La respuesta a la magia

[Nancy V. Berberick]

Cuando desperté, poco antes del amanecer, me dolía la cabeza como si hubiese bebido demasiado vino, y tenía los ojos secos y ardientes como si se me hubieran secado las lágrimas a fuerza de llorar. No es que hubiese hecho ninguna de esas dos cosas, pero así me sentía. Había vuelto a tener aquel sueño, el sueño colmado de magia en el que todo cuanto ansiaba me llamaba con palabras susurradas que era incapaz de comprender, con luces brillantes que podía ver pero no tocar.

Me latía la cabeza, y no me atrevía a abrir los párpados por miedo a que, incluso la más mortecina luz de las estrellas, aumentara el dolor. El recuerdo de un sonido me rondaba mientras yacía en la cama e intentaba dilucidar qué me había despertado. Contuve la respiración y aguardé hasta que volví a oírlo: unos golpecitos, quedos, en la ventana cercana a mi lecho.

Era demasiado temprano para que hubiese luz, razón por la cual no pude ver quién llamaba; pero lo reconocí por la silueta, ancha de hombros y algo más baja que la mía, y por la barba que le caía sobre el pecho. Era el Enano de las Colinas, Slean Brae, quien se encontraba de pie, entre los restos de hierba del jardín veraniego, situado bajo mi ventana, y que volvía a dar golpecitos en el cristal para despertarme. En el exterior, las estrellas flotaban en el cielo y brillaban con un débil resplandor. Era demasiado temprano para estar fuera, incluso tratándose de Slean, que era el primero de todos nosotros en levantarse y salir: tenía que avivar el fuego de la fragua, y le gustaban las horas tempranas y plácidas del amanecer. La vida de Slean no era ya tan tranquila como antes de que yo fuera a vivir a la casita de piedra que se alzaba en la periferia de su boscoso terreno, pero se resignaba con la paz que podía hallar.

Volvió a golpear el cristal y, entonces, salí con lentitud de la cama. Me sentía como si tuviera las extremidades de plomo y apenas pude levantar los pies a causa del tremendo cansancio provocado por el sueño de la noche. Aún me latía la cabeza cuando me envolví en la gruesa manta de lana que cubría mi lecho y, temblorosa a causa del frío en aquellas horas oscuras, atravesé la sala delantera donde tenía el taller en el que todo olía a las hierbas que cada día pasaban por mis manos. Incluso mi Libro Marrón, lleno de notas y recetas para preparar mis pociones, tisanas y ungüentos, huele de esa manera, como si el mismísimo espíritu de las hierbas sobre las que he escrito en él hubiese acudido a vivir entre sus páginas.

Le abrí la puerta a Slean y me aparté con rapidez de la fría ráfaga que penetró tras él. El rescoldo del fuego del hogar aún ardía un poco, así que le arrojé encima un manojo de juncos para reavivarlo, y encendí la lámpara de aceite que tenía sobre la mesa de trabajo. Bajo aquella luz, amarilla, vi que Slean me miraba con ojos fijos, atentos y penetrantes. No me hizo falta ningún espejo para contemplar mi rostro tal como él lo veía, ya que se reflejaba en sus ojos.

«¡Ah, esta muchacha! —estaría diciéndose—. Pálida y demacrada como si la persiguieran fantasmas…».

Me conocía lo bastante bien para saber qué había estado soñando. Y yo lo conocía lo bastante bien para saber qué pensaba. Ese conocimiento resultaba doloroso aquella mañana.

—¿Qué? —pregunté con voz crispada, deseosa de pasar por alto aquella mirada tan llena de viejas preguntas.

—Ha estado llamándote otra vez, ¿verdad, Leial?

Llamándome otra vez, una magia en la que la mayoría de la gente ni siquiera creía. Asentí con la cabeza, pues no era capaz de nada más. Sin embargo, la esperanza se encendió en los ojos de Slean a causa de la fe que tenía en mí. Era todo fe y esperanza. Eso no cambiaba nunca.

—¿Y? —inquirió con dulzura.

Me zumbaba la cabeza y el dolor hizo aflorar lágrimas a mis ojos. Me avergonzó darle la misma respuesta de siempre.

—Y yo no pude responder.

Me avergonzó, ya lo creo que sí. ¿De qué otra forma podía sentirme cuando me mostraban lo que necesitaba y no conseguía cogerlo?

Slean se dio cuenta de este sentimiento y dejó correr el asunto como lo había hecho tantas otras veces.

—Te necesitan en lo del tonelero —dijo—. ¿Irás?

No había dudado en ningún momento de cuál sería mi respuesta; pero, a pesar de todo, me la formulaba con respeto, como hacían siempre las gentes de Cour. Sentían gran cariño hacia su joven herbolaria, y me concedían el mismo trato con el que, en otros tiempos, distinguían a la verdadera sanadora, una de las antiguas que solían curar con la magia obtenida a cambio de una plegaria.

Pero ya se había acabado esa magia obtenida a cambio de una plegaria. Ya ni siquiera quedaba nadie a quien dirigir las oraciones con lo que uno deseaba, necesitaba o ansiaba. Los dioses se habían marchado de Krynn y aquellos antiguos días habían desaparecido con ellos, como bien sabía Slean, que los había vivido y en ese momento vivía en los actuales, los opuestos. Como bien sabía yo, que había nacido demasiado tarde para llegar a conocerlos.

—Slean —comencé mientras me estremecía y cerraba los ojos con fuerza para defenderme de los latidos de mi dolor de cabeza—, ¿qué sucede en casa de Tonelero? ¿Es la niña? —Hacía unos días que había tratado de unas fiebres a la hija menor de Yahn Tonelero. Esperaba que Slean no hubiese ido a buscarme porque la pequeña había empeorado.

—No se trata de la pequeña, esta vez no. Yahn dice que su hijo mayor se hizo daño en una mano, la noche pasada, cuando apilaba leña. En el momento pensaron que no era nada grave, pero ahora creen que se la ha roto. —Señaló la mesa de trabajo con un pulgar y preguntó si debía recoger mis hierbas.

Le respondí que sí y fui a vestirme. Lo llamé desde el dormitorio para preguntarle si podía decirme algo más sobre el chico y su mano herida. Contestó que no había mucho que decir, aparte de que tenía todos los dedos hinchados y lívidos y que no podía moverlos. «Una mano fracturada, desde luego», pensé mientras me ponía las botas. Cuando regresé a la sala de trabajo, cogí la capa gruesa que Slean me echó por el aire, encantada de hacer caso de su advertencia de que durante la noche había escarchado. Arrebujada y calentita, agarré el zurrón que había preparado Slean y no me molesté en comprobar lo que había metido en él. Tenía mucha práctica en hacer mi bolsa, pues los seis años pasados conmigo como su vecina más cercana se habían encargado de entrenarlo para ello.

—Márchate, y no pierdas tiempo en mirar hacia atrás —me apremió, al tiempo que me sacaba con prisas por la puerta—. Estaré aquí cuando regreses, para que puedas contarme cómo ha ido…

«Márchate, y no pierdas tiempo en mirar hacia atrás», es el tipo de frase que se le dice a alguien cuando se quiere que se dé toda la prisa del mundo. No obstante, volví la vista cuando llegué al recodo del camino que conduce a la aldea y vi que Slean había avivado el fuego de la chimenea, en la sala delantera. La luz del mismo era como una vela en la ventana de una casa donde moran personas que esperan que uno regrese pronto.

***

La aldea de Cour se encuentra acurrucada en un valle alargado, protegido de las inclemencias climáticas por altas colinas y regado por el río Alas Ligeras, una corriente pequeña que no es ni con mucho tan grandiosa como su nombre parece indicar. La parte más caudalosa se encuentra a unos ochocientos metros fuera del poblado en sí. Allí tenía Slean su casa de piedra y su fragua, en la cual se empleaba tanta agua como acero y fuego. Y allí vivía también yo, en la casita situada colina arriba con respecto a la suya, en la linde de la reserva forestal de su propiedad. No le pagaba alquiler ninguno, pero Slean decía que sí lo hacía, en especias, al proporcionarle ungüentos para los «mordiscos de la fragua», como llamaba él a las laceraciones y quemaduras que constituyen los gajes del oficio de herrero. Podría haberle pagado en moneda de acero ya que, como herbolaria de Cour, me ganaba bien la vida; no obstante, él se negaba a aceptarlo.

—En estos tiempos modernos yo también gano bastante —solía responder a cualquier oferta que le hacía—. El armero más torpe de la tierra podría hacerse rico. —A continuación sonreía y me hacía un guiño, cosa que poca gente le había visto hacer en su vida—. Por lo que a mí respecta, no soy tan torpe, así que no tienes por qué preocuparte de cómo quiero que me pagues el alquiler.

Y no era torpe en lo más mínimo, no Slean Brae. Los elfos de toda la frontera de Qualinesti lo respetaban como artesano debido a las resistentes y funcionales armaduras que les vendía. Los señores de ese pueblo le encargaban a veces, en secreto, la confección de una armadura ceremonial de relumbrante oro; lo llamaban artista. Slean se enorgullecía de esos cumplidos, pero con discreción. Cerrado y brusco como cualquier Enano de las Colinas que uno pueda conocer, Slean era un hombre tímido, aunque la mayoría no lo sabía. Había crecido al pie de las montañas Kharolis, pero había huido de esa región en los años que siguieron al momento en que los dioses partieron de Krynn y dejaron a la mayor parte de nuestro mundo esclavizada por crueles dragones. No obstante, existían tierras libres, y Cour se encontraba en una de éstas. Hacía ya treinta años que Slean vivía allí, donde la gente ve sólo aquello que espera ver. En Slean no veían más que a un Enano de las Colinas, brusco y callado, y no creo que nadie se diera cuenta de que era tímido, excepto yo. Detecté su timidez al cabo de una hora de haberlo conocido, en aquel duro día de invierno de hacía seis años, cuando mi mula se detuvo, coja, en el camino del exterior de su forja. Yo era entonces una jovenzuela desgarbada, una herbolaria itinerante que iba camino de Solace y se había quedado atascada en Cour a causa de la cojera de su mula y la llegada del invierno.

—Aquí necesitamos una sanadora —comentó él mientras sus ojos me dirigían sólo miradas fugaces que se apartaban luego con timidez.

Le advertí que yo no era sanadora, sino sólo herbolaria; pero él se limitó a sonreír y afirmó que Cour me necesitaba.

No fue hasta más tarde cuando le hablé de lo que me había impulsado a salir de mi pueblo natal y echarme al camino. A él no le importó.

—Eres lo que eres —respondió—. Y lo has hecho lo mejor posible. De todo esto aprenderás algo.

Así era Slean, hablaba como un anciano, pero no lo era en absoluto, según las medidas del tiempo por las que se rigen los longevos enanos.

Entré en calor con el paseo y, al poco rato, el chapoteo del río y el murmullo del viento me hicieron sentir mucho mejor de lo que me encontraba cuando había despertado. Un par de gansos rezagados pasaron volando sobre el agua en dirección norte, el uno junto al otro. Los gansos, el río, el viento, son todas cosas que me gustan de Cour. Otra cosa que me gusta es su gente. No resulta fácil vivir con las repercusiones de la partida de los dioses, pero los habitantes de Cour se las apañaban. Sí, es cierto que algunos de ellos decían que echaban de menos la sensación que producían los dioses cuando se desplazan por la tierra. Otros añoraban el aspecto que solía tener el cielo en los tiempos anteriores a la partida de los dioses de Krynn, las formaciones de estrellas, constelaciones a las que la gente había bautizado como el Libro de Gilean, el Dragón de Platino o la Balanza Rota. Slean era uno de estos últimos. Echaba de menos las antiguas constelaciones como yo añoro la desaparecida magia.

Tal vez alguien se pregunte cómo es posible que eche de menos algo que no había llegado a conocer, una práctica que se desvaneció del mundo antes de que yo naciera. Y yo podría responder lo siguiente: a pesar de haber nacido once años después de que desapareciera, no es verdad que no llegara a conocerla. He soñado con ella. La he oído susurrarme, la he visto, como pura luz danzando ante mí, llamándome. El problema reside en que nunca he sido capaz de responder.

—Pero un día podrás hacerlo —me dijo Slean una fría tarde, cuando bajé de la colina para calentarme en su forja—. Sólo tienes que continuar intentándolo.

Entonces inquirí cómo sabía tanto, y se lo pregunté con un deje amargo en la voz.

Él no hizo caso de mi malhumor, y me sonrió un poco para demostrármelo.

—Porque si no fuera como te digo, no estaría llamándote.

Y ese consejo procedía de un Enano de las Colinas, una tribu de enanos que, por lo que respecta al desagrado y la desconfianza que la magia les inspira, en nada se diferenciaba de las demás tribus de su raza.

Slean se encogió de hombros cuando señalé este hecho y me contó que en los tiempos pretéritos la gente solía hablar de ese arte.

—Y supongo que un arte se parece a cualquier otro. Es la creación quien llama al artista para intentar abrirse paso hacía el mundo.

Dijo que esa magia que me llamaba a mí era diferente de la antigua, que era concedida a todos los que la anhelaban, estudiaban y oraban para lograrla.

—Escucho lo que dice la gente, que la magia puede encontrarse en cualquier parte, en cualquiera. Su poder y fuerza reside en la potencia vital de todas las cosas, según dicen, y se encuentra en la tierra misma, en el cielo.

Luego, guardamos silencio; yo me quedé contemplando el fuego mientras él limaba una aspereza del ornado casco que estaba creando. No obstante, volvió a hablar al cabo de poco.

—Yo creo que eso es cierto, Leial, porque estaba presente cuando el mundo cambió. Oí algunas de las cosas que decía la gente: decían que los dioses no habían dejado la tierra despojada. Hay otra clase de magia que puede obtenerse, y tú debes confiar en que está allí para ti.

Era posible; pero, a pesar de toda la magia que me llamaba, yo no había sido capaz de responder. Lo único que lograba eran sueños que me perseguían, me torturaban y torturaban y acababan convirtiéndose siempre en pesadillas de fracaso y vergüenza. Resultaba difícil confiar en eso.

***

Yahn Tonelero y su esposa Willa tenían una casa grande en la calle alta, donde vivían los artesanos adinerados y donde disponían de suficiente espacio para sus tres hijas y dos hijos. Cuando Willa abrió la puerta, percibí el apetitoso aroma de los huevos, el tocino y el pan que estaban preparándose para el desayuno. Mi estómago refunfuñó para quejarse de lo vacío que estaba, y el sonido tuvo que resultar audible porque Willa, a modo de saludo, me prometió un lugar en la mesa a su debido tiempo.

—Sólo te pido que, por favor, vengas ahora a ver a mi pequeño Kern. Está dolorido.

Y era verdad; lo pude confirmar en cuanto entré en el dormitorio de los chicos. En ese momento sólo se encontraba Kern en la habitación, pues su hermano había comenzado con las tareas matinales. Al otro lado del pasillo dormían las niñas, una de las cuales era la que yo había tratado antes a causa de la fiebre. La visitaría también a ella antes de regresar a casa.

Hallé a Kern con su padre, ambos sentados en el borde de la cama del chico. Yahn tenía a su hijo rodeado por los hombros con un brazo, y Kern descansaba la mano izquierda en la derecha mientras se esforzaba por ser valiente; de momento lo lograba.

—Se le cayó encima la pila de leña —explicó el padre—, la mitad del montón de troncos. Estábamos convencidos de que lo encontraríamos todo lastimado y con los huesos rotos; pero, cuando lo sacamos, lo único que tenía era la mano lesionada. Anoche no parecía estar tan mal como ahora.

Willa emitió un refunfuño para indicarme que entonces ella no había compartido la misma opinión.

—No pasa nada —los tranquilicé—. Ahora ya estoy aquí y Kern se pondrá bien.

Al oír esa frase, se relajaron y sus suspiros se oyeron casi al unísono. Willa comenzó a moverse de un lado a otro y a hablar del desayuno y a decir que se le quemaría si no volvía a la cocina. Preguntó si me quedaría cuando acabase con su hijo y continuó hablando, aunque lo hizo en la habitación delantera de la casa, desde la que llegaba el ruido del entrechocar de cacharros y vajilla.

—Vamos a ver —le dije a Kern, junto a quien permanecía su padre con aire protector—, tú y yo tenemos trabajo.

Él asintió con la cabeza, pero no dijo nada cuando me senté a su lado para examinarle la mano. La piel presentaba una tonalidad purpúrea, negruzca, y se estaba hinchando a causa de la presión que ejercía la hemorragia desde el interior. Con los ojos abiertos de par en par a causa del dolor, Kern respiraba trabajosamente por la boca.

Sean solía decir que yo tenía el corazón de una sanadora, y también yo lo creo. Mi corazón sufre cuando ve a alguien dolorido y ansia ayudar a los débiles y heridos. Siempre he sido así: he nacido para este trabajo, así que se comprenderá por qué anhelaba tanto poseer la magia. Siempre me preguntaba qué le habría pedido a ese conocimiento, si hubiese dispuesto de él. En ese momento, junto a Kern, le habría pedido un tacto más delicado en las manos; yo, que en Cour era conocida como la que tenía el toque más suave. Le habría pedido que la manipulación de aquellos pobres huesos rotos no causara ningún dolor. No obstante, no disponía de magia ninguna, por lo que curar las fracturas no iba a resultar indolora.

Kern sabía eso tan bien como yo y, sin embargo, mirándome fijamente, asintió.

—Haz lo que puedas, por favor —me dijo—. Aguantaré.

Aquel chico siempre me había resultado simpático, y la simpatía se transformó entonces en admiración. Dedo a dedo, había que reducir las fracturas de los tres huesos, y yo sabía que eso era doloroso porque en la infancia me había roto unos cuantos. El chico resistió eso con valentía, e incluso el dolor más intenso del proceso de vendaje de toda la mano. Le coloqué un apósito tan grueso y apretado que gasté casi todas las vendas que Slean había puesto en el zurrón.

—Voy a decirte una cosa —comencé luego, mientras miraba al niño—: te has portado tan bien que voy a darte a ti las instrucciones para cuidar esta fractura. Estoy segura de poder confiar en que harás lo necesario. Lo más importante, lo único importante, en realidad, es esto: no debes quitarte este vendaje a menos que yo te lo diga. Sirve para mantener inmóviles todos esos huesecitos que te rompiste, eso hará que se suelden y sanen. Le daré a tu madre algo que te ayudará a dormir. Si te duele mucho, toma corteza de sauce, pero sólo dos pizcas, ¿de acuerdo?

Él asintió con la cabeza y logró sonreír. Lo miré mientras se tendía sobre el lecho, y le di las gracias por su paciencia.

—Dime —pregunté volviéndome hacia Yahn—, ¿cómo está la pequeña? ¿Le ha bajado la fiebre?

—Le baja y le vuelve a subir.

—¿Tiene fiebre por la noche, pero mejora durante el día? —Él asintió y yo le aseguré que era lo que cabía esperar en su caso—. Es lo que sucede cuando comienza la curación. Voy a echarle un vistazo, ya que estoy aquí.

Yahn y Willa le habían dado a su hija más pequeña el nombre de Azur, porque tenía los ojos del color azul claro de los lagos de montaña. Aquellos bonitos ojos brillaron al alzarse hacia mí, al igual que la dulce sonrisa de Azur cuando la niña se esforzó por sentarse para recibirme.

En la mesita que había cerca de la cama de la niña, ardía una lamparilla con pábilo de junco que me recordó que la pequeña tenía miedo a la oscuridad. Al resplandor de la llama vi que estaba toda envuelta en mantas, de modo que sólo resultaba visible su pequeño rostro, pálido y delgado. Necesité apenas unos momentos para examinar a la chiquilla ya que, aunque era un terremoto cuando se encontraba bien, en esta ocasión parecía bien dispuesta a cooperar. No hallé mucho por lo que preocuparme, y así se lo comuniqué a su padre.

—En mi opinión, se pondrá bien. Mantenedla abrigada —añadí mientras la arropaba con las mantas y le sonreía—, y aseguraos de que beba mucha agua. Es lo más importante para que la fiebre siga bajando. Volveré mañana por la mañana, y me sorprendería que para entonces no se encontrara mucho mejor.

La niña sonrió mientras su padre asentía y la arropaba aún más. Willa llamó desde la cocina para decir que, si me apetecía, tenía el desayuno preparado para mí.

Sí que me apetecía, dado que había salido de casa sin comer nada. Nos instalamos en la cómoda sala delantera de Willa, y charlamos animadamente mientras yo comía. Hablamos de la buena cosecha que habían obtenido los granjeros ese año, y de todas las otras cosas que suelen comentar los vecinos. No fue hasta el momento en que comencé a prepararme para partir, cuando Willa comentó lo mucho que echaba de menos los tiempos pasados.

—Los tiempos en que vivió mi madre, cuando la sanadora podía llegar y rezar para hallar la magia y la fuerza necesaria con que hacer desaparecer el dolor de un niño mediante el solo contacto de sus manos.

—¿Tan fácil era? —pregunté yo, aunque sólo por cortesía. La cabeza había comenzado a latirme con el conocido dolor de los sueños en los que nunca resultaba fácil entrar en contacto con la magia, en los que yo no lograba hacerlo. Sólo sueños, se dirá, nada más. Pero esos sueños, a veces pesadillas, eran algo más, y yo lo sabía y lo habría sabido aunque Slean no lo hubiese dicho jamás… Aquellos sueños eran las llamadas de la magia, y yo nunca había sido capaz de responder.

Willa, melancólica y sin darse cuenta de lo que me sucedía, me aseguró que era así de fácil encontrar magia.

—En los viejos tiempos, cuando podía lograrse magia a cambio de una plegaria —suspiró.

Cerré los ojos y, en la oscuridad resultante, vi pequeñas luces danzantes que me recordaron las que aparecían en mis sueños. Poco después, me despedí de Willa y ascendí por el camino del río para regresar a casa, acompañada por la ya conocida sensación de vergüenza. ¿Por qué, si la magia me llamaba, no podía yo responderle?

***

Slean parecía un demonio, a contraluz con el fuego de la fragua detrás de sí, la barba y el oscuro cabello iluminados por el rojo resplandor. El sudor brillaba como fuego al correr por sus brazos y, aunque pocas veces dejaba de regañarlo por exponerse así al aire frío que entraba por las puertas abiertas de par en par, esa mañana no dije nada. Me preguntó por Kern y por la pequeña y, al oír mis breves respuestas, me clavó una mirada para calibrar la profundidad de mi estado anímico. Una vez medido, y probablemente de forma correcta, me dejo tranquila en mi silencio. Tampoco me dirigió siquiera la mirada cuando me senté en el viejo taburete de tres patas que tenía en la forja, sólo para mí, sino que dejó que me sumiera sin más en mis cavilaciones.

Tal vez pueda parecer extraño que, con el dolor de cabeza que tenía, fuese a meterme en una ruidosa forja; pero, precisamente en este punto, hay algo extraño que merece ser considerado: el dolor comenzó a mermar poco después de que me sentara cerca del ardiente fuego de altas llamas. Aquel dolor de cabeza nada tenía que ver con el ruido, y su disminución tenía muchísimo que ver con el hecho de estar en compañía de Slean. Había cosas que él sabía de mí que eran desconocidas para cualquier otro: mis temores, mis esperanzas, la triste verdad de los fracasos pasados y presentes… Él aceptaba todo esto, y esa aceptación era como un bálsamo para mis heridas.

Permanecí largo rato sentada junto al fuego y observé cómo trabajaba Slean con la maza, paciente y sudoroso, inclinado sobre un ancho peto de hermoso acero azulado que iba tomando forma. Se enorgullecía de hacer el tipo de armadura en la que no se percibía ni el menor rastro del golpe de la maza, y podía vérsele en el semblante el gran afecto que sentía por sus creaciones.

El sonido de la maza de hierro no me acompañó durante mucho rato, ya que pasó a ser el telón de fondo de mis pensamientos mientras yo contemplaba las saltarinas llamas y el calor me bañaba y envolvía. Fui relajándome poco a poco, y la rigidez de los músculos cedió paso a un cómodo sopor. Recordé lo mucho que me había costado despertar esa mañana y lamenté los sueños vacuos que me habían robado descanso nocturno para reemplazarlo por un sentimiento de culpabilidad al despertar. Con los ojos aún fijos en el fuego, no vi que Slean dejaba cerca de mí una taza de piedra llena de agua, por si tenía sed. Pero lo oí, percibí su suave respiración y pesados pasos, y olí su sudor y la emanación del acero con el que estaba trabajando.

Dado que estar ante el fuego me provocaba sed, pensé en tender una mano hacia la taza, pero no lo hice. Estuve a punto de moverla, pero me quedé quieta. Mi mirada bajó de las llamas a su lecho de ascuas, cuya roja luz oscilaba al respirar las brasas. Mi campo de visión comenzó a estrecharse, a encogerse, y en los amplios márgenes que lo rodeaban sólo había negra oscuridad. Inspiré una vez, profundamente, y percibí el calor que me llenaba los pulmones; pero no recuerdo cuándo lo exhalé.

Se hizo la luz en los oscuros límites de mi campo visual y sufrí un estremecimiento, aunque no de frío. Me estremecí porque algo me tocó, me recorrió la piel y erizó el fino vello de los brazos, como sucede cuando se percibe el olor del primer rayo de una tormenta. Pura y clara, ondulante, la luz danzó en la periferia de mi visión. El sueño susurró algo que, de alguna forma, yo tenía que responder.

Proferí un tremendo grito con el corazón mismo, sin palabras, aunque cargado de todos mis sentimientos; pero los susurros se hicieron aún más débiles. Tendí una mano hacia las luces danzantes y sentí un estremecimiento en los dedos cuando se acercaron a aquel brillo resplandeciente.

Alguien gritó, y su voz me llegó desde muy lejos. Me sentía desgarrada, pues deseaba volverme para ver quién había proferido aquel grito aterrorizado y a la vez deseaba tocar la luz. Acerqué la mano más y más, y volvió a resonar el alarido. Cuando me volví y alcé los ojos vi que Slean me aferraba los brazos, que tenía los oscuros ojos colmados de miedo y el rostro, pálido, sobre la negra barba. Me recorrió una ola de pánico, porque pensé que estaba herido y, en ese mismo instante, comprendí que era su expresión la que me hacía pensar eso, pues no se le veía señal ninguna de corte o quemadura.

Luego me encontré de pie, sentí la rústica madera de la amplia puerta de la forja contra la espalda, y vi que me encontraba en el exterior y respiraba profundamente el fresco aire del otoño. Me habría desplomado como una piedra si Slean no hubiese estado allí para sujetarme.

—Qué… ¿Qué ha sucedido? —pregunté con voz temblorosa mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas. ¿Por qué lloraba? Bajé la mirada hacia mi mano izquierda y vi que la piel de los dedos estaba enrojeciendo y que en las puntas se formaban blancas ampollas. Ver y sentir fue todo uno: el dolor de la quemadura arreció de golpe en mi mano.

Con el rostro aún blanco como la tiza, Slean me dijo que yo había intentado coger el fuego de la fragua.

—Y te acercaste demasiado, antes de que me diera cuenta de lo que hacías. Ahora, quédate aquí: iré a buscar algo para curarte la mano.

Regresó al interior de la forja, pero su advertencia era innecesaria. Me quedé donde estaba, y no habría podido ir a ninguna parte aunque lo hubiese querido. Las fuerzas parecían haberme abandonado por completo, al igual que una parte de mi voluntad. Y allí estaba yo, recostada contra la puerta, cuando él regresó. Con mi propio ungüento me curó los dedos quemados y, luego, los envolvió en un paño limpio. Por último, Slean me enjugó las lágrimas con un dedo holliniento al tiempo que sonreía avergonzado, como si quisiera disculparse por las manchas que me había dejado en la cara.

—Escucha —dijo con voz cargada de emoción—. La magia ha venido a llamarte, Leial, yo la vi sobre ti, en tu cara, tus ojos, justo delante de ti cuando tendías la mano hacia el fuego. La magia ha acudido a ti, aquí, en el mundo de la vigilia.

—Y yo no he podido responder —lamenté con amargura—. He vuelto a perderla.

—Sí —respondió él—, es cierto pero, niña, esa magia no va a perderte. Ella sabe lo que saben todas las artes.

«Es la creación quien llama al artista, para intentar abrirse paso hacia el mundo».

Bajé los ojos hacia mis dedos vendados, desde donde el dolor irradiaba, latiendo ya por toda la mano. En el recuerdo, sentía todo lo que había sentido en el trance del fuego: la llegada de la magia, cómo tendí la mano en su búsqueda, y el sonido desamparado de mi propia voz cuando grité al abandonarme su poder.

«La creación, la magia, llama al artista, para intentar abrirse paso hacia el mundo».

Abrirse paso hacia mi interior.

—Pero, Slean, ¿qué medio puedo encontrar para hacerle saber a la magia que yo la recibiría con los brazos abiertos, si el grito de mi propio corazón es la respuesta equivocada?

—Ten fe —respondió Slean—. Sólo eso: ten fe.

—¿Fe en qué?

—En ti misma. Ya encontrarás la respuesta, y lo sabrás en cuanto la halles.

¿De dónde procedía toda la fe que Slean tenía en mí? Se lo pregunté, y él se limitó a sonreír.

—Yo te conozco. Con eso basta. Ahora sube hasta tu casa y échate una buena siesta.

Era como un bálsamo, su fe en mí, su aceptación de mi persona. A veces yo pensaba que él era mejor sanador que yo. Seguí su consejo y dormí durante todo el día y la noche, hasta la mañana siguiente. No tuve ningún sueño de anhelo, magia o luz. Fue el sueño más profundo que había tenido en mucho tiempo.

Al final del día siguiente, Willa envió a uno de sus hijos a decirme que la fiebre de Azur estaba empeorando.

***

Me arrodillé junto a la cama de la niña, y lo primero en que reparé fue en sus ojos: no eran tan azules como siempre sino, más bien, del color fangoso de la enfermedad y el dolor. Las mejillas de la niña quemaban al tacto, y la piel, casi translúcida, dejaba ver las venas que trazaban finas líneas debajo de ella. Al acercarme más vi que su mentón estaba salpicado por una erupción de manchas rojas, como las gotas de pintura que se desprenden al agitar un pincel.

No era demasiado grave, pensé, probablemente un sarpullido debido al roce de la manta de lana, o a que la piel se había resecado a causa de la fiebre.

Abrí el cuello del camisón, y me eché atrás con presteza. No tenía intención de hacerlo, nunca lo hacía a pesar de lo terribles que fueran los signos de enfermedad o lesión que viese. Esta vez, sin embargo, no pude evitarlo. Mi cómoda tranquilidad de un instante antes, se evaporó, dejándome un sabor a bilis en la boca. La erupción había comenzado una implacable marcha por el cuello de la niña. Me parecía que podía verla avanzar mientras me encontraba allí, de pie. Un doloroso escalofrío me recorrió los brazos, ya que había visto erupciones como aquélla en otras ocasiones, y sabía qué anunciaban. Tuve que tragar una vez para relajar mi garganta reseca por el miedo, y una segunda para poder hablar.

Willa supo de inmediato, sólo con verme, que sucedía algo malo. Inspiró profundamente, preparándose para las preguntas, las angustias y el miedo, pero yo la contuve con mi intervención.

—Willa, ¿cuánto hace que tiene esta erupción?

—Desde la última vez que vine a verla, en torno al mediodía. —Me miró con expresión ansiosa, y su rostro regordete y hermoso se llenó de miedo—. ¿Hice mal al no avisarte de inmediato?

En el exterior de la casa, los otros hijos se llamaban los unos a los otros mientras cumplían con sus tareas. El canturreo de sus voces resonaba átono allí dentro, drenado de toda vida en cuanto traspasaba el umbral. Deseaba apartar los ojos de Willa, pero no lo hice. Merecía saber la verdad y, sin embargo, ¿cómo podía decirle que carecía de importancia el hecho de que me llamara antes o después? ¿Cómo podía decirle que aunque me hubiese llamado al ver la primera diminuta manchita, de todas formas habría sido ya demasiado tarde?

Yo conocía aquella erupción. Era el primer y último estadio de una enfermedad fatal que carecía de nombre. La fiebre de Azur no bajaría jamás. Quemaría viva a la niña desde el interior, y la erupción la cubriría hasta convertir su cuerpecito en una roncha enorme. Conocía esta enfermedad, la conocía bien. En demasiadas ocasiones había perdido la batalla contra ella para no reconocer ahora a esa vieja enemiga.

—Willa —comencé, intentando ser dulce y percibiendo el fracaso de ese intento en la inexpresividad de mi voz— …Willa, esto no es ni una fiebre ni una erupción corriente. No existe nombre para esta enfermedad, pero sí que se sabe lo siguiente: no permitas que tus otros hijos entren aquí. Esta enfermedad es contagiosa.

Ella palideció: estaba tan blanca como su hijita.

—Qué… ¿Qué estás diciendo? ¿Que todos mis hijos caerán enfermos de ella?

La pregunta me provocó un escalofrío repentino, como si se me hubiese helado la sangre en las venas. Oí algo parecido a un trueno que resonara lejos, en el cielo, los tambores del terror.

—No lo sé —respondí—. Pero es mejor tener cuidado. Mantén a Azur aislada, y llámame si las cosas empeoran.

Hablaba con una confianza que no sentía. ¿Qué más podía hacer? No podía responderle con ninguna verdad que no fuese a sumirla en el pánico a ella ni a cualquier otra persona con quien hablase del asunto.

Ocho años antes había muerto la mitad de una aldea a causa de esta roja enfermedad, y se trataba de mi propia aldea natal. Puesto que era una asesina cruel, la enfermedad no se me había llevado a mí junto con aquéllos a los que escogió, pero sí había matado a mi padre y, poco después, a mi madre. Por ese entonces yo era joven, apenas dieciocho años, y no tenía tanta destreza con las hierbas como adquirí más tarde. Tras largas semanas de intentos infructuosos, después de demasiadas muertes, hallé una mezcla de hierbas que ayudó a apenas unos pocos, y sólo si la enfermedad era atajada en la primera etapa. En su mayor parte, la gente moría. No logré vencer a aquella asesina que simplemente me había hecho conocer el sabor del fracaso y me había enviado al exilio. Y fue después de aquella derrota cuando llegaron los sueños de la magia que me llamaba y a la que no podía responder. A nadie le había contado la historia de las muertes y los sueños, hasta que se la narré a Slean hace seis años, cuando decidí poner fin a mi viaje y establecerme en Cour.

Azur sollozó en la inconsciencia provocada por la fiebre. Sus extremidades, pálidas y delgadas, se estremecieron como si la niña tuviera una pesadilla. Me dolió ver aquello, y sentí que el corazón se me partía con la certeza de su destino. Azur iba a morir.

La habitación olía a enfermedad, un olor agrio y desesperanzador. Por ocupar en algo las manos y ocultar el repentino temblor que se había apoderado de ellas, froté unas cuantas hojas secas de salvia sobre la lámpara de pábilo de junco con el fin de purificar el aire. Luego, saqué un ungüento de mi zurrón y le dije a Yahn Tonelero que aliviaría el picor de la erupción de su hija. Era cuanto podía hacer, pero cuando Yahn me cogió la mano y me imploró que le dijese si se podía intentar alguna otra cosa, le prometí que iría a estudiar todo lo relativo a aquella fiebre.

No sé qué me dolió más, si su ansioso agradecimiento o mi absoluta seguridad de que no tenía ningún texto que pudiera estudiar, sino sólo la experiencia de mi fracaso, que me decía cómo acabarían las cosas para Azur, la niña de los ojos del color de los lagos.

¿Qué le habría pedido entonces a la magia, si hubiese dispuesto de ella? Le habría pedido un regimiento de hechizos para alejar a aquella enemiga, a aquella roja enfermedad. En ese preciso momento y lugar cerré los ojos, no para buscar a la magia sino sólo para dejar fuera la visión de la sufriente niña. Y vi la luz ansiosa que danzaba, y mi corazón dio un salto y se puso a latir a toda velocidad mientras yo escuchaba el susurro, la llamada a la que debía responder, y llegó con suavidad, palabras que no podía entender y que me preguntaban o explicaban algo.

Ten fe, había dicho Slean. Debía confiar en que yo misma sabría cómo responder a aquella voz susurrante.

Permanecí inmóvil, con los oídos atentos por si percibía la respuesta a una pregunta que no podía oír. Permanecí de ese modo durante unos largos y estériles momentos, hasta que Willa me tocó un brazo, y regresé de inmediato a la realidad, carente de lo que tanto necesitaba, vacía de la respuesta mágica.

Conseguí salir de la casa de Yahn Tonelero justo antes de que las amargas lágrimas comenzaran a manar de mis ojos. Si había alguna esperanza para la niña, no residía en la magia que yo pudiese encontrar, porque era incapaz de encontrarla en lo más mínimo.

***

Las estrellas brillaron una a una en el oscuro cielo. Me hallaba de pie en la colina alta que se encuentra enfrente de la aldea, y contemplaba las lucecillas rutilantes del firmamento. ¿Qué buscaba? No lo sé ni lo sabía entonces. Tiempo, quizá. Buscaba un tiempo que no tenía. Buscaba un lugar silencioso para pensar en soluciones que no existían. La enfermedad roja había llegado a Cour. Mi vieja enemiga me había encontrado.

Tal vez alguien piense que me encontraba allí lamentando la magia que al parecer no lograba alcanzar nunca, la magia que ni siquiera parecía poder alcanzarme a mí. Bueno, pues no era así. Todo eso lo había dejado a mis espaldas, como un equipaje inútil, junto al camino, mientras iba desde la casa de Tonelero hacia la mía, emplazada en la periferia del bosque de Slean. No imaginaba ni por asomo haber acabado con aquello, con la culpabilidad de todos mis fracasos. Sabía que eso regresaría a mí, y que lo haría muy pronto, como un lobo hambriento tras mis talones. Por el momento, sin embargo, no había tiempo para eso. Mi vieja enemiga me había encontrado, y acampaba en una casa grande de la calle alta mientras meditaba el asesinato.

Soplaba un viento fresco, un viento otoñal que ya olía a invierno. Allá abajo, en el valle, se veían brillar luces en las ventanas de las casas, como reflejos dorados de las estrellas. Detrás de mí sonaron unos pasos sobre el suelo rocoso, y apareció Slean. No me volví a mirarlo ni lo saludé, y él tampoco me dijo nada. Llevaba un botellón en la mano, cuyo corcho quitó al tiempo que se sentaba de espaldas a la aldea y se ponía cómodo. Cuando al fin lo miré, alzó el recipiente para ofrecerme un trago.

Lo probé y le sonreí a mi pesar. Había esperado el fuego del licor o el gustillo fuerte del vino, pero me encontré con té de hierbas, caliente, endulzado con miel. Asentí para darle las gracias, y él me imitó en señal de respuesta.

—Me he enterado por un niño de la aldea —dijo—, de que la hija de Yahn Tonelero no consigue recuperarse de su enfermedad.

Yo asentí, y volvió a secárseme la boca al pensar en Azur y la enfermedad roja, aquella vieja enemiga mía que la rondaba para reclamar su vida.

—Leial, ¿puedes ayudarla?

Le respondí que no poseía nada más que un remedio antiguo y no muy fiable con el que intentarlo.

—Y un poco más de destreza de la que tenía cuando lo apliqué por primera vez.

Slean ladeó la cabeza con gesto de muda pregunta. La respuesta que le di fue sencilla, breve, y no la adorné con nada que pudiese suavizar la fealdad propia del cuadro de epidemia y muerte. No necesitaba mucho más, pues conocía la historia de lo que me había impulsado a abandonar mi aldea natal y emprender el camino como herbolaria itinerante que vendía sus habilidades y pócimas para sobrevivir a lo largo del viaje.

Pasamos largo tiempo en silencio, antes de que él volviese a hablar.

—Siempre me he sentido como si perteneciera a otra época.

Algo que había en esas palabras produjo un escalofrío en lo más recóndito de mi ser, donde el viento y el frío no pueden llegar. En ese momento aparté los ojos de Cour, fui a sentarme junto a él y, temblorosa, metí las manos dentro de la capa.

—¿Qué quieres decir con eso de «como si perteneciera a otra época»?

Slean no apartó los ojos de las estrellas, el campo sembrado de plata del firmamento.

—Mira —dijo al tiempo que señalaba un grupo de brillantes luces que teníamos justo encima de la cabeza—. ¿Qué ves allí?

Miré y le respondí que veía estrellas, pero esa respuesta no lo satisfizo.

—Vuelve a mirar.

Me arrebujé más en la capa y alcé el rostro hacia el cielo. Continuaba viendo sólo estrellas.

—¿Qué debo buscar?

—Más de lo que ves. —Me tocó un hombro y señaló hacia el este, a un grupo de estrellas mucho más brillantes que las otras—. ¿A qué se parece eso?

—Estrellas, Slean. Se parece a un grupo de estrellas.

Entonces él se echó a reír, una carcajada tronante que resonó en las rocas que teníamos a nuestras espaldas. A pesar de ello, yo no la confundí con una demostración de alegría.

—En otra época había allí una constelación que llevaba el nombre de una diosa. Se llamaba Mishakal, y era la diosa de la curación. Era muy bonita, compuesta por cinco estrellas, y solíamos imaginar que si las conectabas entre sí —trazó en el aire una forma que se parecía al número ocho—, podías ver el símbolo de la eternidad.

Yo ya lo sabía. Los sanadores de los tiempos anteriores al cambio del mundo solían llevar ese símbolo en sus libros de encantamientos. Incluso en la actualidad, aquéllos que somos diestros en la ciencia de las hierbas, llevamos el símbolo estelar en los libros de nuestro saber.

Slean señaló otro cuadrante del cielo.

—Y allí estaba el Dragón Plateado que representaba a Paladine. Justo al otro lado había otro dragón, que era la Reina de la Oscuridad. Cuando mirabas esas siluetas conocías todas sus historias, y por ellas podías calcular muchas cosas, Leial. Podías calcular la hora por el momento de su salida y puesta. Podías calcular la estación del año por su posición en el cielo. En las montañas Kharolis, en verano, la constelación de Paladine flotaba justo encima del valle en que yo vivía. En invierno la veías sobre la cumbre de las montañas occidentales. Si conocías el cielo de cada estación, podías incluso hallar el camino en la noche en caso de haberte perdido.

Entonces me volví a mirarlo con atención a la luz de las estrellas, de modo inesperadamente repentino, y se me hizo un nudo en la garganta al tiempo que las lágrimas me escocían los ojos.

—Los cielos ya no me dicen nada —comentó—. Nadie conoce el nombre de estas estrellas. No creo que nadie haya desentrañado qué figuras forman ahora ni que les haya dado nombre. No creo que llegue a saber si forman alguna en el tiempo que me queda de vida.

Cubrí su mano con la mía, y la tenía tan helada que me sentí impulsada a frotarla para darle calor. Él sonrió ante aquel gesto de lo que él llamaba mi corazón de sanadora.

—Escúchame, Leial, porque te diré la verdad: soy un hombre que pertenece a otra época. Nací antes de esta era, y no estoy nada seguro de por qué llegué a sobrevivir a la época de cambios. Pero tú… —movió la mano, y entonces era él quien sujetaba la mía entre las suyas—, tú, Leial, eres una mujer de tu tiempo. Naciste después de que los dioses se marcharan de Krynn. Estás destinada a estar aquí, ahora, en esta época y este lugar. No desperdicies eso, niña. No renuncies a la magia a la que estás destinada.

Todo cuanto pude hacer fue negar con la cabeza ante aquel consejo.

—Slean, ahora no tengo tiempo de asimilar lo que nunca antes he sido capaz de aprender. Si aún quedan dioses que puedan escucharnos, saben lo mucho que deseo esa magia que siempre oigo y a la que no puedo responder. Sin embargo, las cosas han cambiado. Ya te he contado cómo es la enfermedad roja, y puedes imaginarte lo que hará en Cour. Pero yo, Slean, no necesito imaginarlo. Sé lo que ocurrirá, y sé con qué rapidez va a suceder. Debo pasar el rato de que disponga trabajando en el remedio que en otra época ayudó, a veces, cuando lo administré a tiempo.

Él nada dijo, y retiré la mano de entre las suyas. Al no oír su voz, me alejé colina abajo. Aún me quedaba tiempo para trabajar esa noche, y no desperdiciaría ni un solo instante intentando encontrar lo que no podría tener nunca.

***

Trabajé durante toda la noche con el oído siempre alerta al sonido de pasos en el sendero, pasos que me llevarían el mensaje de que las cosas habían empeorado en casa de Tonelero. Al llegar la mañana no había acudido nadie, y lo único que oí fueron los sonidos habituales del despertar del día, como el viento en los árboles, los gansos sobre el río, y el martilleo del yunque de Slean. Ese latir de forja era cuanto podía oír de él y, sin embargo, lo sentía cerca aunque nos separaba el sendero hasta el río. Sabía que estaba pensando en mí.

Pasé la mañana con mi Libro Marrón, buscando la anotación que detallaba las hierbas que había usado ocho años antes. Las notas eran escasas, sólo contenían el nombre de dos hierbas de uso corriente, y el de otra llamada planta de la cólera. Junto al nombre, había escrito con esmero: «Mejor usar la hierba fresca».

Dejé que el libro se cerrara. La planta de la cólera, conocida a veces como hierba estrella o, aquí en Cour, ligacorazones, era una hierba primaveral que solía cultivarse en los jardines y a veces se la encontraba en los bosques, al final del verano. Cabía la posibilidad de que aún consiguiera hallar unas pocas plantas en alguna zona tibia de la ladera de solana de la montaña. En un año como el que habíamos tenido, con noches frescas y lluvias generosas, muchas plantas desarrollaban un segundo ciclo después del verano y brotaban una vez más antes del invierno.

Me asomé a la ventana para mirar el sol. No quedaba suficiente tiempo de luz para salir a buscar por los bosques, así que tendría que dejar eso para el día siguiente. Entretanto, tenía mucha ligacorazones seca colgando sobre mi mesa de trabajo. Se usa la planta fresca para extraer los aceites de las hojas y la savia de los tallos jugosos. Esa savia ya se habría secado en las hierbas que tenía colgadas, pero siempre se conservaba una parte del aceite en las hojas. Con la esperanza de que fuese suficiente, me puse a trabajar para preparar una tisana.

En el exterior, el día envejeció y el sol descendió con lentitud tras el horizonte. La forja de Slean guardó silencio, y de la chimenea de su casa se elevó una agradable cinta de humo gris: había acabado con su trabajo del día. Yo deseaba haber acabado con el mío.

***

Willa me recibió en la puerta, donde se retorcía las manos de preocupación.

—No ha mejorado, Leial. Nuestra pequeña Azur no ha mejorado para nada, y a mí me parece que se hunde más a cada hora que pasa. No ha dormido ni un segundo en toda la noche ni en todo el día de hoy.

Una madre conoce a sus hijos, y no creí que Willa se equivocara al decir que su niña parecía empeorar. La erupción la cubría ya hasta el vientre, y en sus brazos aparecía el mismo color rojo vivo. Dejé otro pote de ungüento sobre la mesita de noche, y le entregué el pequeño recipiente con la tisana a Willa al tiempo que le indicaba que la calentase pero sólo hasta entibiarla.

—¿La ayudará? ¿Tú crees que la ayudará a curarse?

¡Tantas veces había oído esa misma pregunta! ¡Tantas veces había visto las expresiones tensas y atemorizadas en los rostros de aquellos cuyos hijos, esposos o esposas, sufrían en las crueles garras de la enfermedad roja! La respuesta que le di a Willa fue prudente, pues no quería alentar sus esperanzas ni acabar con ellas.

—Se sabe de casos en los que ha servido.

Se sabía de casos… Yo misma había visto en acción aquella tisana, algunas veces, cuando se llegaba a tiempo.

A tiempo, no obstante, debía haber sido algún momento de hacía tres días. La hijita de Yahn Tonelero murió aquella misma noche. Al día siguiente oí decir que Willa aún no había dejado de llorar, y que de todos los lamentos proferidos sólo el siguiente perduraba: un grito a los dioses desaparecidos y una maldición contra ellos por despojar al mundo de la magia que podría haber salvado a su hijita.

Debería haber dirigido sus maldiciones contra mí por no ser capaz de encontrar lo que ella más necesitaba.

***

Me hallaba de pie en el patio de entrada de mi casita, con los ojos fijos en el camino que conducía a Cour. Pasaron grupos de personas que se dirigían al prado situado al norte de la aldea. Él cielo estaba cubierto por nubes bajas y grises, y toda la gente iba embozada para protegerse del viento helado y húmedo que soplaba desde el río. Se reunían para asistir al entierro de la pequeña de ojos azules que había muerto cuando estaba a mi cuidado. Nadie, ni siquiera Yahn Tonelero, me prohibió reunirme con ellos. Yo me lo prohibí a mí misma. Volvía a sentirme como una extraña, igual que cuando acababa de llegar a Cour. Peor aún, porque sentía que la muerte de la pequeña pesaba sobre mí.

Arrebujada para protegerme del viento, observaba pasar a la gente. En esta zona de Abanasinia, es costumbre enterrar de inmediato a los muertos, tanto si es verano como si no, pero Yahn Tonelero había roto esa costumbre: por amor a su esposa, medio enloquecida de dolor, había dejado a su hija tendida durante toda la noche en la sala delantera de la casa.

No obstante, yo deseaba que no lo hubiera hecho; pensaba que ojalá la hubiese enterrado sin tardanza, pues es lo mejor que puede hacerse cuando atacan enfermedades como ésta. Intenté disuadirlo, pero no quiso escucharme.

—Tú has hecho lo que has podido —me respondió con tono seco, como habla uno cuando se muere por buscar un culpable pero sabe que no hay nadie a quien pueda echársele la culpa legítimamente—. Ahora deja que nosotros hagamos lo que debemos.

En ese momento yo sentí que era despedida, así que me marché de la casa.

En lo alto de aquel cielo plomizo, gritó un halcón que sobrevolaba las copas de los árboles con un conejo retorciéndose entre sus garras. Slean y yo alzamos los ojos al mismo tiempo, pero yo los aparté primero. Las lágrimas me hicieron escocer los ojos. Eran las primeras desde que había recibido la noticia de la muerte de Azur, y las obligué a retroceder. No sentía que tuviese derecho de llorar esa muerte.

—Tienes tanto derecho de estar hoy allí como cualquier otro —dijo una voz. Era la de Slean, que en ese instante llegaba por el camino, procedente de la forja.

Fue a detenerse junto a mí, y yo le pregunté con tono frío el porqué de que estuviese allí conmigo.

—¿No deberías estar ahora con Yahn y su familia? Todos los demás están allí.

—No, todos no —respondió él al tiempo que sacudía la cabeza.

—Yo no —contesté al tiempo que profería una risa breve y amarga.

—Ni yo. Ni la hija mediana de Yahn Tonelero.

Al oír esto último, un escalofrío me recorrió la columna.

—¿Qué quieres decir?

—Que está demasiado enferma para asistir al entierro, y dicen que tiene lo mismo que se llevó a la pequeña.

Empezaron a temblarme las manos, y los latidos de mi corazón se transformaron en un trueno dentro de mis oídos.

—Ya ha comenzado, Slean. ¿Qué voy a hacer? Ya ha comenzado.

Él no respondió nada, y yo tuve que continuar como si lo hubiese hecho.

—Ellos confiaban en mí, Slean, con el mismo tipo de confianza que tenían en su antiguo sanador. —El hombre que había vivido en tiempos de la magia. El viento que soplaba contra mi rostro me arrancó lágrimas de los ojos, pero era sólo el viento, nada más. No podía permitirme nada más, o habría caído deshecha en llanto y las lágrimas que hubiese vertido habrían sido por mí misma—. Los ayudé con todo mi corazón, Slean.

Él asintió.

—Y al final, no fue suficiente.

¿Qué estaba buscando, cuando dije eso? ¿Consuelo? ¿Comprensión? Sí, ciertamente buscaba comprensión. No deseaba asentimiento, pero eso es lo que él me dio.

—Tienes razón —dijo con voz profunda y triste—. Al final no fue suficiente.

Y toda mi ayuda y pequeños remedios fracasarían ante aquella roja enfermedad, esa vieja enemiga mía. No bastarían, nunca bastarían.

Permanecimos allí durante largo rato, yo temblando y él inmóvil como una roca, observando cómo pasaba la gente por la carretera y salía al prado donde sería enterrada Azur. ¿Cuántos de los que aún vivían iban a seguirla en la muerte? Un fuerte viento comenzó a soplar de modo repentino.

—Has renunciado a la magia —dijo Slean.

Aquellas palabras me escocieron, y el escozor me quemó en lo más hondo.

—Yo… Slean, no puedo responderle. Lo he intentado. He tratado de hacerlo durante todos estos años. —Le expliqué que ya no tenía sentido perseguir lo que no podía encontrarse. Lo que sí tenía significado era salir a buscar la hierba que necesitaba, la ligacorazones fresca que crecía en el bosque—. Si puedo dársela a tiempo a la otra niña…

Él aguardó a que continuara, pero yo tenía muy poco más que decir sobre «quizás» y «esperanzas».

—¿Eso necesitas, entonces, esa hierba llamada ligacorazones?

—Es lo único que tengo y, de momento, ni siquiera tengo eso.

Sus ojos me dijeron que él pensaba que yo tenía algo más que un atisbo de remedio, pero no insistió.

—Conozco un lugar donde me han dicho que crece esa hierba —dijo en cambio—, pero sólo en verano. Sin embargo, es posible que ahora encuentres esa segunda cosecha que estás buscando. Por lo que dicen, no es algo insólito.

—¿Me mostrarás el lugar?

Asintió con un simple gesto, pero un aire de tan profunda tristeza se apoderó de él, que no pude regocijarme por la buena noticia.

***

No caminamos en silencio entre el boscaje de otoño; no avanzamos callados bajo el cielo ventoso. Yo pensaba que Slean estaba tan decepcionado por mi causa, que no tendría nada que decir, pero me equivocaba. Tenía muchísimas cosas de que hablar, de todas menos de magia y curación. Habló del trabajo que estaba haciendo, la forma en que aquel peto de acero azulado estaba transformándose en una de sus mejores piezas. Estaba orgulloso de aquella obra, cosa que detecté en su voz. Me transmitió los últimos chismorreos que había oído en la taberna de Cour, y que eran abundantes. Se trataba de un hombre tímido, es verdad, y el tiempo que pasaba en la taberna lo pasaba a solas. De ese modo uno oía muchos chismes, porque un hombre callado dentro de una taberna resulta casi invisible. Cuando se quedó sin novedades, comenzó a hablar del tiempo, o al menos de la estación en curso.

—El otoño es mi estación favorita. —Las bellotas caían por todas partes a nuestro alrededor, y sonaban como lluvia que tamborileara sobre el dosel de hojas. Slean atrapó una en medio del aire—. Uno siempre oye a la gente diciendo que es el fin de las cosas, la llegada del tiempo muerto.

Le respondí que yo siempre había pensado así, y que no se me ocurría qué otra cosa podía pensarse de una estación en la cual todo lo que nos rodea está destinado a marchitarse. Slean sacudió la cabeza, divertido ante mi respuesta.

—Esta estación no tiene nada que ver con la muerte, sino con todas las posibilidades de la primavera. —Arrojó la bellota ante sí, la cual cayó sobre musgo suave y muelle para rodar hasta un hueco que había entre dos piedras—. Ahí lo tienes. Ahora es un nuevo árbol que pronto brotará. Eso —dijo al tiempo que me hacía un guiño—, es el otoño.

No tenía nada que responder a eso, pues mi mente se encontraba concentrada por completo en la búsqueda de la ligacorazones viva. Él parecía saberlo, porque asintió con la cabeza y me dijo que no me apurara, que encontraríamos la hierba en las proximidades de donde nos hallábamos. Eso dijo, pero no fue así, pues no la encontramos en el primer calvero al que me llevó, ni en el segundo. A pesar de ello, me aseguró que la encontraríamos porque la había visto en más de un sitio.

—Está aquí para ti, niña. Confía en mí, está.

Y era cierto que estaba. No hacía aún dos horas que habíamos dejado atrás el segundo claro, cuando el suelo comenzó a descender en un empinado declive. El sendero que Slean encontró, acabó por desvanecerse al cabo de poco y dejó sólo elevadas paredes de piedra y un pasaje estrecho a través de una cañada tan profunda que el cielo parecía apenas una cinta azul cuando se alzaban los ojos.

—Allí —dijo Slean al tiempo que señalaba hacia lo alto de la pared occidental—. ¿La ves? ¿Esa mancha verde que cuelga sobre el saliente que tenemos aquí encima?

Vi un grupo de ligacorazones que crecían al sol y relucían con un verde brillante y lustroso. Se me revolvió el estómago al pensar en la altura a que se hallaban, y de repente las manos se me pusieron frías y húmedas. El saliente del que hablaba apenas merecía dicho nombre, pues no era más que un reborde de piedra que no parecía tener el ancho suficiente para ponerse de pie sobre él.

—¿Cómo voy a cogerlas? —susurré.

—No se me ocurre ninguna forma —respondió Slean con una carcajada—, a menos que quieras echar alas. Niña, te has puesto tan verde como la ligacorazones. Dame el zurrón, que iré a buscarlas.

Alcé los ojos hacia la vertiginosa altura, y volví a bajarlos al suelo pedregoso de la cañada.

—¿Cómo? No tenemos cuerda.

—Últimamente he llevado una vida muy sedentaria —respondió él con un bufido—, lo admito, pero he jugado en terrenos peores que éste cuando estaba a medio crecer y mi insensatez era acorde con mi edad. No te preocupes por mí.

Se colgó el zurrón del cuello para tener las manos libres y, luego, se puso a rondar el pie de la pared de roca en busca de un buen sitio para comenzar el ascenso. Lo halló al cabo de poco, y comenzó a trepar hacia las plantas. Yo lo observaba con la respiración contenida mientras él tendía las manos hacia los diferentes asideros que parecían no ser más que grietas en la piedra. Un rayo de sol que entraba desde lo alto los iluminaba a él y a las ligacorazones que crecían en lo alto. Nunca le había visto en el rostro una expresión como la que presentaba entonces, brillante de anhelo ante la osadía y el peligro. Aquélla era su personalidad de hacía mucho tiempo, antes de que el mundo entero cambiara a su alrededor, cuando las estrellas del cielo trazaban formas como dioses para contarle cuentos y mostrarle el camino en medio de la noche.

Cogí frío al estar quieta en las profundas sombras de la cañada, mientras observaba cómo Slean ascendía por la pared rocosa, una mano después de la otra, y cubría la distancia que lo separaba de la ligacorazones. Temblorosa, me rodeé el torso con ambos brazos sin apartar en ningún momento los ojos de la silueta de mi amigo. No sé cuánto le pareció a él que duraba aquel ascenso, pero para mí fue como una hora.

Sin embargo, no tardó tanto, en realidad no, porque el sol no se movió de las ligacorazones mientras Slean escalaba. Cuando por fin llegó a la cornisa, se puso de pie sin problemas sobre ella y me gritó unas palabras que no logré entender. Luego, hizo un amplio gesto con ambas manos, el cual sí pude comprender: había encontrado la planta y la cosecha sería abundante.

—¡Deja las raíces! —le grité, y debió entenderme, o al menos comprendió mi preocupación porque fuesen cosechadas del modo correcto. Se inclinó más al vacío para mostrarme un puñado de frondosos tallos. Mi respiración se detuvo al verlo hacer eso, y no pude exhalar hasta que se apartó del borde. El sonido de su risa, que descendía hasta mí, estaba destinado a tranquilizarme, lo sabía, pero no me sentí más cómoda. No me tranquilizaría hasta que él volviera a encontrarse con los pies en el suelo junto a mí.

Una vez lleno el zurrón, Slean se lo colgó a la espalda en torno al cuello, y comenzó el largo descenso. Yo volví a contener el aliento, y el pulso que me latía en el cuello se hizo más acelerado y fuerte mientras yo repasaba mentalmente todas las advertencias que le habría gritado si no hubiese temido que el sonido de mi voz lo distrajera.

Cuidado, ten cuidado, cuidado, ten cuidado, ay, Slean, por favor, ten cuidado…

Allá arriba, por la estrecha franja de cielo, pasó un halcón planeando en las corrientes térmicas. Capté un atisbo de él por el rabillo del ojo, y de pronto pensé en el halcón que había visto sobrevolando el camino de Cour, el que llevaba el conejo que se debatía y agonizaba entre sus garras. Con rapidez, volví los ojos hacia Slean, asaltada por un miedo repentino. Aún no había cubierto un tercio del descenso, y me aferré las manos la una con la otra, con la seguridad de que estaba tardando más en descender que en trepar.

Bajó un paso más, luego otro. Bajó una mano en busca de un asidero, y logró hallar uno lo bastante bueno para permitir que se estirase hacia abajo y posara un pie en el punto necesario. El halcón profirió un chillido, un sonido agudo que hendió el silencio. Slean miró a lo alto, y hacia atrás con rapidez. Fue esa mirada a su espalda y el brusco girar de la cabeza lo que me hizo gritar «¡Slean!», justo en el momento en que el pie le fallaba y resbalaba sobre la piedra.

Cayó mientras manoteaba en busca del último asidero, y ni una exclamación escapó de sus labios.

Los alaridos, todos los alaridos, fueron míos.

***

¡Cuánto deseaba tener un tacto más delicado! Deseaba poder tocar a Slean para descubrir las fracturas, sin causarle dolor. ¡Cuánto lo deseaba! Pero mi deseo no se cumplió.

Pensé que tendría el cuello roto, pero no fue así. Pensé que seguramente se habría partido la espalda, pero tampoco. Lo volví con suavidad, de cara al cielo, y el sonido que escapó de su garganta, un gemido largo y grave, me partió el corazón. Tenía huesos rotos —el brazo izquierdo, la pierna derecha—, pero le había sucedido algo peor que eso. Lo oí cuando intentó hablar, el terrible gorgoteo. Una costilla fracturada, o más, le había perforado los pulmones.

—Ay, Slean —susurré, pues ya sabía que aunque hubiese tenido toda la herboristería a mi lado, sobre el suelo de piedra de la cañada, no habría podido hacer nada por él—. Ay, amigo mío, mi querido amigo…

En el cielo, el halcón volvió a chillar. ¿Quién iba a mirarlo en ese momento? Yo no, desde luego, y tampoco Slean, que tenía los ojos fijos en mí, aquellos ojos oscuros tan extrañamente brillantes. Movió los labios para hablar, y yo creí que sus labios formaban las letras de mi nombre, pero de ellos no salió ninguna palabra que pudiese oír, nada a lo que pudiese responder. Las lágrimas resbalaban abundantemente por mis mejillas y yo lloraba, inclinada sobre él en el fondo pedregoso de la cañada.

¿Qué le habría pedido a la magia, si hubiese dispuesto de ella? Le habría pedido, le habría implorado, le habría suplicado por la vida de Slean.

Cogí su mano entre las mías, y la encontré tan fría que me puse a frotarla para calentársela. Él me dedicó una leve sonrisa. «Corazón de sanadora», decía aquella sonrisa. ¡Ah!, el corazón de la sanadora. Me apretó una mano con la suya y yo cerré los ojos, deseosa de la oscuridad en la que siempre me había llamado la magia, mientras imploraba el poder, la fuerza necesaria para salvar la vida de Slean.

Me llegó el susurro, suave como la primera brisa de primavera, y mi corazón se alborozó, lleno de esperanza. Aparecieron las luces danzantes que me llamaban, me llamaban. Esta magia no había hallado su respuesta en el grito de mi corazón, ni en ninguna palabra que hubiese pensado en pronunciar. ¿Qué era, pues, lo que deseaba oír? En ese momento no se me ocurrió nada mejor que en todas las ocasiones anteriores y, ante el fracaso, no me quedaron nada más que palabras de ruego.

«Por favor. Por favor. Por favor, se está muriendo… Por favor».

Cuando aún estaba implorando, el susurro cesó y las luces se alejaron.

La presa de la mano de Slean sobre la mía se aflojó un poco. Abrí los ojos de golpe y vi una pequeña burbuja de sangre que se le formaba en la comisura de la boca y que estalló con el aliento. Cerró los ojos con lentitud, cansado.

—¡No! —grité yo, y él intentó respirar otra vez. Deseaba confortarlo, alzarlo y sostenerlo entre los brazos, pero no me atrevía porque el dolor que le causaría el hecho de moverlo lo mataría de inmediato. Sus labios volvieron a agitarse… y yo me incliné más para oír lo que pudiese decirme, pero sólo percibí el gorgoteo de la sangre en sus pulmones. No había magia para mí, ni para Slean que siempre había creído que yo la encontraría cuando por fin supiese la forma de responder a su llamada.

«Es la creación quien llama al artista para intentar abrirse paso hacia el mundo»; pero ¿de qué sirve llamar a un artista incapaz de pronunciar la respuesta? Todos los fracasos de mi vida cayeron a la vez sobre mis espaldas, pesados como losas de plomo, y el de ese momento era el peor, el más abrumador de todos. Slean moriría allí, y moriría tanto a causa de mi fracaso como de la sangre que le estaba inundando los pulmones y acabaría por ahogarlo.

—Slean, lo siento…, lo siento tantísimo…

Y en ese momento, él logró pronunciar algunas palabras.

—No, no lo lamentes. Leial, ay, niña, no lo lamentes. —Tuvo que detenerse para respirar—. No renuncies. No… Hallarás la manera de responder… —Lo sacudió un estremecimiento enorme y profirió un alarido, la primera expresión de dolor que se permitía. Yo grité con él, no pude evitarlo. Entonces nuestras voces fueron una sola, unidas al igual que nuestros corazones lo habían estado en la amistad. Sus ojos se volvieron turbios mientras él lograba hacer una última inspiración.

—Créeme.

«Créeme», dijo, sólo esa palabra. Le di un beso a mi amigo, pero no creo que él se diese cuenta. En algún momento entre su última palabra y ese beso, Slean Brae murió.

***

Pasé la noche dentro de la cañada, a solas en la mermante luz del día, acarreando piedras para hacer un túmulo para Slean. El suelo era un terreno adecuado para mis requerimientos, y di las gracias por ello dado que me era imposible transportar el cuerpo de vuelta a casa y no quería dejarlo a merced de los carroñeros. Debía descansar decentemente cubierto y a salvo. Lloraba mientras trabajaba, y entonces aprendí que es verdad eso de que pueden secarse las lágrimas a fuerza de llorar, y que a pesar de ello permanece un pesar tan hondo que anuda toda la garganta.

Ya había conocido antes ese dolor, pues había estado junto al lecho mortuorio de mi madre y mi padre; y había visto morir a personas que confiaban en que yo les salvaría la vida. Mis fracasos me habían causado pesar, al igual que la cruel magia que residía en el mundo a mi alrededor, que me llamaba para poder nacer pero se negaba al alumbramiento. Sin embargo, mi congoja no fue nunca tan enorme como la que sentí por el Enano de las Colinas, Slean Brae. Mientras levantaba el túmulo, supe que a lo largo de los años podría tener amigos, esposo, hijos, pero jamás contaría con nadie que me quisiera como Slean, con aquella honesta amistad, confianza y aceptación de todo lo que yo era. Poca es la gente que encuentra una amistad así, y los que llegamos a encontrarla sabemos que no se repetirá.

Cuando las estrellas aparecieron por encima del borde de la cañada, ya había concluido con mi trabajo. Hice una hoguera junto al túmulo y me senté para contemplar el transcurso de la noche. A solas, aferrada al zurrón de ligacorazones por el que había muerto Slean, observé cómo salía la luna y las estrellas recorrían el firmamento. Oí las llamadas de las aves nocturnas, el viento que cantaba al entrar por la garganta de la cañada. Durante todo ese tiempo, no pensé en nada, nada sentí. Estaba tan vacía como el susurro del viento, despojada de esperanzas y miedos, de cuidados y certidumbres. La muerte de Slean había dejado un enorme agujero en mi interior, un desgarrón boqueante por el que brotaba al exterior todo lo que mi corazón podía sentir.

La insensibilización del dolor era un estado extraño, como si me hubiesen despojado de los cinco sentidos. Así pasé la noche de la muerte de Slean.

***

Oí al halcón justo al amanecer, cuando la luz era gris y no había sombras. El halcón traidor, pensé con amargura, aunque no tenía ni idea de si aquél y el del día anterior eran el mismo. Alcé los ojos porque es lo que se hace siempre que se oye ese grito salvaje, agudo. Con las alas desplegadas, el halcón planeó sobre la cañada y comenzó a descender en círculos entre las paredes de piedra. De un modo terriblemente repentino, se precipitó como una piedra y volvió a alzar el vuelo con un animal pequeño y oscuro entre las garras. La criatura se retorcía y luchaba por su vida. Tal vez esa lucha alteró el equilibrio del halcón, o tal vez no había agarrado bien al animal desde el principio. Como fuese, el caso es que las garras del pájaro se abrieron de golpe y se le cayó su presa.

Aparté la mirada. Cuando supe que la criatura estaba en el suelo, acudí a ver qué era lo que había escapado de una muerte segura en poder del halcón. No era una presa grande, se trataba de un armiño joven, y pensé en comérmelo yo, cocinarlo sobre el fuego del túmulo. No había comido nada desde el día anterior, y tenía por delante la larga caminata hasta Cour, que llevaría un pesar seguro y una incierta ayuda contra la enfermedad roja.

Recogí al pequeño armiño, y advertí que aún vivía, aunque apenas. Desplacé las manos para retorcerle el cuello con el fin de librarlo del dolor y abreviar su sufrimiento. Al hacerlo, el armiño abrió los ojos, unos ojos oscuros y muy grandes, llenos de mudo dolor animal. No susurró siquiera ni emitió sonido alguno. Se limitó a mirarme y, en el momento en que nuestros ojos se encontraron, sentí que algo me rozaba, como si me hubiesen tocado un hombro. Volví la cabeza, la volví de verdad, aunque sabía que yo era la única que se encontraba en la cañada. Yo, sola, vacía como el viento que recorría el cielo.

Me sentí desolada cuando la voz susurrante de la magia nonata regresó, una vez más, para perseguirme y atormentarme. Me aparté de aquella llamada, ya que no me quedaba ni una pizca de esperanza para alimentarla, ni confianza, ni fe. Sólo tenía vacío.

Y entonces, en cuestión de un instante, sentí que me llenaba. Me llenaba, sí, es la única palabra que puede definir lo que me sucedió. Algo llegó para llenarme de luz, un brillo que entraba a raudales en mi interior y me atravesaba. No tuve tiempo para pensar en esto ni palabras que pudieran explicarlo, pero era como si lo que afluía a mi interior procediera del suelo, del cielo, del cuerpo destrozado del armiño agonizante que tenía entre las manos. Fue algo que llegó rugiendo y riendo a carcajadas. Llegó cantando, pero no puedo ni comenzar a pronunciar todas las palabras de esa canción. Caí de rodillas sin sentir dolor ninguno al golpear contra el suelo de piedra, y obligué a todo aquello que corría por mi interior a entrar en el cuerpo del armiño agonizante. No fui yo quien lo hizo, en realidad, eso lo supe ya entonces. Yo era quien abría el camino para que lo recorriera la voluntad de la magia, actuaba como canal para el poder curativo, del mismo modo que las márgenes del Alas Ligeras forman un canal para que discurran las aguas.

En mis manos, el armiño se removió, y comenzó a respirar. En el instante mismo en que yo pensaba, «sí, puede que sobreviva», la pequeña criatura saltó de mis manos y se alejó a toda prisa.

Lo había curado con magia… Al fin había logrado curar. La respuesta adecuada a la llamada de la magia parecía ser sencilla, y sin embargo no resultaba fácil de encontrar. No se trataba de ningún grito del corazón ni ningún ruego del alma. La respuesta era el silencio, el silencio del espacio vacío donde la magia podía entrar.

***

La luz del sol se derramó por la cañada, y aquel dorado rosáceo vivo de las primeras horas cayó como una cascada desde el cielo y bañó con suavidad el túmulo de Slean.

—He encontrado la magia —dije. Hablaba, ¡ay!, para Slean, para él—. Le he respondido como debía, y no la hubiese encontrado de no haber sido por ti. —Las lágrimas rodaban por mis mejillas. ¡Qué duro fue aprender esa respuesta! El dolor del aprendizaje me acompañaría durante el resto de la vida—. Esa magia es un legado, y no habrá una sola persona de Cour que no sepa que es un legado que nos has dejado tú.

Cogí una piedra del túmulo y me quedé, de pie, con ella en ambas manos hasta que la luz del sol perdió la tonalidad rosácea y se volvió dorada por completo. Me rodeaba el silencio por todas partes, y dejé que ese silencio continuara sin romperse durante largo rato.

—Te echaré de menos, Slean Brae —dije al fin—. Te echaré eternamente de menos.

Pero él ya lo sabía; no hacía falta decirlo. En alguna parte del mundo de los muertos, más allá de este mundo alterado, aquél que siempre conocía mis pensamientos sabía cuánto lo echaría de menos.

Así que no me entretuve más tiempo. En la clara luz de la mañana, partí de allí y salí a los bosques colmados por el triste y dulce aroma del otoño, para llevar el legado de Slean de vuelta a Cour.