La Biblioteca de Tarsis

[Jeff Crook]

A Alantine no le gustaba la música de los enanos, y menos aún en ese delicado momento. En los tres años transcurridos desde su llegada para trabajar en la restauración de la Biblioteca de Tarsis, se había habituado a los sonidos del trabajo de los enanos: el golpeteo y tintineo de los canteros; las profundas y guturales imprecaciones de los operarios; incluso al rebuzno de las mulas que usaban para arrastrar al exterior de la ciudad las piedras que extraían; pero, esta canción del Cataclismo, en la que cada nuevo verso era más sombrío que el precedente, distraía su mente de la labor que tenía entre manos. Se inclinó más sobre el rollo de amarillento pergamino que tenía una mancha circular de color violeta claro, y se concentró para intentar aislarse de cualquier sonido.

La mayor parte de la escritura estaba borrosa, aunque quedaba lo bastante para deducir que podría tratarse de un documento histórico. Algunas conjeturas respecto a los nombres, las notas garrapateadas al margen muchos años después de la escritura original, apuntaban a una fecha de la Era del Poder. Una docena de pergaminos similares se encontraban al alcance de la mano, en espera del escrutinio de Alantine, mientras que el resto del escritorio estaba sembrado de documentos sueltos de papel, algunos de los cuales eran tan antiguos como los propios rollos de pergamino.

Alantine se ajustó la túnica mientras se preparaba mentalmente para la tarea que tenía ante sí. La prenda era de color rojo, un último vestigio de su oficio anterior, y que en otros tiempos lo había distinguido como mago. Cuando las lunas de la magia se desvanecieron del cielo durante la Guerra de Caos, el poder del que dependían los magos para hacer los hechizos se desvaneció con ellas. Lo único que quedó de la antigua y poderosa magia de Krynn fueron unos cuantos talismanes y objetos raros creados antes de Caos, objetos como el brillante frasco metálico que Alantine sacó entonces del bolsillo del cinturón. El frasco parecía estar hecho de plata; pero, cuando lo dejó sobre el escritorio, junto al rollo de pergamino, la luz de la única vela que había encendida pasó a través de él. Alantine se fijó en el nivel del líquido cristalino que había dentro del frasco, y sacudió la cabeza con tristeza al ver que quedaba menos de la mitad. Cuando se vaciara, se perdería para siempre otra mermada fuente de magia. Por lo tanto, sólo los documentos considerados más prometedores serían escogidos para el proceso que Alantine estaba a punto de poner en práctica.

Sacó una funda de cuero blando de un bolsillo secreto de su túnica. Dentro había tres plumas, todas de un color gris apagado y más pequeñas que el dedo pequeño de su mano. Extrajo una de ellas, la colocó sobre el pergamino y, luego, devolvió la funda al bolsillo. Con mucho cuidado para no derramar una sola gota de aquel precioso líquido, desenroscó el tapón de plomo del frasco, lo quitó y lo agitó sobre el pergamino. Una lluvia brillante, como de chispas arrancadas al acero candente, cayó del tapón. A continuación, Alantine lo dejó a un lado.

Tras alzar el frasco a la luz de la vela, hundió la diminuta pluma en el cuello del mismo. Observó su silueta a través del cristal plateado mientras ésta se acercaba a la superficie del precioso líquido. La hizo descender con lentitud, en etapas que podían medirse con el grosor de un cabello, hasta que el extremo del cañón rompió la superficie. Con más lentitud aún, retiró la pluma hasta que, cuando quedó libre del cuello del frasco, vio que una sola gotita colgaba de su extremo como un diamante. La pluma misma había sufrido un cambio milagroso: se había vuelto de color escarlata brillante y tenía un tacto tan suave como la seda. La bajó hasta el pergamino y sopló sobre ella.

La gotita tembló y se desprendió, y él la observó caer, como si el tiempo se hubiese amortiguado, hasta que llegó al rollo de pergamino. Unas ondulaciones rojas como ascuas se propagaron lentamente desde ese punto; casi se parecía a un incendio en las llanuras de Abanasinia visto desde gran altura por la noche, como desde el lomo de un dragón. Donde pasaban las ardientes ondas, no dejaban tras de sí negras cenizas sino pergamino limpio, con palabras, letras y frases tan nítidas y negras como el día en que fueron escritas. Los rojos anillos salieron poco a poco del pergamino y dejaron tras de sí olor a clavo. Alantine presionó una hoja de papel secante sobre el documento y, a continuación, lo enrolló, lo dejó a un lado y tendió una mano para coger el siguiente.

Una sombra que había entre la penumbra, al otro lado del escritorio, llamó su atención. De repente, Alantine advirtió que los enanos habían dejado de cantar y que la biblioteca estaba oscura y en silencio. No había oído a nadie bajar la escalera, pero había estado demasiado absorto en el trabajo.

—Este trabajo es muy delicado —dijo, suponiendo que la silenciosa silueta que veía situada junto a la escalera era uno de los eruditos de la biblioteca—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Cuando la figura avanzó para salir de la oscuridad, vio que una pesada cogulla le ocultaba el rostro. Vestía una túnica negra, como la que usaban los miembros de la antigua orden de magia oscura. Alantine sintió que se le contraía la garganta de miedo. ¡Aquél no era ningún erudito!

—¿Quién eres? —inquirió con voz temblorosa.

La figura continuó avanzando hasta situarse entre la escalera y el escritorio. Entonces Alantine profirió un grito ahogado, porque podía ver los escalones a través del negro ropaje. Un viento gélido descendió por la escalera, procedente de las ruinas de la biblioteca situada arriba, y heló a Alantine, haciéndolo temblar, pero no estremeció siquiera la túnica de la fantasmal figura. La llama de la vela que había sobre el escritorio se amortiguó hasta convertirse en un débil resplandor azulado. La figura se llevó las manos a la capucha y se la echó atrás. Entonces cayeron mechones de blanco cabello, la llama de la vela se agitó y extinguió, y la habitación quedó sumida en tinieblas. Alantine gritó y dejó caer el frasco: del escritorio se alzaron llamas rojas.

***

A veces, cuando recorría con los ojos la arruinada ciudad de Tarsis y en particular cuando miraba la estructura de mármol blanco que se estaba erigiendo para albergar la nueva biblioteca, Eltam echaba de menos el silencioso orden de los pasillos de su viejo maestro de la lejana Palanthas. Los antiguos pasillos de la Gran Biblioteca estuvieron en otra época llenos de ordenadas hileras de libros, legajos y pergaminos manuscritos, cada uno adecuadamente etiquetado y clasificado, cada uno con referencias cruzadas, cada uno en su sitio. Pero Tarsis, con sus abandonados edificios desmoronados y callejones cubiertos de lianas y maleza —lugares tan desolados que incluso las ratas parecían evitarlos—, lo deprimía de manera indescriptible. Al detenerse en la entrada de la antigua biblioteca de Tarsis, dirigió la vista a lo lejos, donde estaba formándose una negra tormenta que enviaba ya los primeros soplos de borrascoso viento a levantar polvo de las calles. Con este aire llegaba el sonido de ruidosa música de enanos procedente de sus campamentos.

Eltam se volvió hacia la entrada de la biblioteca, a cada lado de la cual se erguía un Caballero de Solamnia. El viento que acababa de levantarse les agitaba los largos bigotes, aunque no los sacaba de su ensueño; los ojos de ambos se hallaban muy lejos, tal vez contemplando las gloriosas batallas que echaban de menos mientras prestaban servicio en aquel desolado lugar. Eltam pasó entre ellos y abrió la puerta de la ruinosa biblioteca.

Tenía cita con un joven llamado Alantine para mirar uno de los pergaminos que había restaurado recientemente. En la luz mortecina que llegaba de abajo, Eltam comenzó a descender la escalera que llevaba al estudio de Alantine. De repente, una fuerte ráfaga de viento pasó junto a él y le agitó las vestiduras. El lugar quedó, de pronto, a oscuras. Una parpadeante luz roja ardió allá abajo e hizo que el oscuro hueco de la escalera pareciese un gran ojo de funesto brillo.

—¿Fuego? —jadeó Eltam, y sintió que el miedo le aferraba el corazón. Antes de que pudiera moverse, lo apartaron rudamente a un lado.

—Perdona, hermano —gruñeron los caballeros al pasar.

Eltam oyó el tintineante deslizar del acero cuando desenvainaron las espadas, y continuó detrás de ellos, con los ropajes susurrando sobre la piedra mientras los caballeros crujían y resonaban dentro de sus aceitadas armaduras y ropas de cuero. Al llegar al primer sótano de la biblioteca, la luz roja de fuego disminuyó y fue reemplazada por un resplandor amarillento, ordinario, como el de la llama de una vela. Los hombres armados aminoraron la marcha y Eltam se pegó a sus espaldas.

Cuando llegaron al pie de la escalera, uno de los caballeros llamó en voz alta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Un aroma extraño y penetrante, como de clavo, les acarició el rostro.

—Alantine —respondió una voz débil—. Sólo Alantine.

Eltam siguió a los dos hombres al interior del gran salón del primer nivel inferior de la biblioteca. Había un gran escritorio cubierto por inestables montones de manuscritos, y en una esquina del mismo se veía un cabo de vela rojo sobre un platillo de bronce. Detrás del mueble se encontraba, de pie, Alantine de Ergoth del Norte, un hombre a quien Eltam conocía un poco porque había trabajado con él en la biblioteca. Alantine estaba desgreñado y su oscuro rostro brillaba de sudor.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó uno de los caballeros.

—No…, no es n… nada —tartamudeó Alantine—. Me…, me sobresaltó mo… momentáneamente… una rata grande.

—¡Una rata! —exclamó Eltam, a quien de pronto abrumaron las preocupaciones por los preciosos libros—. ¿Aquí?

—Y, luego, el viento apagó la vela —continuó Alantine—. De verdad que no ha sido nada.

—Pensamos que había un incendio —dijo el otro caballero.

—Fue un ligero… accidente con una poción. No se ha dañado nada —replicó Alantine con tristeza—. Ya podéis marcharos.

—Pero ¿y qué me dices de la rata? —protestó Eltam.

—No hay ninguna rata —le susurró Alantine—. Ven aquí y mira lo que ha sucedido.

Eltam rodeó con cuidado las pilas de libros y fue a situarse junto a Alantine. El escritorio estaba cubierto de trozos y fragmentos de pergaminos, viejos legajos y varios libros antiguos con hojas amarillentas que se salían de las cubiertas. En el centro había un área circular en la que todo el papel parecía tan nuevo como el día en que fue hecho. Incluso la oscura madera que quedaba dentro del círculo aparecía recién pulimentada. Un rollo que yacía justo en el borde del círculo estaba compuesto por pergamino limpio y nuevo hasta la mitad, mientras que la otra mitad era amarillenta y desmenuzable. Eltam le lanzó una mirada de curiosidad a Alantine.

—Derramé mi poción restauradora —dijo Alantine a modo de explicación.

—¡Ay, no! —exclamó Eltam con voz ahogada. Había oído hablar de los poderes de la poción de Alantine, y sabía lo preciosa que era cada gota para su trabajo—. ¿Se ha perdido toda?

—Casi —respondió Alantine. Alzó el frasco y lo sacudió—. Sólo quedan unas pocas dosis.

—¡Es terrible! —declaró Eltam.

—Olvídate de eso, ahora —le pidió Alantine con voz que temblaba de emoción—. Mira lo que ha puesto al descubierto el accidente. —Le tendió un pequeño trozo de papel rasgado.

Eltam lo miró y se lo devolvió. El papel no era nada más que un recibo de libros. Por un momento, Eltam temió que el antiguo mago de Ergoth del Norte hubiese perdido la razón. Volvió a mirar el recibo, y cerca de la parte inferior leyó lo siguiente:

«Para ser guardado en el estante A3, sección 242, norte del tercer subnivel de la biblioteca».

—No sabía que hubiese un tercer nivel subterráneo en esta biblioteca —dijo.

—Ni yo. Nadie sabía de su existencia —respondió Alantine.

—Ah. —Suspiró. Luego una luz de comprensión le inundó el rostro—. ¡Vaya! —exclamó.

—Exacto, pero hay más —dijo Alantine—. Lee aquí. —Señaló la parte superior del papel.

Eltam hizo lo que el otro le pedía. «Por la presente entrego para su custodia los siguientes libros, con el fin de que sean guardados en la Biblioteca de Tarsis por sir Olende Pnet, bibliotecario jefe, hasta el momento en que yo regrese a buscarlos y con el acuerdo de que no le sean dejados en préstamo a nadie». Debajo de esto se veía la firma del bibliotecario y más abajo, garrapateada en una letra fina, filiforme, muy similar a las líneas parecidas a una tela de araña que pueden verse en la porcelana rajada, había un nombre portentoso por lo negro, un nombre que resonaba a lo largo de tres siglos para evocar miedo en aquéllos que conocían la magnitud de su maldad, un nombre cuyo mero susurro conjuraba al mal mismo como un fantasma. Un nombre que se escapaba de la lengua.

Eltam se estremeció al pronunciarlo.

—Fistandantilus.

—¡Un libro de hechizos de Fistandantilus! —jadeó Alantine—. Mira, está especificado: «Un libro de hechizos con encuadernación color azul marino». ¡Y pensar que durante todo este tiempo estuvo aquí, debajo de nuestras mismísimas narices!

—¿Dónde? —quiso saber Eltam.

—En el tercer nivel.

—Pero ¿dónde está el tercer nivel?

—No lo sé. —Alantine recorrió el entorno con los ojos, impotente—. Tenemos que encontrarlo. Piensa, Eltam, piensa en los secretos escondidos dentro de ese libro de hechizos, secretos que tal vez nunca han sido descubiertos, ni siquiera por el propio Raistlin Majere. No sabía nada de este libro de hechizos, o se lo habría llevado junto con todos los otros. Y ahora es nuestro, nuestro para encontrarlo, nuestro para arrancarle sus secretos.

—¿Crees que los hechizos aún serán efectivos? —preguntó Eltam, dubitativo.

—¡Puede que sí! ¿Quién sabe? —Alantine estaba ansioso—. ¡Corren rumores de que algunos libros de hechizos de magos muy poderosos aún conservan su magia!

—¿Qué utilidad puede tener para cualquiera de nosotros el libro de hechizos de un mago del Mal? —inquirió Eltam con tono algo altanero.

—Ninguna, supongo —reconoció Alantine, vacilante—. Pero tiene valor histórico, y dispondremos de todo el tercer nivel para explorar. ¿Y si esa sección de la biblioteca estuviese intacta? ¿Qué nuevos tesoros encontraremos allí? ¡Mira la nota! «Estante A3, sección 242, norte del tercer subnivel de la biblioteca.» El tercer nivel tiene que ser enorme.

—Pero ni siquiera sabemos dónde está el camino de descenso. ¿Por dónde vamos a empezar?

—En el norte del segundo nivel de la biblioteca, diría yo —respondió Alantine—. Allí tiene que haber una escalera oculta.

Alantine metió la mano detrás de una tambaleante pila de libros y sacó un báculo de madera muy gastado por el uso y los viajes. Eltam miró el bastón y alzó una ceja.

—¿Crees que ese tercer nivel podría ser peligroso? —preguntó.

—Es posible —fue la vaga respuesta que le dio Alantine mientras redistribuía los bolsillos que pendían de su cinturón. Sacó una daga pequeña que llevaba en una vaina oculta dentro de la manga izquierda de la túnica y comprobó si la punta estaba bien afilada—. No hay manera de saber lo que podría haberse arrastrado hasta ahí abajo en las largas edades pasadas desde el Cataclismo.

—En ese caso, quizá deberíamos alertar a los caballeros —sugirió Eltam.

—¿Y compartir con ellos la gloria del descubrimiento? —se mofó Alantine.

—Al menos déjame llevar una antorcha. —Eltam cogió una del soporte que la sujetaba a la pared. Deseaba contar con un arma mejor; pero, de momento, tendría que arreglárselas con el fuego. La acercó a la vela que estaba sobre el escritorio, y la antorcha chisporroteó y despertó a la vida.

Alantine abrió la marcha entre hileras de inclinadas librerías y, luego, giró en un recodo y siguió un pasillo que los llevó hacia la zona norte. Pasaron la mayor parte del resto de la noche a gatas entre pilas de libros antiguos. Grandes trozos de sillería se habían desprendido del techo y estrellado contra las robustas librerías de madera de roble durante la Guerra de Caos, cuando la Biblioteca de Tarsis fue destruida por el fuego. Avanzando hacia el norte, treparon por encima de historias de caballeros olvidados, e historias de caballeros anteriores al nombre mismo de Solamnia. Gatearon sobre libros de ciencias arcanas que se consideraban antiguos ya antes de que el dios de los enanos, Reorx, forjara la Gema Gris en la noche de los tiempos. Con el fin de pasar al otro lado de una pirámide de tomos y estantes rotos, construyeron un puente con textos de geometría que describían los portales del tiempo y el espacio. Al fin, llegaron a la pared del extremo norte del segundo nivel de la enorme biblioteca. Hasta ese momento no habían visto ni un atisbo siquiera de escalera, ni de ningún otro pasaje que pudiese conducir abajo.

Exhausto, Alantine se recostó contra la fría pared de piedra y suspiró. La luz de la antorcha iluminaba tan sólo un área relativamente pequeña en torno a ellos, y la oscuridad allende esta zona resonaba de modo inquietante. La llama comenzó a oscilar y humear.

—Ojalá hubiese traído dos teas —dijo Eltam—. Será mejor que regresemos antes de que ésta se consuma. No quiero tener que encontrar el camino de vuelta en medio de la oscuridad.

—Debe de estar por aquí mismo —comentó Alantine, haciendo caso omiso de lo dicho por su compañero—. Tiene que estar aquí.

—Necesitaríamos años para retirar todos los libros y escombros de la zona. Por lo menos hay una profundidad de seis metros entre unos y otros —especificó Eltam. Al mirar a su compañero, algo en él le pareció diferente. Daba la impresión de ser más pequeño, como disminuido por el aparente fracaso. La llama de la antorcha comenzó a amortecerse.

En ese momento, Eltam sintió que se hundía la pila de libros que tenía bajo los pies y, repentinamente, comprendió el error en que había incurrido. Su compañero no estaba disminuyendo de tamaño, sino que los escombros y libros sobre los que se encontraban habían comenzado a hundirse, y ellos descendían también. Como una horrible trampa de arena construida en el desierto por una gigantesca hormiga león, los libros estaban arrastrándolos al interior de un agujero, un remolino de papel que amenazaba con sepultarlos vivos. Eltam se puso a trepar por un lado, buscando con desesperación una vía de escape, mientras que, debajo de él, Alantine gritaba de terror. Luego, cosa horrible, su grito se interrumpió en seco. Durante un momento, lo único que oyó Eltam fue el roce amortiguado de los libros y su propia respiración agitada. Luchaba para mantener la agonizante antorcha apartada de los pergaminos resecos, por temor a convertir aquella trampa también en una pira.

Al fin, el remolino cesó. El corpulento monje de mediana edad consiguió salir de la trampa y, aunque buscó como un desesperado, no halló ni rastro de Alantine. De vez en cuando, un tomo inestable se deslizaba hacia el fondo, pero la pendiente parecía haberse estabilizado. Eltam llamó repetidas veces a su compañero, pero continuó sin oír sonido alguno.

Con lentitud, se alejó del agujero, centímetro a centímetro, por encima de la inestable pila de libros. La única posibilidad que Alantine tenía de sobrevivir era que él llevase allí a los enanos para que lo ayudaran a desenterrarlo. Sólo esperaba que su compañero pudiese sobrevivir el tiempo suficiente para que lo rescataran. Ya casi había llegado al montículo exterior de libros, cuando la pila comenzó a deslizarse una vez más. Resbaló unos quince centímetros al interior del agujero, paró, y resbaló otros treinta. Cuando se detuvo otra vez, se sintió en equilibrio al borde mismo del desastre. Y entonces los libros se volvieron realmente locos y él comenzó a caer cada vez más al fondo mientras las páginas se apilaban sobre sus rodillas, sobre sus muslos. Desesperado —un último pensamiento por el bien de los libros—, arrojó la antorcha lejos de sí con la esperanza de que cayera sobre piedra desnuda y se consumiera. La observó pasar volando por encima del borde de la trampa mientras era inexorablemente absorbido hacia el fondo.

Los libros le cubrieron el vientre, le lamieron el pecho; sintió que su peso lo aplastaba, que sus puntas duras le golpeaban los muslos. No rezó, puesto que ya no quedaban dioses a los que rezarles. Se limitó a cerrar los ojos y aguardar la muerte en aquellas arenas movedizas de papel. Los libros le cubrieron la cabeza.

Luego, súbitamente, estuvo libre. Se encontró con que descendía por un tobogán, y que lo seguían libros sueltos que bajaban a toda velocidad. En la mente se le formó la imagen de que acababa de pasar por el estrecho cuello de un gigantesco reloj de arena lleno de libros. Se echó a reír, con unas carcajadas un poco histéricas ante lo extraño de su salvación. Los libros continuaban deslizándose, y él descendía montado sobre una ola de páginas encuadernadas. Su descenso se ralentizó cuando mermó el número de libros que tenía debajo, y acabó por detenerse. Se encontraba ante una escalera que descendía, tallada en la piedra. Una extraña luz azul relumbraba al pie de la misma, y un aire seco, sepulcral, ascendía por el hueco como si se viese perturbado por primera vez en siglos.

Eltam tosió y se cubrió la nariz con una manga cuando descendió con cuidado por los escalones. Al pie, el pozo de la escalera se abría a una pequeña área rodeada en tres lados por hileras de librerías perfectamente paralelas que se perdían en las sombras. La luz azul que había visto antes emanaba de algún punto situado al fondo de los pasillos que se encontraban justo frente a la entrada, y a la izquierda había un escritorio tan enorme y sólido como un tajo de carnicero. Allí había sentado un caballero recubierto por una armadura. Con un estremecimiento, Eltam se dio cuenta de que el hombre llevaba siglos muerto, probablemente desde antes del primer Cataclismo. Su carne estaba extrañamente bien conservada por el seco aire del lugar, la piel era tan amarilla y desmenuzable como un pergamino viejo, las cuencas de los ojos estaban vacías, y la boca de dientes amarronados, abierta en un bostezo eterno… o en un grito. En una de las marchitas manos se encontraba una antigua pluma en posición para escribir; la tinta que había en el frasco que tenía a su lado, se había transformado en polvo hacía ya mucho tiempo.

—¡Alantine! —gritó Eltam, pero lamentó haberlo hecho antes de que el nombre hubiese salido del todo de sus labios.

Un sonido siseante resonó a modo de respuesta desde los estantes, como si los fantasmas de un millar de bibliotecarios muertos le impusieran silencio. En torno a él se movieron sombras tenebrosas. Con lentitud, las siluetas y fantasmas se asentaron y volvieron a sus sitios. Con más lentitud aún, el corazón de Eltam se tranquilizó y recuperó el ritmo normal. Su blanca túnica se agitaba como una sábana tendida al viento.

Un susurro sibilante hizo que su corazón volviese a latir como un loco.

—¡Eltam!

Por un momento pensó que la voz era la del cadáver que se hallaba sentado ante el escritorio, pero, con un reprimido suspiro de alivio, vio a Alantine que emergía de entre las sombras. La túnica roja del joven estaba hecha jirones y sucia, casi negra, como manchada de sangre seca. Sus mejillas parecían consumidas, sus ojos hundidos. Contra el pecho aferraba un libro que era la fuente de la luz azul.

—¡Eltam! —volvió a susurrar con tono implorante—. ¡Ayúdame! —Se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó.

Eltam se arrodilló junto a su compañero y le tocó una mejilla. La piel de Alantine estaba fría y húmeda; pero continuaba respirando, si bien su respiración era somera. Tenía las manos congeladas alrededor del libro, literalmente congeladas: estaban blancas de escarcha. Eltam se puso a frotarle las manos y mejillas en un intento por reanimarlo, al tiempo que lo llamaba por su nombre. Cuando le palpó el pulso en el cuello, sólo sintió un latido muy lento. Luchó con los brazos rígidos del joven hasta que, por fin, logró liberarle las manos y el libro se deslizó de su pecho al suelo. Eltam lo apartó a un lado con el pie, y un helado dolor atravesó incluso el grueso cuero de sus botas; la malévola magia del ejemplar resultaba palpable.

Libre de él, Alantine comenzó a recobrarse con lentitud. La piel se le entibió, la escarcha se le derritió de las manos, los párpados se agitaron y gimió. Masculló palabras extrañas, palabras que a Eltam le recordaron los antiguos hechizos mágicos. Luego, se agitó y comenzó a luchar como si se enfrentase a algún enemigo invisible.

—Verdaderamente, mi señor —gritó, y luego despertó de golpe y fijó unos ojos desorbitados en Eltam.

—Cálmate —le dijo éste con voz tranquilizadora—. Cuéntame qué te ha sucedido. ¿Dónde encontraste ese libro?

—¿El libro? —exclamó Alantine—. ¿Lo he traído?

—Sí. ¿No lo recuerdas?

—Recuerdo que lo toqué. —Alantine suspiró y se estremeció al recordar algo horroroso. La fantasmal luz azul que emanaba de la encuadernación formaba sombras sobre sus ojos—. Y entonces comenzaron a alzarse los muertos… Me tocaron con sus huesos… Me desgarraban como si nos odiaran a mí y al libro. ¡Eltam! Éste es el libro de hechizos de Fistandantilus. ¡Creo que estaba matándome! No podía moverme, no podía luchar, no podía correr… Creo que me desmayé, no estoy seguro. Es más como si hubiese desaparecido de este sitio para aparecer en otro, en un campo de batalla, y allí había Caballeros de Solamnia y ogros, y los ogros luchaban en las tiendas de campaña de los caballeros y las mujeres gritaban.

»Pero entonces me encontré en el campo y había cadáveres por todas partes, y uno de ellos era de una mujer, una mujer joven con armadura de caballero que sangraba por muchas heridas. Intenté ayudarla. Invoqué a Paladine. ¿No te parece extraño que haya recurrido a él? La mujer herida se convirtió en un reloj de arena de gran valor, hecho de oro, pero el globo de cristal se había roto por el fondo y la arena caía al suelo. Por algún motivo me aterrorizó la posibilidad de que se quedara sin arena, así que intenté impedirlo, pero no había nada que yo pudiese hacer. Busqué ayuda por los alrededores, pero no había nadie. Me encontraba a solas en una amplia llanura vacía y no podía ver el horizonte. El cielo y el suelo eran del mismo color, pero en la distancia se veía una roca y me pareció que había algo pegado a ella…, unos andrajos negros. Cuando los últimos granos de arena cayeron por el cuello del reloj, una sombra cayó sobre mí y, al alzar los ojos, vi…, vi…

—¿Qué viste? —preguntó Eltam, espantado.

—Vi el fantasma del hombre que me asustó antes, en la biblioteca. ¡Ay, Eltam! —gritó Alantine al tiempo que se aferraba a su compañero—. Era Fistandantilus. Era real. No era en absoluto un fantasma. Me dijo que cogiera el libro y se lo llevara a Palin Majere. Intenté negarme, pero insistió. Tiene una manera de insistir que hace que resulte imposible resistirlo.

—Creo que deberíamos salir de aquí. Estos viejos libros… —Eltam se estremeció—. Nadie sabe qué conocimientos prohibidos contienen. Tal vez aquí haya cosas que no debamos saber. Quizás una de esas cosas se coló dentro de tus sueños. Tal vez por eso los dioses sellaron esta sala hace tiempo.

—¿Qué quieres decir con «sellaron»? —preguntó Alantine.

—Debemos marcharnos —insistió Eltam—. No me siento bien aquí. Hay algo que no quiere que estemos en esta sala.

Ayudó a Alantine a ponerse de pie, y el herido joven se apoyó en él. Comenzaron a avanzar hacia la escalera, pero, de pronto, Alantine se detuvo.

—El libro. Tenemos que llevarnos el libro.

—¡No lo toques! —le advirtió Eltam mientras intentaba hacer avanzar a su compañero—. Es mortal. Ha estado a punto de matarte.

—Podemos meterlo en una bolsa o un zurrón. Tal vez encontremos uno en ese escritorio —dijo Alantine—. Puedo mantenerme de pie solo. Ve a mirar.

—Deberíamos dejarlo donde está —aconsejó Eltam—. Ese libro es obviamente maligno, y si intentamos… —Su voz se apagó y sus ojos se posaron sobre el escritorio, detrás del cual ya no se encontraba sentado el cadáver. Por el contrario el caballero muerto se erguía y unas llamas rojas iluminaban las vacías cuencas de sus ojos. Avanzó y sus viejos huesos y apergaminada piel crujieron como un libro que se abre por primera vez en siglos. Señaló con un dedo largo como una garra a Eltam, y movió la boca en una horrible imitación del habla. Eltam, casi paralizado de miedo, oyó palabras: una voz como el susurro del viento sobre las Praderas de Arena; una voz enronquecida a fuerza de no haber sido usada en mucho tiempo y a causa del seco aire, polvoriento y sepulcral.

—No debéis llevaros el libro —graznó el cadáver—. Está bajo mi custodia. Por mi honor.

Eltam retrocedió lentamente ante aquella monstruosidad, pero ésta permaneció donde estaba, bloqueando la escalera.

—¿Qué es eso? —preguntó Alantine, asustado.

—Un Caballero de Solamnia, creo, condenado a guardar este lugar. ¡Sin embargo, no logro imaginar lo que hizo para merecer un destino tan espantoso!

—¿Qué quiere?

—No quiere que nos llevemos el libro de hechizos —explicó Eltam.

La voz del caballero muerto se hizo más sonora. Estaba dando un discurso preparado desde hacía mucho tiempo, recitando una historia que había tardado eras en memorizar. Al principio no pudieron entenderlo, pero, de modo gradual, lograron comprender palabras y partes de frases.

—… Allí encontré al archimago Fistandantilus, porque se hallaba entre los miembros de la corte del Príncipe de los Sacerdotes. Donde el Príncipe de los Sacerdotes era ciego a causa de su propia gloria, Fistandantilus vio dentro de mi corazón y me reconoció como uno de los suyos. Fue allí donde puso bajo mi custodia, entre otros objetos, un libro de hechizos. «Guárdalo bien», me dijo. «No deseo permanecer aquí. Está a punto de tener lugar un terrible gran acontecimiento, y no quiero que se destruya este libro precioso. Contiene mis investigaciones en los reinos de la magia pura. En otros tiempos busqué la forma de escapar a la necesidad de recurrir a las lunas para obtener poderes mágicos. Las razones que tenía para desear una fuente de poder independiente de ellas son secretas, pero puede que pronto se hagan conocidas para todos. Según salieron las cosas, la investigación fracasó, aunque no hubo ninguna razón evidente que explicara por qué. He concluido que el momento no es el correcto y que los hechizos, en cualquier otra circunstancia, habrían funcionado. Algún día, tal vez, llegará el momento adecuado y, cuando eso suceda, volveré a buscar mis libros».

Alantine se quitó la túnica rota y ennegrecida.

—Tengo que coger el libro, Eltam —dijo—. El momento al que se refiere es ahora. Lo envolveremos en mi túnica.

—Y aquí he permanecido —continuó el caballero—. Cuando Paladine partió del mundo, desperté al sentir que la maldición me abandonaba. Y también despertaron los que murieron aquí dentro. Pero nuestro destino no es el descanso, porque aún nos sujetan las órdenes de Fistandantilus. Él puso los libros bajo mi custodia hasta el momento en que regresara a buscarlos o enviara a uno de sus agentes para que los recobrase. Entre otros, hay un libro de hechizos encuadernado en color azul marino. —El caballero muerto señaló el que estaba tirado en el suelo, a los pies de Eltam.

—Hemos venido a buscarlo —dijo Alantine—. Fistandantilus nos ha enviado, tal como te había dicho que haría. Eltam —susurró luego—, dile que somos servidores de Fistandantilus.

—¡Ni hablar! —gritó Eltam al tiempo que se volvía a mirarlo—. Ni jamás fingiré ser un servidor del Mal. Puede que no sienta el espíritu de Paladine en mi corazón, como en otra época, cuando me confería su fortaleza; pero aún siento que llevo algo dentro, algo que me vigila, que me rodea.

Alantine dejó caer su túnica sobre el libro de hechizos, la cual cubrió la mayor parte de la luz azul que emanaba del mismo y dejó la sala en una oscuridad casi total. El caballero muerto tendió una mano.

—A ti no te envía mi señor. No debes llevártelo —siseó el cadáver. Las esqueléticas manos intentaron apresar a Alantine, pero Eltam se situó protectoramente ante su compañero, y el caballero le asestó un golpe que lo arrojó al suelo.

Desesperado, Alantine buscó su daga. Palpó apresuradamente a través de la túnica para comprobar los bolsillos, pero el arma había desaparecido. La mano se le cerró sobre el frasco que contenía las últimas y preciosas gotas de poción restauradora.

El caballero se elevaba entonces por encima de Alantine y sus manos, como garras, se tendían hacia el cuello del joven.

—¡No debes llevarte el libro! —chillaba.

Alantine arrojó el frasco con todas sus fuerzas a la cabeza del cadáver. Esquirlas plateadas saltaron por el aire y la calavera se cubrió de llamas rojas.

El caballero retrocedió dando traspiés al tiempo que siseaba, y pronto ese siseo se transformó en un grito de dolor inhumano. Debajo de las llamas, el marchito rostro se convirtió en carne; el pelo lacio y polvoriento se tornó negro y cayó abundantemente sobre los hombros. Las llamas descendieron por el cuello, y una sangre nueva comenzó a correr por las venas, bajando por el pecho y los hombros. Las fibras marchitas se convirtieron en duro músculo, y el caballero cayó al suelo y quedó allí, tendido. Las llamas mágicas se extinguieron, y el hombre clavó una mirada ciega en el techo; su pecho, la mitad rejuvenecido y con la otra mitad cubierto por vieja carne muerta y momificada, ascendía y descendía. Aspiró el aire rancio, perfumado a clavo, y gimió.

Eltam se levantó trabajosamente y dio traspiés hasta situarse junto a Alantine. De una gran herida que el monje tenía en la frente, manaba sangre.

—¡Salgamos de aquí! —jadeó.

Alantine se detuvo el tiempo suficiente para recoger el libro de hechizos y envolverlo en la túnica. A pesar de la gruesa tela que lo rodeaba, sintió que el frío le entumecía las manos y los sentidos. Acabó de envolverlo con gestos torpes y ocultó el último vestigio de la extraña luz azul. Una oscuridad absoluta descendió sobre ellos, y corrieron hacia la escalera.

Casi estaban allí; pero, entonces, unas manos heladas aferraron a Eltam por detrás y lo lanzaron al otro lado de la sala, donde se estrelló contra una librería. Algo golpeó a Alantine en la cabeza, cayó aturdido y soltó el libro de hechizos. En ese momento un rayo azul hendió la oscuridad.

Unas horribles formas cobraron repentinamente vida en aquella luz: sombras de espíritus humanos, hombres y mujeres marchitos, con carnes tan negras como la brea, y ojos como carbones encendidos. Algunos se relamían sobre Alantine, que yacía en el suelo; otros flotaban en el espacio vacío que rodeaba a Eltam.

Éste se puso de pie con equilibrio inseguro al tiempo que luchaba contra las olas de náusea que lo invadían. Entretanto, Alantine gemía y lanzaba golpes contra las formas que se le acercaban cada vez más y más.

Una furia tremenda despertó dentro de Eltam. ¿Qué espantoso destino los había llevado a él y al joven Alantine hasta aquel lugar horrible, hasta aquel peligro sin esperanza de salvación? ¿Por qué tenían que morir ellos, dos sencillos eruditos? ¿Por el libro de hechizos de un hombre malvado? Un libro de hechizos que podría devolver la magia del Mal al mundo, sin que hubiese una magia del Bien para contrarrestarla.

Eltam se metió la mano por el cuello de la túnica y sacó el Medallón de Platino de Paladine que colgaba de su cadena. No estaba seguro de por qué aún lo llevaba puesto. Las aristas eran duras, el metal frío; era pesado y, a veces, constituía una carga cuando estaba especialmente cansado y le escocían los ojos de tanto estudiar. ¿Por esperanza? ¿Esperanza de qué?

Eltam sintió el frío aliento de las criaturas no muertas que cada vez se le acercaban más. Oyó sus susurros, los horribles susurros de anhelo por su calidez, su vida. Clavó los ojos en el medallón. En tiempos antiguos, los clérigos habrían alejado a semejantes criaturas con el sacro poder de Paladine, pero Paladine se había marchado.

—Y pronto me reuniré con él, dondequiera que esté —dijo Eltam en voz alta.

—Únete a nosotros. ¡Respira sobre nosotros para que podamos sentir tu calidez! —dijeron los susurros procedentes de la oscuridad. Unos dedos gélidos le rozaron la mejilla como un viento que soplara sobre las nieves glaciares. Cerró los ojos; los labios se le separaron, y su mano aferró las duras aristas del medallón.

Oyó gritar a Alantine. Eltam abrió los ojos y vio un rostro, hermoso, pálido y, aun así, terrible, que flotaba cerca de él. A través del rostro vio criaturas que pululaban sobre Alantine y reían de deleite. Alantine volvió a gritar como un hombre al que devoran vivo.

—¡Atrás! —gritó Eltam y extendió una mano con brusquedad. Entre los dedos le estalló una ardiente luz blanca, haciendo jirones al fantasma que se inclinaba para besarlo, como si fuera humo en el viento. Los otros no muertos huyeron como sombras ante la luz que acababa de encenderse.

—¡Soltadlo! —ordenó Eltam.

Los muertos que aterrorizaban a Alantine se alejaron como chacales asustados, mientras en sus ojos rojos ardía el odio.

Sólo entonces se maravilló Eltam ante la luz que brillaba en su mano. Trató de mirarla pero le quemaba la vista. «¿Ha regresado, Paladine?», se preguntó. Sintió un dolor en la otra mano y, al abrirla, halló el Medallón de Platino, símbolo de su antiguo dios, que se le clavaba en la palma. El medallón estaba allí, frío, impotente. El poder que sentía correr por sus venas no procedía de ningún dios, comprendió de pronto. «Procede de mi propio interior».

—¡Alantine! —gritó, al tiempo que avanzaba un paso hacia la escalera; pero, entonces, un dolor terrible, como una barra de acero que se le clavara desde la cadera hasta los pies, le provocó un mareo a la vez que en su campo de visión aparecían manchas negras. La luz de su mano comenzó a disminuir; dio un traspié y cayó al suelo, donde tuvo que luchar para no perder el conocimiento. El dolor cedió con lentitud, pero permaneció en lo profundo de su cuerpo, esperando. Sólo el nuevo poder que sentía dentro de sí, como un vino que se le subiera a la cabeza, mantenía controlado al dolor.

—¡Alantine! —gritó una vez más.

—¿Eltam? —respondió una voz débil.

Alantine se sentó entonces con lentitud. A la luz que emanaba de su mano, Eltam vio que el joven estaba ensangrentado, pero aún vivo. Sobre el pecho y el rostro tenía heridas teñidas de azul.

—¡Corre! —gritó Eltam.

—¿Qué?

—Sal de aquí —replicó Eltam—. Tengo la cadera fracturada, pero los mantendré a distancia hasta que hayas escapado.

Alantine parpadeó e intentó hacerse sombra sobre los ojos para poder ver.

—¿Qué es esa luz? —preguntó, pasmado.

—¡Estoy manteniendo las tinieblas a distancia! —le explicó Eltam. Mientras hablaba, la luz comenzó a amortecerse—. Debes marcharte. Debes escapar antes de que me abandonen las fuerzas.

Alantine se puso de pie y recogió el libro de hechizos del sitio en que había caído.

—¡Alantine, no! —le gritó Eltam—. Déjalo.

Pero el otro lo envolvió en su capa y lo apretó contra el pecho para luego volverse y ascender un escalón con movimientos exhaustos.

Alantine se volvió a mirar atrás; el dolor y las violentas emociones contorsionaban su rostro.

—Tengo que hacer esto, Eltam. He llegado hasta aquí para devolverlo al mundo.

—Te matará —le dijo Eltam con tono implorante—. Destruirá todo lo que toque. —Alantine negó con la cabeza y continuó subiendo.

—No dejes que me quede aquí a morir por nada —suplicó Eltam.

—Eltam, yo… —Alantine volvió la cabeza, lleno de culpabilidad.

La luz de Eltam se debilitó más. Los guardianes no muertos de la biblioteca avanzaban con las sombras que se expandían, gruñendo de expectación.

—¡Alantine! —gimió.

—No morirás. No te des por vencido. Traeré ayuda —prometió Alantine.

La sala se hizo más oscura.

—¡No! —dijo Eltam—. No vuelvas. Sella este lugar. Haz que los enanos tapien la escalera. —El dolor de la cadera le ascendía por el cuerpo en oleadas palpitantes que le provocaban náuseas. Estaba mirando al interior de un largo túnel en cuyo extremo había una luz brillante, y allende ésta un hombre joven que sostenía una estrella oscura—. Déjame.

Oyó los pasos de Alantine en la escalera. Ascendieron con lentitud al principio y, luego, más rápidamente hasta perderse en la distancia. Los susurros se cerraron en torno a Eltam al decrecer el círculo de su luz interior y extinguirse por fin. Se encontraba tendido de espaldas en el suelo de piedra, que notaba frío contra la cabeza afeitada. Había fracasado. El libro de hechizos había seducido a Alantine. Tal vez… Palin Majere aún podría salvarlo. Los ojos de rubí y las siluetas de zafiro se reunían cerca de él, ardientes de odio.

—Fistandantilus no se sentirá contento —dijo una voz de hombre muy cerca de su oído, y un dedo seco, muerto, le acarició una mejilla.

—¡Fistandantilus está muerto! —dijo Eltam—. Hace más de doscientos años que está muerto. —Al menos el libro de hechizos no caería en manos malvadas—. No… Ahora está vivo —dijo la voz, y se echó a reír.