La lealtad del Dragón Azul

[Sue Weinlein Cook y William W. Connors]

—Kellin, ¿todavía no hemos llegado? —tronó la hembra de Dragón Azul.

En esa época era Kellin a secas. No comandante Kellin, como lo había sido durante el Verano de Caos. Ni sir Kellin como había sido también durante aquellos días de honor y victoria, cuatro años antes. Simplemente…

—¡Kellin!

La pregunta de la hembra de dragón le llegó, más sonora que un grito, por encima del ruido del viento y del batir de las alas de la bestia en el aire.

—¿Adónde nos llevas?

—Ten paciencia, Crepúsculo —replicó el veterano caballero con tono sereno. Descansó una mano tranquilizadora sobre el cuello de la hembra de dragón que constituía su montura. A continuación entrecerró los ojos para poder ver al sol del mediodía, y su mirada recorrió el desolado terreno de Estwilde que se extendía a sus pies—. Estamos cerca —dijo, más para sí que para ella.

—¿Estás seguro de que no quieres dar media vuelta? —preguntó Crepúsculo, esperanzada.

—Sabes bien que no puedo volver atrás. —La voz de Kellin era seca y clara—. Allí no queda nada para nosotros.

La hembra de dragón giró apenas lo suficiente la cabeza para echarle una mirada a su jinete por el rabillo de uno de sus grandes ojos.

—Los otros continúan allí. ¡Podríamos reagruparlos y liderar otra vez el escuadrón!

—Mi tonta niña, ya no habrá más escuadrones. —El hombre apretó las mandíbulas cuando afloraron en su mente unos recuerdos indeseados: el triunfo ante las puertas de Palanthas, la embriagadora sensación cuando volaba con sus oficiales sobre la brillante estrella de la civilización de Ansalon. La oscura masa de las criaturas de las sombras en el horizonte. Los gritos de sus hombres cuando los dragones de fuego los reclamaron para Caos.

Después de la devastadora guerra, pocos Caballeros de Takhisis habían conservado la vida, y para aquéllos que lo lograron fue mejor ocultar su afiliación. A las gentes de Ansalon les resultaba fácil recordar la conquista de la tierra por parte de los caballeros negros, pero no recordaban con la misma facilidad los sacrificios hechos por los mismos en la guerra contra el Padre de Todo y de Nada.

—Pero el general nos ordenó ir a Neraka —insistió Crepúsculo.

—¡Que Takhisis se lleve al general! —rugió Kellin, furioso—. ¿Quién es ella para darnos órdenes? Capturamos Palanthas para la Reina Oscura… ¡Palanthas!… y ¿adónde nos condujeron nuestras victorias, a pesar de todo? Su Oscura Majestad nos abandonó en el momento en que Caos la desafió, y nos dejó librar sus batallas a solas. Nos dejó para que muriéramos.

—No estamos muertos —fue la queda respuesta de la hembra de dragón—. Tenemos un futuro en Neraka…, un nuevo hogar para todos los que aún estamos vivos.

Las palabras de Crepúsculo suavizaron el pétreo semblante de Kellin, que acarició el cuello color cobalto.

—Neraka no es nuestro hogar. Es la ciudad de la Reina Oscura y, por tanto, está desprovista de honor. —Suspiró—. Yo no puedo abrazar un hogar semejante.

La risa entre dientes de la hembra de dragón tomó a Kellin por sorpresa.

—¿Eso te resulta divertido?

—Puedes pensar que has dejado atrás a los caballeros —respondió el dragón—, pero la orden vive dentro de ti. Volverás junto a ellos, y yo estaré a tu lado. Aún quedan buenos tiempos por delante.

Las palabras de la hembra de dragón pasaron inadvertidas para Kellin, que en ese momento estaba ocupado en observar el suelo. De repente sus dedos presa se tensaron sobre el cuello de la montura.

—¡Los buenos tiempos están con nosotros ahora mismo, Crepúsculo! ¡Mira! ¡Allí está! ¡El alcázar de Evermark!

Crepúsculo giró la cabeza en la dirección que señalaba su jinete. Ella y Kellin acababan de rodear un pico desnudo y tenían a la vista la orilla septentrional de Ansalon. Las agitadas aguas del océano Turbulento se estrellaban contra la rocosa línea costera. En el flanco del antiguo acantilado había excavada una sólida fortaleza, dos de cuyas ruinosas torres se alzaban desde la parte frontal del castillo, color gris pizarra. El lugar tenía aspecto de haber permanecido abandonado durante toda una eternidad.

—Hmmmf —bufó la hembra de dragón, sin mostrarse impresionada—. ¿De verdad que en otra época vivías aquí? No hay nada más en kilómetros a la redonda.

Kellin se limitó a sonreír y abarcó con la mirada el paisaje que le era familiar, mientras el refrescante viento le soplaba en el rostro.

—Éste es el hogar. —Las visiones de ellos dos viviendo en aquel lugar, refugio de su infancia, se desarrollaban ante sus brillantes ojos.

«Éste es nuestro futuro —pensó—. Una isla de paz».

Kellin estaba a punto de hacerle una señal a Crepúsculo para que comenzara el descenso cuando, de repente, sin previo aviso, el abrasador sol de mediodía se oscureció.

Oyó la exclamación de Crepúsculo y reaccionó a la advertencia de modo instantáneo, al tiempo que luchaba contra la sensación que le helaba el cuerpo a despecho de la gruesa chaqueta de vuelo que llevaba. Kellin tiró bruscamente de las riendas de su poderoso Dragón Azul, y le ordenó dar media vuelta. Al instante, Crepúsculo inclinó el ala izquierda en un ángulo muy pronunciado y la echó ligeramente atrás, a la vez que se impulsaba con el ala derecha y desplazaba la cola a un lado para que le sirviera de timón.

Kellin apretó las musculosas piernas contra los flancos de la hembra de dragón y miró a lo lejos.

—¡En nombre del Abismo! —murmuró.

Hombre y dragón vieron a su enemigo en el mismo momento. Lo que les tapaba la luz del sol era un monstruo de proporciones gigantescas. Al principio, la mente de Kellin se negó a aceptar lo que le decían los ojos. ¡Ningún dragón podía ser tan grande como aquél! Era un horror escarlata que llenaba el cielo. El rojo vivo de las escamas hacía destacar el blanco marfil de sus dientes, cada uno tan largo y afilado como una espada enorme. Los amarillos ojos ardían de odio, y un enfermizo olor a azufre colmaba el aire a su alrededor.

Kellin pudo sentir el enorme temblor que se apoderaba de Crepúsculo y la sacudía de arriba abajo. Lo que él sentía era el miedo del dragón multiplicado por diez: la reacción instintiva al hecho de hallarse en presencia de una criatura tan descomunal y aterrorizadora. El horror se apoderó de Kellin como una poderosa mano. La criatura que tenía ante los ojos no podía ser real. Temblando de pánico, sabía que tenía que estar equivocado mientras observaba cómo la bestia se lanzaba hacia ellos con las alas echadas hacia atrás, a la velocidad de un meteorito.

La criatura profirió un rugido espantoso, y Kellin se encontró mirando el interior de una boca tan enorme que le parecía que podría tragarse a su montura de un solo bocado.

—Que… —Luchó para recuperar la voz—. ¿Qué clase de dragón es ése? —le gritó a Crepúsculo.

—¡No es ninguna criatura que yo conozca! —le respondió la hembra de Dragón Azul, con voz temblorosa. Una mano fría aferró el estómago del caballero; pocos eran los espectáculos capaces de acobardar a Crepúsculo.

La descomunal silueta roja estaba ya casi encima de ellos. Kellin se inclinó cuando Crepúsculo se lanzó en espiral, e intentó rehacerse. Dio una orden en voz alta e invirtió la presión de las riendas. Al instante, el ala derecha de Crepúsculo se plegó a lo largo del flanco cubierto de escamas azules, y la izquierda batió con fuerza una sola vez. El viento aulló al pasar junto a ellos tras el Dragón Rojo que los acosaba y, por un momento, fue el único sonido que Kellin pudo percibir.

—¡No tenemos ninguna querella contigo, hermano Rojo! —gritó Crepúsculo a espaldas de la bestia en la lengua antigua de los dragones—. ¡Renuncia a esta violencia contra uno de los tuyos!

En respuesta, el Dragón Rojo giró sobre sí y se encaró con ellos.

—¡Aquí no hay compañeros que valgan —rugió—, sino sólo presas! —Con un chasquido de sus gigantescas fauces, lanzó la enorme cabeza hacia ellos.

—Kellin —sonó la impaciente pregunta de Crepúsculo—. Kellin, ¿podemos…? Tenemos que escapar.

Crepúsculo había sido siempre más rápida que el resto de los dragones del escuadrón. Kellin sabía que un tirabuzón y un picado bien ejecutados podrían sacarlos de allí sanos y salvos, y no le cabía duda de que luchar con semejante monstruo significaría la muerte.

Pero… ¿dejar que un ser tan maligno quedara sin respuesta…? Kellin pasó los dedos por el puño de la espada al tiempo que fruncía el entrecejo. Los preciosos segundos iban pasando.

Al tiempo que tensaba los dedos sobre las riendas, Kellin tomó una decisión.

Tocó a su cabalgadura para indicarle que realizara una maniobra que habían practicado en incontables ocasiones. Crepúsculo, obediente, giró ante la gran bestia carmesí, dejando el vientre expuesto, pero alzando las garras. Kellin clavó las espuelas una vez y gritó una orden. La bestia de zafiro abrió las fauces de par en par y dejó a la vista unos afilados dientes que eran tan largos como alto el propio guerrero.

El gigante Rojo se encontraba a menos de veinte metros de distancia y se aproximaba a gran velocidad.

Una miríada de relámpagos, de color blanco azulado, saltó desde Crepúsculo al otro dragón. Kellin cerró los ojos con fuerza, pero lo sacudió el breve resplandor de uno de ellos y el trueno consiguiente.

El gigantesco Dragón Rojo profirió un agónico alarido, mientras la corriente de fuego azul le recorría el vientre. El olor a carne quemada y sangre de dragón llegó a las fosas nasales de Kellin.

—¡Hemos provocado la primera sangría! —rugió Crepúsculo con asombro.

—¡La batalla acaba de comenzar! —murmuró Kellin a modo de respuesta, y tendió una mano hacia la relumbrante lanza que llevaba sujeta a la silla de montar. El arma se soltó limpiamente y él la hizo girar.

—Es verdad —respondió Crepúsculo—, pero nunca antes nos hemos enfrentado con un dragón tan colosal. ¡Retirémonos ahora!

—¡No puedo hacer eso! —Pero, incluso mientras hablaba, se dio cuenta, con una sensación descorazonadora, de que había subestimado al Rojo. El enorme dragón volvió a estar sobre él casi antes de que se diera cuenta, y sus poderosas alas desviaron la punta de la lanza antes de que hubiese tenido tiempo de aferrarla correctamente.

Con un poderoso crujido, la lanza que había llevado desde la época del alcázar de las Tormentas, se partió en dos y le fue arrebatada de las manos. La muñeca se le fracturó, al tiempo que el dolor y la furia lo inundaban por completo.

¡Su mejor medio para luchar contra la bestia, destruido! Un gruñido de Crepúsculo lo puso sobre aviso.

La hembra Azul giró para evitar otro ataque, para eludir las lacerantes zarpas del colosal Dragón Rojo, y aulló de dolor cuando una de las gigantescas garras le hendió un flanco y le abrió una inmensa herida desde la base del cuello hasta la mitad del costillar. La sangre manó en abundancia y una lluvia de escamas se precipitó hacia el suelo.

La cólera de Kellin arreció. ¡Una herida semejante no quedaría sin castigo! Cuando inclinó el cuello vio que la velocidad del picado del Rojo lo había llevado mucho más allá de donde estaban ellos, y que la maniobra de la hembra Azul los había sacado de debajo del dragón atacante. Con otro gran batir de las alas color zafiro, ambos escaparon de la sombra del monstruo para salir, una vez más, a la brillante luz del sol.

Kellin, que había olvidado su propia lesión, espoleó a Crepúsculo para que volara a más velocidad aún, a la vez que le decía palabras de aliento. Sin embargo, al mismo tiempo había una voz a la que él raras veces prestaba atención —la parte del hombre que conocía el miedo—, que le susurraba que debía abandonar toda esperanza. El Rojo estaba jugando con ellos y sólo recompensaría el valor de ambos con una muerte despreciable.

—¿De qué va a servir que nosotros muramos aquí y ahora, Kellin? —gritó Crepúsculo, como si le leyera el pensamiento.

—A veces, morir es la mejor elección, amiga mía. —No tenía miedo de morir en batalla, ya que los años de experiencia en el combate lo habían preparado para ello, pero ¡por el Abismo que hallaría una forma de hacer que aquel monstruo pagara por su condenada arrogancia! Aferró con más fuerza el puño de la espada e intentó recuperar sus fuerzas.

—¡Arriba! —gritó Kellin por encima del rugido del viento—. ¡Pon un poco de distancia entre nosotros! —El caballero se puso a golpear el cuello de su montura, para lo cual se inclinó sobre la silla. Crepúsculo profirió un gruñido bajo; pero, siempre leal, batió salvajemente las alas como le habían ordenado. Poco a poco, las crestas blancas que se formaban en la orilla del océano Turbulento comenzaron a quedar atrás y se confundieron en la niebla salada que flotaba sobre las aguas.

Pasados algunos momentos, Kellin se atrevió a mirar por encima de un hombro. El Rojo había desplegado de par en par sus alas para oponer resistencia al aire y aminorar la velocidad del picado. En el momento en que el gigantesco dragón recobró la horizontal, curvó el cuello hacia lo alto y comenzó a ascender por el cielo para atrapar a su presa.

Kellin imprecó. Las nubes parecían hallarse a una distancia enorme. Dedicó un momento a flexionar la mano derecha, pero los dedos se negaron a moverse y por el brazo le ascendieron tremendas punzadas de dolor. Bajó la ceñuda mirada para examinarse la lesión. Con unas cuantas lazadas y un nudo diestramente torneado, ató las riendas en torno a la muñeca fracturada, de modo que quedó sujeto a Crepúsculo.

Con la mano libre sacó el espadón que le habían entregado el día en que fue nombrado caballero, hacía mucho tiempo. Era la última de sus insignias, el último recordatorio de su fe y de los amigos perdidos. Se llevó la hoja a los labios y recitó unas palabras de honor a la memoria de sus camaradas caídos.

—Si alguna vez acertaste en tu blanco —le susurró al arma—, hazlo también ahora.

El dragón que los perseguía volvió a rugir, esta vez ya muy cerca de ellos. El sonido fue una fuerza tangible que arrolló a Kellin y lo dejó casi sordo, a pesar del casco que le cubría la cabeza.

Kellin se volvió con rapidez y miró por encima del hombro. El Rojo era increíblemente grande y se les acercaba más con cada batir de sus colosales alas. El veterano jinete luchó contra otra ola de miedo. Sabía que en menos de un minuto el monstruo los calcinaría con su ardiente aliento. Ninguno de los dos podría sobrevivir a algo semejante.

El Rojo abrió su monstruosa boca, y un ominoso brillo relumbró en sus ojos de reptil cuando inspiró.

Y, de repente, Kellin y Crepúsculo se vieron envueltos en una intangible blancura.

El guerrero profirió un inesperado grito de júbilo en el momento en que su montura entró como un rayo en la masa de nubes. El Dragón Azul se inclinó bruscamente a la izquierda justo cuando un torrente de llamas entraba en la blancura. El cruel fuego calcinó las escamas de la punta del ala de Crepúsculo, y el aire cobró vida con un sonido crepitante y chisporroteante cuando las llamas desaparecieron entre vapor de agua. El humo, acre, le escoció en la garganta a Kellin, pero éste luchó contra el ahogo e instó a Crepúsculo a que continuara ascendiendo de modo gradual.

—¡Por allí… a lo largo de la costa! —gritó, mareado. La cabeza le daba vueltas. Otra mirada atrás les mostró que el gigantesco Rojo había entrado en el velo de vapor, tras ellos, donde sus descomunales alas creaban grandes corrientes de aire que rasgaban las nubes y los dejaban al descubierto ante los voraces ojos del enemigo.

De repente, una corriente contraria, provocada por las alas gigantescas los golpeó con la fuerza de un huracán. Kellin le gritó algo a su montura; pero, a pesar de toda su fortaleza, Crepúsculo se halló impotente ante aquel vendaval.

Ambos giraron y giraron. Kellin apretó los dientes debido al dolor que le causaban las riendas que tiraban salvajemente de su muñeca fracturada, y Crepúsculo profirió un alarido cuando se retorció su flanco herido. Desorientados y aturdidos, comenzaron a caer, girando, hacia la picada superficie del mar que se extendía más abajo.

Kellin pudo ver que el Rojo viraba para volver a la carga. El caballero estaba apenas consciente, y el dolor de la muñeca le nublaba la vista con una niebla roja. A través de esta agonía, observó cómo la colosal bestia se lanzaba hacia ellos.

Vio al dragón extender las garras hacia adelante y, luego, plegar las alas hacia atrás. Cosa absurda, le vino a la mente la imagen de un halcón lanzándose sobre un gorrión diminuto. Lo acometió el olor sulfuroso del Rojo. Las crueles garras podían alcanzarlos en cuestión de segundos.

Crepúsculo profirió un gruñido de frustración. Kellin sintió que el valiente Dragón Azul luchaba para remontar el vuelo, y la cólera colmó al guerrero de fuerzas renovadas. Con un alarido, Kellin alzó la espada trazando un arco a través del aire cargado de humo, y de la hoja se desprendió una lluvia de chispas, siseantes, que dejó una estela tras de ella.

Justo cuando una zarpa gigantesca comenzaba a cerrarse sobre Crepúsculo, la hoja penetró a través de las escamas del Dragón Rojo y hendió su cuerpo. Una ola de ondulante fuego salió del arma. Kellin volvió a percibir el olor a carne quemada del monstruo y se permitió experimentar un instante de exhausto orgullo. Sin embargo, no oyó ningún grito del Dragón Rojo. El caballero gimió al darse cuenta de que la criatura ni siquiera había advertido el golpe, y la espada se le cayó de las manos, impotente y abandonada.

Crepúsculo se volvió a mirar a su jinete, con los ojos entrecerrados de dolor y furia.

—¡Basta! —Con estas palabras, alzó una afilada garra y cortó las riendas que mantenían a Kellin atado a ella. Un gemido de incredulidad escapó de los labios del caballero cuando cayó del lomo del dragón al vacío.

El tiempo pareció detenerse de manera increíble. Mientras se precipitaba, le pareció ver que el Rojo cerraba su presa en torno al sangrante Dragón Azul y que, a continuación, estrujaba a su amada Crepúsculo hasta exprimirle la vida.

Creyó ver —no podía afirmarlo con seguridad—, tenues hilos de rielante luz azul que se elevaban con lentitud del laxo cuerpo de Crepúsculo y, luego, como movidos por la fuerza de voluntad del Dragón Rojo, iban a rodear al gigante como si fueran un aura. Pasado un interminable momento, el último rayo de resplandor fue absorbido por las escamas carmesíes.

Mientras giraba por el aire, Kellin vio una fugaz imagen de la bestia roja que alzaba el cuello hacia el cielo mientras sus garras se abrían para soltar a Crepúsculo y, a continuación, oyó un rugido triunfal. ¿Era que el dolor le estaba jugando malas pasadas a su mente, se preguntó Kellin, o se debía a la vertiginosa velocidad de su caída? Pero no. Todo cuanto quedaba de su montura Azul era un pellejo seco que entonces giraba hacia él y cuyas escamas se desprendían como hojas arrancadas de una rama. La carne caía a pedazos y dejaba a la vista huesos amarillentos.

Una lágrima le rodó por la mejilla mientras el viento le zumbaba en los oídos. En sus últimos momentos, su amiga de toda una vida había despreciado su estupidez.

Las agitadas aguas del océano Turbulento se alzaron para recibirlo. Kellin tuvo una última visión de la irregular línea costera con las montañas Khalkist al fondo. Una tierra por la que merecía la pena luchar.

—Gran reina, protégelos —murmuró en el momento en que las picadas aguas abrazaron su cuerpo roto.

***

La arena tenía un tacto tibio y rasposo sobre su rostro magullado. El tremendo golpeteo que sentía dentro del cráneo hacía de acompañamiento al doloroso latir de la muñeca fracturada.

Kellin alzó la cabeza y fijó los asombrados ojos en su espada. La hoja de ésta se encontraba profundamente clavada en el arenoso suelo, erguida como si marcara la tumba de un digno guerrero. La calavera que adornaba la cimera de los caballeros negros lo miraba desafiante, como si lo retara a creer lo inimaginable.

—Gran reina… —jadeó mientras tendía una mano temblorosa para tocar la brillante arma. La arrancó de la arena con delicadeza y contempló la hoja con incredulidad.

Grabadas en negro en la mojada hoja, estaba la palabra «Protégelos».

Con la espada aún aferrada en la mano, Kellin se puso trabajosamente de pie y alzó la cabeza hacia el cielo. Por la posición del sol, daba la impresión de que no había pasado ni un instante desde que él había caído del lomo de Crepúsculo.

Tragó con dificultad al invadirlo la culpa por el recuerdo de su compañera que, debido a su propia ansia de muerte gloriosa, se había convertido en la primera baja de esta extraña y nueva guerra. Se sujetó con cuidado la muñeca fracturada y, al alzar la vista, vio al monstruo Rojo que había matado a Crepúsculo.

Algo atrajo la mirada del guerrero, una silueta se dibujó en las nubes detrás del Rojo…, otro dragón de su mismo tamaño. Un destello de color esmeralda que brilló en el sol veraniego le dijo que el recién llegado era de color verde.

En un abrir y cerrar de ojos el Verde cayó sobre su presa, y Kellin supo que se había aprovechado de la distracción del Rojo con Crepúsculo para maniobrar y colocarse en posición. Con gritos de desafío, los dos dragones se enroscaron el uno alrededor del otro en una feroz batalla aérea. Por un instante, Kellin sintió ganas de gritarle palabras de aliento al dragón de color esmeralda, pero luego bajó la mirada hacia la espada que aún tenía en la mano y supo lo que debía hacer.

Debía dirigirse al sur, hacia Neraka, para advertir a los caballeros con respecto a aquel monstruo sin precedentes. Hizo una mueca al pensar que los condenados caballeros solámnicos, con sus historias de dragones gigantescos, habían tenido razón: se avecinaban tiempos oscuros para todos los hombres, elfos y enanos. Al igual que sucedió con la guerra contra Caos, sería un enemigo que requeriría una alianza entre todas las razas, entre todos los caballeros. Sonrió con tristeza. También Crepúsculo había tenido razón, pues entonces, él tenía que regresar junto a los caballeros.

En cuanto ese pensamiento tomó forma, el corazón se le alegró a causa de la comprensión. ¡De alguna manera, Crepúsculo lo sabía! Cortar la rienda había sido la única manera de salvarlo de las mortales fauces del dragón, la única forma de poner aquello en conocimiento del mundo para darle la oportunidad de defenderse. Humillado, Kellin cerró los ojos. El honor del sacrificio de la hembra de dragón lo avergonzaba.

Kellin volvió a alzar los ojos hacia el cielo, donde las dos descomunales bestias continuaban batallando. Sentía dolor al estar de pie, y el primer paso le resultó penoso. Tropezó y cayó, se levantó y miró por última vez a los colosales dragones que no hacían el más mínimo caso de aquella motita que se encontraba en el suelo.

—Debo contárselo al mundo —se dijo el Caballero de Takhisis al comenzar el largo viaje de retorno.