12

Palanthas, símbolo roto de la paz

Impulsado por sus magníficos cuartos traseros, Khirsah dio un salto y surcó el aire, con grácil desenvoltura, sobre las tapias de la Torre del Sumo Sacerdote. El contundente batir de sus alas les permitió sobrepasar, a él y a su jinete, la lenta trayectoria de la ciudadela flotante mucho antes de que ésta cubriera la mitad del recorrido. «De todos modos —calculó Tanis, pues no era otra la cabalgadura—, la fortaleza se mueve lo bastante deprisa para plantarse en Palanthas, con toda probabilidad, mañana al amanecer».

—No te acerques demasiado —ordenó, cauto, al reptil.

Un Dragón Negro hizo sobre ellos un indolente vuelo de reconocimiento, trazando círculos que derivaron en espirales. Se divisaba en la distancia a algunos de sus secuaces y, ahora que se hallaba a la altura del alcázar, el semielfo distinguió también a los animales de escamas azules, que, persistentes, dibujaban elipses regulares en torno a las tórrelas del edificio. Posó sus ojos especialmente en uno al que identificó como Skie, la montura predilecta de Kitiara.

«¿Dónde estará Kit?», se preguntó, tratando sin éxito de espiar el interior del castillo a través de las ventanas rebosantes de draconianos, que, jocosos, le señalaban entre mofas. El repentino resquemor de que la dama le identificase, en el caso de que estuviera ojo avizor, le llevó a esconder el rostro bajo la capucha. Una vez tomada tal precaución, no obstante, fue él quien se burló de sí mismo y se mesó la barba, mientras se repetía que, aunque Kitiara le viese, no distinguiría sino a un solitario viajero a lomos de un dragón alado y deduciría que era un emisario de los caballeros.

Imaginó, como si lo estuviera viviendo, lo que ocurría dentro de la fortificación.

—Podríamos derribarle en el cielo, señora —sugeriría uno de los oficiales a la mandataria.

—No dejemos que comunique la noticia a los palanthianos y que éstos averigüen qué les espera —respondería ella, emitiendo una risa taimada que casi resonó en los tímpanos del que la evocaba—. Así tendrán tiempo para sudar.

«Tiempo para sudar». Tanis se enjugó la frente. A pesar de la brisa glacial que soplaba sobre las cumbres montañosas, la camisola que se ajustaba a su carne, oculta por el peto de cuero y la cota de malla, estaba húmeda y pegajosa. En un desagradable contraste, tiritaba sin pausa en el frío ambiental y hubo de arroparse con la capa. Le dolían los músculos porque, acostumbrado a los carruajes y no a la grupa desnuda de un dragón, el esfuerzo físico le suponía una dificultad adicional. Iba a abandonarse al nostálgico recuerdo de su confortable vehículo cuando, enojado con su flaqueza, sacudió la cabeza para despejarse —tampoco iba a consentir que una noche en vela le afectara tanto— y desechó los problemas nimios para pensar en otros, mucho más espinosos, que tenía que solventar.

Khirsah hacía todo lo posible por ignorar a su congénere de piel oscura que, en aquel momento, se encontraba suspendido en la vecindad. El broncíneo animal imprimió mayor velocidad a sus miembros hasta que el rival, que tan sólo les acechaba porque le habían mandado observarles, dio media vuelta hacia la ciudadela. La mole había quedado rezagada. Se deslizaba sin dificultad sobre unos cerros escarpados que habrían obstaculizado el avance de un ejército de tierra.

El semielfo empezó a planificar su acción. Pero todo cuanto decidía hacer exigía unos preliminares tan largos e ineludibles que, al rato, se sintió como uno de aquellos ratones de feria que corrían sin cesar sobre una rueda y no llegaban a ninguna parte, a pesar del empeño que ponían. Gunthar, al menos, había intimidado, merced a sus arengas, a los generales de Amothus. Éste era un título honorífico que se concedía en Palanthas a quienes habían destacado en la comunidad, pero que en modo alguno significaba que tales «generales» hubieran participado jamás en una batalla. Gunther les había dirigido sus arengas con tal acierto, que los generales habían movilizado la milicia local. Lamentablemente, la mayoría de los habitantes de la ciudad sólo vieron en el cambio de rutina una excelente excusa para gozar de un período de asueto.

El caudillo solámnico y sus hombres habían presenciado, sin poder evitar la chanza, las torpes evoluciones de los soldados civiles. Concluidos los adiestramientos, Amothus pronunció un discurso de dos horas. Los voluntarios elegidos celebraron su hazaña bebiendo alcohol hasta la extenuación y, en conjunto, todos se divirtieron de lo lindo.

Al representarse en su mente las figuras rechonchas de los taberneros, los no menos orondos comerciantes, los aseados sastres y los forjadores, fuertes pero torpes, tropezando con sus armas y entre sí, obedeciendo instrucciones que no se habían dado mientras pasaban por alto otras manifestadas en tono perentorio, Tanis tuvo que reprimir el llanto. Era aquella caterva de incompetentes, reflexionó compungido, el adversario que había de interceptar al Caballero de la Muerte y sus legiones de guerreros espectrales en las puertas de Palanthas. Y no habían de perfeccionarse sus artes marciales, pues la confrontación era inminente.

—¿Dónde está Amothus? —preguntó Tanis, y cruzó las colosales puertas del palacio antes de que se abrieran oficialmente, con tanta energía que a punto estuvo de atropellar a un atónito lacayo.

—Duerme, señor —contestó éste—, es aún muy temprano.

—Despiértale. ¿Quién se halla a cargo de los caballeros?

El interpelado, desorbitadas las pupilas, solicitó una aclaración.

—¡Maldita sea! —se impacientó el semielfo—. Lo que quiero saber, cerebro de mosquito, es el nombre del caballero de mayor rango.

—El comandante Markham, señoría, apodado «el de la Rosa» —colaboró Charles, que, con su digna flema, acababa de salir de una antecámara—. ¿Envío a alguien en su busca?

—¡Sí! —bramó el visitante.

Al comprobar que todos cuantos se habían reunido en el vestíbulo de la mansión le miraban como si hubiera perdido el juicio, y razonar también que el pánico sólo había de favorecer en la liza al enemigo, Tanis se cubrió los ojos con una mano, inhaló una bocanada de aire y se exhortó a la serenidad.

—Sí —reiteró con voz pausada—, traed a Markham y a Dalamar, el mago.

Éste último requerimiento pareció confundir incluso al imperturbable Charles. El criado meditó unos momentos y, con una expresión que denotaba tristeza, se aventuró a poner trabas.

—Lo siento muchísimo, señoría —se disculpó—, pero no dispongo de medios para mandar un mensaje a la Torre de la Alta Hechicería. Ningún ser viviente accedería a internarse en ese malhadado Robledal, ni siquiera un kender.

—¡No puede ser! —se revolvió el héroe frente al impedimento—. ¡Tengo que hablar con él! —Su mente, siempre activa, se convirtió en un hervidero de ideas, no todas practicables. Al fin se decidió a exponer una—: Recurriremos a uno de los prisioneros goblins de vuestros calabozos. Los de su raza pueden cruzar el Bosque sanos y salvos, o al menos eso creo, así que convencedle. Os autorizo a prometerle la libertad, dinero, medio reino o al mismísimo Amothus. No reparéis en ofrendas hasta motivarlo.

—Todo eso no será necesario, amigo mío —dijo alguien en un enigmático siseo, a la vez que una figura de negra indumentaria se materializaba en el zaguán y, al hacerlo, sobresaltaba a Tanis, aterrorizaba a los lacayos y, lo que era más insólito, causaba el momentáneo enarcamiento de las cejas de Charles.

—Me rindo ante tus poderes —le alabó el semielfo, aproximándose al aparecido, que era, como cabe adivinar, el elfo oscuro en persona—. Debemos conferenciar en privado. Te ruego que vengas conmigo —le instó, tras asegurarse de que el anciano servidor encargaba a uno de sus subordinados que alertase al Señor de la ciudad y a otro que localizara al caballero Markham.

Mientras caminaban hacia una dependencia vacía, Dalamar comentó a su guía:

—Me gustaría merecer tu cumplido. Pero ha sido mi sentido visual, no una mágica lectura de tu mente, lo que me ha permitido discernir tu llegada. Divisé desde la ventana del laboratorio el aterrizaje del Dragón Broncíneo en el patio del palacio y, también, cómo desmontabas y atravesabas el umbral. Dado que era para mí de extrema urgencia que sostuviéramos una entrevista, acudí al instante. Imagino que ambos queremos tratar el mismo asunto.

—Rápido, antes de que se nos unan los otros —le apremió Tanis, cerrando la puerta de la estancia en la que le había introducido—. ¿Estás al corriente de la amenaza que se cierne sobre nosotros?

—Me enteré anoche —repuso el aprendiz—. Quise ponerme en contacto contigo, pero ya habías partido. —Su sonrisa se torció sinuosa, maligna, al añadir—: Mis espías vuelan sobre las alas del viento.

—Dudo que lo hagan sobre alas de ninguna clase, por inmateriales que éstas sean —gruñó su contertulio.

Suspiró, se atusó la barba en un gesto atávico y, levantando la cabeza, miró fijamente a Dalamar. El hechicero elfo estaba erguido frente a él, enlazadas las manos bajo las bocamangas de la negra túnica y en una actitud de sosiego, de paz. Su aspecto era el de alguien en quien podía confiarse para realizar un acto de frío valor en una situación de crisis. Lo único que quedaba por definir era qué bando elegiría en las presentes circunstancias.

Tanis se frotó las sienes, inmerso en un laberinto que le producía migraña. ¡Cuánto más fácil era todo en épocas pasadas! —pensaba como un anciano, pero no dejaría de ser franco consigo mismo—, cuando el Bien y el Mal estaban claramente delimitados y cada uno se enrolaba en unas y otras filas según el dictado de su conciencia. Ahora se había aliado con un hijo de la maldad para combatir al máximo exponente de lo demoníaco, a su criterio una pura contradicción. «El Mal se vuelve contra sí mismo», había leído Elistan en los Discos de Mishakal quizás en esta frase se hallaba la clave. Sea como fuere, no podía malgastar su escaso tiempo en vacilaciones. Depositaría su fe en Dalamar, una criatura ambiciosa que tenía interés en ayudarles si deseaba ver cumplidas sus aspiraciones.

—¿Existe algún método para detener a Soth? —interrogó al acólito en tono confidencial.

—Eres ágil discurriendo, semielfo —admitió el aludido, y asintió—. ¿También tú opinas que el Caballero de la Muerte atacará Palanthas?

—Resulta evidente, ¿no? —le espetó Tanis—. Ése fantasma ha de formar parte de las maquinaciones de Kit. Él equilibra ambas facciones.

—No hay nada que pueda hacerse —negó el mago—. En cualquier caso, ahora todavía no.

—Y tú, ¿no serías tú capaz de interferirte en sus designios y desbaratarlos? —insistió el otro, remiso a ceder.

—No me atrevo a dejar mi puesto junto al Portal. He venido porque tengo la total constancia de que Raistlin está aún lejos —le reveló—, pero se acerca con cada exhalación. Ésta es mi última oportunidad de ausentarme de la Torre, y la he aprovechado para advertirte. El desenlace sobrevendrá muy pronto.

—Así que el nigromante va a vencer a la Reina de la Oscuridad —apuntó Tanis, incrédulo.

—Siempre lo infravaloraste —le reprochó Dalamar con una mueca sarcástica—. Su fuerza, como ya he recalcado, es grande, sus facultades han crecido hasta hacer de él el mago más poderoso que nunca alumbró Krynn. ¡Claro que se proclamará ganador! Sin embargo, será a un alto precio.

Una sombra de inquietud nubló las facciones del semielfo, al que desagradaba profundamente la nota de orgullo que destilaba la voz de Dalamar cuando mencionaba a Raistlin. No era aquel sentimiento el que debía rezumar un aprendiz resuelto a matar a su shalafi si surgía tal necesidad.

—Volviendo a Soth —prosiguió el oscuro personaje, quien había adivinado en el rostro del héroe la zozobra que le agitaba, pese al afán que éste ponía en disimularla—, te contaré los pasos que he dado. Me percaté de que el espectro sacaría el mayor partido posible de la opción que le brindaba el plan de Kit de perpetrar su venganza contra una ciudad y unas gentes que habían suscitado su inquina siglos antes, si hemos de prestar oídos a las leyendas que circulan acerca de su caída. Apelé entonces a los moradores de la Torre de la Alta Hechicería sita en el Bosque de Wayreth.

—¡Por supuesto! —se regocijó su oyente—. Par-Salian y su cónclave podrían des…

—No obtuve respuesta a mi petición —le interrumpió Dalamar, indiferente a sus emociones—. Algo extraño sucede en ese lugar, aunque ignoro qué acontecimientos les han forzado a inhibirse. Mi emisario encontró el camino obstruido, lo que, en un ser de naturaleza ligera, etérea, constituye un fenómeno inusitado.

—Pero…

—Descuida —siguió el elfo, anticipándose a las recomendaciones de Tanis y encogiéndose de hombros—, no cejaré. Haré nuevas tentativas, aunque te prevengo que no podemos contar con ellos y que, por otro lado, son los únicos magos capaces de poner freno a los impulsos asesinos de un alma errante.

—¿Y los clérigos de Paladine? —propuso el semielfo.

—Su Orden, aunque antigua, ha sido rehabilitada hace poco tiempo. Sus dotes están en una fase inicial, balbuceante. En la era de Huma, los sacerdotes auténticos, así lo afirma el rumor, invocaban el concurso de su dios y, con unos versos santos, neutralizaban a tales apariciones. Si existió esta intimidad entre el hacedor y sus hijos preferidos, se ha perdido. Hoy en día no hay en todo el continente de Ansalon un eclesiástico que pueda jactarse de poseer semejantes virtudes.

Tras recapacitar unos minutos, Tanis inquirió:

—El destino de Kit será la Torre de la Alta Hechicería, ¿verdad? Allí coincidirá con su hermano y le respaldará en sus proyectos.

—Además de hacer cuanto esté en su mano para eliminarme —apostilló Dalamar, rígido su cuerpo.

—¿Salvará la Señora del Dragón la prueba del Robledal de Shoikan?

Aunque el aprendiz se encogió de hombros, a su acompañante no le pasó inadvertido que su semblante se demudaba, que su frialdad era fingida.

—La arboleda se halla bajo mi control y ha de permanecer inaccesible a cualquier intruso, vivo o muerto —sentenció, con una sonrisa tan forzada como su indiferencia—. Por cierto, tu goblin no habría durado ni cinco segundos. Sin embargo, Kitiara tenía el talismán que le obsequió Raistlin, de modo que, si todavía lo guarda y no le traiciona el coraje a la hora de utilizarlo, podría superar el escollo, más aún si Soth la escolta. Ahora bien, después de jalonar el Robledal, deberá hacer frente a los centinelas de la Torre, que, te lo garantizo, no son menos formidables que los del exterior. Pero yo soy el responsable de lo que suceda en mis dominios, no tú.

—¡Eso es lo que me asusta, que te otorgues tantas atribuciones! —le recriminó el semielfo—. ¡Dame también a mí algún amuleto! Me introduciré en la Torre y me ocuparé de ella.

—Sí, de la misma manera que lo hiciste en vuestros anteriores intercambios —le humilló el mago—. Escucha, amigo mío, estarás demasiado atareado procurando que la ciudad no caiga en poder de las tropas hostiles como para pensar en imponerte a Kitiara. Y, obsesionado con el Portal, has desestimado un factor muy importante: los propósitos, de Soth. Quiere a la dama muerta, anhela poseerla sin competidores. Naturalmente, ha de jugar su doble baza. Si consigue que ella perezca y desquitarse de la afrenta que, según su versión, le hizo Palanthas, habrá satisfecho dos grandes objetivos. Nada le importa menos que Raistlin y sus conjuras.

Impresionado en lo más recóndito de su ser, Tanis no contestó. Como había denunciado su interlocutor, se había borrado de su cerebro la meta que perseguía el espectro. Paralizado, tan sólo le animaban unos escalofríos mientras cavilaba que la lista de acciones infames de la Dama Oscura era interminable. Pero desde las múltiples criaturas que habían sucumbido a una orden suya, las que habían sufrido y aún sufrían por su causa, hasta el trágico final de Sturm en la punta de su lanza, no merecían un sino tan cruel. No se había hecho acreedora a llevar una vida eterna de tormentos y vacuidad, vinculada mediante el nexo de un matrimonio profano a un morador del Abismo.

Una cortina de negrura oscureció la visión del semielfo. Mareado, débil, se adentró en un espejismo en el que caminaba haciendo equilibrios por el borde de un precipicio y, de pronto, se despeñaba. Se zambulló en un universo acogedor, hecho de acariciantes urdimbres, y unas garras férreas le sostuvieron en su amortiguado descenso.

Después, lo engulló la nada.

El fresco reborde de un recipiente de cristal tocó los labios del desmayado Tanis. Un trago de coñac quemó su lengua y le entibió el gaznate. Alelado, alzó la mirada y descubrió a Charles inclinado sobre él, observándolo detenidamente.

—Has recorrido un largo trayecto sin comer ni beber, si he de atenerme a la información del hechicero.

Detrás del criado, se erguía la figura que había hablado, Amothus. Lívida su tez, abrigado en su túnica de irreal blancura, su apariencia apenas difería de la de un fantasma torturado que pululase por los contornos.

—Así es —ratificó el semielfo en un susurro, apartando la copa de licor y haciendo ademán de levantarse. No obstante, sintió que la sala se movía bajo sus pies y decidió que estaba mejor sentado—. Tienes razón, no he probado bocado desde ayer y me lo pide el organismo. ¿Dónde está Dalamar? —inquirió al explorar la estancia.

—¿Quién sabe, señoría? —intervino Charles, severo el talante—. Supongo que ha regresado a su enigmática morada. Nos aseguró que habíais terminado de debatir vuestro asunto y que ya nada le retenía. Con vuestro permiso —cambió de tema—, daré instrucciones al cocinero para que os prepare un buen desayuno.

Hizo una reverencia y se retiró, no sin antes anunciar la llegada del joven caballero Markham.

—¿Has almorzado ya, Markham? —le preguntó Amothus, dubitativo, inseguro sobre lo que sucedía a su alrededor y del todo anonadado por el hecho de que un mago, un elfo oscuro para más señas, se considerase libre de materializarse en su casa y desaparecer a su antojo—. ¿No? Entonces compartiremos la mesa con mi otro huésped. ¿Cómo prefieres los huevos?

—Quizá no es ésta una ocasión propicia para departir sobre gastronomía —insinuó el comandante, a la vez que dedicaba a Tanis una sonrisa.

El caballero observó al semielfo y, al comprobar que fruncía el entrecejo y que su desaliño y agotamiento presagiaban noticias adversas, aguardó en silencio que las expusiera. Amothus, por su parte, suspiró, resignado a no posponer más lo inevitable con conversaciones triviales. Consciente de que ambos habían centrado su atención en él, Tanis inició su relato.

—He regresado esta misma mañana de la Torre del Sumo Sacerdote.

—Ayer recibí una nota de Gunthar, mi superior —interrumpió Markham, al mismo tiempo que se acomodaba negligentemente en una butaca y se servía una moderada cantidad de coñac—. Decía que hoy se enzarzaría en una cruenta batalla con el enemigo. ¿Cómo se desarrolla el altercado?

El orador era un noble apuesto, gentil, despreocupado y rico que se había destacado en la Guerra de la Lanza, luchando bajo el liderazgo de Laurana. Como premio a su gallardía, se le había concedido un ascenso en su graduación y el honor de nombrarle Caballero de la Rosa, un privilegio que exhibía con tal donaire, que el emblema había pasado a formar parte de su apelativo. De todos modos, el semielfo recordó que su esposa, al enjuiciar al entonces capitán, le describió con los adjetivos «desenfadado, casual, incluso en sus aciertos, y poco fiable». («Siempre tuve la impresión —fueron sus palabras textuales— de que participaba en la contienda porque no se le había presentado una actividad más interesante.»).

Al evocar tales apreciaciones y percibir el tono del joven, jovial y revelador de un singular distanciamiento respecto a la grave situación, Tanis se hundió en el desánimo.

—No ha habido «altercado» —negó de forma abrupta, poniendo un énfasis especial al repetir el inadecuado término que había empleado su interlocutor.

Una expresión de esperanza y de alivio, rayana en lo cómico, iluminó el rostro de Amothus, y el semielfo estuvo tentado de reírse. Se contuvo a tiempo, temeroso de caer en la histeria, y atendió al caballero, que le consultaba sin salir de su pasmo:

—¿No hay confrontación? ¿Acaso el adversario no ha hecho acto de presencia?

—Desde luego que sí —le corrigió el narrador—. Ha acudido a su cita, aunque de un modo harto peculiar. Vino, pasó entre nosotros y se fue sin rozarnos siquiera.

—No comprendo —confesó el Señor de la ciudad.

—No viajaba por tierra, sino a bordo de una ciudadela flotante —le ilustró Tanis.

—¡En nombre del Abismo! —renegó Markham, el de la Rosa, y ribeteó su exclamación con un silbido. Estuvo pensativo unos instantes, durante los cuales se alisó el elegante atuendo de montar—. No han atacado la Torre —recapituló al fin—, y vuelan por encima de las montañas, lo que significa que…

—Planean arrojar todo su contingente de tropas sobre Palanthas —concluyó Tanis.

—Continúo en la oscuridad —insistió Amothus, tan elocuentes sus desencajadas facciones que no precisaba explicarse—. ¿Por qué no les detuvieron los nuestros?

—En nuestras actuales condiciones, habría sido vana toda intentona —se anticipó el comandante, pese a su ostensible desgana, al testigo de la escena—. No existe otro medio para asaltar con éxito esos castillos aéreos que enviar una escuadra de Dragones.

—Según se especifica en el tratado de rendición firmado después de la guerra —completó Tanis el discurso del caballero—, los reptiles benévolos no atacarán a menos que se les provoque. Además, en la Torre del Sumo Sacerdote sólo hay un destacamento de animales broncíneos, un número irrisorio contra una ciudadela sin el refuerzo de batallones áureos y plateados.

Arrellanándose desidioso en su silla, Markham barruntó.

—Hay algunos grupos en la zona —aseguró—, que alzarán el vuelo en cuanto se divise a los perversos pero no basta. Quizá deberíamos mandar emisarios en busca de…

—La ciudadela no es el peor peligro que nos acecha —le atajó el semielfo, mientras, entornando los párpados, trataba de zafarse de las vertiginosas evoluciones de la sala.

«¿Qué me pasa? Me hago viejo —se contestó él mismo—, demasiado para tantos avatares».

—¿Cómo?

Amothus le instó a seguir, al borde del colapso ante este nuevo golpe, pero, fiel a su estirpe aristocrática, obstinado en no ceder a un vejatorio vahído.

—Todos los indicios señalan que Soth acompaña a Kitiara en esta expedición —fue la escueta, terrible respuesta.

—¡Un Caballero de la Muerte! —murmuró Markham en lugar del máximo mandatario de la ciudad, que había quedado sin habla.

El inconsciente joven sonrió al reparar en Amothus. Tan pálido estaba el augusto noble, que Charles, que acababa de entrar cargado de platos humeantes, los dejó a toda prisa en el suelo y corrió junto a su amo.

—Gracias por socorrerme —titubeó éste con una voz sobrenatural, que se diría surgida de ultratumba—. Quizá un sorbo de coñac.

—Un litro sería más apropiado —bromeó el representante de la Orden de la Rosa, apurando el contenido de su copa—. En el fondo, ante el acoso de un espectro de esa índole, estar sobrio resulta perjudicial. La embriaguez incita a la chanza, a las alucinaciones, nos transporta a un mundo donde hasta una legión de fantasmas se nos antoja un grato espectáculo.

—Señores, haced una pausa y alimentaos —ordenó Charles a las tres autoridades, con esa superioridad doméstica de la que se revisten los criados de toda la vida.

Ofreció el elixir a Amothus, y una sombra de color tiñó sus blanquecinos pómulos. Tanis, por su parte, se dio cuenta de que estaba hambriento. Así que no protestó cuando el servidor, en medio del ajetreo que caracteriza a la persona diligente, trasladó una mesa y distribuyó vajilla y fuentes.

—¿Alguien podría ponerme al corriente, darme detalles sobre ese ente de las tinieblas? —solicitó el anfitrión, ya algo repuesto, a la vez que desplegaba la servilleta en su regazo—. He oído historias, pues un ancestro mío por línea directa asistió al juicio al que Soth fue sometido en Palanthas. Ya muerto, si no me equivoco, fue él quien raptó a Laurana.

Calló para consultar con la mirada al esposo de la Princesa, pero éste se mostró taciturno y no despegó los labios.

—Sea como fuere —desistió el inquisitivo dignatario—, aunque sea capaz de horrendas fechorías ¿qué daño puede infligirle a una urbe?

Perduró el silencio, aunque fue lo bastante expresivo como para obviar los discursos. El noble espió de hito en hito al exhausto semielfo y al joven caballero, que sonreía con actitud, mientras, metódico, insertaba el cuchillo en los calados de los motivos florales que manos primorosas bordaran en el mantel. Se hizo la luz en su mente.

Sin probar el desayuno, tirando al suelo el paño que tenía sobre sus rodillas, Amothus se incorporó y cruzó la suntuosa sala de visitantes para dirigirse a una ventana de cristal tallada a mano, en un complicado diseño. En el centro de un gran óvalo se enmarcaba una vista de la bella ciudad. Aunque el cielo estaba cubierto por aquel encrespado océano de nubes en ebullición, la atmósfera tormentosa no hacía sino realzar la hermosura de las tranquilas calles.

El personaje se detuvo durante varios minutos junto a la ventana, apoyando la mano en la cortina de satén y absorto en la contemplación del panorama. Era día de mercado y los habitantes pasaban por delante del palacio camino de la plaza entre el bullicio que armaban el traquetear de las carretas, las madres al reprender a sus hijos o las chácharas que, hoy, versaban sobre la ominosa bóveda celeste.

—Sé qué clase de sentimientos te inspiran los palanthianos, Tanis —denunció Amothus al rato, quebrado el timbre de su voz—. Primero revives lo acaecido en Tarsis, Solace, Silvanesti y Kalaman, el fallecimiento de tu amigo en la Torre del Sumo Sacerdote y, junto a tales recuerdos, lamentas la suerte de los que intervinieron en la última guerra. Luego te viene a la memoria que, a pesar del caos, nuestros edificios se sostuvieron intactos, a salvo de las vicisitudes.

El interpelado no confirmó ni rechazó tales presunciones se limitó a ingerir su ágape en un insondable mutismo.

—Tampoco desconozco tu actitud, Markham —reanudó su parrafada el dignatario—. La otra tarde te oí reír con tus hombres, y vuestra hilaridad se debía a la ocurrencia de uno, poco importa su nombre, quien imaginó a mis conciudadanos llevando sus sacos repletos de monedas a la batalla y pretendiendo derrotar al enemigo con una simple dádiva y al grito paternalista de «¡Idos, no molestéis!».

—Contra Soth, no es peor ese método que esgrimir las espadas.

Después de tan sarcástica réplica, el comandante levantó su copa para que Charles le echara más coñac.

Amothus reclinó la cabeza en el batiente de la ventana y se lamentó con amargura, ajeno a la ironía de su huésped:

—¡Nunca creímos que el azote de la guerra nos fustigaría a nosotros! A través de incontables generaciones, Palanthas se ha erigido como un lugar donde reinaban la concordancia, la luz y la armonía. Los dioses nos respetaron siempre, incluso cuando decretaron el Cataclismo nos dejaron al margen. Y ahora, cuando hay paz en el mundo, sobreviene esta catástrofe. —Se volvió hacia sus oyentes, demacrado por la angustia—. ¿Por qué ensañarse con un pueblo tranquilo, amistoso?

Apartando su plato a un lado, Tanis se desperezó para mitigar los calambres de sus músculos. «Me hago viejo —reflexionó—, y también blando. Resisto mal una noche en vela, desfallezco si me falta una sola comida, añoro el pasado y los compañeros que se fueron. ¡Y me pone enfermo ver morir a las personas en un enfrentamiento absurdo!». Frotóse los pesados párpados y, con los codos apoyados en la mesa, enterró el rostro entre las manos.

—Hace un momento has pronunciado la palabra «paz» —invocó al Señor de la Ciudad—. ¿A qué paz te referías? ¿Al simulacro de bienestar en el que nos movemos? Nos hemos comportado como un puñado de niños en una casa donde los padres han mantenido acaloradas discusiones durante varias semanas y, por una extraña tregua, se muestran civilizados. Sonreímos, exhibimos un fingido optimismo, engullimos la verdura como está mandado y andamos de puntillas, cuidando de no hacer ruido. ¿Cuál es el motivo de tal discreción? Sencillamente, la total seguridad de que, al más pequeño descuido, la trifulca estallará de nuevo. ¡A eso es a lo que llamamos «paz»! —repitió, con acento amargo—. Incurre en un insignificante desliz, amigo mío, y Porthios te echará encima a los elfos de Krynn. Acaríciate la barba de un modo distinto al que establece el protocolo, y los enanos atrancarán los francos accesos de la montaña.

Observó a Amothus y se ofreció a su examen un hombre alicaído, cabizbajo, que se enjugaba el mal controlado llanto y encorvaba los omóplatos. La ira del semielfo se encendió, aunque tuvo que preguntarse en quién debía proyectarla. ¿En el azar? ¿En el destino? ¿En los dioses quizá?

Enderezándose con ademán displicente, se situó junto al mandatario y escudriñó la pacífica, animada ciudad, que exultaba de vida sin presentir el naufragio.

—No puedo despejar tus incógnitas —reconoció—. Si tuviera tal clarividencia, a estas alturas ya me habrían construido un templo y una cohorte de clérigos acataría mi mandato sin chistar. Lo único que estoy en posición de decir es que no debemos rendirnos.

—Otro poco más de coñac, Charles, haz el favor —pidió Markham al mismo tiempo que, una vez más, alargaba el brazo con el que sostenía el recipiente—. Propongo un brindis: por persistir, que rima con morir.