5

Viaje en el futuro

—Has decidido ir a su encuentro, ¿no es verdad? —vociferó Tas, tan excitado que dio un nuevo salto y se puso frente a los ojos de Caramon, atareado en cortar la rama—. ¡Es un perfecto desatino! ¿Cómo te las arreglarás para llegar junto a él, dondequiera que esté? Exacto —se reafirmó—, ni siquiera conoces su paradero.

—Tengo un medio infalible —le atajó el hombretón al mismo tiempo que, sin inmutarse, devolvía la espada a su vaina. Agarró acto seguido la zona trabajada con sus manazas y, doblándola y torciéndola, consiguió al fin romperla—. Préstame tu cuchillo —le pidió al kender.

El hombrecillo obedeció y quiso reanudar sus protestas mientras el compañero eliminaba las protuberancias del leño, sus marchitas ramificaciones, pero éste no le permitió iniciar su discurso.

—Conservo el ingenio arcano —se ratificó Caramon—, que me transportará a donde desee. ¡Y sabes dónde está el archimago tan bien como yo! —le reprendió a su amigo.

—¿El abismo? —preguntó Tasslehoff, tímido, quebrada su voz.

Un sordo trueno les incitó a espiar, temerosos, a los heraldos de la tempestad. El guerrero volvió a su tarea con renovado ímpetu y el hombrecillo, por su parte, expuso sus argumentos.

—El artilugio mágico nos sacó, a Gnimsh y a mí, del reino de la noche, pero estoy persuadido de que no te introducirá en él. Si lo activas, sufrirás una decepción, aunque será aún peor en el caso de que acate tu mandato. ¡Es un paraje escalofriante!

—No te precipites en tus conjeturas soy consciente de que el cetro podría negarse a conducirme al Abismo —le sermoneó el corpulento humano, y le hizo una seña para que se aproximara—. De momento, comprobemos si mi muleta responde. Vamos a la tum…, al obelisco de Tika, antes de que se desate otra turbonada.

Haciendo jirones el repulgo de su empapada capa, el hombretón la anudó en torno al extremo superior de la rama, encajó ésta en su axila y, a guisa de experimento, apoyó su humanidad sobre la estaca. El tosco soporte se hundió varios centímetros en el fango, pero él lo arrancó y dio una segunda zancada. El resultado fue idéntico, lo que no le impidió avanzar a ritmo lento y liberar de su peso la rodilla herida. Tas le ayudó a caminar y así, a trompicones, se abrieron camino en el encharcado terreno.

«¿Adonde nos dirigimos?», deseaba preguntar el kender, pero le asustaba la respuesta, de modo que, por una vez, no tuvo dificultad en callar. Sin embargo, Caramon pareció oír sus cavilaciones, pues, a los pocos instantes, le comunicó su plan.

—Es posible que el ingenio no me catapulte a las esferas de la Reina Oscura, pero hay alguien que sí posee la facultad de hacerlo —dijo, con el resuello alterado por el esfuerzo—. Accionaré este portentoso instrumento y me personaré ante él.

—¿Quién? —inquirió el otro, impregnado el tono de su voz de resquemor.

—Par-Salian. Nos referirá lo sucedido y me enviará donde tenga que ir.

—¿Par-Salian? —Tasslehoff se alarmó tanto como si el guerrero hubiera mencionado a la misma Takhisis—. ¡Cometes una insensatez todavía mayor!

Trató de proseguir, pero una violenta náusea taponó la boca de su estómago y hubo de desistir. Se detuvo para vomitar y Caramon le aguardó, enfermizo su semblante bajo las luces de las lunas.

Convencido de haberse vaciado desde el copete hasta las botas, el kender se sintió un poco mejor. Indicó con un ademán al grandullón que ya había pasado el ataque, demasiado exhausto aún para hablar, y le alcanzó con paso bamboleante.

Vadeando en el fango, arribaron al obelisco y se apoyaron en él en busca de apoyo, agotados, como si en lugar de haber recorrido unos pocos metros hubieran atravesado medio Krynn. Caldeó la atmósfera un viento asfixiante, similar al que había acompañado la batalla. Los truenos, sus ecos, aumentaron de volumen de forma patente en su veloz recorrido a través de los planos superiores.

Bañado el rostro en sudor, los labios violáceos, Tas esbozó una sonrisa que pretendía ser ingenua y abordó al fornido, aunque ahora debilitado, humano.

—¿Sugerías hace unos momentos que visitásemos a Par-Salian? —le interrogó con aire casual, mientras se enjugaba las sienes—. Yo te lo desaconsejaría. No estás en condiciones de emprender la larga aventura que supone llegar hasta allí y, sin agua ni alimento, sería doblemente duro.

—No me has entendido —se disgustó Caramon—. Con el artilugio no tenemos necesidad de someternos a ninguna vicisitud. Bastará recitar la fórmula.

Y, extrayendo de su bolsillo el colgante, desarrolló el proceso que había de metamorfosearlo en un hermoso, enjoyado símbolo de poder. Observando sus movimientos, el kender tragó saliva y concibió nuevas argucias para instarle a renunciar.

—Imagino que el anciano debe de estar muy ocupado —apuntó, contrayendo la boca en una mueca—, demasiado para recibirnos. Éste caos le exige sin duda una febril actividad, así que sería más conveniente no molestarlo y retroceder a una época divertida. ¿Por qué no revivimos la escena en la que Raistlin hechizó a Bupu y la enana se enamoró de él? ¡Fue fantástico! Aún veo a esa achaparrada mujer siguiéndole a todas partes.

Su oyente, si es que le prestó alguna atención, no lo demostró. Temeroso de perder la partida, el hombrecillo se estrujó el cerebro a la búsqueda de otro razonamiento disuasorio.

—Ha muerto —afirmó al fin, y exhaló un pesaroso suspiro—. Pobre Par-Salian, sus días se han acabado. Después de todo, era ya muy viejo cuando nos separamos de él en el año 356 y su aspecto no era, ya entonces, el de una criatura sana. Le habrá causado un tremendo impacto que tu hermano se erija en una divinidad. Lo más probable es que su corazón, al no haberlo podido resistir, haya cesado de latir, acaso de manera instantánea.

Consultó al guerrero con la mirada. Una leve sonrisa animaba la expresión de su acompañante, aunque éste, mudo como una lápida, continuó ajustando y armando las piezas del colgante. El súbito resplandor de un rayo interrumpió su quehacer. Alzó la vista al cielo y asumió, de nuevo, la seriedad que le había caracterizado durante las últimas horas.

—¡Seguro que la Torre de la Alta Hechicería ya no se encuentra en su antiguo emplazamiento! —gritó Tasslehoff a la desesperada—. Si has acertado y todo el mundo se ha reducido a esto —ondeó la mano en un movimiento circular, en el instante mismo en que empezaba a caer la insalubre lluvia—, la mole debió de ser una de las primeras que se desmoronaron. Era más alta que la mayoría de los árboles que poblaban el país. Fue un objetivo fácil para los relámpagos.

—La Torre se mantiene en pie —le espetó Caramon, tan tajante que el kender cejó en su idea.

Hizo los últimos engarces en el artilugio, lo sostuvo en alto y, al reflejarse en las gemas la luz de Solinari, éstas refulgieron como si tuvieran vida propia. Pero los nubarrones se interpusieron pronto, ocultando la luna y creando una intensa penumbra que tan sólo rasgaban los aserrados, magníficos y letales relámpagos.

Apretando los dientes para aliviar el dolor de su lisiada pierna, el hombretón asió la muleta y se incorporó. Tas le imitó más despacio, puestos en su amigo unos ojos que destilaban tristeza.

—En todo este tiempo, he aprendido a conocer a Raistlin —dictaminó el guerrero, consciente del abatimiento del hombrecillo, aunque fingió ignorarlo—. Me ha costado mucho, quizá demasiado, pero ahora ninguno de sus sentimientos se me escapa. Detestaba la Torre y también a sus moradores, por el suplicio al que le sometieron entre sus paredes. Sin embargo, su odio se confunde con un amor ilimitado porque, pese al sufrimiento que ha padecido, ese edificio constituye el emblema de su arte. Y tal arte, la magia, significa más para mi gemelo que la existencia misma. No, la Torre de la Alta Hechicería no ha sido derruida.

Exhibió el inefable objeto a los elementos y, sin más preámbulos, acometió el cántico:

—Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él…

—¡Detente, Caramon! —le ordenó Tasslehoff, aunque su acento imperativo era fruto del pánico y no de la voluntad de imponerse—. ¡No puedes llevarme a presencia de Par-Salian! Me infligirá un castigo terrible, me transformará en…, en un murciélago, por ejemplo. Aunque sería una experiencia interesante, no sé si lograré acostumbrarme a dormir en posición invertida, con la cabeza colgando. Me gusta ser un kender. No me apetece encarnarme en un animal.

—¿Qué jerigonza es ésta? —se encolerizó su interlocutor, más aún porque sentía sobre su piel el embate del incipiente granizo.

—Me inmiscuí en su sortilegio —se explicó el hombrecillo, tan frenético que apenas podía ordenar sus ideas—. Hice un viaje que estaba vedado a los de mi raza, desoyendo el mandato del insigne anciano, y por si eso fuera poco ro…, me apropié de un anillo con virtudes esotéricas que alguien había dejado olvidado y me lo ceñí al dedo. ¡Perpetré dos delitos que los magos juzgan imperdonables! Luego, ya en Istar, rompí el ingenio —prosiguió, dispuesto a enumerar todas sus faltas—. No fui yo el responsable de aquel accidente, sino Raistlin. Pero una persona estricta podría sacar la conclusión de que si no me hubiera atrevido a tocarlo, no habría sucedido nada. Y Par-Salian es, a mi entender, una criatura de conceptos rígidos. Cuando encargué a Gnimsh que recompusiera los fragmentos, no le restituyó exactamente sus facultades originales, lo que tampoco suscitará los elogios del dignatario.

—Tas —rezongó el guerrero, mareado por tan vehemente parrafada—, haz el favor de callarte.

—Sí, Caramon —accedió el otro con inusitada docilidad.

El enorme humano examinó a aquella pequeña figura que, compungida, se recortaba en la claridad de la tormenta, y trató de ofrecerle consuelo.

—Te prometo, amigo, que no permitiré que Par-Salian te haga ningún daño. Antes tendrá que convertirme en murciélago.

—¿De verdad? —se esperanzó el aludido.

—Empeño en ello mi palabra —insistió el colosal luchador y, oteando su entorno, le indicó—: Ahora, dame la mano y partamos sin demora.

—De acuerdo —se avino el kender y, jubiloso, deslizó una mano en la inconmensurable palma que le tendía su compañero.

—He de hacerte una última recomendación —declaró el portador del arcano objeto.

—¿Cuál?

—Ésta vez, todos tus pensamientos han de confluir en la Torre de la Alta Hechicería. ¡Nada de lunas ni de divagaciones!

—Descuida —garantizó el errabundo hombrecillo.

Comenzó de nuevo el guerrero a entonar las rimas y, mientras lo hacía, Tasslehoff no pudo sustraerse a una fugaz idea, que descartó de inmediato.

«Me pregunto qué apariencia ofrecería este gigante si se metamorfoseara en un mamífero volador —se dijo—. ¡Su aleteo sería imponente!».

Los dos personajes se materializaron en el lindero de un bosque.

—No ha sido culpa mía —se apresuró a defenderse el kender—. He puesto alma y vida en desechar cualquier imagen que no fuera la de la Torre. Tengo la total certeza de no haber evocado ninguna espesura.

Caramon estudió el panorama con suma atención. Era todavía de noche, pero se vislumbraba una misteriosa claridad a pesar de las nubes que se perfilaban en el horizonte. Lunitari derramaba su tamizada luz de sangre sobre la tierra mientras que Solinari, perturbado su recorrido, se eclipsaba tras un frente borrascoso. Encima de ambas, se divisaba el reloj de arena formado por ristras de estrellas.

—Estamos en el período adecuado —masculló el hombretón— pero, en nombre de los dioses, ¿dónde hemos ido a parar? —Apoyóse en la muleta y clavó en el ingenio una mirada acusadora, antes de inspeccionar los sombríos árboles cercanos, los troncos iluminados por las lunas. De pronto, se ensancharon sus contraídos rasgos—. ¡No ocurre nada. Tas! —exclamó, alborozado—. ¿No lo reconoces? Es el Bosque de Wayreth, el paraje mágico que custodia el edificio.

—¿Estás seguro? —quiso cerciorarse Tasslehoff—. La última vez que anduve por aquí, me enfrenté a un paisaje muy distinto, una maraña de árboles que me acechaban como si una fuerza ignota los hubiera dotado de vida y que, al tratar de adentrarme, me atacaron. Más tarde, cuando pretendí alejarme, tampoco me lo permitieron.

—Así era, en efecto —subrayó el guerrero, doblando el cetro hasta devolverle la forma de un colgante común.

—Entonces, ¿a qué se debe esta mutación?

—A las mismas causas que han alterado la apariencia de todo nuestro mundo —repuso Caramon mientras, cuidadoso, guardaba el artilugio en un saquillo de cuero.

El kender rememoró el episodio de su anterior visita a la mágica arboleda. Concebida para proteger la Torre de los intrusos, era un lugar de pesadilla, porque, fiel al carácter sobrenatural que le habían conferido quienes la engendraron, era ella la que encontraba a las personas y no al revés, como mandaban los cánones. La primera vez que sorprendió al luchador y a Tas fue poco después de que Soth, el caballero espectral, envolviera a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. El hombrecillo se había despertado de un profundo sueño y descubierto, perplejo, que se elevaba un bosque donde nada había la víspera.

Los troncos, las ramas, estaban desnudos y torturados, una gélida bruma surgía de las cortezas. En el interior moraban entes oscuros, espíritus condenados a vagar toda la eternidad. No tardó el kender en comprobar que, en aquel ambiente de ultratumba, también los árboles poseían el don de la existencia y tenían la costumbre de seguir a los mortales. Recordaba que siempre que había intentado apartarse, en cualquier dirección que tomase, volvía a topar con aquel hervidero de prodigios.

Ésta mera circunstancia era ya bastante abrumadora, pero cuando el hombretón traspasó sus límites, se produjo un hecho todavía más espeluznante. Los árboles, en una dramática farsa, empezaron a crecer y moldearse hasta trocarse en vallenwoods. La espesura, antes cubil de muerte, lóbrega y cargada de malos presagios, se transformó en un bosque hermoso, teñido de los verdes y los ocres de las estaciones, de la vida. Los pájaros trinaban felices en las ramas, invitándolos a participar de la belleza.

Ahora había sufrido una nueva mutación. Tasslehoff lo contempló anonadado, porque, si bien halló en sus contornos reminiscencias de las dos versiones que conocía, lo cierto era que no se asemejaba a ninguna. Los troncos parecían vegetales muertos, sus lisas superficies, resecas por la podredumbre, no exhibían síntomas de que nada pudiera medrar. Y, no obstante, al mirarlo, vislumbró unas señales de movimiento que sugerían la presencia de un hálito vibrante. Las ramas se proyectaban como tentáculos atenazadores.

Volviendo la espalda al embrujado Bosque de Wayreth, el hombrecillo escrutó el llano que se extendía en las cercanías. La escena era idéntica a la de Solace. No había vegetación ninguna, ni viva ni muerta. Le circundaban tocones negruzcos e informes, que, dispersos, se arraigaban con sus postreras energías a una ciénaga escurridiza. En todo el perímetro que abarcaba su visión, no había sino tramos uniformes de lo que podía definirse como un desierto de cenizas.

—¡Caramon! —gritó de pronto, estirando el índice.

El aludido desvió el rostro en la dirección que señalaba. Junto a uno de los troncos yacía una figura, recogida sobre sí misma.

—¡Una persona! —se excitó el kender—. ¡Hay alguien más aquí!

—¡Tas!

Aquélla llamada era un aviso del guerrero, para prevenirlo contra un posible espejismo pero antes de que acertara a actuar, el hombrecillo había echado a correr.

—¡Hola! —saludó a la inerte forma—. ¿Duermes? Por favor, despierta.

Se inclinó sobre el bulto y lo zarandeó. Pero sólo consiguió que la criatura rodara sobre su espalda. Boca arriba, tensa y rígida, pudo contemplarla.

—¡Oh! —se asombró Tasslehoff, a la vez que reculaba unos pasos—. ¡Es Bupu!

Hubo un tiempo en el que Raistlin trabó amistad con la enana gully, con aquel despojo que ahora oteaba el estrellado cielo con ojos extraviados, hundidos en las cuencas. Cubrían su enflaquecido cuerpo unos harapos mugrientos, raídos hasta lo impensable, y en su rostro tumefacto se evidenciaban las huellas de la devastación. Se ceñía a su cuello una correa de cuero y, atada a su extremo, como una siniestra alhaja, había una lagartija disecada. Aferraba en una mano una rata en iguales condiciones y en la otra mano, una pata de pollo. Tas comprendió, decaído, que, al acosarla la muerte, la diminuta mujer había recurrido a toda la magia que atesoraba. Pero a juzgar por las consecuencias, no había tenido éxito.

—No hace mucho que falleció —murmuró Caramon, caminando hasta ellos y arrodillándose para observar a la infortunada—. Fue sin duda el hambre lo que acabó con ella —diagnosticó, mientas entornaba caritativamente los párpados—. ¿Cómo pudo sobrevivir tanto tiempo a la catástrofe? Los habitantes de Solace llevaban muertos varios meses.

—Quizá Raistlin la socorrió —sugirió el kender.

—No, es una simple coincidencia —opuso el guerrero con áspero acento—. Los enanos gully son capaces de resistir las peores penurias. Imagino que fueron los últimos en expirar y que Bupu, más avispada que sus congéneres, aguantó durante un período mayor que los otros. Mas, al fin, incluso alguien de su fortaleza pereció en esta tierra maldita. Ayúdame a levantarme —rogó a su amigo, encogiéndose de hombros.

—¿Qué vamos a hacer con sus restos? —preguntó éste—. No podemos dejarla aquí.

—¿Por qué no? —replicó Caramon, malhumorado. El espectáculo de la enana y la proximidad del Bosque habían traído a su mente una oleada de penosos recuerdos—. ¿Te agradaría a ti que te sepultaran en el fango? Además, no podemos perder ni un minuto.

Le inspiró esta decisión el hecho de que los nubarrones, con su séquito de relámpagos y rugientes truenos, se habían situado prácticamente sobre sus cabezas. Al advertir que Tasslehoff se empeñaba en atender a la yaciente y que un velado reproche teñía sus pupilas, Caramon endureció su expresión.

—No queda nadie vivo susceptible de mancillarla, Tas —reconvino, irritado, al kender, aunque para satisfacer a su alicaído compañero, se quitó la capa y cubrió el cadáver—. Vámonos —ordenó.

—Adiós, Bupu —se despidió Tas de aquella desdichada que no podía oírle.

Al dar una cariñosa palmada en la exánime mano que asía al roedor, y estirar la improvisada mortaja sobre ella, vislumbró un resplandor bajo la luz rojiza de Lunitari. Contuvo el aliento, convencido de que identificaba el origen del resplandor y, con extrema suavidad, separó los acartonados dedos. Cayó la rata y, junto a ésta, una esmeralda.

Se hizo con la gema y, conocedor de sus asociaciones, se zambulló en el recuerdo de un remoto suceso. ¿Dónde fue, en Xak Tsaroth? Sí, su grupo se había escondido de las tropas draconianas en un fétido subterráneo y tenía que jalonar una tubería. Al nigromante le sobrevino un espasmo de tos…

«Bupu le miró preocupada y, metiendo su pequeña mano en la bolsa, revolvió unos segundos y sacó un objeto, que sostuvo bajo la luz. Lo miró, suspiró y negó con la cabeza.

»—Esto no ser lo que quería —musitó.

«Tasslehoff, al ver un reflejo de brillantes colores, se acercó a ella.

»—¿Qué es eso? —preguntó, aunque conocía la respuesta. Raistlin también observaba el objeto con ojos brillantes.

»Bupu se encogió de hombros.

»—Piedra bonita —dijo sin interés, volviendo a rebuscar en la bolsa.

»—¡Una esmeralda! —exclamó Raistlin.

»Bupu levantó la mirada.

»—¿Tú gustar?

»—¡Mucho!

»—Tú guardar.

»Bupu depositó la joya en las manos del mago y, con un grito de triunfo, sacó lo que había estado buscando. Tas, acercándose a ver la nueva maravilla, se apartó asqueado. Era una lagartija muerta, absolutamente muerta. Alrededor de la cola tiesa de la lagartija había atado un cordón de cuero. Bupu se lo acercó a Raistlin.

».—Llevarlo alrededor del cuello —le dijo—. Cura tos».

—El archimago ha estado aquí recientemente —concluyó el kender—. Nadie sino él pudo entregarle esto, pero ¿por qué? ¿Fue un obsequio, acaso un amuleto protector? Caramon, escucha…

No terminó la frase, pues el robusto guerrero se hallaba abstraído en la contemplación del Bosque de Wayreth y, al reparar en su lívida tez, el hombrecillo intuyó que volaba a la grupa de nostálgicas, a la vez que pavorosas, ensoñaciones.

En silencio, Tasslehoff metió la esmeralda dentro de su bolsillo.

La arcana espesura parecía tan estéril y desolada como el resto del mundo. Mas, para Caramon, bullía de recuerdos. Estudió, nervioso, los singulares árboles, los mojados troncos y las retorcidas ramas, que, por el influjo de Lunitari, rezumaban un líquido similar a la sangre.

—Pasé miedo la primera vez que visité este bosque —masculló, cerrando los dedos en torno a la empuñadura de la espada—. No me habría aventurado de no ser por Raistlin. La segunda ocasión, cuando transportamos a Crysania para que los magos la sanasen, mi pánico fue en aumento tampoco me habría adentrado si no me hubieran hechizado las aves con sus seductores gorjeos. «Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones donde crecemos en lugar de marchitarnos», rezaba su estribillo. Yo VI en sus palabras la promesa de una respuesta a todas mis elucubraciones, pero hasta ahora no he desentrañado el mensaje de muerte que transmitían. Sí, de muerte, ella es la única mansión perfecta, la eterna residencia donde nuestra alma se engrandece y cesan de corrompernos las influencias externas.

Sin apartar los ojos de la arboleda, el guerrero tuvo un escalofrío a pesar del calor sofocante que derretía hasta el aire. «Hoy me asalta un temor todavía más insondable que en aquellas dos situaciones —se confesó para sí mismo—. Algo terrible anida ahí dentro».

Una sierra luminosa alumbró la bóveda celeste, el plano inferior donde se hallaba el humano, con tanta intensidad como si fuera de día. Fue sucedido por un sordo estruendo y por el chapaleo de la lluvia en los pómulos de éste.

—Al menos los troncos se sostienen en pie —susurró—. Deben de estar dotados de una magia tremendamente poderosa para soportar la arremetida de las tempestades. —Sus tripas se revolvieron reclamando alimento y, como no podía proporcionárselo, ni siquiera engullir aquel líquido malsano que manaba del cielo, se contentó con humedecerse los labios—. Sereno el bosque… —recitó de nuevo.

—¿Qué decías? —inquirió Tas, situándose a su lado.

—Que, en el fondo, da lo mismo sucumbir de un modo u otro —contestó el hombretón con cierta indiferencia.

—Yo he muerto tres veces —explicó el kender—. La primera fue en Tarsis, cuando los dragones derribaron un edificio sobre mí. Luego vino el accidente de Neraka, donde el mecanismo de una trampa envenenó mi sangre y Raistlin me salvó y, por último, fui catapultado al más allá tras la hecatombe de Istar. Tengo, pues, suficiente materia de juicio para corroborar tu dictamen: una muerte no difiere en exceso de otra. Sin embargo, existen matices, ventajas e inconvenientes, en cada modalidad. La ponzoña era dolorosa pero de efectos rápidos, mientras que la casa que me cayó encima…

—Resérvate algo para narrárselo a Flint —le atajó Caramon y, desenvainando su espada, le consultó—: ¿Estás preparado?

—Lo estoy —le aseguró el otro en postura marcial—. «Guárdate lo mejor para el final», solía comentar mi padre. Claro que —hizo una pausa— citaba este sabio proverbio en relación con la cena, no con el destino. No importa —caviló—, el significado es válido en ambos contextos.

Enarboló su pequeño cuchillo y siguió al guerrero hacia las entrañas del embrujado Bosque de Wayreth.