7

El viejo colega

—¡El caballero Gunthar, qué inesperado placer! —saludó Amothus, Señor de Palanthas, poniéndose en pie—. También me alegra mucho verte a ti, Tanis. Presumo que ambos habéis venido para dirigir los preparativos de las celebraciones que se avecinan, la Fiesta de la Paz. Me complace sobremanera que este año podamos iniciarlos con la suficiente antelación. Yo o, mejor dicho, el comité y yo pensamos…

—Te equivocas —le sacó Gunthar de su error, a la vez que recorría la sala de audiencias de la máxima autoridad de la urbe y la examinaba con ojo crítico, calculando ya mentalmente qué medidas se tomarían si se hacía imprescindible fortificarla—. El propósito de nuestra visita es discutir la defensa de tu ciudad.

Amothus observó con un pestañeo de perplejidad al adalid de la Orden solámnica, que se había acercado a la ventana.

—Demasiadas cristaleras —protestó el coronel al cabo de unos segundos, una aseveración que incrementó hasta tal extremo el asombro del mandatario que éste, como si fuera culpable, balbuceó una disculpa y se inmovilizó desconcertado en el centro de la estancia.

—¿Hemos sido atacados? —se aventuró a indagar, transcurridos unos minutos de inspección por parte del recién llegado.

Gunthar dirigió a Tanis una penetrante mirada. Con un suspiro, el semielfo recordó a Amothus en actitud de delicada cortesía la advertencia del elfo oscuro, Dalamar, acerca de los planes que había concebido Kitiara, la Señora del Dragón, de entrar en Palanthas a fin de ayudar a su hermano Raistlin, amo de la Torre de la Alta Hechicería, en su lucha contra la Reina de la Oscuridad.

Concluido tan complicado parlamento, que habría sumido en la confusión a cualquiera que no conociera de antemano sus maquinaciones, el digno oyente declaró:

—¡Ah, sí! Pero no creo que debáis preocuparos por Palanthas. —Y ondeó una mano displicente, cual si ahuyentara una mosca—. La Torre del Sumo Sacerdote, Gunthar…

—He dado orden de reforzar la guarnición —repuso el interpelado, en una brusca interrupción que denotaba su impaciencia—. He doblado el contingente de tropas en ese punto estratégico, ya que es allí donde más cruento será el asalto. No existe otro medio de alcanzar Palanthas salvo el mar, y ostentamos una absoluta supremacía en el elemento acuático. No, el adversario avanzará por tierra si bien, celoso de mi deber, he de tomar precauciones. Quiero estar seguro de que, en el caso improbable de que sufriéramos un revés o nos tendieran una trampa, Palanthas será capaz de salvaguardarse a sí misma.

Ahora que había tomado las riendas de la acción, Gunthar se lanzó a la carga. Saltando imaginariamente sobre el obstáculo que le oponía Amothus cuando insinuó, disgustado, la conveniencia de elaborar las tácticas con sus generales, arreció el galope y no tardó en dejar al mandatario civil asfixiado en la polvareda verbal de sus disquisiciones acerca de la dispersión de los cuerpos de ejército, las requisas de abastos, las reservas secretas de material y otros tecnicismos similares. El Señor de la ciudad se dio por vencido, pero, temeroso de herir susceptibilidades, se sentó y aparentó interés en la arenga mientras, parapetado tras la máscara de los buenos modales, se abandonaba a otras reflexiones. Todo aquello era una insensatez Palanthas nunca había sufrido los efectos de una contienda. Quien pretendiera acceder a ella debería franquear antes el obstáculo de la Torre del Sumo Sacerdote y nadie había logrado romper tal barrera, ni siquiera las fuerzas del Mal en la última guerra.

Tanis, discreto espectador de la escena, adivinó el distanciamiento mental de Amothus y sonrió. Empezaba a preguntarse cómo escaparía, también él, de la matanza por donde ahora discurría la inagotable verborrea del caballero, cuando se oyó el repicar de unos nudillos en una de las egregias, áureas y profusamente talladas puertas. El dignatario se incorporó con la expresión de quien escucha los clarines del rescate, pero antes de que atinara a pronunciar una palabra se abrió la puerta y penetró en la sala un anciano criado.

Charles, procedente de las remotas tribus de Sajonia, estaba al servicio de la casa real de Palanthas desde hacía más de medio siglo. No podían arreglárselas sin él, y era consciente de este hecho. Se hallaba al corriente de todo, del número exacto de barriles de vino que dormitaban en las bodegas, de dónde debía acomodarse a determinado elfo en un ágape protocolario, si al lado de una dama de su raza o mejor de una humana, como era el caso en los festines de confraternización, incluso de la fecha exacta en que se había ventilado la lencería por última vez. Aunque su conducta fue siempre deferente y respetuosa, algo en su manera de torcer el labio implicaba una exigencia de que el día de su muerte, lo mínimo que podía hacer el palacio entero era desmoronarse alrededor de su amo.

—Lamento molestaros, señor —se excusó.

—No te inquietes —le tranquilizó el otro, que no cabía en sí de gozo—. Estás dispensado, te lo garantizo en nombre de mis huéspedes y de…

—Pero traen un mensaje urgente para Tanis el Semielfo —terminó Charles, inflexible, con una mueca de reproche a su superior por perderse en vaguedades.

—¡Oh! —exclamó Amothus, incapaz de ocultar su desencanto—. ¿Para Tanis el Semielfo? —se cercioró.

—Así es, señor —confirmó el servidor.

—¿No es para mí? —persistió el adalid palanthiano, viendo que la salvación desaparecía en el horizonte de sus anhelos.

—No, señor.

—De acuerdo. Gracias, Charles. —Amothus suspiró, y se dirigió al afortunado—. Tanis, será mejor que acompañes…

Pero el semielfo ya había cruzado la sala.

—¿De qué se trata? —interrogó al criado—. ¿No serán noticias de Laurana?

—Os ruego que me sigáis, señoría —eludió el criado con su habitual prosopopeya, mientras que, extendida la mano, le invitaba a cruzar el umbral.

Una mirada del enigmático anciano recordó al héroe de la Lanza, cuando se aprestaba a salir, que debía volverse y saludar mediante una inclinación de cabeza a las dos autoridades presentes. El coronel Gunthar le sonrió y agitó la mano en señal de despedida, mientras que Amothus, la máxima dignidad civil de la ciudad, no pudo refrenar la envidia que delataban sus pupilas y tuvo que evitar todo gesto expresivo. Sin más que un leve ademán, el mandatario se hundió en su butaca y se preparó para escuchar una enumeración del equipo que precisaba el aceite hirviendo si había de producir las bajas deseadas.

Con sumo cuidado, Charles cerró la puerta una vez hubo pasado el huésped.

—¿Qué sucede? —le apremió éste, solos ya en el corredor—. ¿Te ha comunicado algo el emisario?

—Sí, señoría —se sinceró al fin Charles, mudándose su expresión hasta asumir la dulzura nostálgica del pesar—. No debía revelároslo a menos que fuera absolutamente indispensable para liberaros de vuestro compromiso. Elistan, el Hijo Venerable, está en trance de muerte. Quienes le asisten no le auguran más que unas horas. Sus ojos han visto ya el último amanecer.

El césped del Templo se mecía pacífico, sereno, en la brisa que preludiaba el ocaso. El sol se ponía no con fúlgido esplendor, sino con una luminosidad perlífera que invadía el cielo en un arco iris de suaves colores, un tornasol comparable a una concha marina. Tanis, que esperaba hallar en los aledaños a una muchedumbre ansiosa de nuevas mientras los clérigos de albo hábito corrían de un lado a otro, se sorprendió frente al orden y la calma reinantes. Algunos grupos descansaban sobre la hierba como de costumbre, los sacerdotes paseaban junto a los macizos de flores departiendo en tonos quedos o, si estaban solos, perdidos en silenciosas elucubraciones.

Quizá el emisario se había equivocado o había recibido una información inexacta, decidió el semielfo. Hubo de rectificar, no obstante, cuando pasó por su lado, mientras cruzaba el aterciopelado tramo de verdor, una joven novicia. La muchacha alzó el rostro y Tanis descubrió que tenía los ojos enrojecidos e hinchados a causa del llanto, lo que no le impidió sonreír, secar las huellas de su tribulación y seguir su camino.

De repente el visitante cayó en la cuenta de que ni Amothus, gobernante de Palanthas, ni Gunthar, paladín de los Caballeros de Solamnia, habían sido puestos en antecedentes. Entristecido, comprendió el motivo: Elistan moriría como había vivido, revestido de una callada sobriedad.

Un acólito, poco más que un adolescente, salió a su encuentro a la puerta del Templo.

—Bienvenido, Tanis el Semielfo —le susurró—. Aguardan tu llegada. Acompáñame, te lo suplico.

Unas sombras perturbadoras se cerraron sobre el huésped al percatarse de que, dentro del edificio, el duelo era patente. Un elfo tañía el arpa, arrancándole armoniosas melodías, y los clérigos formaban corrillos en los que, enlazados sus brazos, compartían cierto solaz en aquella hora de prueba. Sin que pudiera evitarlo, las lágrimas nublaron momentáneamente la visión de Tanis.

—Te agradecemos que hayas regresado a tiempo —continuó el neófito, que, diligente, guiaba al invitado hacia las entrañas del Templo—. Temimos que te fuera imposible. Difundimos la inminencia del suceso tan sólo entre quienes habían de guardar el secreto de nuestra consternación, en obediencia a la voluntad de Elistan de partir de este mundo con placidez.

El semielfo asintió de forma brusca, congratulándose de que la barba camuflara sus lágrimas de decaimiento. No se avergonzaba de sus sollozos: circulaba por sus venas sangre elfa y las criaturas de esta raza consideran la vida como el más sagrado don de los dioses, así que lamentar su pérdida o, de hecho, exteriorizar los sentimientos, es algo natural en ellos, al contrario de lo que les ocurre a los humanos. El motivo de que Tanis prefiriese encubrir su pesadumbre era el miedo a que tal despliegue abatiera a Elistan. Sabía la gran aflicción que causaba al bondadoso anciano el conocimiento de la amargura en que su fallecimiento había de sumir a quienes dejaba.

Entraron ambos personajes en una cámara interior donde estaban reunidos Garad y otros Hijos Venerables de ambos sexos, cabizbajos y ocupados en dedicarse recíprocas frases de consuelo. Tras ellos se erguía una puerta cerrada, en la que confluían furtivos escrutinios. Tanis no abrigaba la menor duda acerca de quién era el ocupante de la alcoba que se hallaba al otro lado.

Al oír sus pisadas, Garad atravesó la cámara para saludarle.

—Es un alivio que hayas podido desatender tus obligaciones —dijo con acento cordial. Era un elfo Silvanesti, probablemente uno de los primeros conversos de su pueblo a la religión olvidada decenios atrás—. Nos inquietaba que contestaras a nuestro requerimiento demasiado tarde.

—La evolución de su enfermedad debe haberse precipitado —murmuró el visitante, incómodo al apercibirse de que, con las prisas, no se había desprendido de su espada y ahora ésta repiqueteaba en áspera barahúnda en medio del callado entorno.

—Sí, se puso muy grave la noche de tu partida —informó Garad—. Ignoro el contenido de vuestro postrer conciliábulo, pero Elistan recibió un gran impacto y no ha cesado de sufrir desde entonces. Nada de lo que hacíamos parecía ayudarle, hasta que se personó en el Templo Dalamar, el aprendiz del nigromante. —Al mencionar este nombre, el narrador frunció el entrecejo—. Traía consigo una poción susceptible, según aseveró, de mitigar el dolor. Cómo se enteró de los luctuosos eventos es para mí un misterio, aunque nada me sorprende proviniendo de un habitante de esa extraña mole.

Al proferir esta frase oteó, a través de la ventana, el perfil de la Torre. Su contorno se elevaba desafiante, cual una sombra fantasmal que negase a los congregados la brillante luz del sol.

—¿Le dejaste entrar? —preguntó Tanis, anonadado.

—Yo habría rehusado —afirmó el aludido—, pero Elistan dio órdenes concretas de que se le admitiera. Y he de reconocer que su pócima surtió efecto. En cuanto se la administró al agonizante, los ataques cedieron. Ahora el maestro gozará de su pleno derecho a morir con serenidad.

—¿Y Dalamar?

—En la alcoba. No se ha movido ni hablado desde que se instaló, se limita a ocupar un rincón y guardar silencio. No obstante —puntualizó el clérigo—, su presencia reconforta a Elistan y permitimos que se quede.

«Me gustaría verte en el trance de sugerirle que se vaya», pensó el semielfo.

Se abrió la puerta de la estancia vecina. Los eclesiásticos alzaron la vista asaltados por un mal presagio, pero era sólo el acólito. El joven novicio había llamado mediante un suave golpeteo y, tras entreabrirse la puerta, sostuvo una conferencia particular con quien había acudido desde el otro lado. A los pocos segundos, se volvió e indicó a Tanis que se acercase.

El semielfo se introdujo en el pequeño, apenas amueblado aposento con el propósito de no armar revuelo, de avanzar sigiloso como aquellos clérigos de hábitos susurrantes y acolchadas pantuflas. Fue inútil: su espada matraqueaba, las botas crujían y las hebillas tintineaban al entrechocar. Para sus propios oídos, el estruendo que provocaba en nada difería del de un ejército de enanos. Ardientes sus pómulos, trató de poner remedio caminando de puntillas. En aquel instante, Elistan giró la cabeza en la almohada y, pese a su ostensible debilidad, se carcajeó.

—Mi querido amigo, cualquiera que te viera deduciría que te has colado aquí para robarme —comentó el yaciente, al mismo tiempo que levantaba su mano y se la tendía en actitud afectuosa.

Tanis ensayó una sonrisa, una frustrada tentativa. Oyó cómo cerraban quedamente la puerta a su espalda y, de manera instintiva, fijó su atención en la tenebrosa figura que oscurecía una esquina. No la inspeccionó mucho rato. Prefirió centrar su interés en aquella criatura que se hallaba postrada en su último lecho. Arrodillándose junto al anciano, junto al hombre al que había rescatado de las minas de Pax Tharkas y que, merced a su benéfica influencia, había desempeñado un papel tan importante en su vida y la de Laurana, el semielfo asió la mano que le ofrecía y la estrechó con fuerza.

—¡Cuánto desearía poder enfrentarme a este enemigo en tu lugar, Elistan! —exclamó, puesta su mirada en la mano fláccida, blanquecina que encerraba la suya, firme y curtida.

—No es ningún adversario quien viene en mi busca, Tanis, sino un viejo colega. —El enfermo retiró, sin violencia, la mano para dar al semielfo unas palmadas en el hombro—. Ahora no eres capaz de entenderlo, pero te garantizo que algún día lo harás. De todos modos, mi objetivo al mandarte recado de mi situación no era abrumarte con una lastimera despedida, sino encomendarte una tarea.

Hizo un significativo gesto y el acólito, que estaba también en la habitación, dio unos pasos hacia ellos con un cofre de madera y se lo entregó a su superior. El ente de la esquina no pestañeó, se diría que se había convertido en estatua.

Tras izar la tapa del objeto, el moribundo extrajo de su interior un rollo de blanco pergamino. Alcanzó la palma de Tanis, posó el documento y cerró los dedos sobre él.

—Dale esto a Crysania —encargó a su atento oyente—. Si sobrevive, la sacerdotisa ha de ser mi sucesora como cabeza de la Iglesia. —Iba a enmudecer pero al ver la expresión dubitativa, reprobatoria que adoptó el semielfo, le aleccionó—: Amigo mío, tú mismo has recorrido las sendas de la noche. Nadie sabe de tus luchas y padecimientos más que yo, pues estuvimos a punto de perderte y esta perspectiva me apenaba inmensamente. Al fin te resististe a las tinieblas y volviste a disfrutar de la luminosidad diurna, enriquecido por el conocimiento de lo que habías ganado. En un desenlace análogo estriban mis esperanzas respecto a Crysania. Su fe es inquebrantable, su único defecto es, tú bien lo enjuiciaste, su carencia de calidez, de conmiseración y de humanidad. Tendría que aprender, presenciando la escena, las lecciones que nos ha enseñado la caída del Príncipe de los Sacerdotes. Era imprescindible infligirle heridas, Tanis, abrir en sus entrañas profundas llagas, antes de que reaccionase a los daños ajenos. Y, sobre todo, tenía que amar.

Entornó los párpados, lleno de angustia su rostro demacrado, estragado por el sufrimiento.

—De haber podido, amigo, habría elegido para ella un destino diferente —prosiguió—, la habría llevado por otros derroteros menos peligrosos. Sin embargo, ¿quién osa cuestionar los designios de los dioses? Yo no, desde luego. Aunque —admitió—, en ocasiones, me entran ganas de discrepar.

Abrió los ojos mientras así se expresaba y, al clavarlos en Tanis, éste detectó en ellos un amago de ira. El neófito se aproximó entonces con paso amortiguado. Las resonancias de su desplazamiento no pasaron inadvertidas al semielfo, pese a su sigilo y al hecho de que él estaba de espaldas.

—En cuanto creen que me excito —explicó Elistan— vienen prestos a interrumpir mi conversación. Les preocupa que los visitantes me cansen o alteren y lo cierto es que lo hacen, pero yo apuro mis energías porque pronto me repondré en un reposo eterno. —Cerró las pupilas, y sonrió—. Sí, eterno. Mi viejo colega me recogerá y andará a mi lado, guiará mi incierto deambular.

Poniéndose en pie, el semielfo consultó al acólito con un ademán. El joven meneó la cabeza y musitó:

—Ignoramos la identidad de ese «viejo colega» al que alude constantemente. Incluso se nos ocurrió que podrías ser tú…

Le interceptó la voz del patriarca, cristalina a despecho de los quiebros que le imponía la edad.

—Adiós, Tanis el Semielfo. Transmite mi cariño a Laurana. Garad y los otros —apuntó a la puerta con la barbilla— están al corriente de mi dictamen en el asunto de la sucesión, y del cometido que te he confiado. Te prestarán su apoyo en todo cuanto les sea posible. Y, ahora, adiós de nuevo y para siempre. Que Paladine te colme de bendiciones.

El héroe de la Lanza no despegó los labios. Las palabras habrían sido una pálida representación de sus emociones. Se agachó, apretujó la mano del clérigo, asintió y, volviéndose abruptamente, atravesó la estancia sin examinar a la negra figura de la esquina y salió envuelto en un mar de lágrimas.

Garad acompañó al visitante hasta el pórtico principal del Templo.

—Conozco la misión de la que tú eres responsable —anunció el clérigo—, y puedes creerme cuando te digo que anhelo fervientemente que las aspiraciones de Elistan se hagan realidad. Según se me ha comunicado, la Hija Venerable Crysania participa en un peregrinaje que acaso resulte azaroso.

—Más que eso —se atrevió a contestar el semielfo, sin extenderse en aclaraciones.

—Ojalá Paladine la acompañe —deseó Garad con un suspiro—. Todos rezamos por ella. Es una mujer fuerte y nuestra institución precisa de juventud y vitalidad si pretende crecer, propagarse. Cualquier tipo de ayuda que necesites, Tanis, no dudes en planteárnosla.

El interpelado, en su desolación, sólo atinó a interponer un cortés, escueto aserto de gratitud. Con una reverencia, Garad corrió junto al agonizante maestro mientras el semielfo hacía una pausa cerca del portalón, en un esfuerzo por recuperar el control antes de lanzarse a la calle. Se encontraba apoyado en el muro, reconsiderando las frases de Elistan, cuando llegó a sus oídos una reyerta que, habida cuenta de la intensidad sonora, tenía lugar en el mismo acceso.

—Lo siento, señor, no puedo consentir que penetren extraños en el Templo —declaró un acólito con determinación, aunque amable.

—¡Un extraño! —se encolerizó la criatura a quien iba dirigido tal rechazo—. Pero no perdamos tiempo en argumentos banales. Tengo que ver a Elistan sin demora —exigió en un tono quejumbroso y desafinado que denunciaba un carácter excéntrico.

Tanis hubo de sujetarse a la pared para no desplomarse. Aquélla voz le era familiar. Los recuerdos se agolparon en su cerebro en un embate tan poderoso que, durante unos segundos, no consiguió moverse ni articular una sílaba.

—Quizá si os presentarais debidamente, por vuestro nombre —propuso el neófito—, podría enviarle noticia…

—¿Mi nombre? —repitió el otro—. ¡Haber empezado por ahí! Me llamo… me llamo… —balbuceó un poco trastornado—. Te aseguro que ayer lo sabía.

Resonó en el ambiente el irritado tamborileo de un bastón sobre los peldaños de la escalinata, y el visitante persistió con timbre agudo, chirriante casi:

—Soy una persona muy importante, jovencito, y no estoy acostumbrado a que se me trate con semejante impertinencia. Apártate de mi camino antes de obligarme a hacer algo que haya de lamentar. Perdón, me he confundido —se corrigió—, serás tú quien lo lamente. ¿O acaso los dos? Sea como fuere, yo pasaré a la acción y alguien saldrá perjudicado.

—Os suplico que me disculpéis, señor —se impacientó el clérigo, a pesar de sus exquisitos modales—, pero sin una referencia clara no permitiré que os internéis en este recinto.

Un breve forcejeo inundó los tímpanos de Tanis, sucedido por el silencio y un murmullo auténticamente siniestro, el de las páginas de un libro hojeado a toda velocidad. Sonriendo entre sollozos, el semielfo se asomó al lugar del altercado, y al espiar la figura del recién llegado, distinguió a un anciano mago en los sobrios escalones del Templo. Ataviado con ropajes de tonalidades grisáceas, a punto su deformado y picudo sombrero de liberarse de la atadura de su cabeza, el vetusto viajero constituía un espectáculo que en nada favorecía su reputación. Había apoyado el sencillo bastón de madera que portaba contra un tabique e, indiferente al enrojecido e indignado acólito, revisaba su libro de encantamientos en absoluto desconcierto y farfullando:

—Bola de fuego… ¿Dónde se ha escondido ese dichoso sortilegio?

Tanis resolvió interceder. Posó la mano en el hombro del neófito, y corroboró:

—Es, en efecto, una persona importante. Puedes dejarle entrar, yo respondo por él.

—¿De verdad? —indagó el joven, todavía circunspecto, reacio.

Al oír una tercera voz, el mago alzó la vista.

—¿Una persona importante? —recitó por inercia, pues sólo había reparado en esta parte de la alocución del semielfo—. ¿Quién es? ¿Vos, señor? —abordó a su fiador—. ¿Cómo estáis?

Comenzó a alargar la mano a la vez que, entusiasmado, daba un paso al frente. Pero se enredó en los pliegues de su sayo y el arcano volumen se estrelló contra su pie. Al inclinarse para asirlo, tropezó con el bastón, que salió rodando escaleras abajo en medio de un gran estrépito, y, por si tales desgracias fueran pocas, el sombrero echó a volar en una de las inconexas secuencias. Tanis y el clérigo tuvieron que aunar sus esfuerzos a fin de devolver al anciano la compostura.

—¡Me ha dado en el dedo más encallecido! —protestó el accidentado mientras le auxiliaban—. He perdido la noción de mi paradero. ¡Estúpido cayado! ¿Dónde ha ido a parar mi sombrero?

Pese a tamañas peripecias, quedó más o menos incólume. Embutió el tomo en una bolsa, que le servía de funda, y se caló el redondel de fieltro en el cráneo, no sin antes invertir el orden lógico de las operaciones y tener que empezar de nuevo. Por desgracia, su rebelde tocado rehusó acoplarse y el ala se deslizó hasta cubrirle los ojos.

—¡Los dioses me han castigado con la ceguera! —aventuró el hechicero, tanteando el aire con frenesí. Éste percance pronto se solventó. El acólito, estudiando a Tanis con una creciente incertidumbre, agarró el sombrero y, gentil, lo retiró de manera que se encajara en el canoso cabello. Ésta amabilidad enojó al veterano personaje, quien, tras censurar al joven a través de sus dilatadas pupilas, observó al semielfo y demandó:

—¿Persona importante? Sí, creo que lo eres. ¿No hemos coincidido ya en alguna ocasión?

—Naturalmente —repuso el otro—. Pero eres tú la criatura importante a la que me refería, Fizban.

—¿Yo? —El mago quedó unos momentos petrificado hasta que, dueño de nuevo de sí mismo, emitió un gruñido y se ensañó con el pobre novicio—. Claro, tú tienes la culpa de todo este embrollo. Deja ya de interponerte en mi camino. No permanezcas tieso como un pasmarote —le apremió.

Después de atravesar el umbral del Templo, el viejo examinó a Tanis desde debajo del ala del andrajoso sombrero. Descansó la mano en el brazo del semielfo y, desvanecida la nota de atolondramiento de sus rasgos y su voz, le contempló sin un pestañeo y sentenció:

—Nunca antes afrontaste una hora tan negra como la que te aguarda, héroe de la Lanza. Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor.

Dicho esto se alejó, a un ágil trotecillo que desentonaba con su añejo aspecto. Pero casi de inmediato, se equivocó en el rumbo y acabó en el interior de un estrecho gabinete. Dos sacerdotes corrieron a rescatarle y le hicieron de guías.

—¿Quién es? —preguntó el neófito, perplejo, al mismo tiempo que echaba a andar detrás del trío.

—Un amigo de Elistan —especificó Tanis—. Lo que podría denominarse un viejo colega.

Cuando partía del santuario, una nueva imprecación retumbó en las vías auditivas del semielfo:

—¡Que alguien me traiga el sombrero!