13

Tanis expone su plan

Alguien golpeó, quedamente, en la puerta con los nudillos. Absorto en su trabajo, Tanis dio un respingo.

—¿Quién es? —inquirió.

—Soy Charles, señoría —se anunció el criado y, asomándose al interior de la estancia, informó de su cometido—: Me ordenasteis que os llamara durante el cambio de guardia.

Ladeada la cabeza, Tanis aguzó la vista para atisbar el panorama al otro lado del ventanal. Lo había entreabierto en busca de aire, pero la brisa no soplaba en la cálida, incluso bochornosa, noche de primavera. El firmamento estaba oscuro salvo por unas zigzagueantes hebras de tonos rosados, los fantasmales relámpagos, que festoneaban las nubes y, al fijar su atención, el semielfo oyó las campanadas de la Hora de la Vigilia, las voces de los centinelas que relevaban al turno anterior y, al fin, el acompasado caminar de los soldados que se retiraban a descansar.

Exiguo sería el lapso de vida que sucedería a su reposo.

—Gracias, Charles —susurró el digno invitado con tono cortés—. ¿Puedes entrar unos minutos? Prometo no retenerte.

—Será un placer serviros, señoría.

El anciano avanzó unos pasos y, moderado en todas sus acciones, cerró la puerta tras de sí. Tanis leyó el texto que estaba redactando, y que se hallaba desplegado sobre el escritorio, antes de comprimir los labios y, resuelto, añadir un par de líneas con el delicado trazo elfo. Esparció arena encima de la tinta para secarla y procedió, de nuevo, a revisar la misiva. Pero, a pesar del empeño que puso, le falló la vista. Los caracteres se enturbiaron en una danzarina amalgama y, frente a tan insalvable contrariedad, se resignó a estampar su firma y enrollar el pergamino. Concluidas estas operaciones, aferró el documento y permaneció sentado, inmóvil cual una estatua, lo que incitó al servidor a indagar:

—Señoría, ¿seguro que os encontráis bien?

—Charles —empezó a hablar el interrogado, manoseando una sortija de acero y oro que se ceñía a su dedo—. Charles… —repitió, y su voz languideció.

—Decid, señoría —le urgió el otro, más alarmado a cada segundo.

—Ésta es una carta para mi esposa —continuó el semielfo en un murmullo apenas audible, desviando el rostro—. Encárgate de que se la entreguen en Silvanesti, donde la han reclamado sus obligaciones. La misiva debe salir de inmediato, antes de que sea tarde.

—Comprendido, así se hará —le garantizó el criado y, avanzando un paso, tomó posesión del mensaje que le confiaban.

—Soy consciente de que hay diligencias mucho más importantes —se disculpó Tanis, ruborizándose en actitud culpable— en un momento tan crítico, como despachos para los caballeros, solicitudes de refuerzos y avisos en general, pero…

—Tengo al emisario idóneo, señoría —desoyó el anciano su comentario para tranquilizarlo—. Es elfo, concretamente de Silvanesti, leal y, si he de ser honesto, confesaré que va a causarle un gran placer abandonar la ciudad en una misión honorable.

—Gracias de nuevo, Charles. —Tanis suspiró y se obstinó en justificarse—: Si sucediera lo irreparable, quiero que Laurana se entere de las causas por mi puño y letra. Además, hay ciertas cosas que deseaba comunicarle.

—Lo que es muy lógico y natural, señoría —le ayudó Charles—. No lo penséis más. Quizá os gustaría lacrar la nota con vuestro sello —sugirió.

—¡Por supuesto! —asintió Tanis.

Quitándose el anillo, el semielfo lo aplicó sobre la cera caliente que vertía el servicial Charles en el pergamino e imprimió la sobria imagen de una hoja de álamo.

—Ha llegado el coronel Gunthar, señoría. Ahora mismo está entrevistándose con su delegado en Palanthas, el comandante Markham.

El criado le transmitió tal noticia de un modo repentino, casi abrupto para alguien de sus esmerados modales, pero este hecho no menguó el entusiasmo de Tanis. Desaparecidos los hondos surcos de su frente, exclamó:

—¡Eso es excelente! ¿Debo…?

—Os suplican que os reunáis con ellos, señoría, si no hay inconveniente —se le adelantó el otro, tan ceremonioso como de costumbre.

—Al contrario, me encantará verles —declaró el semielfo, y se puso de pie—. Supongo que no se ha divisado la ciuda…

—Todavía no —contestó Charles—. Los caballeros os aguardan en el comedor de verano, señoría, ahora cámara del consejo guerrero.

—De acuerdo, iré en su busca sin tardanza —decidió el huésped, perplejo por haber podido al fin completar una frase.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudaros?

—Eso es todo, mi gentil Charles. Conozco el cami…

—Siempre a vuestra disposición, señoría.

Tras esta nueva interrupción, inclinó respetuoso la cabeza y, misiva en mano, abrió la puerta para franquear el paso al insigne invitado y la cerró cuando éste hubo cruzado el umbral. Esperó aún unos instantes, por si a Tanis le asaltaba un antojo de última hora antes de alejarse, reverencioso.

Con el pensamiento puesto aún en la carta, arropado en la umbría quietud del mal iluminado pasillo, el semielfo se recreó durante un breve lapso en su soledad. Luego inició su firme andadura hacia el comedor de verano, donde pocos días antes se celebraban los ágapes de gala pero que, en efecto, se había transformado en cuartel general de la milicia.

Tanis tenía los dedos cerrados en torno al picaporte, y se disponía a internarse en la sala, cuando vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento. Deteniéndose a inspeccionar, observó cómo se materializaba una tenebrosa figura al fondo del corredor.

—¿Dalamar? —intentó cerciorarse, y se apartó del acceso a la cámara para acercarse al acólito, en el caso de que fuera éste el aparecido.

—Sí, soy yo —se identificó el hechicero—. Me alegro de haber dado contigo tan fácilmente.

—¿Traes nuevas interesantes?

—Las que hay no te complacerían —fue la evasiva respuesta del aprendiz—. No puedo quedarme mucho rato nuestro destino se balancea en el filo de una daga. Así que iré derecho al asunto. He venido para obsequiarte con algo.

Hurgó en el interior de una bolsa de terciopelo negro que colgaba de su costado, extrajo un brazalete y se lo alargó al semielfo. Éste lo asió y lo examinó, sin tratar de disimular su curiosidad. La joya medía unos diez centímetros de anchura y, confeccionada en plata maciza, su diámetro y peso correspondía a una muñeca masculina. Algo deslustrada, salpicaban su superficie unos ónices cuyas caras, talladas en numerosas facetas, refulgían bajo las oscilantes antorchas del pasillo. Procedía de la Torre de la Alta Hechicería, Tanis no abrigaba la menor duda al respecto.

—¿Es acaso…?

Por una parte ansiaba conocer los pormenores, pero por otra, prefería permanecer en la ignorancia.

—¿Una pulsera mágica? —adivinó Dalamar—. Sí.

—¿Pertenece a Raistlin?

El héroe había vencido su vacilación. Y una vez más, frunció el entrecejo al citar a su antiguo compañero.

—No —contestó el acólito pero comprendiendo que el semielfo no había de conformarse con un monosílabo, se decidió a explicarle lo esencial—. El shalafi nunca recurriría a defensas tan rudimentarias en comparación con lo que sus facultades pueden obrar. Éste brazalete forma parte de las colecciones atesoradas en la Torre y es una pieza muy antigua. Yo diría que data de la época de Huma.

—¿Qué virtudes encierra?

Mientras preguntaba, Tanis daba vueltas en la palma de la mano a aquel peculiar objeto que, no podía evitarlo, le inspiraba todo género de aprensiones.

—Aquél que lo luzca será inmune a los ataques arcanos —esclareció, lacónico, el oscuro personaje.

—¿Incluidos los del espectro Soth?

—En efecto. La alhaja protegerá a su portador de los hechizos que invoque el caballero a través de los términos «muerte», «pasmo», «ceguera». También impedirá que le afecten los temores que infunde el halo del fantasma —siguió enumerando Dalamar—, así como los sortilegios formulados para generar fuego y hielo.

—¡Es, en verdad, un regalo valioso! —se congratuló el semielfo, fascinado por tal cúmulo de propiedades—. Nos proporciona una opción de victoria, ni más ni menos.

—Agradece mi presente cuando regreses, si es que lo haces —atajó el aprendiz a su excitado contertulio, y enlazó las manos bajo las bocamangas de la túnica—. Incluso privado de su magia, Soth es un contrincante formidable, más todavía si recapacitas que sus seguidores se han consagrado a su servicio mediante votos que ni siquiera la muerte pudo romper. Sí, amigo mío, guarda ese regocijo para tu regreso.

—¿Mi regreso? —puntualizó, atónito, el otro—. ¡Pero si yo no he blandido una espada desde hace más de dos años! —protestó. Miró al hechicero con detenimiento y, nacida la suspicacia, indagó—: ¿Por qué he de ser yo?

La sonrisa de Dalamar se ensanchó, sus almendrados ojos despidieron ominosos destellos cuando apuntó:

—Descubrirás el motivo haciendo una simple prueba, consistente en dar la pulsera a un Caballero de Solamnia, el que tú designes, y rogarle que la sostenga. Recuerda que el talismán proviene del reino de la oscuridad. Sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella.

—¡No te precipites! —bramó Tanis, agarrando el enlutado brazo del nigromante al percatarse de que se disponía a partir—. No te entretendré, pero antes has aludido a ciertas nuevas…

—No te conciernen.

Aunque tan hosca postura habría arredrado a cualquier otro, Tanis determinó que le obligaría a compartir el secreto.

—Cuéntame de qué se trata —exigió.

El mago hizo una pausa, y se juntaron sus pobladas cejas frente a aquel retraso en sus planes. Pero bajo su impaciencia se ocultaba otro sentimiento. El semielfo notó que la mano que lo aprisionaba se ponía tensa y dedujo que se debía a un espasmo de miedo. Pero no tuvo tiempo de reflexionar, porque, antes de que esta intuición tomara cuerpo en su mente, el aprendiz recobró el control. Sus bellos rasgos, cincelados cual una escultura, se relajaron hasta asumir una perfecta calma.

—La sacerdotisa Crysania ha sido herida mortalmente —recitó frío, con desapego—. Sin embargo, consiguió salvaguardar a Raistlin quien, ileso, ha emprendido la búsqueda de la Reina para la confrontación definitiva. Así me lo ha relatado Su Oscura Majestad.

—¿Qué ha sido de la sacerdotisa? —A Tanis se le hizo un nudo en la garganta al formular esta pregunta—. ¿La ha abandonado tu maestro para que sucumba sin amparo?

—Claro —repuso el otro, sorprendido de que se planteara siquiera la cuestión—. Ha dejado de serle útil.

Sopesando el brazalete, el semielfo estuvo tentado de incrustarlo en la blanca dentadura de aquel ser sin entrañas. Por fortuna, caviló a tiempo que la cólera era un lujo fuera de su alcance y que, en una sinrazón como la que ahora vivían, debía abstenerse de juzgar verbalmente el proceder de otros. «¡Qué retahíla de contradicciones, de ingratitudes! —se escandalizó—. Elistan se desplaza a la Torre para socorrer al archimago, y éste se comporta cruelmente con la sucesora del clérigo».

Girando sobre sus talones, Tanis echó a andar por el corredor en largas zancadas, que, resonando sobre la roca, exteriorizaban la furia que debía reprimir. Pero, aunque se sentía irritado, no soltó el brazalete que le había dado aquella criatura de las tinieblas.

—La magia se activará en cuanto te lo pongas en la muñeca.

La precisión de Dalamar, enunciada en un tono sinuoso, flotó hasta el semielfo y traspasó el halo que formaba su rabia. Habría jurado que el acólito se reía de su mal humor.

—¿Qué ocurre, Tanis? —inquirió Gunthar cuando éste se hubo introducido en la cámara del consejo guerrero—. Mi querido colega, estás tan pálido como la misma muerte.

—Nada grave. Acaban de comunicarme unas noticias perturbadoras, pero no tardaré en reponerme. —El semielfo respiró hondo y, para atajar un posible interrogatorio, aventuró—: Tampoco vosotros tenéis buen aspecto.

—¿Brindamos por nuestras penurias? —ofreció Markham, levantando su panzuda copa de coñac.

El otro caballero le miró con expresión reprobatoria, severa. Pero el indisciplinado comandante le ignoró y engulló el licor de un solo trago.

—Se ha avistado la ciudadela cruzando las montañas —anunció el digno mandatario solámnico—. Arribará mañana, poco después del alba.

—Tal como me figuraba —asintió Tanis.

Se rascó la barba y, somnoliento, se frotó los párpados. Consideró la posibilidad de ingerir unos sorbos del elixir que tan pródigamente consumía el noble Markham. Pero lo contuvo el pensamiento de que podía ejercer una influencia contraria y embotarle todavía más.

—¿Qué llevas en la mano? —indagó Gunthar, quien, tras señalar la pulsera, alargó un brazo para tantearla—. ¿Una especie de amuleto elfo?

—Yo no tocaría esta joya —le recomendó su nuevo propietario, en el instante en que el otro apoyaba las yemas de los dedos en la empañada plata.

—¡Maldición! —rugió Gunthar, a quien la advertencia le llegaba unos segundos tarde.

Retiró tan deprisa el brazo que el brazalete, en el impulso, cayó al suelo, yendo a parar sobre una alfombra tejida por hábiles artesanos. Gunthar se retorció por el dolor que sentía en la muñeca, mientras el semielfo se agachaba y recogía la alhaja bajo su atento, incrédulo escrutinio, todo ello con el telón de fondo que prestaba a la escena la risa sofocada de Markham.

—Nos la ha traído el mago Dalamar desde la Torre —refirió Tanis a la reducida concurrencia, ajeno al rictus de dolor de Gunthar—. Protege a su portador de las agresiones arcanas, lo que, sea quien fuere el escogido, le franqueará el acceso hasta el espectro Soth.

—¡Sea quien fuere! —gruñó el coronel a la vez que, enojado, observaba el enrojecimiento de su carne en los puntos de fricción con la joya—. Fijaos, dentro de unos minutos me saldrán las ampollas de las quemaduras y, por si eso fuera poco, he recibido una descarga que casi me ha provocado un fallo cardíaco. ¿Quién, en nombre del Abismo, puede lucir tan dañino ingenio?

—Yo mismo —terminó de desconcertarle el semielfo. «Proviene del reino de la oscuridad, sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella». Incapaz de someterse a la vergüenza de citar las palabras del aprendiz, sonrojándose, mintió—: Si vosotros no resistís su contacto es porque, como Caballeros de Solamnia, hicisteis votos a Paladine en el acto de investidura.

—¡Entiérralo! —le ordenó Gunthar, por completo impasible frente a sus argumentos—. No necesitamos la ayuda que pueda proporcionarnos uno de esos Túnicas Negras.

—Yo opino que debemos aceptar el concurso de cualquiera, aunque nos disgusten sus métodos —discrepó Tanis—. Permíteme que te haga memoria sobre el hecho, no por peculiar menos auténtico, de que Dalamar y nosotros luchamos en el mismo bando. Y ahora, Markham, ten la bondad de revelarnos tus planes para la defensa de la ciudad.

Deslizando el brazalete en un saquillo y fingiendo no percatarse de la mirada fulgurante del dignatario, se dirigió hacia el otro caballero, el cual, pese a su sobresalto por tan repentina invocación, aportó su informe en auxilio del semielfo.

Las tropas solámnicas habían emprendido la marcha desde la Torre del Sumo Sacerdote, y pasarían varias jornadas antes de que alcanzasen Palanthas. El comandante, a su vez, había enviado un emisario para alertar a los Dragones del Bien. Pero no era probable que estos últimos se presentasen en la urbe con la antelación necesaria.

En vista de tales contratiempos, la ciudad misma se había puesto en guardia. Amothus había convocado a sus habitantes y, en un discurso de sencilla oratoria, les había advertido de lo que se avecinaba. Markham aseveró que no había cundido el pánico. Pero Gunther halló aquello inverosímil y obligó al narrador a admitir que había habido algunas deshonrosas excepciones entre los más ricos, quienes habían intentado persuadir a los capitanes de navío, mediante sustanciosas sumas, de que les transportasen a puertos más seguros. Sea como fuere, éstos no se habían dejado sobornar y, además, ninguno se habría hecho a la mar bajo la amenaza que representaban los tormentosos frentes de nubes. Naturalmente, se habían abierto las puertas de la antigua muralla para que el que deseara correr tal riesgo se refugiara en la espesura. Pero fueron pocos los que tomaron esa opción. Eran conscientes de que en Palanthas les protegerían, al menos, las recias fortificaciones y los adiestrados caballeros.

En su fuero interno, Tanis conjeturó que de haber conocido los ciudadanos el verdadero horror al que se enfrentaban, habrían huido, en el convencimiento de que cualquier avatar era más liviano que el ataque de la ciudadela. No obstante, tal como se desarrollaron los acontecimientos, todos colaboraron en la común tarea de protegerse. Las mujeres se despojaron de sus vestidos de brocado y llenaron innumerables recipientes con agua destinada a apagar los fuegos del combate. Los moradores de la Ciudad Nueva, que carecían de un recinto amurallado, fueron evacuados a la Vieja, cuyos muros y torreones se fortificaron lo mejor posible en el mínimo plazo del que disponían. Se alojó a los niños en las bodegas y los cobertizos para protegerlos de la lluvia; los mercaderes abrieron sus establecimientos para suministrar los enseres imprescindibles, mientras los armeros, por su parte, distribuían pertrechos y las fraguas se mantenían perennemente encendidas, incluso de madrugada, para templar espadas, armaduras y escudos.

Al pasear la vista por el lugar, el semielfo distinguió luces en la mayoría de los hogares, los candiles que alumbraban a otras tantas familias ocupadas en ultimar los preparativos para una conflagración que, así lo dictaba su propia experiencia, sobrepasaría todos los cálculos y previsiones.

Pensando en su carta a Laurana, inhalando aire como si así fuera a disiparse su amargura, resolvió lo que haría. Pero era consciente de que su determinación sería ampliamente debatida, de tal suerte que debía trabajar antes el terreno.

—¿Te has planteado qué estrategia empleará Kitiara? —preguntó a Gunthar, lo que entrañaba interrumpir al locuaz Markham.

—Dudo que se devane los sesos urdiendo estratagemas —apuntó el interrogado, y se atusó el mostacho—. Harán lo mismo que en Kalaman. Acercar su artefacto cuanto puedan. Aunque conviene hacer hincapié en que allí no lograron situarse a su albedrío porque los dragones enemigos les pusieron a raya y en Palanthas, en cambio —se encogió de hombros—, no contamos más que con un limitado contingente reptiliano. Una vez se halle suspendida la ciudadela encima de nosotros, los draconianos saltarán de la plataforma y nos reducirán desde dentro, mientras los dragones hostiles, en un vuelo rasante, se enseñorearán del aire…

—Y Soth traspasará las puertas, quedando así cubiertos todos los flancos —concluyó Tanis.

—Confío en que los refuerzos de nuestras huestes lleguen a tiempo, por lo menos —intervino Markham, y vació de nuevo la copa— para impedir el pillaje y la profanación de los cadáveres.

—Kitiara —continuó especulando el semielfo— tiene que acceder a toda costa a la Torre de la Alta Hechicería. Según Dalamar, nadie sale vivo del Robledal de Shoikan, pero también me contó que Raistlin había entregado un talismán a la dama. Quizás aguarde a Soth para que la secunde. El respaldo de un espectro en tan sórdidos menesteres ha de ser inapreciable.

—Si la Torre es en realidad su objetivo —declaró Gunthar, con especial énfasis en el «si». Quedaba patente que la historia del nigromante y el Portal no le parecía creíble—. Partiendo del supuesto de que estés en lo cierto, imagino que utilizará la pugna como pantalla para sobrevolar los muros a lomos de su animal y posarse en un paraje próximo al edificio. Podríamos apostar en las inmediaciones de la arboleda a algunos caballeros y, así, impedirle el avance.

—Nunca estrecharían convenientemente el cerco —opuso Markham, y apostilló un tardío «amigo mío»—. El Robledal tiene la virtud de desestabilizar los nervios de todos cuantos se mueven en un radio de varias millas.

—Además —coreó Tanis— no podemos prescindir de un solo soldado. Hemos de reservarlos todos para la ofensiva contra Soth y sus legiones fantasmales. —Hizo un alto y, tras reunir una buena provisión de valor, manifestó—: He concebido un plan. Si me autorizáis, os lo propondré.

—Estamos ansiosos por oírlo, semielfo —le invitaron ambos.

—Tú presumes que la ciudadela nos acometerá desde arriba y el Caballero de la Muerte entrará por la puerta principal, creando una diversión que dará a Kit la oportunidad de escabullirse hacia la Torre. ¿Voy bien?

—Lo has comprendido con exactitud —corroboró Gunthar.

—Entonces, sugiero que unos cuantos hombres monten sobre la grupa de los Dragones Broncíneos y se lancen a la batalla. Yo cabalgaré a Ígneo Resplandor —prosiguió el aguerrido semielfo—. Dado que soy el único a quien la pulsera defiende de Soth, me comprometo a ocuparme de él mientras mi escuadra se concentra en los esbirros de ese engendro. Existe, de todos modos, cierta deuda entre nosotros que deseo zanjar —adujo al ver que el coronel hacía una mueca.

—Te lo prohíbo de manera rotunda —rechazó éste—. En la Guerra de la Lanza demostraste tu valía, pero nunca aprendiste artes marciales y no puedes derrotar a un Caballero de Solamnia…

—Aunque ese caballero esté ya muerto —intervino Markham, con una risita entre picara y divertida que delataba su incipiente ebriedad.

Los bigotes de Gunthar vibraron, rebosante como estaba de ira, pero acabó de hilvanar su razonamiento.

—Un individuo experto como Soth te aniquilará, con o sin amuletos.

—Debo señalar, sin embargo —volvió a la carga el responsable de la milicia palanthiana, y se obsequió con otra dosis de alcohol—, que la pericia en el manejo de la espada de nada sirve en este caso sin el brazalete. Un adversario dotado para fulminarte mediante un simple vocablo posee una clara ventaja.

—Por favor, Gunthar, escúchame —insistió Tanis, fortalecido por aquellos comentarios que tanto le beneficiaban—. Admito que mi preparación formal ha sido escasa, casi nula, pero mis años de espadachín sobrepasan a los tuyos en una proporción de dos o tres a uno. Mi sangre elfa…

—El Abismo confunda tu sangre elfa —farfulló el caballero.

Examinó el coronel al incansable bebedor, que en aquel instante olisqueaba los vapores etílicos de la licorera, y le clavó unas pupilas destellantes que habrían paralizado a un regimiento. Markham, flemático o rebelde, hizo caso omiso de su superior y se escanció otra ración.

—Si no me dejas otra alternativa, apelaré a mi rango —desafió Tanis al mandatario, también sin inmutarse.

—¡El tuyo fue un nombramiento honorífico! —objetó Gunthar, purpúreo su rostro.

—El Código no establece distinciones —le recordó el semielfo mostrando una gran sonrisa de triunfo—. Sea cual fuere la causa, la intención al rendirme homenaje, ahora soy un Caballero de la Rosa. Y mi edad, que supera la centuria, me confiere veteranía.

—¡Por los dioses, Gunthar, permítele que muera! —le imprecó el comandante Markham, en medio de unas carcajadas a destiempo que denunciaban su embriaguez—. En el fondo, da igual sucumbir unas horas antes o después.

—Está borracho —le censuró el cabecilla de la Orden, tan exasperado que se desfiguraron sus rasgos.

—Es joven —le disculpó el semielfo—, y nuestro destino, poco halagüeño. Y bien, ¿tienes ya un veredicto? —apremió.

El aludido echaba chispas por los ojos, tal era su cólera. Se plantó a unos centímetros de su interlocutor y afloró a sus labios una dura reprimenda, que nunca se articuló en sonidos. El mandatario sabía que aquel que se atreviera a retar a la criatura espectral no coronaría su hazaña sino expirando en el acto, aunque le protegiese un talismán poderoso. Y había comprendido que el semielfo era tan cándido, o tan atolondrado, que no reconocía esta verdad. Pero ahora escrutó su sombrío semblante y vio que, una vez más, había errado al juzgarlo.

—Encárgate de que recupere la sobriedad —accedió, tragándose el originario impulso verbal con una tos ronca y extendiendo el índice hacia Markham—. En cuanto lo consigas, toma posiciones y adelante. Los caballeros esperarán tu señal.

—Gracias por transigir, amigo mío —murmuró el héroe, conmovido.

—No me resta sino rezar para que los dioses te guarden —añadió el coronel con una voz estrangulada por la angustia. Y, tras estrujar la mano de su interlocutor, dio media vuelta y abandonó la cámara.

El semielfo caminó unos pasos hacia el caudillo militar de la ciudad que, tras agotar el contenido de la botella de coñac, la contemplaba con alelada obstinación. No obstante, vio una mueca burlona en su boca, que despertó sus resquemores. «No está tan ido como aparenta —se dijo—, o acaso como querría».

Alejándose del caballero, Tanis se asomó a la ventana y, contemplando la hermosa ciudad de Palanthas, aguardó los primeros albores del amanecer.


A Laurana

«Mi esposa querida:

«Cuando nos despedimos, hace ahora una semana, mal podíamos suponer que nuestra separación habría de prolongarse tanto tiempo. ¡Hemos pasado lejos el uno del otro durante períodos tan largos de nuestra vida! Sin embargo, admito que en las presentes circunstancias no lamento que así sea y que, incluso, me reconforta saber que estás a salvo aunque si Raistlin logra realizar sus designios, temo que no quedarán reductos seguros en toda la extensión de Krynn.

«Debo ser honesto, amada mía. No abrigo ninguna esperanza de que sobrevivamos. Creo poder afirmarlo sin romper mi voto de sinceridad, que no me inspira miedo la perspectiva de morir. Pero me enfrento a mi destino con acerba furia. En la última guerra podía permitirme el lujo del valor, ya que nada poseía y nada tenía que perder. Ahora, al contrario, mi deseo de vivir es grande, porque me siento como un desheredado después de haberme arrullado en la dicha que ambos compartimos y no soporto la idea de que me arrebaten el futuro, nuestro futuro. Pienso en nuestros planes, en los hijos que anhelamos concebir y sobre todo en ti, mi adorada Laurana, en el dolor que ha de infligirte la noticia de mi muerte.

«Las lágrimas de la ira, del pesar, oscurecen mi visión. Sólo me queda rogarte que hagas tuyo el único consuelo que a mí me anima: esta despedida será la última. El mundo no volverá a distanciarnos. Te esperaré, mi Laurana, en ese reino donde hasta el tiempo expira.

«Un atardecer, en las regiones de la eterna primavera, del perpetuo claroscuro, posaré mi mirada en la senda y distinguiré tu entrañable silueta caminando hacia mí. ¡Es tanta la nitidez con la que te imagino, dama de mis sueños! Los postreros rayos del sol poniente bañan tu áureo cabello, mientras ilumina tus ojos un amor que es reflejo del que yo mismo irradio.

«Vendrás a mí, te estrecharé entre mis brazos y, enlazados, nos abandonaremos a ensoñaciones de las que nunca habremos de despertar.

«Eternamente tuyo Tanis».