6

Una incursión en las tinieblas

—¡Maldita seas, Kitiara!

El sufrimiento acalló a Dalamar como una mordaza. Tambaleándose, el acólito se puso una mano en un costado y notó la cálida afluencia de sangre.

Ninguna sonrisa de triunfo iluminó la faz de la agresora. Si algo se grabó en ella fueron más bien las arrugas del miedo, de la incertidumbre, al advertir que un golpe letal había errado en su diana. «¿Por qué?», se preguntó en un arranque de furia. Había matado con idéntico proceder a centenares de hombres, ¿cómo era posible que fallase ahora? Tras soltar el cuchillo, desenvainó la espada y atacó en una misma secuencia.

El acero silbó en el aire debido a la fuerza de la embestida, pero se estrelló contra un muro sólido. Brotaron las chispas al tomar contacto el metal con el escudo mágico que el hechicero había invocado como protección personal, y un impacto paralizador iniciado en el filo recorrió el arma, la empuñadura y el brazo que la blandía. La espada se deslizó de la mano entumecida a la vez que, sujetándose el brazo, la perpleja Kit hincaba la rodilla en el suelo.

Dalamar se recobró del efecto abrumador del aguijonazo. Los encantamientos defensivos tras los que se parapetaba eran fruto de un acto reflejo, el resultado de numerosos años de práctica. Ni siquiera necesitaba formularlos de manera consciente: un simple atisbo de peligro activaba estos resortes de su sapiencia, que en nada se asemejaban a los que había reservado para el enfrentamiento contra el shalafi. Sea como fuere, no debía desestimar las cualidades guerreras de la mujer que se hallaba postrada en el laboratorio y, mientras ejercitaba la mano derecha, que quedó insensibilizada, estiraba la izquierda en busca de su arma.

La lucha había comenzado.

Con felina agilidad, la dama se enderezó. Ardía en sus ojos la fiereza de la batalla, la lujuria casi sexual que la consumía siempre que peleaba y que Dalamar había detectado en otras pupilas, las de Raistlin cuando vagaba en el éxtasis de su magia. El elfo oscuro sofocó una sensación agobiante nacida en los recovecos de su ser y trató de conjurar, asimismo, el pánico y el dolor a fin de concentrarse exclusivamente en los sortilegios apropiados.

—No me obligues a matarte, Kitiara —la amenazó, deseoso de ganar tiempo y recuperar su fuerza.

Sus energías crecían por segundos, pero, una vez recuperadas, tenía que conservarlas intactas. De nada le serviría abatir a Kitiara para perecer, poco después, a manos de su hermanastro. Vencido su primitivo impulso de llamar a los guardianes, ya que si la mujer los había burlado en el altercado del vestíbulo merced, sin duda, a la joya nocturna que le otorgase Raistlin, volvería a ahuyentarlos sin dificultad, el taimado aprendiz recurrió a otra iniciativa.

Reculando unos pasos frente a la Señora del Dragón, el hechicero se acercó a la pétrea mesa donde descansaban sus artilugios arcanos. Localizó discreto, por el rabillo del ojo, una varita de oro que relumbraba en la exigua luz del aposento, y perfiló su plan. Era imprescindible conjugar con precisa exactitud las distintas fases, ya que el uso de la áurea pieza exigía disolver antes el escudo invisible. Leyó en la mirada de la Dama Oscura que había adivinado sus confabulaciones, que aguardaba ansiosa cualquier desliz para acometerle.

—Has sido engañada, Kitiara —dijo con su acento más sugerente, abrigando la esperanza de distraerla.

—¡Por ti! —le espetó ella, enojada.

Asió entonces un candelabro de plata, consistente en un macizo pedestal y varios brazos de elegante diseño, y se lo arrojó a su adversario. El proyectil rebotó contra el muro mágico y, sin infligir daño a la supuesta víctima, cayó a sus pies. Una nube de humo procedente de las velas se elevó en volutas sobre la alfombra, pero el conato de incendio fue extinguido por la propia cera al derretirse.

—Por el caballero Soth —afirmó Dalamar.

—¡Ja! —se mofó la dignataria.

Una redoma sucedió al candelabro en su aérea trayectoria, con un desenlace menos venturoso, puesto que, al topar contra la barrera, se desintegró en una rociada de cristales. Al ver cómo volaban los añicos en todas direcciones, Kitiara agarró otro candelabro de plata, pareja del anterior, y le dio idéntico trato. Su obstinación no era consecuencia de la ignorancia. Conocía de sobra los sistemas para derrotar a los magos de mayores o menores virtudes. Si lanzaba a su oponente todos aquellos proyectiles era precisamente porque quería debilitarle, forzarle a emplear sus facultades en mantener íntegro el escudo en detrimento de otras argucias.

—Has encontrado Palanthas fortificada —argumentó el elfo con su objetivo, la varita, casi al alcance—. ¿No intuyes el motivo? Es muy sencillo, se declaró en la ciudad el estado de sitio después de que tu desleal esbirro me comunicara tus designios. Me aseguró que asediarías la ciudad a fin de ayudar al shalafi de tal suerte que, cuando cruce el Portal e incite a hacer lo mismo a la Reina de la Oscuridad, tú puedas brindarle la acogida de una amante hermana y contribuir a exterminar a la soberana.

Tan convincente fue el discurso, que la fémina hizo una pausa. Incluso la espada descendió unos milímetros, un tramo inapreciable pero significativo.

—¿Soth te contó todo eso? —indagó.

—Así es —se ratificó el acólito, aliviado ante los titubeos de aquella férrea contrincante.

Las molestias de su herida habían remitido, aunque perduraba una secuela a modo, acaso, de recordatorio sobre la pericia de la mujer. Sin perder a ésta de vista, el aprendiz se aventuró a reconocer el lugar donde el acero había hendido su carne y halló su ropa adherida, tosco remedo de un vendaje. La hemorragia se había contenido.

—¿Por qué? —insistió Kit, enarcando las cejas en una parodia de asombro—. ¿Qué gana Soth vendiéndome a ti, elfo oscuro?

—Tu posesión —susurró el aludido, malicioso, insinuante—. Pretende hacerte suya por el único medio que se le ofrece.

Cual una afilada aguja, el terror penetró los órganos de la mandataria hasta clavarse en su corazón. Evocó el macabro acento que festoneaba la voz hueca del Caballero de la Rosa Negra al sugerirle, porque la idea partió de él, que redujera a los palanthianos. Trocada su rabia en pánico, entre convulsiones, se dijo asimismo, que los centinelas le habían emponzoñado, que los arañazos de sus brazos recogieron la funesta dádiva de los fantasmas que los flagelaron y, de nuevo, creyó sentir el tacto glacial de sus zarpas. La ración del veneno y la nebulosa efigie de Soth nublaron su raciocinio y apenas columbró la sonrisa victoriosa de Dalamar.

Mientras su rival combatía con denuedo el pavor, el vahído, el acólito aprovechó un momento en el que ella había ladeado el rostro en un vano afán por disimular sus emociones para comprobar la situación de la varita, tanteando el borde de la mesa.

Kitiara hundió los hombros, la cabeza. Sostenía la espada con la muñeca laxa y utilizaba la otra mano para manosear la hoja, en el gesto de quien ha sido vencido. Sin embargo, este alarde de flaqueza física era puro fingimiento. El brazo que sostenía la espada se había fortalecido, la sangre volvía a circular e infundirle vitalidad, y también su pensamiento se había centrado. Era su propósito dar a entender al elfo que había quedado desvalida. «Dejemos que se recree en sus laureles —proyectó—, y en cuanto pronuncie una sílaba arcana le abriré en canal».

Aguzó el oído, ya que era demasiado arriesgado espiar al otro contendiente con los ojos pero nada percibió salvo el suave crujir de las negras vestiduras y una entrecortada cadencia respiratoria. ¿Era cierto lo de Soth? Y, en caso afirmativo, ¿qué importaba? En el fondo resultaba divertido. Otros pretendientes habían incurrido en peores avatares para obtener su favor y, pese a sus artimañas, seguía libre. Resolvió que tendría tiempo más tarde de escarmentar al espectro. Ahora debía ocuparse de otro comentario de Dalamar, concerniente a Raistlin, que la intrigaba sobremanera. ¿Podía el nigromante destruir a la soberana de las tinieblas, o sería ella quien le pulverizase?

La perspectiva de que el archimago consiguiera atraer a Takhisis a su plano de existencia espantaba a la Señora del Dragón. Más que eso, la horrorizaba.

«Te fui útil una vez, ¿no es verdad, Oscura Majestad? —pensó—. Entonces no eras sino una sombra en este lado del espejo, pero, si adquieres la supremacía, ¿qué puesto me asignarás en el mundo? Ninguno, porque me aborreces tanto como yo a ti.

«En lo relativo a esa viscosa larva que tengo por hermano, hay alguien que le aguarda impaciente: Dalamar. Pertenece a su shalafi en cuerpo y alma, su aspiración es respaldarle y no interceptarle el paso cuando asome tras el Portal. No, querido amante, tus embustes no han de embaucarme. Confiar en ti es un lujo demasiado caro».

El aprendiz reparó en que Kitiara se estremecía, que sus magulladuras asumían una tonalidad cárdena. Era obvio que se estaba debilitando, ya que no le concedía tanta voluntad como para inocular una dosis de euforia, ni siquiera pasajera, en sus venas, y tenía constancia de los efectos retardados que un sencillo roce de sus secuaces causaba en quien osaba desafiarles si no perecía en el acto. Además, no le había pasado inadvertida la palidez del rostro femenino al mencionar él a Soth. A estas alturas, la dama ya no podía zafarse a su estulticia al obedecer los consejos del maligno caballero de ultratumba aunque, dada la inminencia del fin, era superfluo obcecarse. «De todos modos —recapacitó el inteligente mago—, su representación de antes ha sido exagerada. Algo trama será mejor que no descuide la vigilancia. Mi sensual amante —parafraseó sin haberlo premeditado—, la confianza es un error que no he de permitirme».

Tanteó la superficie de roca y, agarrando la varita, la esgrimió, al mismo tiempo que entonaba el versículo que neutralizaría el escudo. En aquel instante la dignataria dio media vuelta y trazó un sesgo en el aire, manejando la espada con ambas manos para asestar un golpe más fuerte. La estocada habría decapitado al elfo de no haber encorvado éste la espalda al alargar el brazo hacia el ingenio.

Tal como sucedieron las cosas, el filo cortó el omóplato derecho y, ensartándolo a considerable profundidad, desgarró músculos y casi cercenó el brazo. El acólito soltó la varita con un alarido, pero no antes de desencadenar sus poderes. Un relámpago ahorquillado fulminó el pecho de Kit a través de tres puntas siseantes, lanzó su contusionado cuerpo hacia atrás y lo aplastó contra el suelo.

Dalamar se volcó sobre la mesa, jadeante y malherido. La sangre manaba a rítmicos borbotones de su brazo, un misterio que no desentrañó hasta unos segundos después, cuando acudieron a su memoria las lecciones de anatomía de Raistlin. Lo que se vertía era la savia purificada en el corazón, así que la muerte sobrevendría en un breve lapso. El anillo curativo se ceñía al anular derecho, en el flanco dañado, de manera que apretujó la esmeralda con los dedos sanos y farfulló el vocablo que activaba la magia.

Se desmayó, y cayó desplomado en un charco formado por su propia sangre.

—¡Dalamar! —llamó una voz.

Aturdido, el elfo oscuro rebulló. Un dolor inenarrable sacudió todo su cuerpo y, entre gemidos, intentó abandonarse a la dulce penumbra del olvido. Se lo impidió un nuevo grito, urgente y sonoro, que no le daba más opción que retornar a la vigilia. Con la lucidez vino el miedo.

Hizo ademán de sentarse, estimulado por este sentimiento, pero el impacto sufrido volvió a azotarle y hubo de desistir. Semiconsciente, notó que los alvéolos óseos bailaban una siniestra danza y que el brazo diestro colgaba, tumefacto y sin vida, de su costado. La sortija había evitado que se desangrase, viviría… para dejar al shalafi el privilegio de aniquilarle.

—¡Dalamar, soy Caramon! —se identificó el dueño de aquella voz estentórea.

El aprendiz sollozó esperanzado. Torciendo el cuello, un movimiento que le exigió un esfuerzo supremo, miró el Portal. Los ojos reptilianos brillaban con intensidad y, al hacerlo, creaban un aura que se había difundido por todo su contorno. El vacío bullía en vibraciones, de él brotaba un viento caliente que acarició sus pómulos. ¿O su temperatura no era tal, sino que respondía a la fiebre que le consumía?

Oyó un ruido apagado en un umbrío rincón del laboratorio, y le asaltó una aprensión de otra naturaleza. ¡No, era imposible que Kitiara hubiera sobrevivido! Rechinante su dentadura, dirigió sus pupilas hacia la dignataria y distinguió las piezas de la armadura que respetaran los espectros donde, diáfanas, reverberaban las dimanaciones luminosa de los dragones. La dama estaba quieta, y se olía a carne quemada. Pero los ecos que suscitaron en el acólito la necesidad de examinarla habían sido reales.

Extenuado, entornó los párpados. Las tinieblas se arremolinaron en su interior, deseosas de cobrarse un nuevo habitante para el universo eterno, y Dalamar se entregó a sus auspicios. De pronto, no obstante, una orden de su cerebro interrumpió su descanso. Si Caramon no se había personado en la sala, si se empecinaba en invocarle, era porque los guardianes obstaculizaban su marcha. Sólo él, amo de aquellos entes infernales, podía despejarle el camino.

—Escuchad, centinelas, mi mandato, y acatadlo.

Después de alertar a los destinatarios de su mensaje, recitó en un tartamudeo, hijo de su postración, las frases que inmunizarían al guerrero contra los formidables defensores de la Torre.

Detrás del elfo, se incrementaban los fúlgidos halos de las estatuas delante, en la esquina que escrutara, una mano hurgó en un cinto ensangrentado y, con su postrer hálito, palpó la empuñadura de una daga.

—Caramon —murmuró Tanis, observando los globos oculares que les contemplaban—, salgamos de aquí. Subamos a la azotea e inspeccionemos el lugar para descubrir otra senda.

—No existe tal y, por mucho que insistas, no me iré —se opuso el guerrero con terquedad.

—¡En nombre de los dioses! —le imprecó el semielfo—. No puedes luchar contra esas criaturas.

—¡Dalamar! —probó de nuevo suerte el hombretón, a la desesperada—. Dalamar, no…

Con la misma prontitud con que se extingue el pabilo de una vela, un soplo apagó los resplandores de las pupilas fantasmales.

—¡Se han difuminado! —cambió de tema el luchador, y echó a andar a un ritmo impetuoso.

—Podría ser una trampa, una encerrona —le retuvo el otro héroe. Y, para que Caramon no le ignorase, posó una mano en su brazo.

—No —discrepó éste y reanudó el avance, arrastrando al compañero—. Aunque no se les vea, su presencia se siente. Yo he cesado de detectar ese algo indefinible que les denuncia ¿tú no?

—No, yo recibo una sensación singular —aseveró Tanis.

—En efecto —admitió el fortachón—, pero no la irradian ellos, ni tampoco guarda relación con nosotros.

Tras emitir su dictamen, el gigantesco personaje descendió a toda prisa la escalera de caracol que conducía a los aposentos. Había en su pie, al igual que en la azotea, una puerta, pero ésta la halló abierta. Sabedor de que el acceso comunicaba el ala superior con el bloque principal del edificio, hizo una pausa y se asomó sigiloso.

La oscuridad era tan insondable como si la luz aún no hubiese sido concebida. No ardía antorcha alguna en los pedestales, no se divisaban ventanas por las que pudiera filtrarse el reflejo difuso, humeante, de la calle. El semielfo, en esta peculiar atmósfera, tuvo una alucinación en la que su imagen se adentraba en la negrura y se desvanecía para siempre, fundida en el devorador maleficio que permeaba cada roca, cada losa. A su lado, se aceleraron los latidos del guerrero y se tensó su cuerpo.

—¿Qué es lo que hay ahí dentro? —le preguntó al percatarse.

—Nada —le explicó el humano—, tan sólo un pozo hasta la base. El centro de la Torre es hueco, y unos tramos de pronunciados peldaños se proyectan en una larga elipse sobre el muro sin más barandilla que el precipicio. En los rellanos hay entradas a los distintos niveles si no me equivoco, estamos en uno de ellos. El laboratorio se oculta dos plantas más abajo. Tenemos que seguir adelante —exhortó a su amigo—. Mientras perdemos estos minutos preciosos él se acerca. No te dejes impresionar lo único que has de hacer es arrimarte a la pared.

Pero, desmintiendo sus propias palabras de aliento, cerró los dedos en torno al brazo del semielfo y aminoró la longitud de sus zancadas.

—Un paso en falso en esta lobreguez y ya no tendremos que preocuparnos por las felonías de tu gemelo —protestó Tanis.

Sus reconvenciones no disuadirían al hombretón y, a decir verdad, si las expresaba era para desahogar su nerviosismo, no con otra finalidad. Ciego en aquella noche infinita, avasalladora, visualizó las facciones de Caramon comprimidas en la actitud de quien, tras debatirse en una disyuntiva, ha escogido una de las posibilidades y va a llevarla hasta sus últimas consecuencias. Su gigantesco compañero, pesado y a la vez flexible, andaba sin vacilaciones, explorando el entorno antes de apoyar un pie. Más tranquilo, imbuido de la seguridad que le transmitía, el semielfo le siguió.

De manera súbita, al principio de su excursión, los ojos sin cuencas se les aparecieron de nuevo, flotando cual luciérnagas y clavados en ellos como si quisieran sorber sus esencias. El héroe semielfo agarró la espada instigado por un impulso fútil, absurdo en aquellas circunstancias. Imperturbables, las ígneas pupilas perseveraron en su escrutinio mientras una voz les indicaba:

—Venid por aquí.

Una mano ondeó en el aire, etérea pero perentoria.

—¡Es imposible orientarse en esta penumbra, maldita sea! —se rebeló Tanis.

En la incorpórea palma prendió una llama sin candil, no menos fantasmal. El barbudo semielfo meditó, con un escalofrío, que era preferible la penumbra pero se abstuvo de exteriorizarlo, porque Caramon había emprendido un veloz trotecillo en la que ahora se presentaba como una escalera circular. Ojos, mano y vela se detuvieron en un descansillo y así lo hicieron también ellos, ante una puerta franca y, sin pasillo intermedio, una habitación. Dentro de la alcoba tenían su origen unos haces luminosos que, aunque tenues, bañaban todo su perímetro. El guerrero se internó y el héroe, menos robusto, lo hizo tras él, apresurándose a cerrar la puerta de tal suerte que los globos oculares no pudieran acompañarles.

Se impuso una pausa para echar una ojeada a la estancia, y al instante la identificó como el laboratorio de Raistlin. Rígido, envarado, manteniendo la espalda apoyada sobre la madera por si algún inoportuno engendro intentaba colarse, escudriñó las evoluciones del luchador que, después de cruzar una parte del aposento, se arrodilló junto a una figura que había en el suelo, enroscada sobre sí misma en un charco de sangre. «Dalamar», reconoció el semielfo al avistar la mancillada túnica, pero fue incapaz de reaccionar, de aproximarse.

La perversidad que rezumaban las brumas del pozo era añeja, llena de polvo, contaba centurias. La que rebosaba el laboratorio, en cambio, estaba viva, respiraba y palpitaba. Su faceta gélida se generaba en los libros de hechicería encuadernados en azul mar que atiborraban los anaqueles, la tibia se elevaba a partir de una nueva colección de tomos también arcanos que, éstos negros y con estampaciones configuradas por runas y relojes de arena, se alineaban a su lado. El horrorizado espectador paseó la mirada entre redomas, alambiques, y discernió unos pares de ojos que, atormentados, le acechaban a él. Le asfixiaban los olores de especies, de moho, de rosas y, en una fúnebre mixtura, le invadió una vaharada que transportaba la dulce acritud de la carne socarrada.

Fue entonces cuando capturó su atención un destello que, impreciso, irradiaba de un extremo apartado. Sus dimanaciones eran hermosas y, sin embargo, le llenaron de sobrecogimiento al recordarle su encuentro con la Reina de la Oscuridad, la única audiencia que le había concedido. Hipnotizado, Tanis fijó la vista en aquel espectro albo que se descomponía y sintetizaba al mismo tiempo en distintos colores, que los encerraba todos y era de uno solo. Mientras contemplaba el fenómeno agarrotado, preso de una fascinación que le impedía apartar las pupilas, el remolino se tornó compacto, se definió en las formas inequívocas de cinco cabezas de dragón.

«¡Es una puerta, un acceso!», concluyó el semielfo. Las cabezas reptilianas, que se alzaban sobre un estrado, delimitaban el marco ovalado con sus erectos cuellos vueltos todos hacia el interior y las bocas congeladas en alaridos, acaso gritos en alabanza a su soberana. El héroe forzó sus sentidos y atisbo la vacua sima que se anunciaba detrás. Si alguna vez hubo una puerta que obstaculizara el paso, parecía haberse disipado en la nada. Nadie habitaba la niebla, pero ese «nadie» se agitaba. El desierto latía. No hubo de barruntar mucho para adivinar qué anidaba en el reino de negrura que se insinuaba, y quedó paralizado.

—El Portal —ratificó Caramon sus impresiones, indiferente a su lividez y al susto que delataban sus ojos desorbitados—. Te ruego que vengas a ayudarme.

—¿Vas a traspasar el umbral, a pisar la antesala del Abismo? —indagó Tanis en un bramido salvaje, más aún en contraste con la calma del colosal humano, y se situó a su lado—. ¡Es una locura!

—No tengo otra alternativa —repuso el interpelado con aquella expresión de placidez, de serenidad, que había sorprendido a su amigo unas horas antes.

El semielfo se dispuso a discutir, pero Caramon se desentendió para observar al herido aprendiz.

—He leído lo que acontecerá no puedo sustraerme a este hecho —declaró, anticipándose a las argumentaciones de su compañero.

El que había de ser locuaz objetor se tragó las palabras y, entre toses, como si aquéllas pudieran atragantarse, hincó la rodilla junto a Dalamar. El elfo oscuro había conseguido girar su maltrecha figura a fin de colocarse frente al Portal y, pese a haber sucumbido a un segundo desmayo, despertó de tales vapores al oír las voces de sus aliados.

—¡Caramon! —increpó al guerrero, en un débil balbuceo y tratando sin éxito de zarandearlo—. Tienes que reprimir…

—Lo sé, Dalamar —contestó éste con amabilidad—, y cumpliré mi misión. Pero hay ciertos detalles que me gustaría concretar.

Los párpados del acólito se sellaron temblorosos, confiriendo un mayor patetismo a su tez cenicienta y, en general, a su aspecto depauperado. Tanis alargó el brazo en diagonal para buscar el pulso en el cuello del mago. Pero en el momento en que tocaba la piel, resonó un tintineo en la cámara. Algo se estrelló contra la placa metálica que le cubría el brazo y salió despedido en aparatosas piruetas, hasta desplomarse con estrépito. El semielfo bajó la cabeza, y vislumbró una daga manchada de sangre. Atónito, dio media vuelta y se puso de pie, desenvainando su acero.

—Kitiara —gimió el yaciente, endeble su voz como sus músculos y con un ligero asentimiento.

En efecto, un reconocimiento más minucioso le reveló al semielfo las redondeadas líneas de un cuerpo echado entre las sombras, en un rincón.

—Así era como debía matarle —rememoró Caramon la historia de las Crónicas, a la vez que se apoderaba del arma—. Por un abstruso avatar, Tanis, tu interferencia ha frustrado el atentado.

El semielfo no le escuchaba. Había guardado la espada en su lugar e iniciado la travesía del laboratorio, un trayecto que no carecía de escollos. Hubo de patear fragmentos de cristales que se incrustaban en sus suelas y deshacerse de un puntapié de un candelabro, que a punto estuvo de provocar su caída. Cuando llegó a su destino, a Kitiara, se detuvo.

La dama estaba tendida boca arriba, reclinando el pómulo en la ahora purpúrea roca y con los cabellos desparramados sobre los ojos. Arrojar la daga debía de haberle arrebatado sus postreras energías o así se le antojó al semielfo, quien, frente a su quietud, presumió que había muerto.

No era así. La indómita voluntad que había impulsado a un hermano a tomar la senda de las tinieblas y al otro a desecharla, a caminar hacia la luz, ardía inextinguible en el ánimo de la mujer con la que tan estrechos vínculos les emparentaban.

Kit percibió las pisadas, las asoció con su enemigo y rebuscó en su cinto la vaina donde permanecía embutida su espada. ¿O no? Sin responderse, alzó el mentón y trató de verificar sus sospechas.

—¡Tanis! —exclamó, sorprendida, víctima de una abrumadora confusión.

¿Dónde estaba? ¿En Flotsam? ¿O acaso había renacido su idilio y volvían a estar juntos? ¡Claro, él había regresado a fin de entablar una relación amorosa más apasionada que la anterior! Sonriente, le tendió la mano.

El semielfo, azotado por una revulsión interior, cesó incluso de respirar. Al rebullir la masa a la que su antigua amante se había reducido, se expuso a su vista un renegrido agujero en el pecho. La carne chamuscada se había derretido, los blancos huesos relucían a la escasa iluminación y protagonizaban una escena espeluznante, que enfermó al héroe de la Lanza. La náusea, la punzada de la memoria le obligaron a ladear el rostro.

—¡Tanis! —insistió la mandataria en un plañido fervoroso, suplicante—. ¡Ven junto a mí!

Apiadado ante una demanda tan poco acorde con el temperamento femenino, el noble semielfo se arrodilló para arrullarla en los brazos. Ella miró su rostro y, grabada al fuego, halló su propia muerte. Hostigada por el miedo, forcejeó para incorporarse. Pero no lo logró el gesto quedó en un amago.

—Me han lastimado —masculló, entre la fatiga y la ira—. Pero no puedo diagnosticar la gravedad. —Y comenzó a palparse la tremenda herida.

Desprendiéndose de su capa, Tanis arrebujó en ella a la malherida luchadora.

—No te excites. Te repondrás —mintió, afectuoso el tono.

—Eres un embustero —le regañó la mujer, una acusación análoga a la que profiriera Elistan, también moribundo, días atrás. La diferencia estribaba en que el anciano clérigo estaba pleno de beatitud y la mandataria, por el contrario, apretó exasperada los puños—. ¡Ése condenado elfo ha acabado conmigo! ¡Él es el artífice de mi desgracia! De todos modos, le he dado su merecido —se congratuló en una mueca pavorosa—. No podrá respaldar a Raistlin. La Reina de la Oscuridad lo eliminará a él y a los demás.

Exhaló un murmullo quejumbroso, que precedió a un estertor agónico. Al sentir tan cerca el final, la que fuera valerosa Señora del Dragón atenazó al semielfo y éste estrechó su abrazo consolador. Una vez hubo pasado el aguijonazo, Kitiara dictaminó con un acento que rebosaba amargo desdén, acerba añoranza:

—Si no hubieras sido un títere, tan débil y mudable, tú y yo habríamos gobernado el mundo.

—Lo que yo ansiaba gobernar, o poseer, ya lo tengo —sentenció él, destrozado por la pena y con una cierta dosis, hubo de confesárselo, de repulsión.

Molesta por aquella pretensión de superioridad en un ser que ella juzgaba manejable, Kit acometió la réplica. No habían aflorado a sus labios las primeras frases, sin embargo, cuando se dilataron sus pupilas al vislumbrar algo, o a alguien, en el extremo opuesto de la sala.

—¡No! —vociferó, en un arrebato de pánico que ningún suplicio terrenal le habría inspirado—. ¡No! —repitió, encogiéndose y refugiándose en su viril protector—. ¡No dejes que me lleve, Tanis, mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo —musitó como en una conjura, una letanía—. Siempre… te… amé…

Su griterío se convirtió en un siseo, en un quebranto apenas inteligible.

El héroe, alarmado, alzó la mirada. Tanto el Portal como el acceso a la alcoba estaban vacíos ningún conocido ni extraño se había introducido. ¿Se refería a Dalamar?

—¿A quién he de detener, Kitiara? —preguntó—. No lo comprendo.

Pero los tímpanos de la mujer estaban ya sordos a las disquisiciones de los mortales. Los únicos ecos que oía ahora eran los de una voz que, reiterativa, la obsesionaría durante toda la eternidad.

Tanis notó que los músculos de aquel amasijo que tenía abrazado se relajaban y, mientras acariciaba la crespa melena, sondeó los rasgos por si también en ellos el tránsito al más allá había proporcionado paz a su alma. Desgraciadamente, la expresión de la mujer no reflejaba un espíritu sosegado, sino un horror sin matices: sus pardos ojos se extraviaban, prestos a salirse de sus órbitas, en un paraje de imperecedera pesadilla, y la hechicera sonrisa, hecha ya mueca, se había tergiversado aún más hasta transformarse en rictus.

Tras consultar con la mirada a Caramon, quien, grave y afligido, meneó la cabeza en una negación, el semielfo depositó el cadáver de la mandataria en la fría losa e, inclinándose, fue a besar su frente. No pudo. Aquélla estructura calcinada en nada se asemejaba a un ser de carne y hueso.

Benévolo, desplegó la capa sobre el cráneo de la exánime mujer y se demoró unos segundos arrodillado junto a sus despojos, circundado por las tinieblas. Fueron las pisadas del hombretón, el contacto de su cálida manaza en el brazo, los elementos de la realidad inmediata que le sacaron de su ensimismamiento.

—¿Tanis?

—Estoy bien —aseveró, con voz ronca por el conflicto de emociones.

En su mente sonaba todavía lo último que Kitiara dijera antes de expirar, el favor que había implorado de él: «¡Mantenlo alejado!