ¿qué ocurriría, guerrero, si te lanzases a la batalla sin saber utilizar tu espada?

—No desvíes la conversación.

—¿Qué ocurriría? —insistió Par-Salian.

—Sin duda me matarían —admitió el fornido joven, con la paciencia que debe asumirse para dirigirse a un anciano que se comporta de un modo pueril—. Y ahora…

—No sólo morirías sino que tus compañeros, aquéllos que dependieran de ti, podrían perder también la vida a causa de tu torpeza.

—Así es. —Aunque le habría gustado pronunciar una larga parrafada, enmudeció sin poder evitarlo.

—Veo que has comprendido —intervino de nuevo el hechicero—. No exigimos que todos los magos pasen esta Prueba. Muchos de ellos poseen aptitudes pero se contentan con invocar los encantamientos elementales aprendidos en las escuelas, que bastan para solucionar sus problemas cotidianos. No se plantean alcanzar cotas más altas, y los respetamos. Sin embargo, de vez en cuando, vienen al mundo criaturas como tu hermano, que ven en su don algo más que una herramienta útil en el devenir diario. Para él, la magia es sinónimo de vida. Sus aspiraciones no conocen límites, busca una sabiduría y un poder que pueden resultar peligrosos tanto para quien los practica como para sus seres más allegados. A él y a cuantos comparten tan altos ideales les obligamos, antes de entrar en el reino del auténtico poderío, a someterse a este penoso examen, a pasar las Pruebas. De ese modo nos desembarazamos de los incompetentes…

—Pues has hecho todo lo posible para «desembarazarte» de Raistlin —lo espetó Caramon—. No es un incompetente pero sí una criatura frágil, que quizá muera a causa de sus heridas.

—Tienes razón, guerrero, su capacidad ha sido constatada. Ha actuado con gran habilidad, derrotando a todos sus enemigos. Lo cierto es que se ha comportado como un auténtico experto, quizá incluso se ha sobrepasado en sus logros. —Par-Salian pareció reflexionar—. Me pregunto si alguna criatura se ha interesado suficientemente por tu hermano.

—Lo ignoro. —El tono del guerrero adquirió una nueva dureza, fruto de su resolución—. Pero no me importa. Lo único que sé es que voy a terminar con esta situación de una vez por todas.

—No puedes, no te lo permitirán. Además, no va a morir.

—Ninguno de vosotros osará detenerme —declaró Caramon con frialdad—. ¡Magia! Sencillos trucos para entretener a los niños. ¡El poder! No merece la pena dejarse matar por él…

—Tu hermano opina lo contrario. ¿Quieres que te demuestre hasta qué punto cree en la hechicería? Si lo deseas, puedo hacerte ver cuál es el poder que tanto menosprecias.

Ignorando a Par-Salian Caramon dio un paso al frente, decidido a poner fin al sufrimiento de Raistlin. Aquél paso fue el último, al menos durante un tiempo. Quedó inmovilizado, paralizado como si sus pies se hubieran incrustado en el hielo. El miedo también contribuyó a atenazarle, pues era la primera vez que le sumían en un hechizo y la impotencia que le producía sentirse totalmente a merced de otro resultaba mucho más penosa que tener que enfrentarse a media docena de goblins armados con hachas.

—Observa —le ordenó Par-Salian antes de entonar un extraño cántico—. Vas a presenciar la escena de lo que podría haber ocurrido.

De pronto Caramon se vio a sí mismo entrando en la Torre de la Alta Hechicería, y el asombro lo hizo parpadear. Cruzó las puertas y se introdujo en los fantasmales pasillos, en una imagen tan real que contempló alarmado su propio cuerpo temeroso de descubrir que se había desvanecido. Pero no, estaba allí como si poseyera el don de la ubicuidad y pudiera hallarse en dos lugares al mismo tiempo. ¡El poder! El guerrero empezó a sudar, a la vez que un escalofrío recorría todas sus vísceras.

Caramon, el Caramon de la Torre, buscaba a su hermano. Deambulaba por los corredores vacíos pronunciando el nombre de Raistlin, hasta que al fin lo encontró.

El joven mago yacía en el frío suelo de piedra, con un fino hilillo de sangre deslizándose por las comisuras de sus labios. Junto a él se distinguía el cuerpo de un elfo oscuro, muerto a causa de un encantamiento formulado por Raistlin. El precio de tal victoria había sido elevado. El hechicero parecía próximo a exhalar su último suspiro.

El guerrero corrió en pos de su hermano y elevó su enteco cuerpo en sus brazos. Ignorando las frenéticas súplicas que le dirigía el herido de ser abandonado a su suerte, Caramon emprendió la marcha hacia el exterior de la diabólica Torre. Sacaría a Raistlin de tan ominoso lugar aunque fuera su última hazaña.

Pero, en el instante en que alcanzaban la puerta que debía conducirlos a la vida, un espectro cobró forma ante ellos. "Otra prueba, pero no será Raistlin el encargado de salvarla», pensó desalentado Caramon. Depositando a su hermano en el suelo, el valeroso guerrero se aprestó a luchar contra aquel último desafío.

Lo que ocurrió entonces fue un total contrasentido. El Caramon espectador no podía dar crédito a sus ojos cuando vio a su réplica formular un hechizo mágico. Dejando caer la espada, su inefable reflejo elevó extraños objetos en sus manos y pronunció frases que no acertaba a comprender. Brotaron de sus dedos unos fulminantes rayos, que causaron la inmediata desaparición de su espectral oponente.

El auténtico Caramon miró atónito a Par-Salian, pero el mago se limitó a menear la cabeza y —sin despegar los labios— señaló con el índice la imagen que oscilaba frente a ellos. Asustado y confuso, el guerrero se concentró de nuevo en la escena.

Raistlin se incorporó despacio y le preguntó, mientras se apalancaba en la pared para no caer:

—¿Cómo lo has hecho?

Desconocía la respuesta. ¿Cómo podía haber invocado un encantamiento que su hermano había necesitado años de intenso estudio para aprender? Pero el guerrero oyó a su doble farfullar una locuaz explicación, sin advertir el dolor y la angustia que se reflejaban en el rostro de su gemelo.

—¡No, Raist! —vociferó el verdadero Caramon—. ¡Ése viejo te ha tendido una trampa! Yo nunca te arrebataría tu magia, ¡nunca!

Pero aquel burdo doble del guerrero, fanfarrón y jactancioso, se acercó a su hermano resuelto a rescatarle, a salvarle de sí mismo.

Extendiendo las manos, Raistlin se dispuso a recibirle. No era la suya la actitud de quien estrecha a un ser querido en un abrazo sino la del ser humillado que planea una secreta venganza. Herido, enfermo y totalmente consumido por los celos el frágil mago empezó a entonar las frases de un hechizo, el último que le quedaban fuerzas para formular.

Unas ardientes llamas brotaron de los dedos de Raistlin, formando una hoguera en el aire que envolvió a su confiado gemelo.

Caramon contempló perplejo, horrorizado, cómo su propia imagen ardía en el poderoso fuego mientras su agotado hermano se derrumbaba de nuevo sobre el pétreo suelo.

—¡No, Raist!

Unas dulces manos acariciaron su faz. Oía voces que intercambiaban frases ininteligibles y, aunque podía entenderlas si quería, se negó a hacerlo. Tenía los ojos cerrados. Se habrían abierto de ordenarlo su voluntad, pero también se resistía a ver. Abrir los ojos, prestar oído a aquellas palabras, no harían sino agudizar su dolor.

—Necesito descansar —dijo, antes de sumirse de nuevo en las tinieblas.

Se acercaba a otra Torre, una mole diferente: la de las Estrellas en Silvanesti. Raistlin lo acompañaba, ataviado con la Túnica Negra. Ahora era él quien debía ayudar a su hermano. El corpulento guerrero estaba herido, la sangre manaba por una brecha que produjera en su costado una lanza destinada a arrancarle el brazo.

—Necesito descansar —repitió el maltrecho Caramon.

Rasitlin lo ayudó a acomodarse con la espalda apoyada en la fría piedra de la Torre, y comenzó a alejarse lentamente.

—¡No, Raist! —suplicó el guerrero—. ¡No puedes dejarme aquí!

Al examinar su entorno el indefenso hombretón vio varias hordas de los mismos elfos espectrales que les habían atacado en Silvanesti acechando la ocasión propicia para saltar sobre él. Tan sólo les retenían los poderes mágicos de su hermano.

—¡Raist, no me abandones! —exclamó.

—¿Qué sensación te causa saberte débil y desamparado? —preguntó Raistlin en tonos apagados.

—Raist, hermano. —Le maté una vez, Tanis, y puedo hacerlo de nuevo…

—¡No, Raist, te lo ruego!

—Por favor, Caramon…

—Era otra voz la que hablaba, tan dulce como las manos que le tocaban. —¡Despierta! Vuelve, Caramon, vuelve a mí. Te necesito.

El guerrero rechazó tan desesperada demanda, y también las acariciantes manos. «No, no quiero regresar. No voy a hacerlo. Estoy agotado, herido, sólo el descanso puede ayudarme».

Pero los amorosos dedos, la voz, le impedían abandonarse. Lo apresaban en una poderosa garra para arrancarle de las profundidades en las que intentaba zambullirse.

Se estaba precipitando en una oscuridad insondable de tonalidades purpúreas. Unos dedos esqueléticos se aferraban a él mientras decenas de cabezas sin ojos se arremolinaban en torno a su cuerpo, con las bocas abiertas en alaridos silenciosos, Respiró hondo y se hundió en un mar de sangre. Luchando para no asfixiarse, logró al fin salir de nuevo a la superficie para tomar aliento. ¡Raistlin! No, había desaparecido. Sus amigos, Tanis… También él se había esfumado, lo vio alejarse en pos de la nada arrastrado por una fuerza invencible. ¿La nave? Hecha añicos, desintegrada. Los marineros, despedazados como el Perechon, habían mezclado su savia vital con las aguas del Mar Sangriento.

¡Tika! Estaba a su lado, y la apretó contra sí. Apenas respiraba. Sin embargo, no pudo sostenerla. Las arremolinadas corrientes la desprendieron de su abrazo antes de enviar al guerrero hacia el fondo. Ésta vez no alcanzó la superficie. Sus pulmones habían estallado en llamas, augurando una muerte certera… el descanso definitivo… dulce, reconfortante…

Pero las manos persistían en tirar de él hacia la ominosa superficie, en obligarte a inhalar el aire ardiente. «¡No, soltadme!».

De pronto otras manos se elevaron en las sanguinolentas aguas y, con pulso firme, lo llevaron de nuevo al abismo. Cayó más y más en la clemente penumbra. Resonaron en sus oídos unos susurros mágicos, un bálsamo que le permitía respirar, inhalar agua… y sus ojos se cerraron en una acogedora tibiez. Volvía a ser un niño.

Pero no del todo. Le faltaba su gemelo.

¡No! Despertar era la agonía, prefería flotar para siempre en su tenebroso sueño. Era mejor que el sufrimiento agudo y corrosivo.

Las manos apremiantes entraron una vez más en acción para interrumpir su sosiego, acompañadas por una voz que repetía su nombre.

—Caramon, te necesito…

Tika.

—No soy curandero, pero creo que se recuperará. Deja que descanse un rato.

Tika se apresuró a enjugarse las lágrimas, en un intento de aparentar fuerza y control de sí misma.

—¿Qué ocurrió? —preguntó con fingida serenidad, aunque sin poder contener un estremecimiento—. ¿Se lastimó cuando la nave se hundió en el remolino? Hace varios días que se halla en un triste estado, desde que nos encontraste.

—No creo que fuera ésa la causa. Si hubiera sufrido alguna herida física, los elfos marinos lo habrían sanado. Su condición se debe a un tormento interior. ¿Quién es ese Raist que no cesa de mencionar?

—Su hermano gemelo —respondió Tika balbuceante.

—¿Qué le sucedió? ¿Murió en el naufragio?

—No, pero no estoy segura de su paradero. Caramon le quería mucho y… Raistlin lo traicionó.

—Comprendo —asintió el hombre en actitud solemne—. Allí arriba abundan semejantes sucesos. ¿Y aún te extraña que haya elegido vivir aquí?

—Le has salvado la vida y todavía ignoro tu nombre —dijo Tika.

—Zebulah —se presentó él con una sonrisa—. Y no soy yo quien le ha salvado, sino tu amor.

Tika bajó la cabeza, dejando que sus pelirrojos bucles le ocultaran el rostro.

—Así lo espero—susurró—. ¡Le quiero tanto! Estaría dispuesta a morir si con ello pudiera sanarle.

Ahora que tenía la absoluta certeza de que Caramon recobraría la salud perdida, la muchacha centró su atención en aquel extraño. Era un humano de mediana edad, barbilampiño, con los ojos tan vivaces y francos como su sonrisa. Vestía una túnica roja, ajustada por un cinto del que pendían varios saquillos.

—Eres un mago —aventuró de pronto—. ¡Igual que Raistlin!

—Tu afirmación lo explica todo —declaró Zebulah—. Al entreverme en una nebulosa tu maltrecho amigo me ha confundido con su hermano.

—¿Qué haces aquí? —siguió inquiriendo la joven mientras observaba el extraño lugar por vez primera.

Por supuesto lo había visto cuando el hombre la trajo, pero su inquietud le había impedido fijarse. Advirtió ahora que se encontraba en una cámara de un edificio desmoronado y ruinoso. La atmósfera estaba tan caldeada que resultaba asfixiante, con un aire húmedo donde proliferaban las planas selváticas.

Se distinguían algunos muebles, tan antiguos y destartalados como la estancia en la que habían sido distribuidos sin orden ni concierto. Caramon yacía en un lecho de tres patas, sustituyendo a la que debiera ocupar la cuarta esquina una pila de libros cubiertos de moho. Finos riachuelos de agua, semejantes a lustrosas serpientes, se deslizaban por un muro de piedra que el musgo hacía refulgir de una manera harto singular. Todo resplandecía en destellos fantasmales, como esmeraldinos reflejos de la tupida capa vegetal que inundaba la pared y se había enseñoreado hasta de los más lóbregos rincones en un profuso abanico de formas y colores. Verde en la parte inferior, dorada un poco más arriba y de un rojo coralino en lo alto, trepaba en mágicas gradaciones para reptar por el techo abovedado sin ningún obstáculo a su expansión.

—¿Qué haces en este lugar? —murmuró y, por cierto, ¿dónde estamos?

—Estamos… donde estamos —fue la misteriosa respuesta de Zebulah—. Los elfos marinos os salvaron de parecer ahogados y yo me ocupé de acomodaros en esta cámara.

—¿Elfos marinos? Hasta que tú los mencionaste, ignoraba su existencia —admitió Tika lanzando una inquisitiva mirada a su alrededor, como si esperase descubrir a uno de ellos oculto en algún rincón—. Tampoco recuerdo que tales criaturas nos rescatasen. No se grabó en mi memoria más visión que la de una pez gigantesco y afable…

—No es necesario que escudriñes tu entorno, los elfos marinos no se revelarán a tus ojos. Recelan de los kreeaquekh o seres que respiran aire, como les llaman en su lengua. Aquél enorme pez al que acabas de aludir era uno de ellos, bajo la única forma en que se dejan ver por los kreeaquekh. Vosotros los denomináis delfines.

Caramon se agitó y gimió en su sueño. Posando la mano en su frente, Tika apartó los húmedos cabellos de su amado en un intento de aliviar su zozobra.

—Si desconfían de nuestra raza, ¿por qué nos rescataron? —indagó una vez se hubo tranquilizado el guerrero.

—¿Conoces a algún elfo terrestre? —preguntó a su vez Zebulah.

—Sí. —En aquel instante, la muchacha pensó en Laurana.

—En ese caso sabrás que para ellos la vida es un don sagrado.

—Comprendo —asintió Tika—. Y al igual que los elfos terrestres, los marinos prefieren renunciar al mundo antes que contribuir a conservarlo.

—Hacen cuanto pueden para ayudar a sus hermanos —le reprendió Zebulah con ostensible severidad—. No critiques aquello que no entiendes, muchacha.

—Lo lamento —se disculpó ella, ruborizándose, antes de cambiar de tema—. Pero tú eres humano. ¿Por qué…?

—¿Por qué estoy aquí? No tengo tiempo ni deseos de relatarte mi historia, pues queda patente por tu actitud que tampoco a mí me comprenderías. Ninguno de los otros lo ha hecho hasta ahora.

—¿Otros? —repitió Tika sobresaltada—. ¿Has visto a algunos tripulantes de nuestro barco, quizá a los amigos que nos acompañaban?

Zebulah se encogió de hombros y explicó:

—Siempre hay otros aquí abajo. Las ruinas son extensas, y en numerosos puntos albergan bolsas de aire. Instalamos a todos cuantos rescatamos en los cobijos más próximos, aunque nada puedo decirte de sus identidades. Si tus amigos navegaban en la misma embarcación lo más probable es que hayan perecido, y en ese caso los elfos marinos los habrán sepultado celebrando los ritos apropiados para liberar sus almas. —Zebulah se levantó—. Me alegro de que tu amante haya sobrevivido y además no debes preocuparte por vuestro sustento, la mayoría de las plantas que ves son comestibles. Si quieres, puedes explorar las ruinas. Las hemos protegido con un hechizo para evitar que nuestros visitantes se zambullan en las aguas y mueran ahogados. Fíjate bien en esta cámara, encontrarás otras similares con idénticos muebles…

—¡Espera! —exclamó Tika al ver que se disponía a partir—. No podemos quedarnos para siempre en las profundidades, hemos de volver a la superficie. Supongo que habrá algún modo de alcanzarla.

—Todos me preguntan lo mismo —farfulló Zebulah con un atisbo de impaciencia—. Y, francamente, estoy de acuerdo: debe existir una salida. De vez en cuando alguien la encuentra, si, bien otros deciden quedarse y olvidar el mundo exterior. Ése es mi caso y el de varios amigos que viven aquí desde hace años. Te invito a que lo compruebes por ti misma. Inspecciona las ruinas a tu antojo, aunque recuerda que debes permanecer siempre en la zona que hemos acondicionado. —Concluido su discurso, se volvió hacia la puerta.

—¡Por favor, no te vayas aún! —Saltando de la desvencijada silla que ocupara durante su conversación, la muchacha corrió en pos del mago de la túnica roja—. Si te tropiezas con nuestros amigos, quizá puedas decirles que…

—Lo dudo —respondió Zebulah—. Lo cierto, y te ruego que no te ofendas, es que estoy harto de nuestra insípida cháchara. Cuanto más se prolonga mi estancia en estos parajes más me irritan lo keeaquekh que, como tú, viven acosados por la prisa. Ningún lugar os satisface, no cesáis de deambular de un lado a otro sin hallar nunca la paz. Te aseguro que tu enamorado y tú seríais mucho más felices en este mundo que en el que llamáis vuestro, pero no, lucharéis hasta la muerte para hallar el camino de vuelta. ¿A qué os enfrentaréis si lográis regresar? ¡A la traición! —Lanzó una fugaz mirada al inerte Caramon

—¡Hay una guerra ahí arriba! —vocifero Tika—. Cientos de criaturas sufren. ¿Acaso no te Importa?

—El sufrimiento es algo corriente en vuestro universo, nada puedo hacer para evitarlo—replicó Zebulah—. No, no me importa. ¿Dónde te ha llevado tu solidaridad? ¿Y a él? —Señaló a Caramon con gesto impaciente, antes de traspasar la puerta y cerrarla de un modo tan violento que se desprendieron numerosas astillas de su ya castigada hoja.

Tika le vio partir indecisa, preguntándose si no sería mejor echar a correr tras él y agarrarlo para que no escapara. Al parecer era su único nexo con la tierra firme, el único que podía ayudarles a abandonar este mundo submarino del que nada sabía.

—Tika…

—¡Caramon! —La muchacha olvidó a Zebulah y acudió junto al guerrero, que trataba penosamente de incorporarse.

—En nombre del Abismo, ¿dónde estamos? —preguntó examinando la estancia con los ojos desorbitados—. ¿Qué ha ocurrido? La nave…

—¿Te encuentras lo bastante restablecido para sentarte? —inquirió ella a su vez, ignorante de la respuesta—. Quizá sería más aconsejable que permanecieras acostado.

—Estoy bien —la espetó el guerrero pero, percatándose por el contraído semblante de la joven de su excesiva rudeza, se apresuró a estirar la mano y estrecharla entre sus brazos—. Lo siento, Tika, perdóname. Los acontecimientos me han desbordado…

—Lo comprendo —lo interrumpió ella conciliadora y, apoyando la cabeza en su pecho, le habló de Zebulah y los elfos marinos. Caramon la escuchaba aturdido, aunque poco a poco logró asumir cuanto le relataba. Al fin contempló la puerta con el ceño fruncido y declaró:

—¡Ojalá no hubiera estado inconsciente! Es más que probable que ese Zebulah conozca la salida, y yo le habría obligado a mostrárnosla.

—No estoy segura —intervino Tika vacilante—. Es un mago, como… —calló al darse cuenta de su imprudencia. Advirtiendo que el pesar empañaba los ojos de Caramon, se acurrucó en su regazo mientras le acariciaba el rostro——. Creo que en ciertos aspectos tiene razón —prosiguió—. Podríamos ser felices aquí. ¿Has pensado que ésta es la primera vez que estamos solos? Quiero decir que nunca antes habíamos gozado de una auténtica intimidad, en un lugar tranquilo y no desprovisto de belleza. La luz que dimana del musgo es suave, irreal, no penetrante y cegadora como la del sol. Escucha el murmullo de las aguas, parecen entonar un dulce cántico en nuestro honor. Tampoco me desagradan estos viejos muebles, ni tu singular cama…

Tika enmudeció al sentir el apretado abrazo del guerrero. Cuando los toscos labios rozaron sus rojizos cabellos, el amor que aquel hombre le inspiraba invadió sus entrañas, paralizándole el corazón en una mezcla de dolor y anhelo. Se colgó entonces de su robusto cuello para estrecharte contra su pecho y sentir así sus pálpitos al unísono.

—¡Oh, Caramon! —susurró casi sin resuello—. ¡Seamos dichosos! Sé que antes o después tendremos que partir, que buscar a los otros para regresar juntos a nuestro mundo. Pero, por el momento, disfrutemos de esta maravillosa soledad.

—¡Tika! —El guerrero la estrujó como si quisiera fundir sus cuerpos en uno, armonioso y vibrante—. Tika, te amo. —Hizo una breve pausa y añadió—: ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que no podría hacerte mía hasta ser libre de entregarme por completo? Pues bien, aún no lo soy.

—¡Te equivocas! —replicó Tika furiosa, y se apartó para mirarle a los ojos—. Raistlin se fue, Caramon. Eres dueño de tu vida.

—Raistlin forma aún parte de mí —farfulló el guerrero meneando la cabeza—. Siempre será así, del mismo modo que él me lleva en su interior aunque no quiera. ¿Lo comprendes?

No, no lo comprendía, pero asintió y dejó caer la cabeza.

Sonriendo, Caramon exhaló un trémulo suspiro antes de posar la mano en la barbilla amada y levantar su rostro. Pensó que sus ojos eran hermosos, con los verdes iris salpicados de puntos castaños que refulgían a través de las lágrimas. Su tez estaba curtida por la continua exposición al aire libre, más pecosa que nunca. Aquéllas pecas disgustaban a la muchacha, quien habría dado siete años de su vida para exhibir una piel limpia y tersa como la de Laurana sin embargo, Caramon se dijo mientras la contemplaba que veneraba cada una de aquellas manchas pardas, cada uno de los crespos bucles que se enredaban en sus manos.

Tika leyó el amor en sus ojos y contuvo el aliento. Ella estrechó de nuevo contra su cuerpo, susurrando con voz más queda que los acelerados latidos de su corazón:

—Te daré lo que pueda de mí mismo, Tika, si estás dispuesta a conformarte. Desearía, por tu bien, que fuera más.

—¡Te quiero! —fue cuanto pudo decir la muchacha, a la vez que le rodeaba el cuello con sus delicadas manos.

El guerrero insistió, pues quería asegurarse de que le había entendido.

—Tika… —empezó a decir.

—Silencio, Caramon…