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Triste despedida
—¿Qué contiene ese párrafo, Caramon? —preguntó Tas mientras, de puntillas, intentaba ver el texto por encima del brazo de su amigo.
—¡Chitón! —le ordenó el guerrero, irritado—. Estoy leyendo. Suéltame y no molestes.
El hombretón, después de pasar precipitadamente las páginas de las Crónicas que incitara a confiarle a Astinus, se detuvo en una y procedió a estudiarla con sumo celo.
Exhalando un suspiro que venía a significar: «¡Esto es injusto, soy yo quien ha cargado con el libro!», Tasslehoff se reclinó en el muro y observó el paraje, dolido aún por el exabrupto. Se encontraban debajo de uno de los fanales que usaban los palanthianos para el alumbrado nocturno de sus avenidas. Debía de haber despuntado el nuevo día, se dijo el kender, porque aunque los nubarrones tormentosos oscurecían la luz, la deformaban, envolvía la ciudad una aureola grisácea. Una gélida bruma se elevaba en volutas sobre la bahía y, en torbellinos, fluía a través de las calles, confiriéndoles una opacidad fantasmal.
Los candiles brillaban junto a la mayoría de las ventanas. Pero había escasos paseantes, porque se había recomendado a los ciudadanos permanecer en sus casas a menos que fueran miembros de la milicia. Tas vislumbraba los rostros de las mujeres aplastados contra los cristales, al acecho del regreso del esposo o el hijo. Alguna que otra figura solitaria pasaba a toda prisa junto a los dos viajeros, aferrada su arma, hacia la puerta principal de la muralla. Dado el carácter inquieto del hombrecillo, no dejó de satisfacerle presenciar una de las numerosas escenas familiares que se habían sucedido a lo largo de la noche: una rendija luminosa frente a ellos anunció que se había entreabierto la puerta de una vivienda, y al punto cruzó el umbral un humano varón, con una herrumbrosa espada al cinto, seguido por una mujer, inmersa en llanto. Él se inclinó y le dio un tierno beso, antes de besar también al pequeño que la dama acunaba en sus brazos. Luego, girando de manera brusca, el individuo se alejó raudo y, cuando atravesaba la calzada, el kender reparó en que unos gruesos lagrimones surcaban sus pómulos.
—¡Oh, no! —exclamó Caramon—. ¿Qué ocurre? —indagó Tas, y se alzó en un brinco para examinar por sí mismo los sucesos que tanto disgustaban al luchador.
—Escucha —le invitó éste.
Y ambos averiguaron lo que no tardaría en sobrevenir, según el fiel registro del historiador de la gran biblioteca. El pasaje rezaba así:
En la mañana del tercer día apareció la ciudadela flotante sobre Palanthas, escoltada por escuadras de Dragones Azules y Negros. Y, al unísono con el aéreo castillo, surgió delante de las puertas de la Ciudad Vieja otro espectáculo, el de un personaje que forzó a los veteranos de incontables campañas a palidecer de miedo.
El fantasma que ocasionó tal revuelo, un ente que se diría creado a partir de los jirones de la noche misma, era Soth, el Caballero de la Rosa Negra. El espectro se materializó a lomos de una pesadilla poblada de ojos, de cascos ígneos. Cabalgó en medio de unas nebulosas huestes, sin que nadie osara desafiarle, hasta el acceso a la ciudad, y los centinelas se dieron a una despavorida fuga.
Una vez allí, se detuvo.
—Señor de Palanthas —invocó el Caballero de la Muerte al máximo dignatario, con una voz incorpórea que provenía del reino de ultratumba—, rinde a la Señora del Dragón, Kitiara, la urbe que gobiernas. Entrégale las llaves de la Torre de la Alta Hechicería, nómbrala adalid absoluto de tus dominios y ella, a cambio, os concederá la gracia de la paz y perdonará vuestros gráciles edificios de la destrucción.
Amothus ocupó el lugar que le correspondía en las almenas, y se enfrentó a tan poderoso oponente. Fueron muchos los miembros de su séquito que no resistieron la mirada del adversario, azuzados como estaban por el terror, pero el mandatario se mantuvo enhiesto e, impasible a su propia lividez… pronunció unas palabras que devolvieron la valentía a aquellos que la habían perdido.
—Transmite este mensaje a tu cabecilla —encomendó al espíritu—: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.
—Salvaguardas una prerrogativa para empeñar otra más sagrada: la vida —se enfureció Soth.
Sin que mediara más diálogo entre ellos, las legiones del caballero cesaron de insinuarse para tomar forma. Le acompañaban trece guerreros cadavéricos que, a la grupa de equinos llameantes, se pusieron en formación a su espalda mientras a su vez, detrás de los luchadores, erguidas en cuadrigas confeccionadas con huesos humanos y tiradas por salamandras aladas, se dibujaban las mujeres elfas que los dioses condenaran a servir al infame caudillo solámnico. Blandían en la mano espadas de hielo, y el mero eco de sus alaridos presagiaba muerte.
Levantando una mano que sólo era visible merced al guante de acerada malla que la cubría, Soth señaló la puerta de la urbe, que, cerrada, le impedía el paso. Susurró un vocablo mágico y, de manera instantánea, un frío estremecedor invadió a los presentes hasta congelar sus almas, que no ya su carne. Los remaches metálicos que adornaban las hojas de la puerta se tornaron blancos bajo la escarcha y, al asumir también la madera la textura del hielo, el errabundo ser la sumió en un sortilegio y la hizo estallar en pedazos.
El engendro del más allá posó los dedos en el pomo de la silla y cargó a través de la destrozada puerta, encabezando a sus imbatibles legiones.
AI otro lado, montando a Ígneo Resplandor —un Dragón Broncíneo cuyo nombre reptiliano era Khirsah—, se hallaba Tanis el Semielfo, héroe de la Lanza. En cuanto avistó a su rival, el Caballero de la Rosa Negra quiso fulminarle de inmediato mencionando el término «muerte», uno de los más eficaces de su repertorio arcano. Al agredido, que estaba protegido por un brazalete de plata inmune a la magia, no le afectó el encantamiento. Pero la pulsera ya le había salvado en una ocasión y no le protegería en un segundo ataque.
Incapaz de guardar silencio por más tiempo, Tas interrumpió a su amigo.
—¿Qué significa eso de que sólo valía para una confrontación, Caramon? —le interrogó.
El interpelado, que ansiaba proseguir, le indicó con un siseo que se callara y se enfrascó de nuevo en la lectura.
… en un segundo ataque. El Dragón Broncíneo del semielfo, que carecía del influjo de un talismán, expiro al proferir Soth tan letal sustantivo, y su jinete hubo de luchar en tierra. Soth desmontó a fin de ofrecer al contrincante la oportunidad de defenderse según las leyes de combate de la Orden solámnica, unos preceptos a los que todavía estaba vinculado pese a que había transgredido las fronteras de su jurisdicción varios año atrás. Tanis se debatió con sorpréndeme arrojo, pero ni sus fuerzas ni sus recursos eran equiparables a los de un espectro. Al fin cayó mortalmente herido, traspasado su pecho por la espada del caballero.
—¡No! —se revolvió el kender—. ¡No podemos permitir que perezca! Corramos —urgió al guerrero, zarandeando su brazo—, quizás aún podamos prevenirle del peligro.
—Yo debo ir a la Torre sin demora, Tas —se opuso Caramon sin alterarse—. No tengo tiempo de buscar al semielfo. Siento la proximidad de Raistlin y he de acudir a su encuentro.
—Bromeas, ¿verdad? —susurró Tasslehoff y, boquiabierto, miró ansioso al fortachón—. ¡No pienso cruzarme de brazos y abandonarle a su suerte! —Insistió.
—Por supuesto que no. Yo asistiré a mi cita, pero tú te encargarás de rescatar a Tanis de tan terrible destino —dictaminó el fornido luchador.
El hombrecillo quedó literalmente sin aliento al oír aquella sentencia. Cuando, pasado el primer estupor, recobró el habla, su protesta fue poco más que un incoherente y chillón graznido.
—¿Yo? Pero Caramon, sabes tan bien como yo que soy un inepto en las artes marciales. De acuerdo en que presumí frente al guarda…
—Tasslehoff Burrfoot —le imprecó su compañero—, cabe dentro de lo posible que los dioses organizaran toda esta hecatombe para tu particular diversión, pero, si he de ser franco, añadiré que lo dudo. Somos criaturas integrantes del mundo en que vivimos, Tas, y debemos aceptar la responsabilidad que nos compete. Es algo que, después de interminables y dolorosos azares, he llegado a comprender.
Suspiró, y empañó su rostro una solemnidad tan atribulada que el kender notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—Soy consciente de mis obligaciones, del deber que he contraído con la tierra donde nací —afirmó, compungido—, y estoy dispuesto a participar en todo aquello que esté a mi alcance. Pero no olvides mi insignificancia. No se puede pedir a un ser «pequeño» como yo que desafíe a Soth, ese coloso de «altura». Espero que entiendas lo que simbolizan esos adjetivos, ya…
Hendieron el ambiente las notas de un clarín, luego de otro. Caramon y Tas enmudecieron, quedaron inmóviles hasta que se hubieron disipado los sones.
—Es la hora, ¿no? —consultó el kender al guerrero.
—Sí —ratificó éste—. Será mejor que te apresures.
Cerrando el libro, el hombretón lo introdujo en una vieja mochila que Tas había requisado —él prefería emplear este término— mientras inspeccionaban la desierta Ciudad Nueva. También había tomado prestadas —otra de sus definiciones favoritas— algunas bolsas para su uso personal, así como objetos de interés que, por no cansarle, había omitido mostrar al humano. Puso la palma de la mano sobre la cabeza de su entrañable amigo y le dijo, a la vez que le acariciaba el ridículo y desgreñado copete:
—Adiós y gracias, mi querido Tas.
—Pero Caramon, ¿qué haré sin ti? —El kender miró al grandullón en la actitud de quien no ha de sobreponerse al desvalimiento, a la soledad—. ¿Dónde te hallaré si preciso tu ayuda?
El aludido alzó los ojos al cielo, allí donde la Torre de la Alta Hechicería surcaba, cual una negra fisura, el manto de la borrasca. Las llamas de unos candiles ardían tras las ventanas de la planta superior de la mole, actual emplazamiento del laboratorio… y del Portal.
El hombrecillo imitó al luchador, y se detuvo a contemplar el lóbrego edificio. El frente de nubes descendía en su derredor y los relámpagos jugueteaban, no menos ominosos, con su pétreo contorno. Recordó el día en que, en el lapso que dura una exhalación, columbró un primer plano del Robledal de Shoikan, y un escalofrío convulsionó su cuerpo.
—¡No te internes en ese paraje, Caramon! —suplicó, aferrando la manaza del guerrero.
—Adiós, Tas —reiteró éste su despedida, y se deshizo de la garra del hombrecillo—. Tengo que hacer lo que he planeado para modificar el desenlace de nuestra historia, y también tú has de imbuirte de la misión que te he asignado. Vamos, no te entretengas, la ciudadela debe de estar suspendida encima de las puertas mientras cotorreamos.
—Pero… —gimió el kender, con la voz entrecortada.
—¡No hay peros que valgan! —le amonestó el corpulento humano—. ¡Déjate de titubeos y cumple tu cometido! —bramó, y los ecos de su cólera se difundieron por la calle vacía—. ¿Acaso no te importa que Tanis muera sin mover un dedo en su favor?
Tasslehoff se amedrentó. Nunca antes había visto a su amigo tan airado, al menos no contra él. En sus múltiples aventuras no se produjo ninguna situación que le impulsara a gritarle.
—Claro que me importa —le aseguró dócil, encogido—. Es que no sé cómo puedo socorrerle.
—Improvisa —le aconsejó el otro, deseoso de infundirle ánimos—. Siempre lo hiciste, y con espléndidos resultados.
Dando media vuelta, Caramon se alejó. El kender le observó, desconsolado, mientras partía.
—Adiós, amigo —murmuró a la figura en retirada—. No te decepcionaré.
El guerrero debió de oírle, pues hizo un alto y giró la cabeza para dirigirse a él con un acento singular, como si se hubiera atragantado, o así se lo pareció al hombrecillo.
—Tengo plena confianza en ti y siempre la conservaré, independientemente del desarrollo de los acontecimientos —le prometió. Y, ondeando la mano, echó de nuevo a andar.
Tas atisbo en la distancia las sombras del Robledal, unas brumas que ni el sol lograba disolver en las que, siempre agazapados, anidaban los guardianes de la Torre.
Estuvo quieto unos momentos, atento a las evoluciones de Caramon hasta que le engulló la penumbra. Abrigaba la secreta esperanza, se sintió capaz de admitirlo en un inusitado alarde de sinceridad, de que el guerrero cambiara de idea y, antes de esfumarse, le ofreciera: «¡Aguarda, iré contigo al rescate de Tanis!».
No fue así. «Lo que pone el asunto enteramente en mis manos —pensó el kender—. ¡Y me ha reprendido de modo brusco!», se autocompadeció mientras, lloroso, tomaba el rumbo opuesto al de su compañero, es decir, el de la puerta. Tan deprimido estaba, que el corazón, de un vuelco, fue a refugiarse en las enfangadas botas, aumentando su peso. No conocía un método practicable para liberar a Tanis de la embestida de un Caballero de la Muerte. Cuanto más reflexionaba, más incongruente se le antojaba que Caramon le hubiera encargado tal empresa.
—De todos modos, salvé la vida del hombretón —farfulló—. Quizá por eso ha decidido…
Se detuvo de repente y se plantó, cual una estatua, en medio de la calzada.
—¡Se ha deshecho de mí! —vociferó—. Tasslehoff Burrfoot, tienes menos seso que un mosquito o, como solía calificarte Flint, eres un perfecto botarate. Se ha desembarazado de mi presencia porque no quiere que sea testigo de su muerte, se encamina hacia su propio fin. ¡Lo del rescate del semielfo era un subterfugio!
Desdichado, confundido, exploró la avenida en ambos sentidos. «¿Qué puedo hacer?», se preguntó. Dio un paso hacia Caramon, pero frenó su impulso un nuevo clamor musical, esta vez estridente y discorde como si el instrumento, por su propia iniciativa, expresara alarma. E, imponiéndose a éste, creyó reconocer la voz de una criatura que impartía órdenes: la de Tanis.
—Si me uno al guerrero, será el semielfo quien no tardará en exhalar su último suspiro —vaticinó, y avanzó un paso hacia donde éste se hallaba.
Su elección, no obstante, fue pasajera. Hizo otro alto, ensortijando un mechón del copete en su mano como para significar hasta qué extremo también su mente se encontraba sumida en un remolino. Nunca, en su dilatada existencia, había sido víctima de tan hondas frustraciones.
—Los dos me necesitan —razonó—, y yo no puedo escoger.
«¡Ya lo tengo!». Estaba pictórico de felicidad, la solución se había dibujado en su cerebro cuando más proclive se sentía al pesimismo. Ahora resuelto, el hombrecillo emprendió una rápida carrera hacia la entrada de la ciudad.
—Rescataré a Tanis —musitó jadeante, en el mismo momento en que se adentraba en una calleja que acortaría el trayecto—, y más tarde regresaré para prestar mi ayuda a Caramon. Imagino que el semielfo me será útil en el segundo empeño.
Mientras corría por el atajo, haciendo huir a los asustados gatos, frunció el entrecejo y caviló: «He perdido la cuenta de la cantidad de héroes que he tenido que salvar. ¡Empiezo a hastiarme de todos ellos!».
La ciudadela flotante hizo su aparición en el cielo de Palanthas coincidiendo con el cambio de guardia, motivo por el que sonaron los clarines. Los majestuosos, si bien algo derruidos, torreones, las almenas, los imponentes muros de roca, las ventanas iluminadas y repletas de tropas draconianas, todos estos pormenores se hicieron ostensibles a medida que el artefacto descendía, siempre sustentado por sus cimientos de nubes mágicas, hirvientes.
La muralla de la Ciudad Vieja estaba atestada de hombres, ya fueran ciudadanos, caballeros o mercenarios. Ninguno despegó los labios, se contentaron con apretar sus armas y, silenciosos, presenciar la escena.
De todas maneras, en la quietud general, retumbaron algunas palabras al aproximarse el castillo volador o, en honor a la verdad, fueron muchas las que brotaron de una sola garganta. Tas, en efecto, palmeó sobrecogido frente a la espectacular visión y comentó:
—¿No es avasalladora? ¡Había olvidado cuan magníficas y gloriosas pueden resultar estas fortalezas aéreas en su vuelo! Daría cualquier cosa por viajar en una de ellas. —El kender meneó la cabeza y, como nadie más podía hacerlo, se reprendió a sí mismo, aunque adoptando el tono de Flint—: Ahora no, Burrfoot, tienes un trabajo que hacer. Aquí está la puerta, allí la ciudadela —reconoció el terreno—, y Amothus se acerca entre sus guarniciones. Presenta un aspecto horrible, he visto cadáveres más risueños. Pero ¿dónde se ha metido…? ¡Creo que ya viene!
Una procesión asomó por detrás de un recodo y marchó, calle adelante, hacia donde estaba Tasslehoff. La componían un grupo de Caballeros de Solamnia que conducían sus caballos de la mano y, en su lento desfilar, exhibían unos rostros solemnes y tensos, sin intercambiar las chanzas habituales poco antes de la batalla. No hablaban, no se molestaban en disimular su triste conocimiento de que, en la mayoría de los casos, la muerte acechaba al final del recorrido. Les acaudillaba un individuo cuya poblada barba destacaba en brusco contraste respecto a los semblantes rasurados, provistos de mostachos, de los soldados. Además, pese a que lucía la armadura que le acreditaba como Caballero de la Rosa, no mostraba la soltura de otros portadores de idéntico emblema.
—Tanis siempre detestó las cotas de malla y otros atuendos guerreros —rememoró el kender a media voz, mientras examinaba a su amigo—, y sin embargo no ha podido negarse a vestir el uniforme de la hermandad solámnica. ¿Qué diría Sturm si estuviese aquí? ¡Ojalá se hallara en mi flanco, él o alguien de su inteligencia y agallas! —deseó, y una lágrima surcó su nariz antes de que acertara a enjugarla.
Cuando los caballeros se hubieron aproximado al portalón, Tanis se detuvo y volvió la cara para dar las oportunas instrucciones a las filas. El crujir de las alas reptilianas restallaba en las alturas y, al alzar el rostro en un gesto mecánico, Tasslehoff descubrió a Khirsah que, en estrecho círculo, capitaneaba una formación de Dragones Broncíneos. La ciudadela también se desplazaba hacia el muro a un ritmo tan regular, tan pausado, como si se descolgase sujeta de una cuerda.
«Sturm no está junto a mí, ni Caramon, ni nadie —se desengañó el kender, que con sólo evocar a aquellos personajes ya los había visualizado—. Una vez más, Burrfoot, eres tú quien ha de organizar la ofensiva. Tienes que discurrir», se arengó, y secó las lágrimas que bañaban sus mejillas.
Por su mente cruzaron todo tipo de proyectos, cada uno más disparatado que el precedente. El primero consistía en inmovilizar al semielfo a punta de espada («Te clavaré una estocada si no levantas las manos, Tanis, hablo muy en serio»), luego estudió un ardid para golpearle en el cráneo con una roca («Despójate de tu yelmo, amigo, será sólo un instante») e incluso, insatisfecho con tales soluciones, llegó a considerar la alternativa de decir la verdad («Verás, retrocedimos en el tiempo y, cuando regresamos, cometimos un error de cálculo y nos desplazamos al futuro de tal modo que Caramon, en un arrebato, quitó este libro a Astinus poco antes del fin del mundo y así, gracias a lo que había escrito en sus páginas, en el último capítulo, averiguó que habías de morir y…»).
De repente, el objeto de sus bien intencionadas maquinaciones alzó el brazo derecho. Un resplandor argénteo capturó la atención de Tas, quien, suspirando a modo de desahogo, musitó:
—Ahora sí sé cómo solventar el conflicto. Es muy simple, haré aquello para lo que estoy más dotado.
—Sea cual fuere el desarrollo de los acontecimientos, dejadme a Soth —pidió Tanis, mirando con sombría actitud a los caballeros que se habían cuadrado a su alrededor.
—Pero, mi apreciado colega… —empezó a sermonearle Markham, deseoso de hacerle entrar en razón.
—No voy a discutir contigo —le atajó el semielfo—. Sin un talismán ninguno de vosotros tiene la más mínima posibilidad de vencer al espectro y, además, sois necesarios para combatir contra sus legiones. Jura por el Código y la Medida que no te inmiscuirás en mi terreno, o me obligarás a expulsarte del campo de batalla. ¡Jurad todos que acataréis mi voluntad! —exigió de los hombres.
Al otro lado de la puerta cerrada, una voz profunda, hueca como si brotase de una caverna, invitó a Palanthas a rendirse. Los soldados solámnicos se consultaron unos a otros con los ojos, trémulos sus cuerpos debido al miedo que les infundía aquel sonido inhumano. Se produjeron unos segundos de silencio, una letal expectación que sólo rompía el batir de las alas reptilianas mientras las desmesuradas criaturas de escamas de bronce, de plata, azules y negras describían elipses en las alturas, espiándose y al acecho de la señal de ataque. Khirsah, el Dragón de Tanis, planeaba no muy lejos de su jinete, presto a recogerle en cuanto éste se lo ordenase.
Resonó en el ambiente otra voz articulada, la de Amothus, que respondió al Caballero de la Muerte firme, inconmovible, aunque con un delator quiebro en las inflexiones del discurso.
—Transmite este mensaje a tu cabecilla: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.
—Juro por el Código y la Medida someterme a tus decisiones —cedió Markham al imperativo semielfo.
—También nosotros —le corearon los hombres que tenía a su cargo.
—Gracias —se congratuló Tanis, posando la vista en aquellos guerreros leales y meditando que no tardaría en malograrse su juventud, que también él… No, no debía comportarse como una plañidera. Meneó la cabeza y llamó a su cabalgadura—: Khirsah, ya puedes…
No concluyó la frase, pues, cuando ésta afloraba a sus labios, oyó una espantosa conmoción en las filas de la retaguardia.
—¡Quita las pezuñas de mis pies, animal desmañado! —gritó el supuesto alborotador.
Piafó un caballo y en los tímpanos del barbudo semielfo vibró el reniego de un soldado, seguido por las porfías de alguien que, en tono chillón, protestaba su inocencia.
—El afrentado soy yo —afirmó—, tu caballo me ha pisado. Flint no se equivocaba al evitar a esas bestias estúpidas.
Los otros cuadrúpedos, que presentían la inminente contienda y afectados por el nerviosismo de sus amos, por la contagiosa tensión que presidía la espera, irguieron las orejas y relincharon ruidosamente. Uno incluso se salió de la hilera, sin que un inmediato tirón de las bridas le restituyera a su lugar.
—¿Acaso no sois capaces ni de dominar a vuestros caballos? —rugió Tanis—. ¿Qué ocurre ahí atrás?
—¡Dejadme pasar! Apartaos de mi camino y no me importunéis. ¿Es tuya esta daga? Sin duda ha resbalado hasta el suelo. Tienes suerte de que yo, por pura casualidad —prosiguió el personaje de pretendida candidez—, haya reparado en ella.
Fuera, en la Ciudad Nueva, volvió a elevarse la voz del caballero espectral augurando la muerte de todos sus rivales. Casi al unísono, a unos pasos del semielfo, el intruso se dio a conocer:
—Soy yo, Tanis, Tasslehoff.
El héroe de la Lanza se sintió al borde del desmayo. No habría podido discernir, en aquel preciso instante, cuál de las dos voces le aterrorizaba más. Sin embargo, no había tiempo para reflexionar ni desentrañar sus emociones: por encima del hombro, el adalid advirtió que la puerta se tornaba de hielo y comenzaba a resquebrajarse.
—¡Tanis! —le invocó alguien, colgado de su brazo—. ¡Oh, Tanis, cuánto me alegro de encontrarte! —persistió aquel ser en aturdirle, en vapulearle—. ¡Tienes que acompañarme y salvar a Caramon! Se dirige en solitario al Robledal de Shoikan ¡hemos de socorrerle sin tardanza!
«¡Caramon ha muerto! —fue el primer pensamiento del semielfo, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta, porque según sus noticias, también el kender había expirado—. ¿Tanto me enajena el pánico que veo visiones?».
Alguien gritó y, al mirar con aire ausente a sus seguidores, Tanis observó que sus rostros se demudaban bajo los yelmos y asumían una lividez cadavérica. Comprendió que Soth y sus huestes habían atravesado el umbral de la Ciudad, y regresó a la realidad.
—¡Montad! —mandó a los suyos a la vez que, en un frenesí, forcejeaba para desembarazarse de las garras del tenaz hombrecillo—. Escucha, amigo, no es ésta ocasión propicia para distraerme. ¡Vete, maldita sea! —le imprecó al fin.
—¿Distraerte? —se soliviantó Tasslehoff—. Te comunico que Caramon va a morir y eso es lo único que se te ocurre decir, ¡una bonita manera de reaccionar!
—Nuestro compañero ya ha muerto —repuso el aludido con evidente impaciencia.
Khirsah aterrizó a su lado, lanzando un belicoso bramido. Bondadosos y perversos, en ese punto todos coincidían, los otros dragones le imitaron antes de, en una auténtica exhibición de fiereza, abalanzarse contra los rivales más cercanos con las zarpas extendidas. La refriega había estallado, la atmósfera se impregnó de llamaradas y de ácidos malolientes. En la ciudadela flotante los clarines proclamaron el zafarrancho y, entre vítores de entusiasmo, los draconianos iniciaron sus descensos sobre la ciudad, desplegadas sus correosas alas para amortiguar la caída.
El Caballero de la Rosa Negra, envuelto en los efluvios de muerte que despedía su ser descarnado, avanzaba implacable hacia el interior de la bella Palanthas.
A pesar de sus denodados afanes, el semielfo no conseguía desprenderse de su eventual aprehensor. Al rato, renegando entre dientes, pasó a la contraofensiva: asió al kender por la cintura y, tan rabioso que casi se asfixió él mismo, lo arrojó cual un proyectil a una calleja vecina.
—¡Y haz el favor de quedarte ahí! —vociferó.
—¡No vayas! —suplicó el otro—. ¡Sé de buena tinta que no sobrevivirás!
Tras examinar por última vez al impertinente Tas, sin plantearse la posibilidad de prestar oídos a todos aquellos despropósitos, el héroe giró sobre sus talones y echó a correr, mientras repetía el nombre de Ígneo Resplandor. El reptil, que durante la reyerta particular de los viejos compañeros había volado para conducir a su escuadra, acudió raudo. En un santiamén, se posó en la calle.
—¡Tanis, no puedes encararte con Soth sin el brazalete! —le avisó el astuto hombrecillo.