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Las Crónicas y el fin del mundo

La Torre de la Alta Hechicería se perfilaba a la luz de las lunas y las estrellas, convertida en un objeto de negrura que parecía haber sido creado a partir de la noche. Durante siglos, se erigió en estandarte de la magia, en depositaría de los libros y artilugios del arte arcano que se habían ido recopilando a través de los años.

Aquí se refugiaron los magos cuando fueron expulsados de la mole hermana de Palanthas por el Príncipe de los Sacerdotes. Entre sus muros salvaron las más valiosas pertenencias de la Orden de las turbas enardecidas. Los hechiceros vivieron en paz en su inexpugnable recinto, merced al escudo protector que les brindaba el Bosque de Wayreth. En sus cámaras se sometían los jóvenes aprendices a la Prueba que entrañaba la muerte para quien fracasara.

Raistlin cruzó las tapias y, antes de investirse la túnica negra, vendió el alma a Fistandantilus. Caramon, en una de sus lóbregas dependencias, hubo de presenciar cómo el aspirante asesinaba a una ilusoria réplica de su gemelo, de él mismo.

También a este edificio regresaron el guerrero y Tas junto a Bupu, la enana gully, transportando el comatoso cuerpo de Crysania, y asistieron a un cónclave de los exponentes de las tres Túnicas, la Blanca, la Roja y la Negra. En la asamblea, descubrieron la ambición de Raistlin de desafiar a la Reina, conocieron a Dalamar, acólito del nigromante y espía de sus rivales.

En otra de sus habitaciones, Par-Salian, el gran archimago, formuló el hechizo que había de trasladar a Caramon y la sacerdotisa a Istar, a una época previa al Cataclismo. Y, por último, en aquella misma sala había irrumpido Tasslehoff mientras se desarrollaba el encantamiento. Así fue como la presencia de un kender, prohibida explícitamente en las leyes que regían a la comunidad, posibilitó que el tiempo se alterase.

Ahora, el hombretón y su pequeño amigo habían regresado. ¿Qué encontrarían en su interior?

Con el corazón encogido, el humano contempló la Torre, víctima de unas aprensiones que enturbiaban su coraje. No hallaba ánimos para entrar, no en tanto perdurase aquella sórdida resonancia en su oído. Era preferible recular, enfrentarse a un destino más rápido en el Bosque. Además, había olvidado las puertas que, imponentes, de oro y de plata, solían obstruir el acceso. Se presentaban delgadas, quebradizas cual una telaraña, cual un entramado de hebras pintado sobre el fondo del cielo que fuera a desmoronarse bajo el más leve contacto sin embargo, los esotéricos sortilegios que las sellaban habrían detenido a un ejército de ogros provistos de arietes. Su fragilidad era una falacia.

Los alaridos resonaban muy cerca, tanto que resultaba obvia su procedencia. El guerrero dio un paso al frente, unido el entrecejo en una rugosa línea, y las puertas se expusieron a su vista. Le fue entonces revelada la fuente de aquellos gritos que se le antojaran los de un agonizante.

Las hojas ya no estaban atrancadas, ni siquiera cerradas. Una permanecía ajustada, sujeta a la magia, pero la otra se había resquebrajado y ahora colgaba de un gozne, meciéndose en el tórrido viento. En el incesante vaivén, chirriaba estrepitosamente, como si la brisa le arrancara plañidos de dolor.

—No hay candado —dijo Tas con honda decepción.

Sus manos ya habían emprendido la infructuosa búsqueda de las herramientas que tanto le gustaba manipular, y que le fueron arrebatadas junto a sus saquillos.

—No —corroboró su compañero, prendida la mirada del crujiente gozne—. Ésa es la voz que escuchamos, la de un metal oxidado —declaró y aunque este hecho debería haberle tranquilizado, sólo contribuyó a magnificar el misterio—. Si no fue Par-Salian ni otro morador de la Torre quien nos ayudó a salir ilesos del Bosque —recapacitó—, ¿qué ente enigmático obró el prodigio?

—Quizá nadie —sugirió Tasslehoff—. ¿Por qué no nos vamos? Es evidente que el lugar está deshabitado.

—Discrepo —se obstinó el luchador—. Alguien, o algo, ordenó a los árboles que nos dejaran pasar.

El kender suspiró, ladeando la cabeza. Caramon advirtió, en el claro de luna, que tenía la tez pálida y demacrada. Unos cercos negruzcos ceñían sus ojos, le temblaba el labio inferior y una lágrima discurría por su achatada nariz.

—Espera un poco más —le rogó con amabilidad—. ¿Podrás aguantar, mi querido amigo?

Alzando la vista, tragando aquellas traidoras lágrimas, que goteaban sobre la cuarteada boca, Tas ensayó una sonrisa jovial.

—¡Naturalmente! —aseguró y ni siquiera la sequedad de su garganta, la imperiosa necesidad de saciar la sed, le impidieron agregar—: Me conoces bien, siempre estoy a punto para la aventura. La mole debe de encerrar innumerables artilugios mágicos, maravillas que nunca renunciaría a examinar. Es posible que algunas de ellas no sean echadas en falta si me las llevo, ¿no opinas tú igual? Prometo no tocar las sortijas. He acabado con ellas después de que una me catapultase a un castillo donde anidaba un demonio cruel, perverso, y otra me transformara en ratón. He decidido que…

El hombretón dejó que su acompañante continuara con su parloteo, satisfecho de que hubiera vuelto a la normalidad, y puso una mano sobre la puerta oscilante para empujarla. Recibió una sorpresa mayúscula cuando la hoja se rompió, al ceder el gozne a su liviana presión. La puerta se derrumbó sobre el adoquinado, cayendo de manera tan estruendosa que ambos se sobresaltaron. El estampido retumbó en las lisas paredes de la Torre, se propagó en la calurosa atmósfera y rasgó el silencio.

—Ahora ya están informados de nuestra presencia —comentó Tasslehoff.

Una vez más, Caramon aferró la empuñadura de su espada. Pero no tuvo que desenvainarla. Los ecos se diluyeron y reinó de nuevo la quietud. Nada ocurrió, nadie vino, ninguna voz les habló.

—Por lo menos ya no nos molestará más ese estridente crujido —se alegró el kender, que acudió presto a auxiliar al guerrero—. Admito que empezaba a desequilibrar mis nervios, ya que en ningún momento lo asocié con una puerta. Más se asemejaba, o así me lo pareció, a…

—A un aullido articulado, como éste —susurró el hercúleo humano.

Un lamento surcó el aire, lo hendió, haciendo añicos las cristalinas capas que fluctuaban en la noche. Había palabras en aquel quiebro, frases que se adivinaban pese a la imposibilidad de descifrarlas.

Caramon, en un gesto involuntario, desvió su atención hacia la hoja. Como intuía, yacía sobre la roca muda, inmóvil.

—Ha surgido de dentro —indicó Tas, atemorizado—, de alguna de las estancias del edificio.

—Ya es suficiente —se quejó Par-Salian—. Acabemos con este tormento. No me fuerces a soportarlo.

—¿Cuánto me forzaste tú a soportar, gran mandatario de los Túnicas Blancas? —parafraseó una voz socarrona y sibilina en la mente del mago. El anciano se convulsionó, pero su oponente persistió tenaz, inflexible, azotando su alma como una plaga—. Me convocaste en la Torre para entregarme a Fistandantilus, te regodeaste mientras mi antecesor succionaba mi energía vital, me vaciaba de mis esencias a fin de reencarnarse y descender a este plano.

—Tú pactaste con él —recriminó el hechicero a su verdugo, y su agudo timbre se derramó por las vacías estancias—. Pudiste rechazar su ofrecimiento.

—¿Y qué suerte habría corrido? ¿Morir honorablemente? —se burló el invisible adversario—. No me quedó otra opción que aceptar el trato. Quería vivir y crecer en mi arte. Lo logré, superé la Prueba y tú, en tu actitud, incorporaste a mis pupilas unos relojes de arena que sólo atisbaban podredumbre. Mira a tu alrededor, Par-Salian. ¿Qué se graba en tu retina? Destrucción, decadencia. Ahora estamos en paz.

El aludido gimió pero prosiguió inclemente, despiadado:

—Sí, en paz. Voy a pulverizarte, Par-Salian, y el mejor modo de hacerlo es que seas testigo de mi triunfo. Mi constelación ocupa su lugar en el firmamento, la Reina parpadea y no tardará en difuminarse. Mi último enemigo, Paladine, me espía. Siento que se acerca, pero no constituye una amenaza, pues se ha transformado en un viejo decrépito, su rostro se ha teñido de una pesadumbre que le hace vulnerable. Está debilitado, herido más allá de lo que puede sanarse, como Crysania, su desdichada sacerdotisa, que murió en las arremolinadas esferas del Abismo. Dejaré que te revuelques en el sufrimiento que ha de infligirte su derrota y, cuando concluya la contienda, cuando el Dragón de Platino se precipite desde el cielo y se extinga la luz de Solinari, cuando te hayas doblegado al poder de la luna negra y homenajeado al nuevo único dios, a mí, te concederé la libertad para que busques en la muerte el solaz que haya de brindarte.

Astinus de Palanthas registró esta alocución con el mismo celo con el que reprodujo los gritos de Par-Salian, escribiendo los caracteres de manera pausada en letra gótica, negra y primorosa al igual que el resto de las Crónicas. Se hallaba sentado frente al gran Portal en la Torre de la Alta Hechicería, observando sus profundidades y, en ellas, a una figura más sombría que el ambiente que la circundaba. Lo único que distinguía el historiador eran un par de ojos dorados, moldeados como sendos relojes de arena, que le devolvían la mirada y, atrapado en su proximidad, al mago de Túnica Blanca.

Par-Salian era, así, un cautivo en su antiguo hogar. De cintura para arriba, conservaba sus atributos humanos, su cabello cano caía en cascada en torno a los hombros y su atuendo cubría un cuerpo flaco y descarnado. Las escenas que se desplegaban ante él eran escalofriantes, tanto que en más de una ocasión habían nublado su lucidez y, temeroso de que aquellas alucinaciones acabasen de aniquilarle, intentó apartar la vista. No pudo hacerlo porque, aunque una mitad de su persona estaba viva, la inferior se había metamorfoseado en un pilar de mármol. Bajo el maleficio de Raistlin, hubo de quedar petrificado en la sala más alta de la Torre y asistir al ocaso del mundo.

A pocos metros estaba Astinus, historiador de Krynn, afanado en redactar el último de su breve y esplendoroso devenir. La hermosa Palanthas, donde residiera el cronista y se erigiera la Gran Biblioteca, se había reducido a un montón de cenizas y cadáveres chamuscados. Se había personado el narrador en este postrer reducto de vida a fin de dar testimonio de las terroríficas horas de un universo condenado. Una vez concluida su labor, partiría con el libro cerrado y lo depositaría en el altar de Gilean, dios de la Neutralidad. Ése sería el desenlace definitivo, inapelable.

Sintiendo que desde el Portal, restituido a su primitivo emplazamiento por una serie de azares, la enlutada figura le escrutaba sin un parpadeo, Astinus anotó la sentencia que había escuchado y se enfrentó a sus encendidos iris.

—Fuiste el primero, Astinus —declaró el ente de las tinieblas—, y te corresponde también ser el último. Cuando hayas relatado mi victoria incontestable, el epílogo, quedará clausurada tu minuciosa recapitulación y gobernaré a mi antojo.

—Cierto, a tu antojo —repuso el escriba—, pero ejercerás tu poder sobre un mundo muerto, arrasado por la misma magia que te otorgara la supremacía. Reinarás solo y solo estarás en un vacío eterno.

Par-Salian, a su lado, masculló un gemido y se mesó la alba melena, pero Astinus, imperturbable, apuntó sus propias frases fiel a su misión de no omitir ningún detalle. Estaba tan concentrado en su oscuro interlocutor, que apretó los puños al exclamar:

—¡Eso es mentira, viejo amigo! Crearé, concebiré nuevas existencias que me pertenecerán. Inventaré pueblos enteros, razas ahora ignotas que me venerarán como su hacedor.

—El Mal no puede crear —persistió el cronista—, únicamente destruir. Se vuelve contra sí mismo y se despedaza. En este instante, mientras platicamos, eres consciente de su mordedura y del efecto que produce en tu alma. Estudia la faz de Paladine, Raistlin, examínala a fondo como hiciste una vez en las llanuras de Dergoth, después de que te hiriese mortalmente la daga del enano y Crysania posara en ti su mano curativa. Entonces supiste interpretar el infinito abatimiento de la divinidad, parangonable con el que hoy trasluce. Supiste, y sigues sabiéndolo aunque te niegues a admitirlo, que la consternación de Paladine no es por él mismo, sino por ti.

»Para nosotros será fácil acogernos a un letargo sin sueños. Tú, en cambio, no dormirás. Vivirás en un interminable duermevela, aguzarás sin descanso tu oído en busca de sonidos que nunca han de vibrar, te asomarás a un vacío infinito que no contiene luz ni penumbra y proferirás órdenes, quejas, que nadie recibirá, tejiendo planes que no darán fruto mientras, como un carrusel, giras en un círculo del que no has de salir. Al fin, enloquecido, asirás la cola de tu propia entidad y, como una serpiente hambrienta, te devorarás en un esfuerzo por hallar alimento espiritual.

»Será vano tu empeño, te toparás con la nada absoluta. Continuarás para toda la eternidad suspendido de esos hilos intangibles y te consumirás sin perecer, como un punto ingrávido que, al succionar su entorno, jamás logrará saciar su apetito.

El Portal comenzó a oscilar y Astinus, que escribía a la par que vaticinaba tan terrible futuro, levantó los ojos al notar que flaqueaba la voluntad sintetizada en los radiantes relojes. Penetrando los espejos de su superficie, vio confirmados, en una fracción de segundo, el suplicio y la tortura que había descrito. Discernió un alma asustada, prisionera en su propia trampa, ansiosa por escapar, y entonces nació en sus entrañas un sentimiento que nunca antes había experimentado: la piedad. Conmovido, hizo ademán de incorporarse con una mano apoyada en el vetusto ejemplar y la otra extendida hacia el Portal.

Interrumpió su movimiento una risa fantasmal, escarnecedora y acerba, unas carcajadas que no iban dirigidas a él, sino a quien inició la burla, a su fuente. La figura del acceso se desvaneció.

El cronista se acomodó de nuevo en su asiento. Al mismo tiempo, un relámpago convocado por la magia surcó el umbral y dio un respingo que le desestabilizó. Respondió a la descarga un haz fulminante, blanco, y Astinus comprendió que se había desencadenado la batalla decisiva entre Paladine y el joven que, tras vencer a la Reina de la Oscuridad, había ocupado su puesto.

También en el exterior se sucedían los centelleos de los rayos, que cegaron con su brillo a los escasos pobladores de Krynn. Rugió el trueno, las piedras de la Torre se desencajaron desde los cimientos, la ventolera arreció y, en su furia, ahogó los aullidos de Par-Salian.

Ladeando su rostro macilento, el viejo archimago miró las ventanas con expresión de terror.

—Éste es el fin —murmuró, a la vez que arañaba el aire con sus huesudas manos—. La hecatombe ha llegado.

—Sí —corroboró el historiador.

Frunció el ceño, disgustado, porque un repentino bamboleo del edificio le obligó a cometer un error. Sujetó el libro con mayor firmeza y, prendidas sus pupilas del Portal, relató la contienda mientras ocurría.

El conflicto tardó poco en zanjarse. El aura blanca destello en un espectro multicolor, tan hermosa como una aurora boreal, y se extinguió. En el acceso arcano se hizo la negrura.

Par-Salian prorrumpió en llanto. Sus lágrimas cayeron sobre el suelo y, al permear la roca, ésta se estremeció cual un ser vivo. Se diría que la mole presentía su destino y se convulsionaba en un arrebato de terror.

Ignorando el derrumbamiento y el estrépito que le rodeaban, Astinus grabó en el pergamino los últimos trazos.

En el cuarto día del mes quinto, año 358, el mundo expira.

Con una honda inhalación, empezó el atemporal humano a cerrar el volumen. De pronto, una mano se introdujo entre las páginas para evitar que las sellara.

—No, todavía no has terminado —bramó una voz cavernosa.

Pillado por sorpresa, Astinus soltó la pluma y la tinta se desparramó sobre el papel, emborronando algunas palabras.

—¡Caramon Majere! —reconoció Par-Salian al recién llegado, y se inclinó hacia él como si quisiera palparlo—. ¡Fue a ti a quien oí en el Bosque!

—¿Lo dudabas? —rezongó el guerrero.

Aunque impresionado por el espectáculo que presentaba el anciano, por su lamentable estado, no pudo compadecerse de su suerte. Al examinar al reo y el bloque de mármol que encerraba sus miembros inferiores recordó, con punzante claridad, el tormento que sufriera su gemelo en la Torre, el suyo antes de ser enviado a Istar junto a Crysania.

—Adiviné que eras tú —le explicó el archimago—, pero al detectar tu presencia creí haber perdido el último vestigio de cordura. ¿No lo entiendes? Me pareció imposible que hubieras regresado y, sobre todo, que sobrevivieras a las pugnas que obraron esta devastación.

—No lo hizo —comentó Astinus que, recuperada la compostura, depositó el libro abierto en el suelo y se enderezó. Espiando a Caramon, le señaló con dedo acusador y le interrogó—: ¿Qué clase de artimaña es ésta? ¡Sé que has sucumbido! ¿Qué significa…?

Sin despegar los labios, el imprecado arrastró a Tasslehoff a un lugar visible. Privado del refugio que le brindaba la ancha espalda de su amigo, perplejo ante la solemnidad de la ocasión, el kender se acurrucó en el costado del luchador y clavó una mirada de súplica en Par-Salian.

—¿Quieres que intervenga, Caramon? —consultó al humano con la boca pequeña, tan retraído e indeciso que los truenos distorsionaron la pregunta—. Considero un deber informar al dignatario de los motivos que me llevaron a interferir en el hechizo para viajar en el tiempo —añadió, ya más seguro—, y de cómo Raistlin me dio mal las instrucciones hasta hacerme romper el ingenio, aunque supongo que tuve una parte de culpa. Deseo que conozcan mi aventura en el Abismo, mi encuentro con Gnimsh y el abyecto asesinato del nigromante.

—Estoy al corriente de todas esas historias —atajó el cronista al hombrecillo, más interesado en su corpulento compañero—. Has podido llegar hasta aquí gracias al kender —constató—. ¿Qué te propones, Caramon Majere? Nuestro tiempo se agota.

En vez de contestar, el interpelado centró su atención en Par-Salian.

—No te profeso ningún cariño, mago —le espetó—. En ese aspecto, coincido con mi gemelo. Quizá te movieron razones de peso al someterme a mí y a la sacerdotisa a tan dura prueba en Istar. Si es así —alzó la mano para imponer silencio a su interlocutor, que había hecho ademán de hablar—, si es así puedes guardártelas, prefiero ignorarlas. Lo importante ahora es que he adquirido la facultad de alterar los acontecimientos. Raistlin me reveló que, a través de Tasslehoff, existe la posibilidad de que modifiquemos lo sucedido.

»Dime qué circunstancias desencadenaron esta catástrofe y, con el artilugio arcano, viajaré hasta su origen a fin de impedirla.

Desvió los ojos hacia Astinus, pero el historiador meneó la cabeza negativamente.

—No recurras a mí, Caramon Majere. Yo soy neutral en todo cuanto acontece y no puedo ayudarte. Permíteme, sin embargo, que te haga una advertencia: quizá vayas al pasado y no consigas nada. Lo más probable es que tus acciones no sean más eficaces que las de un guijarro al saltar al lecho de un caudaloso río con la pretensión de rectificar su curso.

—En el caso de que aciertes —replicó el otro—, al menos moriré tranquilo por haber tratado de paliar mi fracaso.

El cronista sometió al guerrero a un ávido escrutinio.

—¿A qué fracaso te refieres? —indagó—. Arriesgaste la vida al seguir a tu hermano, hiciste cuanto estuvo en tu mano para convencerle de que la senda que había elegido le conduciría a su propia perdición. ¿Has oído nuestro intercambio? ¿Eres consciente de lo que afronta?

El fornido luchador asintió en silencio, con la angustia reflejada en el rostro.

—Vamos, cuéntame en qué fallaste —le apremió, intrigado, el historiador.

La Torre se tambaleó. El vendaval azotó las paredes, los relámpagos transformaron la languideciente noche del mundo en un día deslumbrador. La desnuda cámara en la que se hallaban tembló, víctima de violentas sacudidas y, aunque estaban solos en el recinto, Caramon creyó percibir sollozos. Dedujo que eran las rocas las que lloraban y observó su entorno.

—Como antes decía, disponemos de poco tiempo —continuó Astinus a la vez que, sentándose, recogía el grueso ejemplar—. No obstante, los minutos que restan serán suficientes. ¿En qué fallaste? —repitió.

El hombretón inhaló aire y, encolerizado, se volvió hacia Par-Salian.

—Fue todo una estratagema, ¿no es verdad? —denunció—. Urdisteis una hábil patraña para que yo hiciera lo que vosotros, los egregios magos, no estabais en situación de lograr: frustrar las ambiciones de Raistlin. Pero no surtió efecto. Mandasteis a Crysania a la muerte porque la temíais, sin intuir que su amor podía alcanzar una magnitud insospechada. La sacerdotisa vivió y, cegada por sus sentimientos y por sus propias aspiraciones, se precipitó en el Abismo tras el nigromante. No comprendo qué impulsó a Paladine a concederle su gracia, a escuchar sus plegarias y ayudarla a traspasar el portentoso umbral.

—No eres quién para poner en tela de juicio las decisiones de los dioses —le reprendió Astinus—. Sus caminos son inescrutables, aunque no descarto que, también ellos, se equivoquen de vez en cuando. O acaso es que arriesgan lo que tienen con la esperanza de mejorarlo.

—Sea como fuere —prosiguió Caramon, preocupado, contraídas sus facciones— los hechiceros dieron a mi gemelo, al entregarle a la sacerdotisa, la llave que había de abrirle el Portal. Todos fracasamos, los magos, los hacedores y yo mismo.

»Creí que disuadiría a Raistlin con palabras, que le incitaría a desechar sus mortíferos proyectos. Fui un estúpido —sonrió, cruel frente a su propia infatuación—. ¿Qué consejos míos le afectaron nunca en lo más mínimo? Cuando se erguía delante del acceso preparándose para entrar en el universo de ultratumba, me hizo partícipe de sus intenciones. ¿Cómo reaccioné? Le abandoné. Era lo más fácil, así que le volví la espalda y me alejé.

—¡Sandeces! —le amonestó el cronista—. ¿Qué otra cosa podías hacer? El archimago se hallaba entonces en la plenitud de sus energías, era más poderoso de lo que nosotros seríamos capaces de imaginar. Mantuvo íntegro el campo magnético con la fuerza sublime de sus dotes, no existía criatura en Krynn capaz de detenerle. Aunque hubieras atentado contra él, de nada te habría servido.

—Cierto —admitió el guerrero, dejando de observar a los presentes para posar la vista en la demoledora tempestad—, pero podría haber corrido en su busca y adentrarme en el reino de las tinieblas. Existía la eventualidad de que este proceder me acarreara el peor de los destinos, aunque algo habría ganado al demostrarle que estaba resuelto a sacrificar en aras de la solidaridad lo que él inmolaba a su arte. Me habría granjeado su respeto —sentenció, y su mirada se prendió de nuevo de sus oyentes—. Quizás así habría accedido a desistir. Y, ahora, quiero enmendar mi conducta, aventurarme en el Abismo y cumplir mi cometido —concluyó, indiferente al espanto que su discurso había inspirado a Tasslehoff.

—Ignoras lo que entrañaría tu misión —se opuso Par-Salian con voz entrecortada, febril.

Un relámpago se introdujo en la estancia y se descompuso en un estallido que, estentóreo a la par que luminoso, arrojó a sus ocupantes contra los muros. Nadie percibió nada mientras el trueno retumbaba sobre sus cabezas, pero, antes de que se mitigase el caos, un alarido se elevó en la asfixiante atmósfera.

Apabullado por aquel gemido, que rebosaba un dolor sin límites, Caramon abrió los párpados y, al instante, deseó que se entornaran para toda la eternidad antes de tener que contemplar una escena tan espeluznante.

Par-Salian, incrustado en su pilar de mármol, veía sumado el fuego a su pétreo patíbulo. ¡Pronto sería una tea humana! Desvalido a causa del sortilegio de Raistlin, no tenía otra opción que vociferar mientras las llamas se encaramaban, despacio, hacia su inmóvil cuerpo.

Apenas consciente, Tas enterró el rostro entre las manos y se aisló en un rincón, presa de incontenibles espasmos. Astinus se levantó de donde le había postrado el ataque de los elementos y estiró el brazo hacia el libro, que todavía sujetaba. Intentó escribir, pero su mano cayó aplomada y la pluma se deslizó de los inertes dedos. Una vez más, empezó a cerrar el libro.

—¡No! —exclamó el luchador y, abalanzándose, interpuso las manos entre las páginas.

El historiador le escrutó. El guerrero vaciló bajo el influjo de aquellos iris, que parecían estar más allá de la muerte. Las manos le temblaban, pero no dejaron de aprisionar el blanco pergamino. Entretanto, el archimago se contorsionaba, al borde del colapso.

Astinus soltó el volumen, sin sellarlo.

—Sostenlo —ordenó Caramon a Tasslehoff, alargándole el valioso manuscrito.

El kender obedeció. Todavía mareado, rodeó con sus brazos la encuadernación de piel de aquella gigantesca obra que era casi de su tamaño y, agazapado en su esquina, aguardó instrucciones del hombretón. En aquel mismo instante, su amigo cruzaba la sala para abordar al moribundo hechicero.

—¡No te acerques a mí! —le imploró Par-Salian.

Su fluctuante cabellera, la luenga barba danzaban y crujían, su piel se abultaba en dolorosas ampollas y, en definitiva, el agridulce olor de la carne quemada se entremezclaba con la nauseabunda fetidez del azufre.

—¡Revélamelo! —le exhortó Caramon, alzado el brazo a modo de escudo contra el calor y tan próximo al mago como le era posible—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo evitaré que sobrevenga esta segunda versión del Cataclismo?

Los ojos del anciano se disolvieron, la boca pasó a ser un inmenso agujero en la masa informe que sustituía ahora al semblante. Sin embargo, pese a haber perdido su entidad, las palabras que pronunció atravesaron la mente del guerrero con la virulencia del relámpago, imprimiéndose en su memoria como la marca de un hierro candente.

—¡No permitas que Raistlin abandone el Abismo!