El precio
[Robyn McGrew]
Dariot encontró el campamento de los Caballeros de Takhisis en el exterior de la ciudad. Se acercó con cautela, y advirtió con profundo desagrado el lirio de la muerte que blasonaba el negro pabellón de la comandancia. Los dos caballeros que guardaban la entrada lo observaron con expresión desconfiada cuando se acercó.
—Deteneos e identificaos —le gritó uno de ellos.
Tras avanzar dos pasos más, Dariot se detuvo justo fuera del alcance de los caballeros. El hombre que le había ordenado detenerse parecía tener, como mínimo, cinco años menos que el Caballero de Solamnia, y era su opuesto en casi todos los aspectos posibles. Se trataba de un tipo rubio, achaparrado, con ojos de color gris claro que contrastaban con los oscuros iris de Dariot y sus cabellos casi negros.
El recién llegado recorrió con la mirada el campamento que estaban levantando, que se veía pulcro y ordenado y daba cabida a aproximadamente doscientos caballeros con sus brutales infantes. Los músculos del estómago de Dariot se tensaron y anudaron. Él estaba solo, por desgracia. Tras adoptar un aire de confianza que estaba lejos de sentir, se dirigió a uno de los guardias.
—Le llevaréis el mensaje a vuestro comandante de que Dariot Torson, Caballero de la Espada, está dispuesto a hablar con él.
El caballero negro le hizo un gesto al otro guardia, sin apartar los ojos de Dariot. El segundo desapareció a través de las cortinas de la puerta del pabellón.
Un momento más tarde apareció un caballero canoso que tenía más o menos la misma edad que Dariot. Con una rápida mirada general, el comandante reparó en las cicatrices de cortes de espada que se veían en los brazos, y en la musculatura, del guerrero sutilmente alterada por el entrenamiento.
—Soy el caballero comandante Reginald Asterlain. ¿Qué puedo hacer por vos, señor caballero?
Los tensos músculos de los hombros de Dariot se relajaron un poco al oír el tono respetuoso con que hablaba el hombre.
—He venido a negociar.
Una de las cejas del comandante se alzó en señal de evidente sorpresa.
—La aldea ya es nuestra. Vos sois un solo caballero y no podéis abrigar ninguna esperanza de defenderlo contra todos nosotros.
—Lo haré si me veo obligado a ello —replicó Dariot—. No obstante, propongo algo más razonable.
El oficial sonrió con aire de escepticismo.
—¿Y qué proponéis?
—Un combate de honor.
—¿A muerte? —inquirió el comandante, con interés.
Dariot sonrió a su vez y prosiguió con calma:
—Sólo si fuese necesario. Yo no arrebato ninguna vida, ni siquiera la de mi enemigo, por el placer de hacerlo.
—Establezcamos los términos, pues —dijo Reginald, tras asentir con la cabeza—. ¿Me dais vuestra palabra de que no intentaréis impedir que cojamos las provisiones que necesitamos, en caso de que resultéis vencido?
—No puedo hablar por la gente del pueblo; pero, si vivo, no opondré ninguna resistencia. Y si sucede lo contrario y yo gano la lucha, dejaréis intactas a Prada y sus gentes. ¿Consentís en eso?
Aquellas tropas no estaban muriendo de inanición, sino que se limitaban a acaparar alimentos para hombres y caballos en previsión de la prolongada batalla que se avecinaba, por temor a que las líneas de abastecimiento pudieran ser cortadas. Si hubiesen estado desesperadas —tanto como lo estaban las gentes de Prada tras un verano de sequía—, jamás habrían consentido en que se celebrara aquel duelo, por caballeresco que fuese.
—Consideraremos esto como una prueba entre nuestros dos dioses. Estoy de acuerdo con los términos. —Reginald se volvió a mirar al caballero rubio de la entrada—. Sir Merek, vos siempre habéis estado deseando una oportunidad para demostrar vuestra lealtad a la Reina Oscura, Takhisis. Ésta parece una buena ocasión.
—Sí, señor —replicó el joven caballero—. Gracias, señor.
Por orden de sir Reginald, se trazó un círculo en la hierba amarillenta que crecía junto al camino, y los Caballeros de Takhisis formaron como guardia de honor en el perímetro.
Luego entraron ambos caballeros, presentaron armas al comandante y se saludaron entre sí.
—¡Por Takhisis! —gritó sir Merek.
—Por Paladine —dijo sir Dariot, y comenzó el combate.
Merek puso a prueba la defensa de Dariot con una estocada que el otro esquivó apartándose a un lado sin dificultad. Dariot replicó con un golpe lateral a las costillas del caballero negro. Merek giró con la esperanza de lograr que su adversario se adelantara en exceso, pero éste cambió el ataque y lanzó una estocada corta a un brazo de Merek. El caballero negro se apartó, aunque no lo suficiente, y la brillante hoja plateada hendió la parte superior de la mano derecha. Una luz dorada se esparció en torno a la punta de la espada sacra, bendecida por Paladine, en protesta por el contacto con una persona consagrada a la Reina de la Oscuridad. El olor a carne quemada colmó el aire, y Merek retiró con brusquedad la mano, cruzada entonces por una marca roja que iba desde el pulgar a la muñeca. El joven caballero apretó las mandíbulas mientras se esforzaba por controlar el dolor, y retrocedió un paso. Dariot aprovechó aquella ventaja y lanzó una estocada baja.
Las espadas se encontraron en una lluvia de chispas y un restallar de trueno. La espada del caballero negro estaba bendecida por Takhisis y la energía negra chocó con la dorada: la conmoción hizo perder el equilibrio a ambos caballeros. Merek fue el primero en recuperarlo y arremetió con un vigoroso ataque ante el cual Dariot alzó su arma para protegerse. Las espadas volvieron a encontrarse, y el Caballero de Solamnia sintió una vez más que lo recorría una descarga energética, como si lo alcanzara un rayo. Se sintió aturdido y deslumbrado, y usó sus últimas fuerzas para lanzarle una estocada a Merek. El hombre más joven logró apenas parar el golpe y el encuentro de las espadas sacras, cada una consagrada a un dios contrario, hizo brillar el rayo una vez más y el aire crepitó entre ellas.
Dariot se desplomó mientras la mente le ardía a causa del esfuerzo que debía realizar para permanecer consciente. El rostro borroso de sir Reginald apareció ante él en el campo visual que se desvanecía.
—Habéis luchado con valentía, señor caballero. No tan bien como para ganar, pero tampoco sir Merek ha obtenido una victoria clara. Le cedo, por tanto, un tercio de la cosecha a vuestra gente. Dependerá de vosotros racionarla.
Dariot intentó levantarse, continuar luchando, pero las tinieblas se cerraron sobre él y no supo nada más.
***
Los primeros vientos del otoño golpeaban el rostro de Dariot como una fría bofetada y le hacían arder la piel. A sus pies, en la sepultura recién cavada, Eloísa daba mudo testimonio del fracaso del caballero. Dos lunas después del combate de honor, aquella dulce mujer se había convertido en la primera víctima de la escasez de alimentos. Dariot aguardó en respetuoso silencio mientras la hermana Lissa pronunciaba la bendición final.
—Que Paladine te guíe, te mantenga en sus caminos y te conceda el descanso eterno.
Dariot se sacudió la tierra de la sepultura de las palmas y rodillas antes de tenderle una mano a la anciana sacerdotisa de Paladine, y la hermana Lissa rodeó con sus manos arrugadas la vigorosa de él. Ninguno de los dos habló mientras el caballero ayudaba a la anciana a ascender el inclinado camino.
Ella retuvo el brazo del caballero y lo miró con unos ojos, de color azul claro, que la preocupación entrecerraba.
—Dariot, no debes culparte por la muerte de Eloísa. Ni todo un escuadrón de caballeros podría haber impedido que el ejército de la Reina Oscura se llevara lo que quería. Tú hiciste todo lo que podías y casi mueres por ello.
Él sacudió la cabeza para manifestar su desacuerdo, pero no dijo nada. Su derrota se había convertido en tema de disputa entre ellos. Él había fracasado y Eloísa estaba muerta, pero se lo compensaría salvando a los demás.
Lissa le apretó más aún el brazo.
—Conozco esa expresión. ¿Qué estás planeando?
Ya habían entrado en la pequeña aldea de casas con techo de paja, antes de que él respondiera.
—He estado pensando que los caballeros no se llevaron las provisiones al partir, ya que marchaban ligeros y con rapidez. Tienen que haber dejado las reservas de comida escondidas cerca de aquí. Regresarán a buscarlas, y yo planeo encontrarlas antes de que vuelvan.
—¿Tú solo? —Ella se mostró espantada—. Pero, habrá guardias…
—No estaré solo —respondió él—. Paladine me acompaña.
En lo más oscuro de la noche, mientras trabajaba en silencio, Dariot estudió la armadura de cuero que descansaba sobre su cama pulcramente hecha. Se la había puesto el día en que luchó con el caballero negro, y no había vuelto a llevarla desde entonces, porque se sentía indigno de ella. Se la colocó y ajustó los cordones de los laterales, tras lo cual lustró con cuidado la rosa y el martín pescador que lucía en el peto.
Sobre la almohada descansaba la espada sacra de Dariot, aún manchada con la sangre de aquéllos a los que se había visto obligado a matar. La aflicción que le había causado el haber acabado con la vida de quienes eran demasiado jóvenes para morir, había estado a punto de costarle el alma. Casi había renunciado a militar en su Orden, abjurado del Código y negado la Medida. Su caballero comandante lo había persuadido de emprender una búsqueda sagrada para intentar recuperar la fe, y Dariot había viajado hasta la aldea de Prada, donde conoció a la hermana Lissa, la cual lo ayudó a recobrarla en su dios y en sí mismo, cosa que probablemente era lo que pretendía su comandante. En ese momento, él correspondería a Lissa por la ayuda que le había prestado.
Recorrió con la mirada su pequeña celda para asegurarse de que todo estaba pulcro y ordenado, sólo por si acaso. De un soplo extinguió la única vela que había y sumió la habitación en tinieblas. Cuando se le adaptaron los ojos a la falta de luz, se deslizó al exterior.
***
Merek despertó en la oscuridad inmediatamente anterior al alba y profirió un ahogado grito de miedo. Tenía el cuerpo empapado de sudor y la mente le ardía, llena de imágenes: un escuadrón de caballeros bajo el mando de su primo, Tedren, la emboscada que les costaba la vida a todos menos a ellos dos, el arresto, el juicio y la ejecución de su primo. Luego su propio interrogatorio ante el caballero comandante, seguido por un Caballero de la Espina que agitaba un fétido incensario ante él. Las imágenes del mundo se habían alejado y se encontró cara a cara con su reina.
Lo que recordaba con mayor intensidad era el tormento que le causó la cólera de la reina, y cómo le había vuelto a jurar su lealtad imperecedera. Ella había aceptado aquel juramento, pero Merek sabía que su situación era delicada. Había pensado que demostraría que era digno de ella en la campaña que se avecinaba, pero el entrometido caballero solámnico se lo había impedido. El comandante lo había dejado atrás para que se «recuperara» de las heridas, que eran menores, pero Merek conocía la verdadera razón de que lo hubiesen dejado fuera de juego cuando los otros marchaban hacia la gloria. No había logrado derrotar a sir Dariot en el combate de honor, y sir Reginald ya no confiaba en él. Sir Reginald consideraba que a Merek le faltaba fe y, por tanto, no contaba con el favor de su majestad.
Ya incapaz de dormir, Merek bajó las piernas por un lado del improvisado lecho y buscó el pedernal que yacía sobre el cajón que tenía junto a sí. Cuando lo encontró, encendió un cabo de vela cuya llama reveló pocos detalles del vasto interior de la cueva. Encima del cajón había, meticulosamente doblados, unas calzas de cuero con un justillo de piel, negro, tachonado de acero, a juego. Merek se puso las calzas y unas botas hasta la rodilla, recogió el justillo y se lo echó sobre un brazo. A continuación, cogió el cinturón de la espada y estiró la ropa de cama. Luego se alejó hacia la oscuridad de la noche.
En la tonalidad grisácea previa a la luz del alba, Dariot avanzaba por la ladera de la montaña que dominaba la aldea. Los árboles, desnudos, guardianes silenciosos, se encontraban dispuestos en círculo alrededor de la losa de granito que él usaba como altar. Hojas de roble ya marchitas y doradas cubrían un suelo que estaba húmedo a causa de la primera nevada. Las hojas rodeaban el altar como una alfombra gastada. Cuando entró en el círculo, su presencia acalló el canto de un gorrión solitario. Dariot desenvainó la espada y la depositó sobre el altar, tras lo cual se arrodilló y cayó sobre el frío suelo.
—Señor Paladine, mi señor, por favor vuelve tu rostro hacia mí una vez más. Sé que te he fallado. —Las mandíbulas de Dariot se contrajeron de vergüenza ante el recuerdo de la derrota, y se le formaron lágrimas que le escocieron los ojos y la nariz. Contuvo el llano y se obligó a continuar—. Señor, por favor… no castigues al pueblo por mi debilidad. No me abandones mientras busco la comida que nos arrebataron los caballeros de la Reina Oscura. Muéstrame dónde buscar. Guíame, señor. ¡Rompe tu silencio de estas últimas dos lunas, te lo suplico!
Dariot alzó la cabeza y buscó en el cielo algún signo que indicase que Paladine había oído su plegaria y la respondería. La antigua constelación del Dragón de Platino había desaparecido, pero un destello diminuto brilló desde las colinas que se hallaban al otro lado del barranco, colinas en las que había muchas cuevas. Cuevas con capacidad suficiente para almacenar comida. Con la esperanza de que no hubiera sido cosa de su imaginación, Dariot observó durante largo rato, pero no vio nada.
Nada. Sólo el contorno de las lomas Silueteado contra el sol naciente. ¿Era posible que aquello estuviese destinado a poner a prueba su fe, como había sugerido la hermana Lissa? De ser así, no fallaría. Dariot inclinó la cabeza y aferró el puño de la espada hasta que se le clavó en la mano.
—¡Gracias, señor! No volveré a fracasar.
***
A pesar de la fría brisa otoñal, el pecho de Merek estaba cubierto por una película de sudor cuando acabó con los ejercicios diarios de esgrima. Aquel entrenamiento matinal había contribuido a restablecer su bienestar. Se complacía con el frescor del aire que le llenaba los pulmones cuando adoptaba la pauta de inspiraciones profundas propia de la gimnasia. Disfrutaba con la forma en que el sol naciente destellaba en su espada. El ardor de los músculos le indicaba que se había esforzado al máximo y, tal vez hoy, su señora se dignaría hablarle otra vez. Las agujas de pino crujieron y se desparramaron cuando él arrojó la hoja al suelo, para luego arrodillarse ante ella.
—Gran reina, sólo busco complacerte. Concédeme una vez más la guía de la visión y el conocimiento de que cumplo con tu voluntad. Dame la oportunidad de demostrarte mi lealtad.
No hubo respuesta. No se oyó ni un sonido, excepto el murmullo del viento en los árboles.
—¡Señora, concédeme la oportunidad de redimirme! —Permaneció arrodillado ante la espada sacra y aguardó una respuesta, como lo había hecho cada día durante varias semanas. Al principio, se había designado a tres caballeros para que guardaran el almacén de provisiones. Sir Jankin se había marchado dos semanas antes, cuando una gran oscuridad borró las estrellas del cielo y conmocionó al mundo hasta sus fundamentos. Sir Jonathon había partido cuando la nueva luna apareció en el cielo junto con una estrella roja. Merek había decidido quedarse. Esta vez, el comandante no tendría ninguna razón para dudar de su lealtad. Guardaría los suministros hasta nueva orden.
***
Cuando se desvaneció la tonalidad dorada del alba, Dariot emprendió el camino de ascenso por el flanco del barranco y halló los restos de un camino apresuradamente abierto. El paso de muchos pies había compactado la superficie hasta dejarla dura como la roca, y una gran parte del sendero se encontraba cubierto de pifias y hojas. De los lados toscamente cortados de la senda, sobresalían raíces de árboles que asomaban a la luz del día como si aún buscasen el nutriente suelo que las había alimentado en un pasado reciente. Observó que en el suelo había unas ranuras someras dejadas por ruedas de carros y recordó los transportes de provisiones que habían salido de la aldea, cargados con las reservas de alimentos de sus habitantes. Tenía que hallarse cerca del escondite, ya que debían de haber ocultado la comida en algún lugar de las colinas, donde habrían dejado hombres de guardia para luego continuar viaje. Eso había sucedido dos lunas antes, un ciclo de la roja y uno de la solitaria blanca. No obstante, no sabía cómo calcular el tiempo según aquella nueva luna única que entonces brillaba en el firmamento.
El camino conducía a la cima. El destello que había visto procedía de lo más alto de la cumbre que se elevaba ante él. Tal vez se trataba del reflejo de una armadura o espada, así que tendría que ser doblemente cauteloso si deseaba coronar su misión con éxito. Dariot volvió el rostro hacia el sol que ascendía por el cielo, se enjugó el sudor de la frente y comenzó el empinado ascenso por el sendero, aplastando piñas a su paso. A medio camino de la cúspide, la senda se ensanchó en un claro que conducía a la amplia boca de una cueva. Ante la entrada se veía una ordenada pila de leña y un hoyo para hacer fuego, en ese momento vacío. Dariot se tensó, pues no había esperado encontrar un campamento en terreno abierto. Los caballeros debían sentirse seguros de su capacidad para proteger el lugar, así que aumentó la cifra de guardias que había calculado en principio.
Dariot siguió el borde del camino, aprovechando la escasa cobertura de raíces colgantes y árboles que crecían a los lados. Se mantuvo muy alerta por si detectaba la presencia de algún guardia, pero no vio ni oyó a nadie. La boca de la cueva parecía desprovista de vigilancia. ¿Una trampa? Tal vez lo habían visto. Tras desenfundar la espada, avanzó muy poco a poco al tiempo que susurraba una plegaria.
—Santo Paladine, favorece mi pesquisa y concédeme la victoria.
Llegó a la entrada de la caverna, pero continuaba sin ver ni oír nada. Se acercó más e intentó atisbar el interior, aunque sólo halló oscuridad. Con osadía, Dariot entró y apoyó la espalda contra la pared.
No salió nadie a enfrentarse con él, y la duda hizo acto de presencia en la mente de Dariot. Tal vez los caballeros no habían dejado allí las provisiones, después de todo. No obstante, parecía que recientemente alguien había usado aquella cueva para cobijarse. De ser así, tal vez esa persona hubiera dejado tras de sí algo que Dariot pudiese usar para ayudar a los aldeanos. Con Ja espada dispuesta, se adentró aún más.
El aire era más tibio en el interior, que olía a tierra húmeda. Al no ver nada en la primera inspección, cerró los ojos para acelerar su adaptación a las tinieblas. Procedente de algún sitio delante de él, le llegaba el sonido de una corriente de agua subterránea. Cuando abrió los ojos, miró a su alrededor, y vio que la cueva era profunda y que el sol que entraba le proporcionaba luz escasa pero suficiente, ya que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra.
Primero, volvió la mirada hacia la derecha y, entonces, tras caer de rodillas, inclinó la cabeza con aire contrito.
—Oh, mi señor, ¿cómo he podido dudar de ti? —jadeó.
La cueva se adentraba en la oscuridad y se dividía en dos túneles. El más cercano contenía hileras de sacos llenos de grano, barriles de carne salada y otros alimentos. En el que se encontraba más allá habían almacenado correas de cuero, bastones y armas. A su izquierda, la cueva se abría en una improvisada zona de vivienda con un área de descanso provista de tres lechos y una mesa. En efecto, había encontrado uno de los almacenes de suministros de los caballeros.
—Gracias, señor. Has decidido ayudar a tu pueblo contra aquéllos que lo oprimen.
Dariot se puso de pie y avanzó para inspeccionar el saco de grano que tenía más cerca. Se encontraba vertical, con las ligaduras desatadas, y junto a él había una taza metálica. Sólo quedaba la mitad del contenido original. Podía llevarse ese saco al poblado en ese mismo momento. Al día siguiente reclutaría a los más fuertes de sus vecinos para transportar grano y provisiones suficientes para alimentar a la población hasta que pudieran construir un almacén para el resto de los alimentos. Se arrodilló y descansó la espada sobre la rodilla para poder atar las ligaduras del saco.
A sus espaldas se oyó el característico sonido del acero contra el cuero, y Dariot se interrumpió en mitad de un movimiento.
—Apartaos del grano.
La voz de barítono, aunque joven, poseía un tono vivo y autoritario que Dariot reconoció. Se incorporó y giró para encararse con sir Merek. El caballero negro se encontraba de pie, con la espada lista, e iba vestido con un sencillo traje de cuero que lucía el lirio de la muerte labrado en el pecho del justillo. Su aspecto era más joven de lo que recordaba Dariot.
—¡Mi gente está muriendo de hambre! ¡Dejadme paso! —ordenó Dariot.
Merek desplazó la espada de la posición de guardia a la de ataque, y permaneció donde estaba.
—No me provoquéis, porque esta vez no sobreviviréis al combate.
Dariot avanzó mientras continuaba aferrando el saco de grano medio lleno, precedido por su espada en alto. Merek dejó caer los hombros y se puso en guardia. Dariot fingió lanzar un tajo contra el hombro izquierdo del caballero negro, y Merek desvió al golpe hacia fuera. El metal chocó sonoramente contra el metal y su eco recorrió los oscuros rincones de la cueva. Una estocada oblicua siguió con fuerza a la primera, de prueba, Merek la paró con una finta, y las dos espadas sacras se encontraron. Chispas y limaduras metálicas cayeron como fina lluvia, mientras Dariot se preparaba para la conmoción del relámpago de energía resultante de la cólera de los dos dioses enfrentados.
Pero las chispas cayeron al suelo y se apagaron. Sobresaltado, Merek se quedó mirando su arma. Dariot aprovechó la ventaja para lanzar una estocada, haciendo girar su espada en una maniobra destinada a desarmar a su oponente. El caballero negro se desplazó de lado para esquivar el golpe, pero era ya demasiado tarde. La hoja de metal negro chirrió contra la plateada, y la espada de Merek se deslizó por la hoja de la de Dariot y cayó dentro del saco, lo que hizo caer una lluvia de grano al suelo. Furioso por aquel desperdicio del precioso grano, Dariot apartó del saco, de un manotón, la espada del caballero negro.
Al darse cuenta de lo que había hecho, Dariot se miró la mano. Aparte de un corte en los dedos, la tenía entera y sana. Acababa de tocar la hoja maldita y no había pagado el precio de ello. ¿Por qué?
Dariot colocó el saco de grano sobre el suelo de la caverna. Conocía la respuesta a esa pregunta: había perdido la bendición de su señor. Cayó sobre una rodilla, preparado para enfrentarse con una muerte honorable. Al alzar la cabeza, vio que Merek se arrodillaba ante él.
Las mandíbulas de Merek estaban apretadas, como si luchara consigo mismo para recobrar el control.
—Existe sólo una explicación para que suceda algo así.
—Sí, caballero —replicó Dariot—. Significa que he perdido la bendición de mi señor.
—Estáis equivocado, sir Dariot —declaró Merek al tiempo que entrecerraba los ojos—. Yo soy quien se ha extraviado.
Dariot meditó la declaración del otro.
—Caballero, dado que ambos creemos haber incurrido en falta, existe una sola solución honorable.
—Estoy de acuerdo.
Ambos se pusieron de pie y retrocedieron un paso, tras lo cual alzaron las espadas hasta la posición de saludo.
—A muerte —declaró Dariot.
—A muerte —asintió Merek.
Las espadas cambiaron a la posición en guardia, y la contienda volvió a comenzar. Esta vez Merek se saltó los golpes de prueba y lanzó una agresiva estocada con los brazos estirados, dirigida al corazón de Dariot. El Caballero de Solamnia giró a un lado, y desvió la arremetida y contraatacó con un golpe ascendente de la empuñadura hacia la mandíbula desprotegida del joven, para retirarse luego a una posición defensiva. Merek le lanzó un golpe horizontal, y la parte media y semiembotada de la espada cortó el justillo de cuero de Dariot y le raspó la piel sobre las costillas. Ambos hombres retrocedieron para evaluar los daños sufridos.
Merek movió la mandíbula y se enjugó la sangre de la boca. Dariot empleó la mano izquierda, libre, para comprobar los desperfectos del justillo y desplazar la tela de la blusa de modo que no se adhiriera a la herida. Asintió con la cabeza para manifestar su respeto por la habilidad del joven ya que, en las mismas circunstancias, pocos eran los caballeros capaces de responder con un golpe eficaz. Merek devolvió el saludo y se frotó el flanco derecho de la mandíbula, donde estaba ennegreciéndosele la piel.
Y reanudaron la lucha. La cueva resonaba con el metálico entrechocar de las espadas que raspaban y se estrellaban la una contra la otra. Dariot le asestó varios golpes rápidos y seguidos al caballero más joven, lo cual dejó una estela de cortes superficiales y unos pocos tajos profundos a lo largo de los brazos desprotegidos de éste, pero la fatiga comenzó a hacerse sentir en el brazo con que Dariot sujetaba la espada. Hacía mucho tiempo que no libraba una verdadera batalla, y acusaba los efectos de su dejadez.
Merek sangraba por sus muchas heridas, y también daba señales de cansancio. Era sólo cuestión de tiempo que uno de ellos cometiera un error fatal. El caballero negro, al ver una pequeña brecha en la defensa de su enemigo, lanzó una estocada contra el flanco desprotegido. Dariot intentó desplazarse de lado para esquivar el ataque, pero no fue lo bastante rápido: el arma de Merek se le clavó profundamente en la mano derecha. El Caballero de Solamnia hizo caso omiso del intenso dolor y usó la reducida distancia para su propia ventaja. Lanzó un tajo a los ojos de Merek y, aunque éste se echó atrás con bastante presteza, la sangre manó del corte que apareció sobre la ceja derecha del caballero más joven.
Dariot cambió la espada a la mano izquierda y encomendó su alma a Paladine, pues no podía continuar. Su oponente se enjugó los ojos para limpiarlos de sangre y, a continuación, se lanzó hacia adelante con la torpeza de la fatiga, y la espada estuvo a punto de salir despedida de sus manos. Debilitado por la pérdida de sangre y la prolongada lucha, Dariot cayó de rodillas al tiempo que Merek se desplomaba y quedaba tendido y jadeante. Ninguno de los dos podía continuar el combate.
—¿Qué significa esto? —La voz del caballero negro era apenas un susurro.
—Tal vez sean ciertos los rumores —respondió Dariot tras pensar durante un momento.
—¿Qué rumores? —Merek se esforzó hasta lograr sentarse—. Yo no he oído nada.
—Los rumores que dicen que los dioses…, todos los dioses…, han sido derrotados. Que se han marchado.
—Eso explicaría el comportamiento de las lunas —comentó Merek, tras meditarlo unos instantes—. La blanca se mueve de manera extraña, y la roja ha desaparecido.
Aquel pensamiento dejó a ambos caballeros atónitos y silenciosos.
«¿Cómo puedo vivir yo sin mi reina?», se preguntó Merek, con desesperación.
«¿Cómo puedo vivir sin mi señor para que me guíe y proteja? —se preguntó Dariot, acongojado—. ¿Y cómo podrá hacerlo mi gente?». El pensamiento de su gente y de cómo les afectaría la nueva situación, acabó con sus miedos. No podía pensar sólo en sí mismo. Su pueblo ya había sufrido mucho a causa de los caballeros negros y de las privaciones subsecuentes.
Al fin, Dariot se puso de pie con gestos cansados; le dolían todos los músculos y le escocía la herida. Tironeó del justillo para devolverlo a su sitio, y avanzó hacia la entrada de la cueva. El sol estaba a medio camino del cénit y, entonces, advirtió que incluso dicho astro tenía un aspecto extraño y diferente.
Merek se reunió con él, y ambos se quedaron contemplando el camino que descendía por la ladera.
—Tal vez… —dudó—, tal vez deberíamos descansar y reanudar la lucha…
—¿Para qué serviría? —inquirió Dariot con brusquedad.
—Bueno, entonces, ¿adónde podemos ir? —quiso saber Merek.
—Continuaremos adelante, sencillamente porque no podemos volver atrás —replicó Dariot—. Por lo que a mí respecta, eso significa cuidar de los habitantes de Prada. Sus vidas nunca han sido fáciles; pero, ahora, con… —Se le hacía difícil asimilar la idea, pero se obligó a proseguir—. Ahora, con los dioses fuera de nuestro alcance, mi gente tendrá que aprender a depender de sí misma y de los demás. Supongo que lo mismo sucederá en todas partes: las personas tendrán que unirse para sobrevivir.
La respiración de Merek se aceleró, y el caballero negro sacudió la cabeza.
—He sido caballero al servicio de mi reina desde que tengo quince años —dijo.
Dariot miró entonces al joven. A pesar de que en realidad acababa de conocer a Merek, ya sentía un cierto respeto hacia él y podía imaginar la confusión que lo agitaba. Él, que estaba unido a una ciudad y su sacerdotisa, aún tenía una misión en la vida, pero ¿qué tenía Merek? Como Caballero de Takhisis, su propósito había sido servir a la Reina Oscura mediante las armas; pero, puesto que la reina se había marchado, el joven no tenía adónde ir. Dariot iba a posar una mano compasiva sobre un hombro del joven, pero se contuvo. A Merek no le gustaría una demostración semejante. Si Dariot quería ayudarlo, debía apelar al sentido del honor del caballero. La batalla que libraba en ese momento era de una índole muy distinta: luchaba por el alma de un hombre. Porque sin duda los seres humanos aún tenían alma, a pesar de que los dioses no estuvieran allí para juzgarla.
Tras escoger las palabras con sumo cuidado, Dariot lanzó su primer ataque.
—Sir Merek, necesito vuestra ayuda.
—Llevaos cuanto necesitéis —replicó Merek con amargura, al tiempo que abarcaba con un gesto de la mano los oscuros rincones de la cueva.
—No me refería a eso. Me refería a que necesito vuestra ayuda.
El caballero clavó la mirada en Dariot, que se movió con incomodidad ante la intensidad de la misma.
—¿En qué sentido? —exigió saber con aspereza.
—Necesito que me aconsejéis sobre la mejor manera de guiar a mi pueblo. —Dariot podía arreglárselas por su cuenta, pero Merek necesitaba un sitio al que dar el nombre de hogar, y un segundo punto de vista no podía causar ningún daño. El entrenamiento del caballero podría resultarle útil, en particular si la gente necesitaba defenderse por sí misma contra cualquier enemigo nuevo que pudiese surgir en aquel mundo.
El atisbo de sonrisa que asomó en los labios de Merek delató las esperanzas que nacían en él.
—¿Creéis que vuestra gente me aceptará? No tengo intención de negar quién soy.
—No esperaba nada semejante de vos. Podemos decirles que nosotros dos hemos llegado a un acuerdo.
—No pienso mentir —replicó Merek al tiempo que se endurecía su expresión.
—No necesitaréis hacerlo. Ahora, según lo veo yo, las provisiones que hay en la cueva son vuestras. Os las habéis ganado al quedaros en vuestro puesto. Depende de vos decidir qué hacer con ellas. Como ya sabéis, no puede haber ningún honor en la abundancia mientras otros pasan hambre. ¿Estáis de acuerdo conmigo en esto y me acompañaréis a Prada?
—¿Y qué me decís de la sacerdotisa? —inquirió Merek—. Ella no me aceptará.
—La subestimáis. La hermana Lissa lo comprenderá.
Merek guardó silencio durante unos instantes y, cuando volvió a hablar su voz era suave.
—Tenéis razón cuando decís que no podemos volver al pasado, que debemos construir nuestro propio futuro. Me quedaré con vos hasta que se derrita la nieve del invierno. Durante ese tiempo os proporcionaré provisiones y consejo.
—¿Y luego?
—Llegado el momento, ya decidiré qué camino he de tomar. ¿Satisface esto vuestras necesidades para alcanzar un acuerdo?
—Desde luego.
—En ese caso, llevémosle el grano a vuestra gente.
—A nuestra gente —lo corrigió Dariot con suavidad.
Una parte de la tensión abandonó el rostro de Merek, y éste consiguió sonreír.
—Nuestra gente.