5
La reticencia de Gunthar
—Éste es el resultado de sus valerosas promesas —murmuró Kitiara sin alzar la voz.
—¿Qué esperabas si no? —preguntó Soth.
Las palabras del caballero, coreadas por el tintineo de la añeja armadura, sonaron casuales y al mismo tiempo retóricas. Fueron dichas en un tono singular que impulsaron a la sacerdotisa a lanzar una penetrante mirada a su interlocutor. Al notar que los ojos anaranjados de él, relumbrando en sus vacías cuencas, se clavaban en su persona con nueva intensidad, la Señora del Dragón se ruborizó. Comprendió entonces que delataba más emociones de lo aconsejable y, encolerizada, desvió el rostro abruptamente.
Mientras recorría la estancia, amueblada con una pintoresca mezcla de armaduras, viejas armas, sábanas de seda perfumadas y gruesas alfombras de pieles de animales, Kitiara cruzó sobre sus senos ambos ribetes del escotado pectoral de su camisa de dormir, transparente y vaporosa, y se apercibió de que le temblaban las manos. Poco conseguía con aquel gesto en lo concerniente al recato y, además, ni siquiera acertaba a discernir los motivos que la habían impulsado a hacerlo. Nunca la había asaltado tal arrebato de pudor, y menos aún en compañía de una criatura que se había descompuesto en un montículo de cenizas trescientos años atrás. Pero lo cierto era que se había sentido incómoda frente al escrutinio de los ojos centelleantes de Soth, que la contemplaban desde un rostro inexistente. De pronto, se sintió desnuda y frágil.
—Nada en absoluto —contestó tardíamente al comentario del caballero.
—Después de todo, sólo es un elfo oscuro —prosiguió él en el tono monótono, casi de tedio, que le caracterizaba—. Nunca ha guardado en secreto que teme a tu hermano más que a la misma muerte. ¿Qué tiene de extraño que elija luchar en las filas de Raistlin en lugar de enrolarse en las de una caterva de magos seniles y débiles, que apenas se sostienen sobre sus botas?
—¡Pero era tanto lo que podía ganar! —argumentó la mujer, haciendo un esfuerzo para que su acento no desentonara del de su interlocutor y, a la vez, arrebujándose en un pellejo que yacía extendido en su lecho a modo de colcha—. Los hechiceros le ofrecieron el liderazgo de los Túnicas Negras, y él mismo me aseguró que nadie sería capaz de arrebatarle el puesto de Par-Salian como mandatario de cónclave, como cabeza suprema del arte arcano en Krynn.
«Habrías obtenido también otras recompensas, elfo oscuro» añadió en su pensamiento, y llenó su copa de vino tinto.
Luego agregó en voz alta:
—En cuanto haya derrotado a mi trastocado hermano, ¿quién quedará en el mundo capaz de detenernos? ¿Qué ha sido de nuestro proyecto de gobernar juntos, tú con la vara y yo con la espada? Sería magnífico obligar a hincar la rodilla a los Caballeros de Solamnia y expulsar de su patria, ¡tu patria!, a los elfos, de tal manera que regresaras triunfante y yo, querido, cabalgase a tu lado.
El tallado recipiente donde escanciara el licor se deslizó de su mano y, aunque intentó atraparlo, su movimiento fue demasiado precipitado y apretó más fuerte de lo debido. El frágil cristal se hizo añicos, que traspasaron su carne. La sangre se confundió con el vino al gotear sobre el mullido suelo.
Las cicatrices de guerra sembraban de recuerdos el cuerpo de Kitiara, tan abundantes como las intangibles huellas que dejaran sus amantes. Hasta ahora había soportado las heridas sin un pestañeo, pero el liviano incidente de la rotura de la copa convocó un torrente de lágrimas en sus pupilas, manifestaciones de un dolor que parecía insostenible.
Había en la sala una jofaina. La sacerdotisa introdujo la mano en el agua, sin cesar de morderse el labio para reprimir un inminente grito. El cristalino líquido se tornó rojo al instante.
—¡Manda a buscar a uno de los clérigos! —ordenó a Soth, que, impertérrito, permanecía erguido en su proximidad y la estudiaba con las fluctuantes chispas de fuego que sustituían a los globos oculares.
Obediente, el caballero espectral llamó a un criado y le impartió instrucciones. Éste abandonó la escena sin tardanza y Kitiara, profiriendo maldiciones y parpadeando para contener su llanto, se hizo con un retazo de lino y se vendó la mano lastimada. Cuando al fin llegó el clérigo, a trompicones a causa de la prisa, el fino tejido estaba empapado y la tez de la mujer se adivinaba cenicienta bajo el perenne bronceado.
El medallón con el Dragón de las Cinco Cabezas que portaba el sacerdote rozó la palma de Kit al inclinarse éste sobre ella, absorto en musitar plegarias a la Reina de la Oscuridad. Unos segundos más tarde, se contuvo la hemorragia y la carne se cerró, unida por unos invisibles puntos de sutura.
—Los cortes no eran hondos. Las molestias desaparecerán pronto —dictaminó el clérigo con afabilidad.
—¡Más te vale! —le amenazó la dignataria, que aún se debatía contra el irrazonable desmayo que la arrastraba a otras esferas—. Es la mano de la espada.
—Blandirás el acero con la facilidad y destreza acostumbradas, señora —le garantizó el mágico curandero—. ¿Hay algo más que pueda…?
—No, sal de mi alcoba.
—Como quieras —se sometió el aludido con una reverencia—. Adiós —saludó también a Soth y, humilde, partió.
Reticente a la idea de enfrentarse al flamígero examen de su acompañante, la dama mantuvo la cabeza ladeada mientras refunfuñaba contra la Orden que representaba aquella criatura en retirada, aquel sacerdote de negro hábito inmerso en el crujir de sus ropajes.
—¡Ineptos! Detesto que merodeen a mi alrededor —les insultó—. Sin embargo, en momentos excepcionales reconozco que resultan útiles —rectificó al observar su mano, que, aunque resentida, estaba completamente curada—. Y bien —se dirigió a su fantasmal esbirro—, ¿qué propones que haga con el elfo oscuro?
Antes de que el espectro respondiera, Kitiara se incorporó y reclamó la presencia de un sirviente.
—Recoge los fragmentos y arregla un poco este desorden —ordenó cuando el criado se hubo presentado—. Luego tráeme otra copa —agregó, propinando una sonora bofetada al amilanado personaje—, una de oro. ¡Te he repetido un sinfín de veces que aborrezco estas bagatelas de factura elfa! ¡Quita todo el juego de mi vista, tíralo!
—¡Tirarlo! —se aventuró a protestar el subordinado—. Éstas piezas son muy valiosas, señora, proceden de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y fueron obsequiadas por…
—¡He dicho que las destruyas! O, mejor todavía, lo haré yo.
Tomada esta resolución, la impulsiva mujer agarró las copas una tras otra y las arrojó contra la pared del dormitorio. El criado esquivó los proyectiles que, tras sobrevolar su cráneo, se estrellaban en la piedra, y aguardó hasta que hubo concluido la dignataria, la cual, desahogado su ímpetu, se desplomó en una silla situada en un rincón y cayó en un obstinado mutismo.
El sirviente se apresuró a recoger los cristales rotos, vaciar la jofaina y renovar el agua. Se ausentó unos minutos y, cuando volvió con más vino y los recipientes que solicitara la Dama Oscura, ni ésta ni Soth habían mudado sus posturas. El Caballero de la Muerte continuaba enhiesto en el centro de la habitación, refulgentes sus iris en la creciente penumbra que convocaba el crepúsculo.
—¿Enciendo los candelabros, señora? —inquirió el discreto camarero, mientras depositaba la bandeja en una mesita destinada a tal efecto.
—Vete —lo despachó Kitiara con la boca reseca.
Retiróse raudo aquel infeliz, cerrando la puerta tras él. Con pasos inaudibles, el caballero atravesó la alcoba y, tras detenerse junto a la extraviada mujer, posó la mano en su hombro. Ella, pese a flotar en sus divagaciones, se encogió al recibir el contacto de aquellos dedos, cuyo frío congelaba las entrañas. Pero no reculó ni hizo ademán de evitarlo.
—Y bien —consultó de nuevo al fantasma, estudiando el entorno que, ahora, sólo iluminaban sus flamígeros ojos—, ¿cómo interceptaremos a esos insensatos de Dalamar y Raistlin? ¿De qué forma impediremos que la Reina nos aniquile a todos?
—Debes atacar Palanthas —le recomendó Soth.
—Creo que puede hacerse —masculló Kitiara, tamborileando con la empuñadura de la daga sobre su muslo.
—Tu plan es realmente ingenioso, señora —la felicitó el primer oficial de sus tropas, impregnada su voz de una admiración que no trató de disimular.
Aquél individuo, un humano entrado en la cuarentena, había escalado los peldaños de la carrera militar hasta ocupar su actual dignidad sin reparar en intrigas, traiciones y asesinatos para lograrlo. Así, tenaz y poco escrupuloso a la hora de plasmar sus ambiciones, se había ganado el nombramiento de general del ejército de los Dragones. Encorvado, carente de apostura y desfigurado por una cicatriz que le surcaba el rostro, nunca había degustado los favores que su adalid prodigaba entre sus capitanes más apuestos, pero no había perdido la esperanza. Al espiar la reacción que producía su halago, advirtió que en la habitualmente fría y severa faz de la dama prendía la luz de la complacencia. Incluso se dignó sonreírle y separar los labios en aquella ambigua mueca que tan bien sabía utilizar y que hizo que se acelerase el pulso masculino.
—Me alegra comprobar que la falta de práctica no ha anquilosado ese sexto sentido —la alabó también Soth, y su voz incorpórea se difundió en mil ecos por la sala de cartografía.
El oficial se estremeció. A pesar de haber combatido junto al Caballero de la Muerte y sus guerreros de ultratumba en defensa de la Reina Oscura, de haber librado innumerables batallas en el mismo bando, era incapaz de mostrarse indiferente ante la gélida aureola de eternidad que le circundaba, que le envolvía, tan amorosa como la capa guardaba la abollada armadura donde se dibujaba el emblema de su hermandad.
«¿Cómo le resiste ella? —se escandalizó para sus adentros—. Se rumorea que hasta tiene libre entrada en sus aposentos privados». Tal ocurrencia tuvo el don de normalizar los latidos de su corazón. Quizá, después de todo, las mujeres esclavas no eran tan terribles. Al menos, cuando uno estaba solo con ellas en la noche poseía la certeza de que nadie le acechaba.
—¡Claro que no! —se revolvió Kitiara contra la observación de Soth, tan furiosa que el humano se agitó turbado, ansioso por encontrar una excusa que le permitiera dejarles.
Las circunstancias le favorecían. Dado que la ciudad entera de Sanction se preparaba para entrar en liza, no era demasiado difícil inventar un pretexto verosímil.
—Si no me necesitas, señora —se despidió, con una reverencia en señal de respeto—, debo controlar los trabajos de aprovisionamiento en la armería. Hay mucho que hacer, y el tiempo apremia.
—Cumple con tu deber —le autorizó Kitiara, ausente, puesta la vista en el enorme mapa que, grabado en las losetas, se extendía en el suelo bajo sus pies.
Dando media vuelta, el militar comenzó a alejarse entre el repiqueteo de su espadón contra las piezas metálicas de su atuendo guerrero. No obstante, antes de que cruzara el umbral, le detuvo la voz de su jefe.
—¿General?
—¿Sí, señora? —indagó, solícito, y se volvió hacia ella.
La dama vaciló, como si buscase las palabras adecuadas luego formuló su invitación:
—Quizá te apeteciera cenar hoy conmigo. Soy consciente de que es un poco tarde. Ya habrás concertado alguna otra cita.
El aludido, confundido, titubeó y notó que sus palmas se humedecían con un sudor frío.
—Si he de serte sincero, confesaré que, en efecto, he adquirido un compromiso previo —mintió—. Pero podría aplazarlo.
—De ningún modo —rehusó Kit, y un suspiro de alivio mal disimulado ensanchó su faz—. No hay razón para ello. Quedas disculpado. Otra vez será.
El hombre, aún desconcertado, giró de nuevo sobre sus talones y se dispuso a abandonar la sala, pero, antes de desaparecer, vislumbró los ojos ígneos del caballero espectral, que se habían fijado en un punto insondable.
Recapacitó que, si era a él a quien escrutaban, debía organizar una auténtica velada íntima a fin de no levantar suspicacias. Mientras caminaba por el largo corredor, decidió ordenar que condujeran a su alcoba a una de las muchachas esclavas, a su favorita.
—Creo que te conviene relajarte. ¿Por qué no te concedes una noche de placer? —sugirió Soth a Kitiara en cuanto las pisadas del oficial se hubieron alejado en el pasillo del cuartel general de la dignataria.
—Como bien ha apuntado nuestro amigo —aludió la mujer al esbirro que acababa de irse—, la tarea es dura y el plazo breve.
Se concentró por completo en el estudio del documento cartográfico. Se hallaba erguida sobre el lugar designado como Sanction, y revisó la senda hasta el extremo noroccidental de la estancia donde, señalada en el seno del nido protector que le proporcionaban sus colinas, figuraba Palanthas.
Siguiendo su mirada, el descarnado fantasma recorrió la distancia entre ambas urbes. Hizo un único alto, en la representación de un paso montañoso señalizado con el nombre de Torre del Sumo Sacerdote.
—Los Caballeros de Solamnia intentarán obstaculizar tu marcha en este lugar —anunció—, el mismo donde te opusieron resistencia en la Guerra de la Lanza.
La mandataria ensayó una torcida sonrisa, sacudió su rizada melena y echó a andar hacia Soth, sinuoso su contoneo como no lo había sido semanas atrás.
—Ya me imagino el espectáculo —se mofó— de todos los aguerridos soldaditos formados en filas perfectas. —De pronto, recobrada de las tribulaciones que la acosaron hasta unos minutos antes, estalló en carcajadas—. Su expresión cuando vean la sorpresa que les deparamos merecerá todos los sinsabores que hayamos podido sufrir en la campaña.
De pie sobre la Torre, la aplastó con el talón y, avanzando unos pasos más, se plantó en los aledaños de Palanthas, su objetivo.
—Al fin —siseó, serena y cruel—, la bella y majestuosa dama saboreará la amarga humillación de ser traspasada en lo más tierno de su carne por el acero. —Complacida, se encaró de nuevo con el Caballero de la Muerte—. Lo he pensado mejor, quiero que el general comparta mi cena. Envíale aviso de que le espero.
Soth expresó su aquiescencia con una inclinación de la translúcida cabeza y su divertida complicidad con unos destellos en las órbitas oculares.
—Tenemos que discutir ciertas estrategias militares —concluyó la mujer, y empezó a desabrocharse las hebillas de su armadura—. Hemos de hablar sobre flancos desprotegidos, grietas en los muros…
—Procura calmarte, Tanis —rogó el caballero Gunthar con la mejor de las intenciones—. Estás sobreexcitado.
Tanis el Semielfo, pues no era otro al que el antiguo comandante, hoy coronel, exhortaba a la tranquilidad, farfulló algo.
—¿Qué gruñido ha sido ése? —interrogó el caballero, a la vez que daba media vuelta y tendía a su nervioso interlocutor una jarra de rica cerveza, la más sabrosa de la región (extraída del barril que se hallaba junto a la escalera de la bodega).
—Decía que tienes razón, que no hay manera de apaciguar mis alterados ánimos —repuso el semielfo.
No habían sido aquéllas sus palabras, pero era innegable que resultaban más adecuadas en una entrevista con el adalid de la Orden solámnica que las que en realidad susurró.
El coronel Gunthar uth Wistan se atusó los largos mostachos, símbolo ancestral de su hermandad y últimamente muy en boga entre sus miembros, a fin de ocultar su sonrisa. Había oído los velados reniegos de Tanis, cosa inevitable dada su proximidad, y meneó la cabeza. ¿Por qué no se había expuesto semejante asunto a la milicia? Ahora, además de prepararse para sofocar el que había de ser un frustrado levantamiento de una parte de las facciones enemigas, se vería obligado a tratar con un aprendiz de nigromante, un clérigo de albo hábito, un héroe desquiciado y un bibliotecario. Suspiró, meditabundo, sin dejar de atusarse los extremos del bigote.
—Siéntate, ponte cómodo —ofreció en voz alta a su visitante—. Caliéntate junto al fuego. Has hecho un prolongado viaje y el aire es glacial para la estación. Los navegantes comentan la fuerza desusada de los vientos de poniente u otro tecnicismo similar. Confío en que tu periplo haya sido placentero a pesar de esas huracanadas ráfagas. No me importa admitir que prefiero los grifos a los dragones.
—No he volado, eminente Gunthar —intervino Tanis, tenso, sin moverse—, hasta Sanscrit para conversar acerca de los elementos o las ventajas de unos animales de monta sobre otros. Estamos en grave peligro, no sólo en Palanthas sino en el resto de nuestro mundo. Si Raistlin sale victorioso de su empeño… —Apretó el puño, falto de expresiones verbales con las que exteriorizar sus sentimientos.
Tras llenar su propia jarra del pequeño tonel que Wills, su viejo criado, subiera de las cavas subterráneas, Gunthar se acercó al huésped y, apoyándole una mano en un hombro, le obligó a girarse hacia él.
—Sturm Brightblade solía referirse a ti en términos laudatorios —rememoró—. Junto con tu esposa Laurana, os consideraba sus más íntimos amigos.
El semielfo, cabizbajo, desvió la mirada. Hacía ya más de dos años de la muerte de Sturm, pero no podía pensar en la pérdida de tan querido compañero sin apenarse.
—Te habría brindado mi afecto tan sólo a tenor de esa recomendación, ya que siempre profesé al valiente caballero una estima equiparable a la que me inspiran mis propios hijos —continuó el mandatario—, de no haber llegado a admirarte por mi propia iniciativa, joven Tanis. Tu bravía conducta en la batalla es un hecho incuestionable, tu honor y nobleza te hacen digno de pertenecer a nuestra estirpe. —El aludido frunció el entrecejo frente a aquel discurso sobre las virtudes sagradas que se le atribuían, pero Gunthar no se percató—. Los homenajes que te fueron rendidos al concluir la contienda los merecías de sobra, mientras que el trabajo que has realizado en el período de paz debe tildarse de sobresaliente. Laurana y tú habéis forjado la alianza de naciones que llevaban varios siglos divididas, Porthios ha firmado el tratado y, en cuanto los enanos de Thorbardin elijan a su nuevo rey, también ellos estamparán su rúbrica.
—Me abruman tantos elogios, mi generoso anfitrión —le agradeció el semielfo, con la jarra de cerveza intacta en la mano y la vista fija en el hogar—. Ojalá me los hubiera ganado. De todos modos, te quedaré muy reconocido si me revelas en qué río ha de desembocar este afluente de miel y de mirlos, como reza el proverbio.
—Compruebo que la naturaleza humana de tu ser prevalece sobre la otra —apuntó el caballero con una sonrisa, ahora franca—. De acuerdo, pasaré por alto las amenidades elfas e iré directamente al meollo de la cuestión. Creo que las experiencias que habéis vivido han exacerbado vuestras aprensiones, las tuyas y las de Elistan. Seamos honestos amigo mío: no eres un auténtico guerrero, nunca fuiste adiestrado en las artes marciales y, si participaste en la guerra, fue un accidente el que te involucró. Deseo mostrarte algo. Ven conmigo.
Frente a tan imperiosa demanda, Tanis apoyó su colmada jarra en la repisa de la chimenea y dejó que le guiase la firme mano del coronel. Atravesaron la sala, amueblada según los requisitos de la Orden, a saber, mediante piezas austeras pero confortables. Era ésta la estancia donde se celebraban los consejos bélicos, y tal era el motivo de que adornasen las paredes escudos y armas, así como banderas que exhibían los emblemas de los tres grupos de la hermandad, la Rosa, la Espada y la Corona. Numerosos trofeos ganados en las esporádicas justas que se convocaban en las ocasiones muy especiales refulgían en las vitrinas, que los preservaban de los estragos del tiempo. En un lugar destacado, ocupando toda la longitud del muro, había una Dragonlance, la primera que fraguara Theros Ironfeld. A su alrededor se podía observar una variopinta colección de dagas de goblins, la aserrada hoja de un acero draconiano, un enorme espadón de doble filo conquistado a un ogro y los restos del arma que, en su día, blandiera el malogrado caballero Derek Crownguard.
Constituía aquél un impresionante despliegue, que atestiguaba los servicios prestados a Krynn por múltiples generaciones de paladines solámnicos. No obstante, Gunthar cruzó sin dedicarle una ojeada y se encaminó hacia un rincón, donde se recortaba una mesa de notorias dimensiones. Debajo de la vetusta tabla, en unas casillas dispuestas a tal electo y con su correspondiente etiqueta, se hacinaban distintos mapas primorosamente enrollados y, a pesar del atiborramiento, en aceptables condiciones. Tras estudiar unos instantes los compartimientos, Gunthar se agachó, extrajo un documento y lo extendió encima de la superficie del mueble. Hizo a Tanis un gesto para que se aproximara y éste, rascándose la barba e intentando parecer interesado, obedeció.
El dignatario de los caballeros se frotó, satisfecho, las manos. Era evidente que se encontraba a gusto en su propio terreno.
—Utilicemos la lógica, mi querido huésped —propuso—, la lógica desnuda, pura y sencilla. Los ejércitos de la Señora del Dragón están en Sanction —señaló el punto—, arracimados y concentrados, sin refuerzos en otros enclaves. Admito que su cabecilla es una mujer poderosa y que la respaldan hordas de draconianos, goblins y mercenarios que estarían encantados de desencadenar una segunda catástrofe. Acepto también, puesto que así me lo han comunicado nuestros espías, que en las últimas semanas ha aumentado la actividad en esos confines y, por consiguiente, que la Dama Oscura trama algo. ¡Pero de ahí a atacar Palanthas! En nombre del Abismo, Tanis, observa la magnitud del territorio que tendría que cubrir, bajo la jurisdicción en su mayor parte de mis hombres. Aunque poseyera tropas suficientes para abrirse paso entre nuestros expertos luchadores, sus caravanas de abastecimiento habrían de seguir una ruta en exceso larga, necesitaría un contingente tan nutrido como sus propias fuerzas de combate a fin de guardarla. Cortaríamos el suministro en una docena de sitios, y sin la menor dificultad.
Una vez más, se retorció las puntas de los mostachos e hizo un alto antes de proseguir, en estos términos:
—Si algún conductor de nuestros adversarios se granjeó mi respeto durante la conflagración anterior fue Kitiara, mi buen Tanis. Es despiadada y ambiciosa, pero también inteligente y, en consecuencia, poco proclive a correr riesgos fortuitos. Ha esperado dos años, en los que ha congregado a sus dispersos partidarios y fortificado sus defensas donde no osamos agredirla, algo de lo que es consciente. Es mucho lo que ha conseguido para tirarlo todo por la borda en un plan tan desatinado como el que sugieres.
—Quizá no es ésa la línea de actuación que se ha trazado —aventuró el semielfo.
—¿Acaso existe otra? —preguntó Gunthar, con la paciencia del anciano frente al niño testarudo.
—¡Lo ignoro! —se violentó el interrogado—. Afirmas respetarla, aunque quizá no es bastante. ¿La temes? ¿Intuyes siquiera de lo que es capaz? Yo la conozco, y tengo la sensación de que una idea maquiavélica ha cruzado por su retorcida mente.
Se quebró su acento al mencionar tan repetidamente a su antigua amante, y tuvo que refugiarse en la contemplación del mapa. El caballero guardó silencio, ya que había oído extraños rumores sobre aquel joven y la llamada Kitiara y, aunque nunca les dio crédito, juzgó oportuno no profundizar en el grado de intimidad que alcanzó su huésped con la mujer.
—No crees una palabra, ¿verdad? —le abordó Tanis de forma abrupta.
Turbado, pillado por sorpresa, Gunthar se alisó los hirsutos bigotes e, inclinándose, empezó a enrollar el mapa con un celo antinatural.
—Tanis, hijo, sabes que te has hecho acreedor a mi más sincero elogio…
—Sí, ya hemos discutido antes mis merecimientos.
—Y que —continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción— no hay nadie en Krynn a quien reverencie tanto como a Elistan. Pero me colocas en una situación espinosa al presentarte aquí y relatarme la historia que, a su vez, te ha narrado a ti un Túnica Negra, y de la raza elfa por añadidura, acerca de Raistlin, de su proyecto de penetrar en el Abismo y desafiar a la Reina de la Oscuridad. No, peor todavía —rectificó—, pretendes convencerme de que ese inefable hechicero ha puesto en práctica con éxito tan desmesurada empresa. Ya no soy joven, en ningún aspecto, y te aseguro que he asistido a singulares fenómenos a lo largo de mi existencia. No obstante, las nuevas que me has transmitido se asemejan sospechosamente a esos cuentos que tanto gustan a los niños cuando el sueño se muestra esquivo.
—Eso mismo dijeron de los dragones —persistió su interlocutor, sonrojado su rostro bajo la barba. Mantuvo unos momentos la cabeza baja antes de explicar, mesándose la pelirroja maraña que cubría su mentón y con la mirada clavada en el mandatario—: Mi venerado señor, he viajado junto a Raistlin, me he debatido con él y en su contra, he presenciado cómo crecían sus dotes y su malignidad. ¡No hay límites que no esté dispuesto a transgredir para incrementar su ya vasta soberanía en el universo arcano! Si mi consejo no te basta, acata al menos el de Elistan —le invocó, y zarandeó su brazo—. ¡Te necesitamos, Gunthar, a ti y a tus caballeros! Debes ampliar la guarnición en la Torre del Sumo Sacerdote. El plazo se agota, pues, según Dalamar, en las esferas de la Reina Oscura no existen los conceptos temporales. De modo que, aunque Raistlin se enfrente a la soberana durante meses o años, en nuestro plano sólo transcurrirán días. El elfo oscuro se halla persuadido de que el retorno de su maestro es inminente. Yo no pongo en duda ninguna de sus revelaciones, ni tampoco el anciano eclesiástico. ¿Por qué? Porque el aprendiz está asustado. Siente miedo, y nos lo ha contagiado a nosotros.
«Tus espías te han referido el inusitado ajetreo que conmueve la ciudad de Sanction. ¿Qué más evidencias precisas? Confía en mí, señor. Kitiara ayudará a su hermano, ansiosa de obtener la recompensa que él debe haberle prometido. Si triunfan, Raistlin, convertido en dios, entronizará a la dama y dejará que gobierne el mundo. A ella siempre le atrajo el juego, apostaría su propia vida a cambio de tan apetecible premio. Te lo suplico, Gunthar —exclamó, ferviente, perentorio—, si no quieres escucharme, acompáñame a Palanthas y entrevístate con Elistan.
El caballero examinó a la porfiada criatura, mezcla de elfo y humano, que tanta vehemencia imprimía a sus alocuciones. Si Gunthar había ascendido a su rango como adalid de la Orden era debido, básicamente, a su honradez y ecuanimidad. Era asimismo un buen observador del carácter ajeno. Desde que le presentaran a Tanis, después de finalizar la Guerra de la Lanza, el semielfo había despertado sus simpatías. Aunque en seguida captó que algo les separaba. Aquél que ahora recibía en calidad de huésped se recluía en una aureola de reserva, de aislamiento, tras una barrera invisible que nadie podía franquear.
Al escrutarle ahora, sin embargo, se sintió más cerca del misterioso joven de lo que nunca soñó. Evaluó la sapiencia que reflejaban sus almendrados ojos, una prudente erudición que había adquirido a través del dolor, de suplicios interiores. Leyó temor en aquel libro abierto, el temor propio de quien, poseedor de un arrojo intrínseco, no oculta su desasosiego. Adivinó en su porte al cabecilla nato, no al que esgrime una espada y organiza la carga de la batalla, sino al que se impone de manera pausada, serena, arrancando lo mejor de los demás y alentándoles hasta suscitar en ellos virtudes en embrión, que nunca imaginaron atesorar.
Comprendió Gunthar, en definitiva, algo que siempre se le antojó oscuro y desentrañable, las motivaciones que impulsaron a Sturm Brightblade, cuyo linaje se remontaba impoluto a antepasados caídos en el olvido por su antigüedad, a seguir a aquel semielfo bastardo, fruto de una brutal violación al decir del siempre entrometido populacho. Entendió la causa de que la Laurana, Princesa elfa y una de las mujeres más fuertes y hermosas que jamás conoció, se declarase dispuesta a sacrificarlo todo en aras del amor de aquel hombre.
—Me avengo, Tanis —murmuró el coronel y se relajaron sus facciones, una nota de tibieza enriqueció el acento fríamente correcto que antes presidiera su diálogo—. Iré a Palanthas contigo, movilizaré a los Caballeros de Solamnia y reforzaremos la Torre del Sumo Sacerdote para prevenirnos contra posibles incursiones. Como antes he indicado, nuestros espías anuncian que algo desacostumbrado bulle en Sanction. En cualquier caso, aunque se trate de una falsa alarma, a mis seguidores no les vendrá mal ejercitarse después de tan larga tregua. Todos se beneficiarán de un período de prácticas al aire libre.
Tomada su decisión, Gunthar procedió a organizar un pequeño caos doméstico. Llamó a gritos a Wills, su sirviente personal, y ordenó en una batahola arrolladora que le bruñesen la armadura y afilaran su espada, mientras, en el patio, los caballerizos preparaban el grifo. Pronto corrieron de un lado a otro los afanosos criados y el ama que siempre había residido en la mansión entró, resignada, en la sala, para insistir en que se arropase en su capa forrada de piel, pese a la vecindad de las Fiestas de Primavera, dada la inestabilidad climatológica.
Aturdido en medio de la confusión, Tanis volvió junto a la chimenea, recogió su jarra de cerveza y tomó asiento para saborearla mejor. Pero, después de todo, no la degustó, apenas se mojó los labios. Al contemplar las llamas, vislumbró, una vez más, una sonrisa embrujadora, ambigua, enmarcada en unos tirabuzones de oscuro cabello, no menos irresistibles.