12

Después de las batallas

Astinus de Palanthas, sentado en su estudio de la Gran Biblioteca, escribía la historia de Krynn con el trazo negro, ágil y al mismo tiempo delicado con que registrara todos los eventos acaecidos en el mundo desde el primer día en el que los dioses posaran su mirada en el territorio, y seguiría haciéndolo hasta aquel otro, el postrero, cuando se cerrara para siempre el enorme volumen. El cronista se afanaba en su tarea, ajeno al caos que le circundaba o, mejor dicho, obligando —mediante su peculiar presencia— a este caos a prescindir de él.

Habían transcurrido sólo dos días desde que tuvieran lugar los hechos que Astinus reflejó en sus Crónicas y que la vox populi denominaba «La Batalla de Palanthas». La ciudad estaba en ruinas los dos únicos edificios que permanecían en pie eran la Torre de la Alta Hechicería y la Gran Biblioteca, y ésta, aunque no del todo derruida, no había escapado indemne al conflicto.

Si no fue completamente demolida se debió, en gran medida, al heroísmo de los Estetas. Encabezados por Bertrem, cuyo coraje inflamó, según el rumor, un draconiano que osó tocar con su ganchuda mano los libros sagrados, los habitantes del recinto atacaron al enemigo tan celosos de su cometido, tan despreciativos de sus vidas, que pocas criaturas reptilianas pudieron eludir su embate.

No obstante, y al igual que los otros palanthianos, los Estetas pagaron a un alto precio su victoria. Muchos miembros de su Orden perecieron en la liza y recibieron las exequias fúnebres de los demás cofrades, sepultándose sus homenajeadas cenizas entre los volúmenes por cuya protección habían sacrificado sus vidas. El valeroso Bertrem no murió. Tras sufrir leves heridas, vio su nombre anotado en uno de los grandes tomos, junto a los de los principales héroes de Palanthas, y tal distinción constituyó la mejor recompensa a la que jamás aspirara un ser sencillo como él. Nunca pasaba por delante del anaquel donde reposaba este ejemplar concreto sin asirlo sigiloso, revisar la página y recrearse en su gloria.

La que fuera hermosa ciudad, símbolo además de la paz, no era ya sino un recuerdo y el objeto de algunos párrafos descriptivos en los anales de Astinus. Montículos de piedra ennegrecida, castigada por el fuego, delimitaban las tumbas de las mansiones palaciegas, mientras que los ricos almacenes, con sus toneles de añejos vinos y cerveza, sus balas de algodón y de trigo, los baúles repletos de maravillas de los cuatro confines del país, yacían en pilas de ascuas todavía no apagadas. Los cascos de las naves, que también carcomió el fuego, perdieron sus amarras en el próximo fondeadero y flotaban a la deriva en las costas adyacentes. Los comerciantes hurgaban atareados entre los escombros de sus establecimientos, a fin de rescatar el mayor número posible de mercancías las familias contemplaban sus arrasados hogares, fortalecidos en la desgracia y agradeciendo a los dioses la gracia, al menos, de la supervivencia.

En efecto, fueron incontables los que no gozaron de esta merced. De los Caballeros de Solamnia que guardaban la ciudad apenas había resistido ninguno, pereciendo en su mayoría en el desigual combate contra Soth y sus legiones espectrales. Uno de los primeros en caer fue el ostentoso comandante Markham, quien, fiel al juramento prestado a Tanis, no se enfrentó al fantasmal caudillo, sino que, una vez agrupadas las tropas, inició la carga que había de abatir a los guerreros cadavéricos. Aunque hendieron su cuerpo un sinfín de filos, perseveró aguerrido en conducir a sus ensangrentados y fatigados hombres hasta que, al fin, se desplomó muerto en su caballo.

El bravío proceder de los caballeros permitió que se salvaran centenares de ciudadanos que, de otro modo, habrían sucumbido a los aceros de los muertos errantes. Éstos, así había de propagarlo la leyenda, se desvanecieron por arte de magia en el momento en el que su cabecilla, con un amortajado cadáver en los brazos, se materializó entre sus filas.

Agasajados como héroes, los despojos de los luchadores solámnicos fueron transportados por sus compañeros a la Torre del Sumo Sacerdote. En tan antigua mole, se les enterró en un sepulcro donde se conservaba el cuerpo de Sturm Brightblade, héroe antes que ellos, en la Guerra de la Lanza.

Cuando se abrió el mausoleo, cerrado desde que se inhumara al referido Sturm, fue grande la sorpresa de los soldados al descubrir que el término «conservado» se había cumplido al pie de la letra y que el cuerpo del caballero Brightblade estaba intacto, inmune a los estragos del tiempo. La única explicación con visos de verosimilitud que pudo darse al milagro fue una joya elfa de singular apariencia que refulgía en su pecho. Todos cuantos entraron aquel día en la cripta, como participantes en el duelo y llorando a sus seres queridos, examinaron la esplendorosa alhaja y sintieron que un bálsamo de paz mitigaba el punzante dolor.

No sólo se guardó luto por los combatientes, porque fueron asimismo innumerables los civiles que habían fallecido en la defensa de Palanthas. Los hombres trataron de salvaguardar la urbe y a sus familiares, las mujeres se alzaron en paladines de sus casas y sus hijos. Los moradores del lugar incineraron a sus muertos, como exigía la secular costumbre, para esparcir luego las cenizas sobre el mar, donde, en un luctuoso concierto, habían de mezclarse con las de la ciudad a la que tanto amor profesaran.

Siguiendo un hábito ancestral, Astinus relató tales eventos a medida que ocurrían. Continuó absorto en su quehacer, o así lo comentaron los Estetas, sobrecogidos, incluso mientras Bertrem, sin más defensa que las manos desnudas, propinaba una paliza a un draconiano que se había atrevido a invadir la cámara donde trabajaba su superior. Y, si el cronista cesó en su labor, fue porque el improvisado guardián le bloqueó la luz y no a causa de los zumbidos, resoplidos y boqueadas que se sucedían en la sala.

Alzando la cabeza, el historiador frunció el entrecejo y Bertrem, que no había vacilado frente a su rival, se puso muy pálido y retrocedió de inmediato para dejar que los rayos del sol bañasen la página.

También hoy estaba el escriba concentrado en su narración, cuando penetró en el estudio su leal servidor. Astinus tardó unos momentos en preguntar, sin desatender, por supuesto, su labor:

—¿Qué deseas?

—Caramon Majere y un k… kender solicitan audiencia, Maestro.

De no haber informado que era un demonio del Abismo el que quería ver a Astinus, el Esteta no habría infundido más terror a su voz que al mencionar la palabra «kender».

—Hazles pasar —ordenó el cronista.

—¿A ambos? —quiso cerciorarse el otro, entre escandalizado e incrédulo.

—Confío en que aquel draconiano no dañara tu oído, Bertrem —declaró el historiador, y se abultaron las arrugas de su entrecejo—. ¿No te daría, por ejemplo, un golpe en el cráneo?

—No, Maestro —le aseguró el aludido y, con un ostensible rubor en los pómulos, salió de la estancia no sin antes, en su azoramiento, pisarse el borde de la túnica.

Unos minutos después, regresó el turbado Esteta y, con voz temblorosa, introdujo a los visitantes.

—Caramon Majere y Tassle—f—foot Burr—hoof —susurró en un trabalenguas.

—Tasslehoof Burrfoot —le enmendó el hombrecillo y tendió una mano al escriba, quien la estrechó sin prejuicios—. Y tú eres el renombrado Astinus de Palanthas —prosiguió el recién llegado, saltarín el copete a consecuencia de la excitación—. Lo cierto es que nuestros caminos se han cruzado con anterioridad —aseveró, enigmático— pero no puedes acordarte porque eso es algo que aún está por venir. O, bien pensado, nuestra entrevista pertenece a un futuro que nunca será. ¿Me equivoco, Caramon?

—No, lo que dices es exacto —corroboró éste.

Astinus desvió la vista hacia el guerrero y le sometió a un exhaustivo examen, para dictaminar al rato:

—No te pareces a tu gemelo. Aunque debe tenerse presente que Raistlin tuvo que soportar pruebas que le afectaron tanto en el aspecto físico como en el mental. Si a eso agregamos la indefinible expresión de tus ojos, que te emparenta con él, quizás hallemos más similitudes de las que en principio se adivinan.

El cronista interrumpió su análisis, confundido al asaltarle la idea de que, como había apuntado, no comprendía lo que destilaban las pupilas de su interlocutor. Nada sobre la faz de Krynn eludía su sagaz percepción y, por lo tanto, le enojaba sobremanera esta contrariedad.

Raras eran las ocasiones en las que Astinus se encolerizaba, una circunstancia afortunada, porque su mera irritación provocaba una marea de pánico entre los pusilánimes Estetas. Ahora, contraviniendo todas las normas, estaba furioso. Crispó las hirsutas cejas, comprimió los labios y su rasgo más elocuente, los ojos, irradiaron unas chispas que impulsaron al kender a preguntarse si no había dejado nada en el vestíbulo que pudiera necesitar ahora mismo, lo que hubiera sido un excelente pretexto para escabullirse.

—¿De qué se trata? —preguntó el historiador de forma brusca, descargando un puñetazo sobre el escritorio que hizo que la pluma saltara por el aire, la tinta se derramara y Bertrem, que aguardaba en el pasillo, emprendiera la fuga a la limitada velocidad que imponían sus piernas y el miedo a dar un traspié con sus inconsistentes sandalias.

Mientras retumbaban aún en los corredores los ecos de las zancadas del asustado Esteta, Astinus reanudó su interrumpida parrafada sin conceder importancia a su reacción.

—Te envuelve un misterio impenetrable, Caramon Majere —increpó al musculoso humano—, y no tolero que se me oculte nada de lo que acontece en el mundo. Conozco los pensamientos más íntimos de todo ente vivo, presencio sus acciones, interpreto los anhelos de sus corazones. Pero, por alguna razón, ignoro cómo he de traspasar el muro que tú interpones entre nosotros y eso me desquicia.

—Tas acaba de revelarte el secreto —replicó el guerrero, impertérrito.

Rebuscó en la mochila que llevaba suspendida del hombro, y que hallara en una casa deshabitada de la Ciudad Nueva, y sacó un enorme volumen encuadernado en piel, que, cuidadoso, dejó en la escribanía, delante del cronista.

—¡Es una de mis obras! —exclamó éste, desfigurado su rostro en una mueca enloquecida—. ¿De dónde ha salido? —interrogó, tan impaciente que gritó, más que pronunciar, la frase—. Ninguno de mis libros se presta a personas del exterior sin que yo esté al corriente y dé de antemano mi consentimiento. Bertrem…

—Fíjate en la fecha —le recomendó Caramon, tajante pero con el aplomo del que se había investido en los últimos tiempos.

Astinus le lanzó un furibundo escrutinio, que acto seguido dedicó también al libro. Consultó la fecha, como le habían indicado, presto a llamar al Esteta. Pero la invocación murió en su garganta con un audible siseo, cuando comprobó la época a la que correspondían aquellas cifras. Dilatadas las pupilas, se hundió en su butaca y volvió a observar, de hito en hito, a Caramon y al tomo.

—Entonces —recapituló— es el futuro al que aludía tu amigo lo que he logrado leer en tus facciones.

—El futuro que encierra este libro —puntualizó Caramon, dirigiendo al volumen una ojeada solemne.

—¡Estuvimos allí! —intervino el kender, alerta a su oportunidad—. Puedo contarte todas nuestras peripecias. Te garantizo que son fascinantes —propuso, desinteresadamente, al cronista—. Verás, regresamos a Solace. Pero va no era el burgo que un día nos albergó sino un lodazal, un paraje desolado. Incluso creí que nos habíamos catapultado a una de las lunas, pues había visualizado un satélite al activar mi compañero el ingenio arcano…

—Calla, Tas —le refrenó el luchador con amable autoridad, a la vez que apoyaba una mano en su brazo y le incitaba a partir.

En el trayecto hacia la puerta, el hombrecillo logró, pese a que Caramon guiaba sus pasos para prevenir imprevistos, volverse y proceder a una cortés despedida.

—Adiós, Astinus. Ha sido un placer departir contigo después de… antes…, bien, será mejor dejar a un lado las cuestiones temporales.

El historiador no lo escuchó, ni siquiera era consciente de que aún se hallaba en el estudio. El día en el que Caramon Majere le entregara el escrito fue el único en todo el devenir de Palanthas en el que no hubo nuevas aportaciones a su escrupulosa plasmación de cuanto allí concedía, salvo una breve nota:

En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 14, Caramon Majere me ha traído las Crónicas de Krynn, volumen 2000, un tomo de mi puño y letra que nunca escribiré.

Para los palanthianos, el funeral de Elistan representó una póstuma ceremonia en alabanza a su admirada ciudad. El sepelio se celebró poco después del alba, como el clérigo pidiera, y asistieron todos los pobladores de la ciudad: viejos, jóvenes, ricos y pobres. Los heridos que no podían valerse fueron llevados en angarillas, las cuales se ordenaron sobre los agostados céspedes que una semana antes tapizaron los aledaños del Templo.

Uno de los heridos a los que hubo que ayudar fue Dalamar. Nadie manifestó su desaprobación, mientras, renqueante, caminaba sobre la hierba, seguido por Tanis y Caramon, a fin de ocupar su puesto debajo del álamo que se erguía, moribundo, junto a los setos. El motivo de la unánime aquiescencia era que, según las habladurías, el joven aprendiz de nigromancia había desafiado y vencido a la Dama Oscura, sobrenombre de Kitiara, acarreando así la derrota definitiva de sus huestes.

Elistan había expresado su voluntad de que sus restos descansaran en el santuario, lo que resultaba imposible dado que del edificio no quedaba más que la cúpula, una especie de concha marmórea totalmente hueca, y los tabiques que la sostenían. Amothus ofreció su panteón familiar. Pero Crysania declinó el ofrecimiento por considerarlo inapropiado. Sabedora de que Elistan se había iniciado en la fe cuando trabajaba como esclavo en las minas de Pax Tharkas, la Hija Venerable —matriarca ahora de la Iglesia— decretó que a su predecesor le fuera creado un ambiente evocador de aquella experiencia en una de las cavernas subterráneas del edificio y que, en el pasado, sirvieron de despensa.

Aunque esta decisión suscitó opiniones contrarias, nadie cuestionó las órdenes de la sacerdotisa. Se limpiaron y santificaron las grutas, eso sí, y se construyó un féretro digno con los fragmentos de mármol desprendidos del Templo. A partir de entonces, incluso en la época dorada que había de vivir la sagrada institución, cualquier clérigo de rango sería enterrado en tan humildes vericuetos, que acogerían a millares de peregrinos provenientes de todos los confines de Krynn.

Los congregados se instalaron en la explanada sin romper el silencio. Entretanto las aves, que nada entendían de muertos, guerras y dolor, pero que, por el contrario, eran sensibles al calor del sol, y al despuntar éste, se sentían más vivas, impregnaron el aire de trinos y gorjeos. Los rayos del astro diurno tiñeron de áureas tonalidades las cumbres montañosas, desterrando la negrura de la noche y brindando cierto consuelo a los ciudadanos, abrumados por el pesar.

Sólo una persona se levantó para hablar, para hacer el panegírico del sacerdote, y todos los fieles juzgaron oportuno que se encargara ella de recitarlo. Por un lado, porque iba ser su sucesora en el cargo y, por otro, porque los palanthianos coincidían en afirmar que en la insigne dama, en su desdicha, se sintetizaba el sufrimiento de la comunidad.

Circuló la noticia, recabada a través de medios de dudosa oficialidad, que aquella mañana era la primera que abandonaba el lecho desde que Tanis el Semielfo la trasladara de la Torre de la Alta Hechicería a la escalinata de la Gran Biblioteca, donde los eclesiásticos velaban por los heridos y los agonizantes. La mujer estuvo en el umbral de la muerte, pero la fuerza de sus arraigadas creencias y las plegarias de sus cuidadores le restituyeron la salud. Real o inventado, lo cierto era que su ceguera persistía y, al parecer, era incurable.

Sana o no, más o menos recuperada de su espantosa odisea, Crysania presidió la asamblea y, debido a su invidencia, pudo alzar los ojos hacia un cielo soleado que le estaba negado vislumbrar. Los rayos aureolaron su negra melena, que, a su vez, enmarcaba una faz sublimada por el nuevo brillo de la compasión, de la humanidad.

—Desde mis tinieblas —preludió su arenga, el epitafio de Elistan—, noto una grata tibieza en mi piel e intuyo que tengo el rostro vuelto hacia el rey de los astros. Ahora soy capaz de penetrar su ígnea esfera, porque obstruye mi visión una perenne oscuridad si vosotros me imitarais seríais pronto deslumbrados, ya que quienes poseen el sentido que a mí me falta se extravían en el exceso de luminosidad del mismo modo que, también aquellos que moran largo tiempo en la penumbra terminan por perder la noción de su propio universo.

«Me enseñó mi maestro, al que ahora honramos todos reunidos, que los mortales no han nacido para vivir de manera exclusiva en el sol ni en la sombra, sino que han de compaginar ambos. Adaptarse a estos mundos complementarios entraña riesgos si no se utilizan bien sus resortes, pero proporciona recompensas. Hemos soportado las pruebas de la sangre, de la negrura, del fuego. —En este punto se quebró su voz, y los asistentes más próximos vieron que las lágrimas se deslizaban por sus pómulos, lo que no le impidió reemprender su discurso en seguida y hacerlo, además, con renovada entereza—. Hemos experimentado vicisitudes equiparables a las que venció Huma y, al igual que en su caso, grandes han sido nuestros sacrificios. A cambio, albergamos el fortalecedor conocimiento de que nuestros espíritus se han redimido de sus flaquezas y que nuestra estrella es, quizás, una de las más refulgentes que pueblan los cielos.

«Algunos han elegido las sendas nocturnas con Nuitari, la luna negra, como brújula otros prefieren adentrarse en los caminos diurnos. Pero como me comunicó Elistan, uno de los mayores sabios que haya servido a la Iglesia, todos se han beneficiado del contacto de una mano o el aliento de un auténtico amigo aunque los caminos sean antagónicos y estén surcados de pedregales y espinas. La capacidad de amar, de preocuparnos de nuestro prójimo, nos es otorgada a la totalidad de las criaturas, es el mayor don que puedan hacer los dioses a las razas hermanas. Tal es el legado del inefable sacerdote que me ha precedido en el lugar que ahora ostento, y de él me propongo ser fiel continuadora.

«Nuestra portentosa urbe se ha consumido entre llamas —acometió el epílogo, y su acento adoptó aún mayor calidez—. Hemos sido separados de muchos de nuestros seres más allegados, y algunos considerarán la vida una carga demasiado pesada. Quienes así se sientan que extiendan la mano pues, al rozar la de otros que hayan alargado la suya hacia ellos, hallarán juntos la energía y la esperanza que precisan para no desfallecer.

Concluido el ritual, cuando los clérigos hubieron escoltado a Elistan al subterráneo donde había de inaugurarse una nueva tradición, Caramon y Tas fueron al encuentro de Crysania. Estaba la dama entre sus cofrades, cerrada su mano en torno al antebrazo de la muchacha que había de hacerle de lazarillo.

—Hija Venerable, alguien reclama tu atención —le avisó la joven acólita.

La sacerdotisa se giró y rogó al demandante:

—Deja que te toque.

—Soy Caramon —se identificó el guerrero, que era el que estaba más cerca— y me acompaña…

—Tas —se le adelantó el interesado, con voz dócil e incluso apagada para alguien de su alborotado carácter.

—¿Habéis venido a despediros? —indagó la sacerdotisa.

—Sí, partimos hoy —confirmó el luchador, amparando la mano femenina entre las suyas.

—¿Regresáis a Solace, o habéis planeado deteneros en algún otro sitio?

—De momento iremos a Solanthus, con nuestro amigo Tanis —especificó el hombretón dubitativo, casi titubeante—. En cuanto me haya repuesto del todo de la última epopeya, usaré el artilugio mágico para trasladarme a mi ciudad natal.

Crysania tomó una mano del guerrero, a fin de atraer a su dueño hacia ella, y musitó:

—Raistlin está en paz, Caramon. Y tú, ¿todavía pugnas contra ti mismo?

—No, nada de eso —negó el guerrero, ahora resuelto—. Me ha costado muchos sinsabores, pero he hallado el sosiego del que carecía. Lo que ocurre es que hay un sinfín de asuntos que debo tratar con el semielfo, y pretendo también poner mi vida en orden, organizarme. Lo primero que he de hacer —confesó, sonrojado— es aprender a edificar. Durante los meses en los que trabajé en mi nueva casa estaba casi siempre ebrio. Supongo que cometí mil desatinos.

Miró a la dama y ella, al presentirlo, sonrió, con un tinte rosáceo en las mejillas. Al reparar en el ensanchamiento de sus labios, así como en las secuelas de llanto que los flanqueaban, el viril humano se compadeció y, rodeando su cintura, confidencial, se lamentó:

—Estoy consternado. ¡Ojalá hubiera podido ahorrarte esta desgracia!

—No, Caramon, mi ceguera es en el fondo una bendición —le amonestó la sacerdotisa—. Como predijo Loralon, es ahora cuando veo de verdad. Adiós, amigo, sólo me resta desear que Paladine te libre de todo mal. —Dio por terminado su coloquio, y besó la mano con que él la ceñía.

—Que el dios del Bien inspire siempre los dictados de tu albedrío —se interfirió Tasslehoff con un hilillo de voz, teniendo la impresión repentina de ser un gusano insignificante—. Disculpa, Hija Venerable, los barullos que he armado.

Crysania, apartándose de Caramon, acarició el copete del kender y replicó:

—La mayoría de nosotros nos topamos en nuestra andadura con las encrucijadas que plantean la bondad, el día, y la oscuridad de lo maligno. Pero existe una minoría de elegidos que recorren su camino, el mundo, alumbrados por su propia luz y prescindiendo de los elementos externos.

—¿Lo dices en serio? —se horrorizó el hombrecillo con deliciosa ingenuidad—. Debe de ser muy tedioso viajar de un sitio a otro así cargado. Supongo que usarán una antorcha o un fanal una vela resultaría mucho más molesta, ya que la cera, al derretirse, mancharía su calzado y les conferiría un aspecto impresentable. Hablando de presentar —asoció—, ¿podrías citar el nombre de alguien de estas características? Me gustaría averiguar cómo se las arreglan.

—Tú eres uno de ellos —le aclaró Crysania—, y no creo que deba inquietarte la idea de ensuciarte las botas. Adiós, Tasslehoff Burrfoot. En tu caso, no necesito invocar la protección de Paladine, puesto que eres uno de sus amigos más íntimos.

—Y bien —abordó Caramon a Tas mientras ambos se abrían paso entre la muchedumbre—, ¿has determinado ya qué vas a hacer? Eres el propietario de la ciudadela flotante.

Amothus te la asignó en exclusiva, de manera que puedes visitar los parajes más recónditos de Krynn y quizás incluso una luna, si es eso lo que te apetece.

—Ya no tengo la nave voladora —informó el kender después de un lapso de mutismo. Era evidente que la conversación con Crysania le había afectado, hasta tal extremo que le costaba asimilar los razonamientos del guerrero—. Era demasiado grande y aburrida, una vez explorada un ala, las otras se le asemejaban como gotas de agua. Además, nunca habría llegado a los satélites —se quejó, ya más centrado—. ¿Sabías que cuando se eleva uno más de la cuenta le sangra la nariz? El ambiente se enfría, el edificio carece de comodidad y, por si fuera poco, las lunas están mucho más lejos de lo que en principio calculé. Si aún se hallara en mi poder el ingenio arcano… —insinuó, y espió de soslayo al grandullón.

—No, bajo ningún concepto —fue la radical negativa de éste—. Debo devolvérselo a Par—Salian.

—Podría ocuparme yo mismo de dárselo —sugirió, solícito, Tasslehoff—. Así tendría ocasión de exponerle los pormenores de las reparaciones que aplicó Gnimsh, mi irrupción en el hechizo… ¿No? —coreó el gesto del humano—. En tales circunstancias, lo más aconsejable es que me arrime a Tanis y a ti y os siga en vuestros desplazamientos. Si no os importuno, claro está.

Caramon, poco dado a remilgos y fingimientos, optó por el método de expresión más inconfundible. Abrazó a su compañero, con tal entusiasmo que hizo añicos algunos de los objetos de interés y valor imprecisos que éste había comenzado a coleccionar en sus saquillos.

—Por cierto —redondeó sus efusiones con palabras—, ¿qué has hecho con la ciudadela?

—Se la obsequié a Runce —le comunicó el kender, desenfadado, ondeando la mano en actitud displicente—, en premio a su ayuda.

—¡Al enano gully!

El guerrero estaba perplejo frente a tamaña insensatez. —No puede gobernarla en solitario— le apaciguó el otro. —Aunque, si recurriera a otros de su raza, quizá activaría las dos partes del Timón —reconoció—. No había pensado en esta posibilidad.

—¿Dónde está ahora? —gimió Caramon.

—Hice aterrizar la fortaleza en un enclave precioso, en las afueras de una ciudad que estábamos sobrevolando —fue la incompleta descripción de Tasslehoff—. Runce se encaprichó de ella, de la ciudadela, naturalmente, no de la ciudad así que le pregunté si la quería y, al repetir él que le hacía mucha ilusión, la posé en un terreno desocupado.

«Nuestra llegada causó un enorme revuelo —continuó, jubiloso—. Un individuo salió a todo correr de su castillo, una mole que se izaba en una colina próxima a la llanura donde habíamos tomado tierra, e intentó expulsarnos arguyendo que aquélla era su hacienda y no teníamos derecho a plantar nuestra propia mansión. Montó un terrible alboroto, pero no me dejé amilanar y señalé que su alcázar no cubría más que una zona reducida del territorio, amén de impartirle ciertos consejos sobre el placer de compartir que, de haberme escuchado, le habrían resultado harto beneficiosos. Runce, que nada entiende de reyertas ni de tácticas, le dijo que instalaría en la ciudadela al clan Burp para vivir allí todos juntos, y el hombre de las protestas sufrió un ataque de nervios que obligó a sus servidores a recogerlo y acostarlo en sus aposentos. Los habitantes del burgo no tardaron en hacer un corro en nuestro derredor. Pero, pasada la primera emoción, me hastié de tantas demostraciones. Suerte que Ígneo Resplandor accedió a transportarme de regreso a Palanthas.

—¿Por qué no me he enterado yo antes de tan sorprendente historia? —indagó Caramon, realizando un esfuerzo para aparentar indignación.

—Ha sido un fallo involuntario —se excusó el kender—. Las cuitas que me han abrumado últimamente han eclipsado los hechos anecdóticos.

—Sí, Tas, me hago cargo —le calmó su amigo—. En lo concerniente a tu futuro —aventuró, convencido de que el vocablo «cuitas» englobaba una serie de cábalas sobre cómo debía orientar su existencia—, ayer te VI en secreto conciliábulo con otro kender y me planteé si no serías más feliz regresando a tu patria. Recuerdo que en un momento de sinceridad admitiste que sentías añoranza de Kendermore.

Una inusitada tristeza empañó las pupilas de Tasslehoff mientras, arropando su mano entre las palmas del gigantesco humano, le hacía partícipe de un reciente descubrimiento.

—Ni siquiera puedo parlotear ya con los de mi raza, Caramon. Si me he acercado a ellos, ha sido con el fin de constatar qué vínculos me ataban a ellos, y mis pesquisas me han acabado de desengañar —susurró, meneando impetuoso la cabeza e indiferente a los balanceos del copete—. Quise relatarles las hazañas de Fizban y su sombrero, las villanías de Raistlin y la muerte del genial Gnimsh. No han comprendido una palabra, ni tampoco les importa. Es duro solidarizarse, amigo, ya que la clave del compañerismo estriba en no rehuir el dolor —sentenció, y procedió a enjugarse los húmedos lagrimales.

—En efecto, Tas —ratificó el guerrero—. Pero, aunque se pasan amargos tragos, siempre es preferible a estar vacío por dentro.

Se internaron en una arboleda. Tanis les aguardaba debajo de un álamo. Al divisarlos, el semielfo echó a andar hacia ellos y, situándose en medio, pasó un brazo por sus respectivos hombros.

—¿Preparado? —preguntó al poderoso luchador.

—A tu entera disposición.

—Estupendo. He mandado embridar los caballos y los tengo aquí mismo. Se me ocurrió que nos convenía cabalgar para despejarnos —justificó el barbudo semielfo la ausencia de un carruaje—, así que despaché al cochero. No, no es cierto —rectificó sin que nadie le acusara—. Si me he liberado del vehículo, ha sido porque detesto estar encerrado en sus asfixiantes paredes. Laurana también lo aborrece, aunque antes se dejaría matar que confesarlo. El campo luce sus mejores galas en esta estación del año. Disfrutémoslas.

Montaron a la grupa de los caballos e iniciaron su itinerario, a través de una avenida de negruzcas ruinas que conducía a los arrabales de Palanthas. Los grupos que, tras abandonar el escenario del funeral, se dirigían a sus casas para recomponer los fragmentos desgarrados de sus vidas, oyeron los ecos de la voz del kender bastante rato después de su marcha.

—Si mis datos no son erróneos, Tanis —arremetió éste—, ahora resides en Solanthus. Hay allí un calabozo digno de ganar un concurso —continuó, ya que era superflua cualquier puntualización que el semielfo pudiera hacer— nunca olvidaré mí confinamiento en sus celdas. Me enviaron por un malentendido, huelga decirlo, debido a una tetera que fue a parar accidentalmente a mis bolsas…

Dalamar trepó por la empinada y retorcida escalera que desembocaba en el laboratorio sito en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería. Si practicaba este ejercicio, en lugar de catapultarse mediante la magia, era por una sola razón: aquella noche le esperaba un largo viaje. Aunque los clérigos de Elistan habían sanado sus heridas, estaba todavía débil y había de reservar sus energías.

Más tarde, cuando la luna negra se hallara en su cenit, surcaría los vapores celestes hasta la mole gemela de Wayreth, donde se había convocado uno de los cónclaves más importantes de la presente era. Par—Salian sería formalmente derrocado como máximo mandatario de la Orden y habría que elegir a su sucesor, un título que recaería con toda probabilidad en la persona de Justarius, de los Túnicas Rojas. Dalamar, que aún no había conquistado la respetabilidad que confiere el poderío, encontraba justa la sustitución, si bien no sólo le animaba a asistir el cumplimiento del deber, que le exigía aportar su voto, sino otras ambiciones más secretas. Ésta noche debía nombrarse, también, a un nuevo caudillo de los nigromantes, y no le cabía ninguna duda acerca de quién sería el afortunado.

Había ultimado todos los preparativos antes de partir. Los guardianes tenían sus instrucciones: ninguna criatura, viva ni muerta, debía entrar en la Torre durante su ausencia. No contaba en realidad con que eso sucediera, ya que el Robledal de Shoikan, incombustible a los incendios que destruyeron el resto de Palanthas, permanecía en una perpetua y tétrica vigilia. Pero la regla de aislamiento que había regido en la Torre a través de las generaciones pronto sería abolida y cualquier precaución era poca.

Por mandato del elfo, se habían remozado y amueblado diversas estancias del edificio. El nuevo amo proyectaba convivir con sus futuros aprendices, sobre todo Túnicas Negras, aunque también algún acólito de la Neutralidad, si, tras un examen previo, discernía en él facultades prometedoras. No estaba dispuesto a morir sin transmitir a los más jóvenes la habilidad, la erudición que obtuviera de su maestro, ni tampoco —recapacitó en un alarde de franqueza— le desagradaba la compañía de seres que amenizasen su vida.

Antes de fundar la escuela, y poniendo punto final a los preliminares, había una sagrada misión a la que no podía sustraerse. Ésa misión fue la que le forzó a ascender hasta el laboratorio.

Se detuvo en el umbral. No había pisado la cámara desde el día fatídico en el que Caramon traspasara el Portal y pusiera su maltrecho cuerpo en manos de los sacerdotes. Ahora era de noche y reinaba una densa penumbra en el recinto. Siseó un único vocablo y prendieron los pabilos en sus ornamentados soportes, los candelabros de plata, caldeando la atmósfera al derramar los parpadeantes destellos de las llamas. Pero las sombras no se disiparon. Pulularon en los rincones cual entes vibrantes, fantasmagóricos.

Tras agarrar uno de los candelabros, Dalamar recorrió e inspeccionó la sala. Seleccionó varios artículos, como pergaminos, una varita y media docena de sortijas, que envió a su propio estudio valiéndose de su arte.

Pasó junto a la esquina donde pereciera Kitiara. Su sangre, lúgubre recordatorio, formaba todavía en el suelo un charco de irregular contorno, y prevalecía en aquella zona un frío antinatural que incitó al elfo a no demorarse. Alcanzó la mesa de piedra con sus tarros y alambiques y, aprisionados en las cristalinas superficies, columbró un par de ojos suplicantes. De nuevo un encantamiento los cerró para toda la eternidad.

Llegó al fin frente al Portal. Las cinco cabezas de dragón, encaradas con un imperecedero vacío, perseveraban en su loa silenciosa, congelada, a la Reina. La única luz que brotaba de sus mortecinas máscaras de metal eran las reverberaciones de las velas. El mago se asomó a la nada, la escrutó unos minutos y tiró de un cordón de seda que pendía del techo. Una cortina de aterciopelados pliegues carmesí veló la abertura que, en aquella inactividad, parecía inofensiva.

Dio entonces media vuelta, y se aproximó a las estanterías de libros que se apiñaban en el muro trasero del laboratorio. Bajo los oscilantes resplandores brillaron unas hileras de ejemplares encuadernados en azul marino y decorados con runas argénteas, de los que manaba un aire glacial. Contenían los encantamientos de Fistandantilus, ahora suyos.

Y, allí donde terminaba esta sucesión de volúmenes, se alineaban otros de lomo negro y símbolos similares. La particularidad del segundo compendio radicaba, Dalamar así lo notó al tocar uno, en que destilaban un calor interior que les infundía un hálito vital. En sus páginas se acumulaban los sortilegios de Raistlin, que, asimismo, le pertenecían tras condenarse el archimago.

Dalamar revisó minuciosamente las cubiertas, como si su intelecto hubiera de traspasarlas e imbuirse de los prodigios, los misterios y el poder que atesoraba cada pergamino, cada apartado. Ya en el límite de los anaqueles, al lado casi de la puerta, empleó la telequinesia para posar el candelabro en la mesa y, sujetando el picaporte, atisbo un último objeto antes de salir.

En un sombrío ángulo, estaba, erguido, el Bastón de Mago. El observador contuvo el resuello al detectar un fulgor en el globo de la empuñadura, una pieza extinta desde la trágica jornada, y grande fue su alivio al verificar que se trataba tan sólo del reflejo de las llamas. Apagó las velas, no de un soplo sino mediante un versículo, y la cámara volvió a fundirse en las tinieblas.

Con un suspiro, no sin dirigir una ojeada al lugar donde se alzaba la vara para asegurarse de que se había difuminado, el elfo oscuro abandonó el laboratorio y atrancó el acceso. Alcanzó acto seguido un cofre de madera situado en una hornacina del descansillo, retiró de la cavidad una llave de plata y la insertó en una cerradura de idéntico metal, cuyo primoroso diseño no habían tallado los cerrajeros, ni aun los orfebres, de Krynn. Hizo girar el argénteo instrumento mientras recitaba unas frases arcanas y oyó un chasquido, señal de que el mecanismo, la trampa de nefandos efectos, había sido accionada.

Llamó a uno de los guardianes. Las descarnadas cuencas oculares de éste avanzaron por el piso hasta inmovilizarse delante de él.

—Toma esta llave y custódiala hasta el final de los tiempos —le encargó—. No se la des a nadie, ni siquiera a mí. Tu puesto estará, a partir de hoy, en la puerta, que no dejarás atravesar a ningún ente, sea cual fuere su plano de existencia. Infligirás una rápida muerte al intruso que pretenda burlarte.

El espectro cerró los ojos, si así podían denominarse, para significar su asentimiento. Tras iniciar el descenso de la escalera, Dalamar se volvió una vez y vio aquel par de incorpóreas pupilas enmarcadas en la entrada, acechantes en la oscuridad.

El nigromante esbozó una sonrisa y, satisfecho, se alejó.