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Raistlin y Crysania llegan al abismo

«Ven a casa».

Aquélla voz se dilataba en su memoria. Alguien se había arrodillado junto a la acuosa laguna de su mente y vertía las palabras sobre su tranquila, transparente superficie. Los rizos de la conciencia le perturbaban, le despertaban de un sueño pacífico y reparador.

«Ven a casa, hijo mío, ven a casa».

Al entreabrir los párpados, Raistlin se topó con la cara de su madre, quien, sonriente, extendió una mano y acarició las finas hebras de cabello que se esparcían indómitas sobre su frente.

—Mi desdichado pequeño —dijo la mujer, ahora con tanta nitidez que su proximidad se hizo tangible—, he visto todo lo que te han hecho. ¡He pasado tanto tiempo a la expectativa! He sollozado —afirmó, y sus pupilas humedecidas confirmaron este aserto—. Sí, hijo mío, los muertos también lloramos y, a qué engañarnos, es el único consuelo que tenemos. Pero la pesadilla ha concluido. Estás a mi lado y puedes descansar.

El archimago forcejeó contra su propia flaqueza para incorporarse. Al examinar su cuerpo, comprobó, horrorizado, que lo cubría un manto de sangre, pero no sentía dolor ni descubrió ninguna herida. Jadeaba y, cuando quiso respirar, apenas pudo inhalar una bocanada de aire.

—Yo te auxiliaré —ofreció su madre.

Comenzó a aflojar el cordón de seda que ceñía la cintura del nigromante, el fajín del que se hallaban suspendidos sus saquillos y los valiosos ingredientes de sus sortilegios. En un impulso reflejo, Raistlin apartó aquella mano intrusa y, mitigando un poco su ahogo, observó el paraje.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy? —indagó.

En medio del caos que le rodeaba, se destacaron los recuerdos de su infancia, ¡de dos infancias distintas! La suya e, inexplicablemente ligada, la de otro. Miró a su progenitura, y se le antojó al mismo tiempo la mujer que le había dado la vida y una perfecta desconocida.

—¿Qué ha ocurrido? —repitió, irritado, luchando con los recuerdos, que amenazaban con arrebatarle el último resquicio de lucidez.

—Has muerto, hijo —le descubrió su fantasmal acompañante—. Has entrado en el seno del más allá. Ahora nadie podrá separarnos.

Raistlin quedó estupefacto, incapaz de reaccionar. Al rato, sucedida la laxitud por el frenesí, rebuscó entre las evocaciones que antes había intentado conjurar y, despacio, ordenó el rompecabezas. Algo falló, y había estado al borde de perecer. ¿En qué pudo equivocarse? Se llevó la mano a las sienes, palpó carne, hueso, calor, y entonces se hizo la luz. ¡El Portal!

—¡No! —se rebeló, clavando en su madre unos ojos que irradiaban chispas—. Es imposible.

—Perdiste el control de la magia —susurró ella, paciente, alargando de nuevo los dedos para tocarlo. El hechicero eludió su contacto y la aparecida, con la triste sonrisa que le era peculiar y que Raistlin tan bien conocía, dejó caer la mano en el regazo—. El campo magnético se deshizo, las fuerzas enfrentadas te despedazaron. Se produjo una terrible explosión, que mudó la faz de las llanuras de Dergoth, y la fortaleza de Zhaman se vino abajo. Fue una agonía tener que presenciar el espectáculo de tu sufrimiento.

—Sí, conservo una vaga noción del dolor —corroboró el nigromante—. Pero hay algo más.

¿Qué era? Revivió en su mente la escena en que, circundado por los brillantes estallidos de luces multicolores, invadió su alma un éxtasis exultante. Más tarde, las cabezas de dragón que guardaban el Portal bramaron enfurecidas y él envolvió a Crysania en un abrazo protector.

Se enderezó, para ampliar su campo de visión. Se encontraba en un terreno liso y regular, una especie de desierto. En lontananza, se insinuaban unas montañas, unas cumbres de aserrado perfil, que creyó identificar. ¡Claro, era el reino de Thorbardin! Ladeó el rostro y divisó las ruinas del alcázar, desfigurado en una calavera que parecía engullir la planicie a través del eterno rictus de su boca. Dedujo que estaba en las llanuras de Dergoth. El paisaje era inconfundible. No obstante, al mismo tiempo que lo reconocía, detectaba algo en él que lo hacía nuevo, diferente, acaso el aura rojiza que lo teñía todo y que le sugirió la idea de estar espiando aquellos rincones familiares con los ojos inyectados en sangre. Así, aunque los objetos conservaban sus formas originarias, el purpúreo tamiz les confería una entidad distinta, opuesta incluso a la que se imprimía en su retina.

Estaba seguro de haber visto la Calavera durante la Guerra de la Lanza, una vez asumida su actual apariencia de montaña, y desde luego no tenía el rictus de obscenidad que había ahora en sus pétreos labios. También la cordillera del fondo marcaba un pronunciado relieve, más sobresaliente del habitual, al definirse sus líneas sobre el cielo. ¡El cielo! Al contemplar el contraste, Raistlin tragó saliva. ¡El firmamento era un inmenso espacio vacío! Giró la cabeza en todas direcciones y comprobó que, pese a la ausencia de sol, no era de noche. No se veían lunas ni estrellas y el color indescriptible de la bóveda celeste, entre rosáceo y carmesí, se asemejaba al reflejo del crepúsculo.

Bajó la mirada hacia la mujer que, frente a él, continuaba arrodillada en el suelo. Endureció los rasgos, indescifrables sus emociones, y declaró en un acento que denotaba firmeza, confianza:

—No he muerto. He vencido. Ésta es una prueba fehaciente de mi triunfo. No he olvidado los relatos del kender cuando, tras salvarse del abismo, se personó en aquel campamento y fue mi prisionero en Zhaman. Dijo que el reino de las tinieblas era una extensión monótona, similar a todos los lugares que había visitado pero igual a ninguno. He traspasado el Portal y accedido al plano de la inmortalidad.

Inclinándose hacia adelante, el mago agarró a la mujer por el brazo y la obligó a ponerse en pie.

—¡Fantasma ilusorio! —la imprecó—. ¿Dónde está Crysania? Confiesa, quienquiera que seas, o haré caer sobre ti la ira de los dioses.

—¡Raistlin, basta ya! Me estás lastimando.

El aludido se inmovilizó. Aquél timbre era el de la sacerdotisa y, al aguzar la vista para cerciorarse, advirtió que era su brazo el que oprimía. Avergonzado, redujo al instante la presión pero recobró la compostura en un santiamén y atrajo aquel cuerpo hacia sí, inconmovible frente a sus intentos de liberarse.

—¿Crysania? —la interrogó, examinándola con suma atención.

—Por supuesto —titubeó la mujer, sin saber a qué atenerse—. Algo anda mal. Te suplico que me expliques de qué se trata. Desde hace unos minutos, no oigo más que desatinos.

El archimago oprimió de nuevo el brazo de su presa, que emitió un grito. El dolor que distorsionaba sus facciones era real, su miedo también. Satisfecho de la prueba, el humano la estrechó contra su pecho y se dejó embriagar por la tibieza de su carne, su aroma, el palpito de su corazón y, en definitiva, la vida que emanaba de ella.

—¡Oh, Raistlin! —gimió la sacerdotisa, acurrucada en el cálido nido—. El pánico se apoderó de mí al creerme sola en esta desolación.

La mano del hechicero se enredó en la negra melena. La suavidad y la fragancia de aquella criatura le intoxicaban, le incitaban a una pasión irrefrenable, y su embrujo no hizo sino intensificarse al arquear ella la cintura y echar la cabeza hacia atrás. Sus labios eran sensuales, ansiaban el placer del beso. Raistlin asió su mentón a fin de admirar el exquisito rostro, y se encontró con unas cuencas oculares en las que ardían infernales llamas.

—¡Al fin has venido a casa, mago!

Unas carcajadas estentóreas, acordes con la inflamada mirada, abrasaron sus entrañas, al mismo tiempo que la esbelta figura femenina se contorsionaba y se desvanecía hasta que se halló unido al cuello de un dragón de cinco cabezas. Las comisuras despedían ácidos corrosivos sobre él, el fuego rugía en su derredor, le asfixiaban vapores sulfurosos. Serpenteante, el monstruo puso la cabeza a su altura y se aprestó al ataque.

Desesperado, el archimago invocó su arte. Pero, mientras se ordenaban en su mente los versículos que componían el hechizo defensivo, le fustigó la punzada de la duda. ¡Quizá su magia no surtiría efecto! «Estoy débil, el viaje a través del Portal ha mermado mi energía». El pavor, cortante cual una daga, penetró en su espíritu, y las frases del sortilegio se diluyeron en la nada. «¡Es la Reina quien me tiende esta emboscada! —comprendió—. Ast takar ist… ¡No, he cometido un error!».

Resonaron en sus tímpanos nuevas risotadas. Era el modo con el que la soberana exteriorizaba su victoria. Cegó al cautivo una luz blanca, radiante, y se precipitó en una espiral interminable, que llevaba de la oscuridad al día.

Al abrir los párpados, Raistlin distinguió el rostro de Crysania.

Era, en efecto, su semblante, pero no el que él recordaba. Estaba avejentado, el sello de la muerte había marchitado los últimos vestigios de juventud. Aferraba en su palma el Medallón de Platino de Paladine, cuyos prístinos destellos refulgían en el fantasmagórico ambiente.

El archimago cerró los ojos para ocultar la visión de aquel rostro en pleno ocaso. Y ayudó a su fantasía con ensoñaciones, en las que se lo representaba delicado, hermoso, iluminado por el amor que él le inspiraba y provisto de sus anteriores atributos.

—Poco ha faltado para que te perdiera.

Fue la mujer quien profirió esta frase, con tono frío y sosegado. El nigromante, a tientas porque le aterrorizaba la idea de afrontar unos hechos que intuía, la agarró por los brazos y, zarandeándola, preguntó bruscamente:

—¿Cuál es ahora mi apariencia? Se ha obrado en mí una mutación, ¿no es cierto?

—Eres igual que cuando nos entrevistamos por vez primera en la Gran Biblioteca —repuso Crysania, correcta y mesurada, quizá en demasía, ya que la tensión se hacía aún más ostensible bajo la gélida capa de su aplomo.

«Me lo temía —se dijo Raistlin—. Eso significa que he regresado al presente».

Tomó conciencia de su antigua fragilidad, del perenne malestar de sus pulmones y, con él, de la ronquera que provocaban los espasmos de la tos, como si unas puntiagudas agujas tejieran una telaraña en sus vías respiratorias. No tenía más que hacer acopio de valor, salir de su voluntaria ceguera y, frente a un espejo, contemplar la tez dorada, el cabello cano, las pupilas en forma de relojes de arena…

Apartando de un empellón a la Hija Venerable, se arrojó al suelo y se revolcó sobre su estómago, sin cesar de propinar puntapiés y abandonado a un delirio en el que los arranques de cólera se sumaban a los plañidos de desaliento.

—¿Qué sucede? —inquirió la sacerdotisa, asustada, sin molestarse ya en fingir—. ¿Dónde hemos venido a parar, Raistlin? ¿Hemos fracasado?

—No, hemos triunfado —rectificó él—. Estamos en el Abismo. Todo se ha cumplido según mis designios —apostilló, aunque su actitud anunciaba perspectivas menos halagüeñas.

Crysania se alarmó, tanto por los resquemores que suscitaba el equívoco comentario como por la forma en que el mago la observaba. Ella ignoraba que la veía en un proceso senil, de degeneración. Tras un momento de balbuceo, no obstante, se impuso la confianza, y la sacerdotisa despegó los labios para manifestarla. Pero antes de que acertara a hablar, el hechicero se le anticipó.

—Mi magia se ha evaporado.

Sobresaltada por tan asombrosa revelación, la sacerdotisa nada dijo. Tuvieron que pasar unos segundos para que, algo recuperada, pidiera a su compañero una aclaración.

—No entiendo a qué te refieres.

—Es muy sencillo. ¡Mis poderes se han desvanecido! ¡Estoy tan indefenso como cualquier mortal! —le espetó el archimago, como si fuera ella la culpable de semejante catástrofe—. Soy un hombrecillo vulnerable, en un reino de gigantes.

Se percató de pronto de que su adversaria podía estar escuchando, espiando, regodeándose, y entonces enmudeció. Sus voces se extinguieron en el esputo que, espumeante y sanguinolento, afloró a su boca.

—Sin embargo —murmuró—, todavía no me ha derrotado.

Cerró los dedos en torno al Bastón de Mago, que yacía a su lado, y se apoyó en él para incorporarse. Crysania corrió a prestarle el soporte de su brazo, ya que el bastón se le antojó insuficiente.

—No me engañarás, no ha de serme difícil averiguar dónde te agazapas —retó Raistlin a Su Oscura Majestad, mientras, con la mirada, recorría la vasta planicie y el no menos inconmensurable cielo—. Ahora adivino tu paradero. Estás en la Morada de los Dioses y, gracias a las errabundas divagaciones del Kender, conozco el terreno en el que me muevo. Las esferas inferiores reflejan cual un espejo los planos de arriba. Así que emprenderé tu búsqueda, aunque el viaje sea prolongado y traicionero.

«Sí —prosiguió, acechante—, noto cómo hurgas en mi cerebro, cómo interpretas mis intenciones y prevés todos mis actos, mis expresiones verbales. Estás convencida de que abatirme será un juego de niños. Pero también yo poseo una cierta dosis de perspicacia, que me permite evaluar tu honda confusión. Me acompaña alguien cuya mente no puedes sondear, alguien que me protegerá de ti. ¿No es verdad, Crysania?

—Así ha de ser —ratificó la mujer, leal a su ídolo.

El nigromante dio un paso al frente, luego otro, respaldado por el cayado y por la sacerdotisa. Cada paso le costaba un gran esfuerzo, cada inhalación quemaba sus órganos y, al contemplar el universo, no hallaba sino vacuidad, una vacuidad que se aposentó en su alma ahora que el arte arcano le había abandonado.

Raistlin tropezó. Para evitar su caída, la sacerdotisa le sujetó con fuerza, anegados los ojos en lágrimas.

Las carcajadas se alejaban en punzantes ecos. Y era tan insufrible oírlas, que Raistlin estuvo tentado de desistir. «Me siento cansado —meditó, deprimido—, exhausto. ¿Qué soy sin mi magia? Nada, un insecto torpe y desvalido».