Los demonios de la mente
[Margaret Weis y Tracy Hickman]
La vajilla se estrelló contra el suelo, los platos se hicieron añicos y los jarros se partieron con un estrépito que parecía la última nota de la última trompeta del fin de los tiempos. El ruido —que se produjo en una tibia tarde, soleada y amablemente silenciosa, de mediados del verano—, sobresaltó a Caramon, que dio un violento salto y se golpeó la cabeza contra un estante que pendía sobre él. Se puso pesadamente de pie y echó una mirada feroz por encima del mostrador, mientras hacía muecas de dolor y se frotaba la cabeza.
Tika pasó a toda velocidad y le dedicó «La Mirada». Caramon siempre pensaba en su mirada como «La Mirada», escrita con mayúsculas. Durante su vida de casado había sido muy a menudo objeto de su atención, que anunciaba, con tanta claridad como si lo expresara en palabras: «¡No me digas ni una palabra, Caramon! ¡Ni una sola palabra!».
Caramon había luchado con goblins, hobgoblins, draconianos, dragones y toda una gama de ladrones, canallas y clérigos del Mal, pero sabía que era mejor no desafiar «La Mirada».
Amaba con toda el alma a su esposa. Si alguien de Krynn le hubiese pedido que nombrara a la mujer más hermosa y maravillosa, la más sabia y valiente que había conocido, él habría respondido, al instante, sin vacilar ni pensarlo dos veces: Tika Waylan Majere.
En ese momento había reflejos de color gris entre sus rojos cabellos, y su rostro presentaba las marcas de la risa así como las huellas de las lágrimas. Había luchado junto a él durante la guerra destinada a guiar a los dioses de vuelta a Krynn, y había permanecido a su lado durante la guerra que presumiblemente había visto partir a los dioses de Krynn. Caramon y Tika habían enterrado a dos queridísimos hijos durante la última guerra, habían estado presentes en los funerales de dos queridísimos amigos. El amor que se profesaban los mantenía fuertes y los consolaba de sus desdichas.
Y lo más importante, Caramon le atribuía a Tika el mérito de haberle salvado la vida cuando había estado a punto de ser víctima de la podredumbre cerebral provocada por los efectos del potente licor conocido como aguardiente enano. Ella lo había enviado a un viaje en busca de sí mismo, en busca de su fortaleza, de su propia valía como persona. Un mundo sin Tika era un mundo en el que Caramon no querría vivir; pero, cuando ella le lanzaba «La Mirada», él deseaba que una parte de ese mundo se abriera para tragárselo.
Tras morderse la lengua, volvió a inclinarse tras el mostrador y continuó recogiendo la cerveza derramada.
—Ya está, Jassar —dijo Tika cuya voz le llegaba a Caramon desde dentro de la cocina—. Ya está, niña, no te lo tomes así. No son más que unos pocos platos y uno o dos jarros rotos.
Caramon gimió. Sabía bien cómo contaba Tika. «Unos pocos» significaba quince o veinte con toda probabilidad. Caramon jamás había visto una moza de taberna tan torpe.
Esperó el momento adecuado: no dijo nada hasta aquella noche cuando las puertas de la posada se hubieron cerrado tras el último cliente, y él y Tika estaban preparándose para meterse en la cama. Se sentó en el lecho para quitarse las botas, y Tika se instaló ante su espejo, colgado de la pared, donde comenzó a cepillarse el cabello cien veces como hacía cada noche; entonces, Caramon se sintió tranquilo para sacar el tema a relucir, porque ella se encontraba de espaldas.
—Ya sé que le tienes cariño, querida mía —dijo Caramon—, pero esa Jassar tiene que marcharse.
Caramon no había tomado en cuenta el espejo. Descubrió, demasiado tarde, que «La Mirada» actuaba con la misma fuerza en reflejo como en directo. «La Mirada» rebotó en el espejo y lo golpeó de pleno entre los ojos.
—No hace mucho tiempo que está con nosotros. Necesita un poco de entrenamiento. Las bandejas son engorrosas y difíciles de equilibrar. Estaba alterada por algo que ha sucedido en su casa —dijo Tika mientras se cepillaba el pelo con una fuerza tan tremenda que, de hecho, crepitaba.
Caramon suspiró. Cuando Tika empezaba a presentar excusas, sabía que estaba a salvo. Al parecer, «La Mirada» había sido un acto reflejo. No obstante, tendría que andarse con cuidado.
—Hace ya tres meses que Jassar está con nosotros, querida mía —dijo Caramon con voz suave, poniendo buen cuidado en que el tono fuese de observación, no de discusión—. Estaba bien cuando comenzó, no era una maravilla pero estaba bien. Sin embargo, no ha mejorado. ¡De hecho ha empeorado! Los clientes empiezan a quejarse. Mezcla los pedidos, y eso cuando se acuerda de tomar nota de ellos. Es tan nerviosa como un kender enjaulado. Ésa es la quinta bandeja de platos que deja caer estos días. He tenido que reemplazarlos al menos una vez a la semana, y el alfarero sonríe de oreja a oreja cuando me ve llegar. ¡Está pensando en construirse una casa sólo con lo que gana con nosotros! Estamos perdiendo clientes, y estamos perdiendo dinero. Lo siento, Tika, Jassar es una buena chica y todo eso, pero no puedo permitirme el lujo de conservarla.
Se preparó para encogerse en caso de que «La Mirada» se le echase encima, pero Tika se limitó a suspirar. Dejó el cepillo —después de cepillarse el cabello sólo setenta y nueve veces—, y se volvió a mirarlo. Tenía el rostro cansado, y su expresión era suave.
—Éste es el cuarto empleo que tiene en un año. Sin su trabajo, ella y su esposo se morirán de hambre.
—¿Qué le pasa a su esposo? —preguntó Caramon—. ¿Por qué no trabaja? Y ahora que lo pienso, no creo haberlo visto.
—Lo verías si fueras a El Abrevadero —respondió Tika con voz grave.
—Ah, ¿así que se trata de eso? —Caramon asumió un aire serio. Él mismo había pasado un tiempo considerable en El Abrevadero, hacía tiempo, en la época del aguardiente enano.
—Es un mutilado. Perdió un brazo en la guerra —añadió Tika a modo de explicación.
—Nuestros hijos perdieron más que eso —respondió Caramon con voz queda—. Dieron sus vidas. Ese hombre es afortunado.
—Parece que él no piensa así. En cualquier caso, a eso se debe que Jassar no tenga la cabeza puesta en el trabajo. Está preocupada por él. Yo sé cómo se siente, Caramon. La comprendo. Sé cómo me sentía yo cuando tú bebías. Al menos tú no… —Se detuvo en seco.
—¿Yo no qué? —Caramon frunció el entrecejo—. No la golpea, ¿verdad?
—Después siempre dice que lo lamenta —explicó Tika—. Mira, Caramon, no es asunto nuestro…
—¡Sí que lo es! —Caramon se puso de pie con los puños apretados—. ¡Le daré a probar su propia medicina, a ver si le gusta! No existe un cobarde más grande que un hombre que golpea a una mujer.
—¡Caramon, no lo hagas! ¡Por favor! —Tika se le acercó y posó las manos con gesto implorante sobre el pecho de él—. Sólo lograrás empeorar las cosas para ella.
—Bien, de acuerdo —dijo Caramon mientras alisaba el cabello alborotado de su esposa—. No seré duro con él, aunque me gustaría serlo, pero al menos puedo hablarle. Yo sé cómo es tener la cabeza metida en una botella.
—Entonces, ¿Jassar puede quedarse? —preguntó Tika al tiempo que se acurrucaba contra el ancho pecho de su esposo.
—Puede quedarse —replicó Caramon con un suspiro—. Y el alfarero puede hacerse su casa nueva.
***
Al día siguiente, Caramon se quitó el delantal, lo colgó, doblado pulcramente sobre la barra, y salió de la posada. Mientras caminaba por los pasos entablados —la ciudad de Solace estaba construida sobre árboles vallenwoods gigantes, con los edificios conectados mediante puentes colgantes y pasos entablados—, la gente lo saludaba desde lejos, acudía a estrecharle la mano y se ponía a darle conversación. Los niños corrían para que se los subiera sobre los anchos hombros, los gatos se le frotaban en los tobillos, los perros saltaban para lamerle las manos.
Hombre modesto, Caramon siempre se quedaba atónito ante aquellas atenciones, y las recibía con auténtico placer. Cuando se miraba en el espejo de Tika veía a un hombre robusto (no gordo, sino robusto) de mediana edad, que tal vez tenía más papada de la cuenta. La verdad era que, honradamente, no lograba entender lo que la gente veía en él. Lo que Caramon no podía ver, pero que los demás sí veían, era un rostro cuya habitual alegría estaba atemperada por una gravedad que abría los corazones de sus semejantes, que parecía decir: «Cualquiera que sea tu congoja, yo la conozco y, a pesar de todo, puedo hallar júbilo en cada aurora». Caramon Majere era uno de los hombres más apreciados y admirados de toda Solace.
Pero no siempre había sido así. Recordaba cuando había sido el hombre más detestado, un borracho baboso y embrutecido por el alcohol. Entonces, la gente lo evitaba, los niños huían aterrorizados de él, los perros lo olfateaban y se alejaban, asqueados. Él no se gustaba por entonces, y por tanto no se sorprendía de no gustarle a nadie más. Meditó acerca de su pasado mientras seguía las instrucciones que le había dado su esposa para llegar a la morada de Jassar Lathhauser, situada en una zona vieja de Solace, arruinada y abandonada en su mayor parte.
Pocas eran las personas que acudían allí, y entre éstas no había ningún ciudadano respetable, sino sólo gente de paso, delincuentes, desechos humanos y vagabundos. Las casas se asentaban, oscuras y precarias, sobre los árboles, listas para derrumbarse a la más mínima provocación. Caramon había propuesto más de una vez que se derribaran aquellas inseguras construcciones y se construyeran otras nuevas en su sitio. Tomó nota mental para volver a sacar el tema en la próxima reunión de la ciudad.
Encontró la casa y se sintió aliviado al ver que era algo más sólida que las otras que tenía alrededor. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta, aunque el esposo de Jassar estaba en el interior: el olor a aguardiente enano era rancio. Probablemente el hombre dormía la mona de la noche anterior. Caramon golpeó la puerta con más fuerza y, al evocar cómo unos enanos habían pasado la noche golpeándole la cabeza después de una borrachera, recordó que eso surtiría poco efecto. Aquel hombre sería incapaz de oír nada debido al entumecimiento de su cerebro.
La puerta no estaba cerrada con llave, ya que no había cerradura en ella. La abrió. El olor a aguardiente enano y vómito lo golpeó de pleno en las entrañas; arrugó la nariz y recorrió con los ojos la choza de una sola habitación. El hombre yacía boca abajo en la cama, aún vestido. El sol que entraba por la ventana parecía sentir repugnancia ante aquel espectáculo, ya que apenas iluminaba los pies de la cama y no alcanzaba siquiera a la cabecera.
Caramon dio media vuelta, salió por la puerta y se encaminó a la fuente más cercana. Llenó un cubo con agua helada de lo más profundo del pozo y la llevó de vuelta a la casa, donde la arrojó sobre el borracho dormido.
El hombre se sentó con la velocidad del rayo al tiempo que farfullaba y jadeaba a causa de la conmoción.
—¡Perra! ¿Qué crees que estás haciendo?
Puesto que su visión estaba enturbiada, no podía ver a quién tenía delante y, en la suposición de que se trataba de su esposa, le lanzó un golpe con el puño izquierdo. No tenía puño derecho, y la manga de ese lado colgaba, vacía, desde el hombro.
»Ya sabes que te conviene más no despertarme…
—No soy tu esposa —replicó Caramon con severidad, y su tronante voz hizo temblar los cristales de las ventanas—. Puedes intentar pegarme, Gemel Lathhauser, adelante. Pero es más que justo que te advierta que yo devuelvo los golpes.
El hombre alzó la mirada con aire de sobresalto y frunció el entrecejo.
—¿Qué diablos te propones… entrando aquí de esa manera?… Piérdete…
—Me llamo Caramon Majere. Tu esposa trabaja en mi posada. He venido a hablar de ella contigo.
—¿Te ha dicho que le pego? Si lo ha hecho, es una mentirosa. De todas maneras, no es asunto tuyo, ¡maldición! —Gemel se puso en pie de un salto. Estaba sin afeitar ni lavar, y sus ropas se encontraban hechas un verdadero asco. No obstante, en otros tiempos tuvo que haber sido apuesto. Poseía un cuerpo aún fuerte y bien musculado, aunque tenía la prominente barriga de los bebedores. La línea de la mandíbula era débil y estaba hinchada, pero en otra época tuvo que haber sido firme, decidida. Y cuando se refirió a su mujer como una mentirosa, tuvo la decencia de adoptar una expresión avergonzada. Resultaba obvio que a él no le gustaba más que a ella el tipo en que se había convertido.
—Tu esposa te ama —comenzó Caramon.
—¡Ella no me ama! —gruñó Gemel, mientras el enojo disipaba la niebla dejada atrás por la bebida—. Me tiene lástima por esto —cogió la manga vacía y la sacudió—, y no quiere dejarme en paz. Estaría mejor sin ella, pero no hay manera de que me la quite de encima.
—Imaginas que si la golpeas lo suficiente conseguirás alejarla —dijo Caramon—. Mira, Gemel, yo ya he estado donde estás tú. Sé por lo que estás pasando…
—¡No, no lo sabes! —gritó Gemel, con una vehemencia que conmocionó a Caramon—. ¡Tú tienes dos brazos sanos, maldito seas! ¿Cómo, en nombre de los dioses que nos desampararon, puedes saber lo que siento? ¡Lárgate de aquí, bastardo!
Gemel aferró la camisa de Caramon con la idea descabellada de arrojar al hombretón por la puerta, pero éste apartó con facilidad la temblorosa mano del hombre.
—Ahora, escúchame —dijo, intentando ser paciente.
—No. ¡Escúchame tú a mí! —Gemel le dio a Caramon una patada en el estómago, y éste se dobló por la mitad, gimió y retrocedió un paso.
—¡Lárgate! —repitió Gemel con los dientes apretados—. Ocúpate de tus malditos asuntos.
Caramon inspiró con fuerza.
—Tú acabas de hacer de esto un asunto mío —replicó y, con la cabeza baja, cargó directamente contra Gemel.
Ambos se estrellaron contra el piso, lo que sacudió la casa y la hizo crujir de manera ominosa. Los hombres comenzaron a intercambiar golpes. Aunque a Gemel le faltaba un brazo, era más joven que Caramon y alguien lo había entrenado para el combate.
Caramon perdió rápidamente el aliento. Había echado atrás el enorme puño con la intención de acabar aquella pelea de un buen golpe, cuando vio que por el rostro de su oponente corrían abundantes lágrimas.
—¿Qué sucede? —Caramon bajó la mano.
—¡Vamos, pégame, maldición! —Gemel se desplomó hecho un ovillo y comenzó a llorar de modo incontrolable, con sollozos que parecía que iban a desgarrarlo.
Pasmado e incómodo por ver a un hombre adulto llorando como un niño, Caramon no supo qué hacer, así que tendió una mano y le dio unas palmaditas cautelosas en el hombro.
—¡Es por el brazo! —gritó Gemel con la voz estrangulada—. Me duele. Me duele constantemente y no puedo calmar el dolor.
—¿Caí sobre él con demasiada fuerza? Lo lamento de verdad —dijo Caramon, abrumado por la culpabilidad.
—No me refiero al brazo izquierdo —respondió Gemel. Se sentó y se enjugó las lágrimas—. Me refiero al derecho. Al brazo de la espada. La mano coge la empuñadura con tanta fuerza que no puedo soltarla. No puedo hacer que deje de dolerme.
Caramon se quedó mirando a Gemel con perplejidad.
—Pero si no tienes brazo derecho.
—Eso ya puedo verlo, ¡diablo! —le espetó Gemel, ceñudo—. Pero aun así me duele. ¡Puedo sentirlo! Día y noche. ¡No puedo librarme de la espada! No puedo dormir. ¡No puedo trabajar! ¡Voy a volverme loco! Me cortaría el brazo si todavía lo tuviese.
Para sí, Caramon pensó que tal vez Gemel ya se había vuelto loco, y decidió que sería mejor seguirle la corriente.
—¿Así que bebes para… aliviar el dolor?
—¡Claro! —Gemel le dedicó una amarga sonrisa—. Cabría esperar que eso sirviera de algo, ¿verdad? Pues no. Puedo sentir el dolor del brazo con independencia de cuánto beba, aunque al menos logro dormir.
—Eso no es dormir, es sopor de borracho —lo contradijo Caramon—. ¿Cómo perdiste el brazo?
—¿Y por qué iba a importarte eso a ti? —le contestó Gemel, malhumorado—. Sucedió.
Caramon lo contempló con aire pensativo durante unos instantes.
—Ven, vamos a asearte. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste una buena comida? Una que no hayas bajado con aguardiente enano.
—No lo sé —replicó Gemel, cansado. Se puso de pie y estuvo a punto de caer. Avanzó con paso tambaleante hasta una desvencijada silla, se sentó y se cubrió los ojos con la mano—. ¿Qué te importa a ti eso, de todas formas? Lamento haberte dado una patada; pero, si quiero matarme a fuerza de beber, ¿qué derecho tienes tú de impedírmelo?
—Es una cuestión relacionada con la vajilla —replicó Caramon—, y con el alfarero que está a punto de hacerse una casa nueva.
—¿Cómo? —Gemel alzó la mirada hacia él.
—No tiene importancia —replicó Caramon—. Ya pensaré en alguna solución para ese problema. Ahora, vamos a meterte dentro un buen desayuno. A un hombre no puede pasarle nada tan terrible que no puedan curar unos huevos con jamón. Y, mientras comes, puedes hablarme de esa batalla. También yo fui soldado en otros tiempos, ¿sabes? —añadió con modestia.
***
—Tienes razón, Caramon —dijo Tika a la mañana siguiente—. Ese Gemel está volviéndose más loco que una cabra. ¿Cómo puede doler un brazo que no se tiene? ¿Cómo puede aferrar una espada una mano que no existe? Voy a decirle a Jassar que lo abandone ahora mismo. Puede vivir aquí con nosotros hasta que… —Tika hizo una pausa y miró a su esposo—. ¿Qué estás haciendo?
—Sólo recogiendo algunas cosas —replicó Caramon al tiempo que metía una camisa y una muda de calzas dentro de una bolsa de cuero—. Voy a hacer un viajecito. Gemel aún no lo sabe, pero va a acompañarme. Usaremos los caballos. Les vendrá bien el ejercicio.
—¿Les vendrá bien? ¿Va a acompañarte? ¿Te marchas? —Tika contemplaba a su esposo con fija mirada, atónita. Tal vez una de las razones de que su matrimonio hubiese sido tan duradero, era que él aún podía sorprenderla—. De acuerdo, Caramon —replicó con tono enérgico al tiempo que se llevaba las manos a las caderas—. ¿Qué es lo que has planeado?
Caramon hizo una pausa en el acto de rebuscar para coger las botas de montaña.
—Sé a qué se refiere Gemel cuando habla de que el brazo que no tiene le hace daño. Yo me sentí así cuando Raist se marchó después de convertirse en Túnica Negra. Fue como si me hubiesen amputado una parte del cuerpo y a pesar de todo, esa parte me doliese. Tú me enviaste de viaje para que me encontrara a mí mismo. Creo que ha llegado el momento de que Gemel haga ese mismo viaje.
»Entretanto —Caramon sacó una hoja de papel que tenía metida en el bolsillo—, llévale esto a Juan Carpintero. Dile que me haga una caja de estas dimensiones: noventa centímetros de largo, sesenta de ancho y treinta de alto. Que abra tres agujeros en un extremo, dos de ellos de quince centímetros de circunferencia. Sin tapa. La caja debe estar abierta en la parte superior y tener un separador de madera que la divida a lo largo, por el centro.
»Dile que para hacer la caja utilice madera de alguna de las chozas desmoronadas para que tenga un aspecto realmente viejo. Ah, y dile que le talle el Símbolo del Ojo… Ya sabes, el símbolo que solían usar los hechiceros. Debe tenerla preparada para cuando yo regrese, digamos que dentro de unas tres semanas.
Tika se acercó a Caramon y posó una mano sobre la ancha frente de su marido.
—No tendrás fiebre, ¿verdad? No habrás estado en El Abrevadero.
—Estoy sano y estoy sobrio —replicó él al tiempo que le dedicaba una sonrisa. Luego se inclinó y le dio un beso—. Estaré de regreso dentro de tres semanas. Cuida bien de Jassar.
—No vas a contármelo, ¿verdad?
—Eres mi esposa, Tika —replicó él al tiempo que sacudía la cabeza—, y te amo más que a la vida misma, pero no podrías guardar un secreto aunque te fuera el alma en ello.
Las mejillas de Tika se sonrojaron, pero Caramon estaba tan grave y serio que el enojo de ella se transformó en risa. Admitió, a regañadientes, que tal vez él tenía razón.
—Que los dioses te acompañen —le deseó, y lo besó tiernamente.
—Ya no hay dioses, ¿recuerdas? —dijo él.
—¿Quién lo dice? ¿Fizban? ¿Vas a tomarte en serio la palabra de un viejo necio que no recuerda ni su nombre la mitad de las veces? Márchate de una vez, Caramon Majere. No tengo todo el día para quedarme aquí a hablar de tonterías.
***
Al principio, Gemel se había negado a emprender el viaje, y se había mostrado firme en su negativa. Caramon no se puso a discutir con él. El hombretón se limitó a instalarse en casa de Gemel, tan inamovible como el Pico del Orador, y declaró que tenía intención de permanecer allí, sentado, durante un mes en caso necesario. Gemel había protestado, amenazado e imprecado en vano. Caramon se limitó a pronunciar una sola palabra: «Vístete». Y se había negado incluso a decirle a Gemel adónde iban.
Por entonces ya llevaban una semana de camino, y Gemel continuaba sin saber muy bien por qué lo había acompañado, excepto porque parecía la única manera de sacar de su vida a aquel corpulento posadero jactancioso e idiota. Sí, Majere había sido un Héroe de la Lanza, ¿y qué? Gemel había oído las historias y las canciones de los bardos. Lo sabía todo sobre Caramon Majere: que había luchado contra dragones e incluso contra la propia Reina Oscura. Que su hermano había sido el hechicero más grande de todos los tiempos.
Tal vez. Tal vez no. Los bardos también cantaban canciones sobre la Guerra de Caos. Sobre gloria y honor. Nunca cantaban acerca del miedo que convierte a un hombre en un niño gimoteante. Nunca cantaban sobre la sangre, la muerte, el dolor.
Gemel cabalgaba con aire sombrío y los dientes apretados para soportar el dolor del brazo; y se negaba a hablar excepto para insinuar, de vez en cuando, que podrían detenerse en una taberna para romper la monotonía del viaje. Caramon se negaba siempre. Comían los alimentos que había llevado el posadero y, cuando se les acabaron, se alimentaron de lo que pudieron recolectar. El calor del sol y la actividad lograron que el cuerpo de Gemel eliminara todo el aguardiente enano, y la comida comenzó a saberle bien otra vez. Caramon era un excelente cocinero ambulante; su guiso de conejo era el mejor que había probado jamás. Cuando oscurecía, Gemel estaba tan cansado que se quedaba dormido de inmediato, aunque siempre despertaba en mitad de la noche con un alarido, mientras se aferraba el brazo que ya no tenía.
Al octavo día entraron en Abanasinia septentrional, no lejos de la costa, y Gemel se dio entonces cuenta de adónde se dirigían, así que se detuvo y le lanzó una mirada feroz a Caramon.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¿Es algún chiste morboso tuyo?
—La batalla tuvo lugar cerca de aquí, ¿verdad? —dijo Caramon al tiempo que miraba a su alrededor—. Tú me dijiste que las sepulturas fueron señaladas con una espada.
—Mi espada… —dijo Gemel con voz espesa, mientras las lágrimas le llenaban los ojos. Parpadeó para reprimirlas, y tiró de las riendas con tal violencia que el caballo relinchó una protesta—. Me marcho.
Caramon tendió una mano y cogió al caballo de Gemel por las riendas para detenerlo.
—La espada —insistió Caramon con tono de urgencia—. La espada que aferras con la mano derecha. Tienes que encontrar esa espada.
—Ya veo que aquí el loco eres tú —le contestó Gemel—. ¿Qué diablos tiene que ver mi espada con todo esto?
—Ya sabes que mi hermano era un gran hechicero —dijo Caramon.
—Sí, ¿y qué?
—Yo aprendí muchísimas cosas de él —prosiguió Caramon con tono solemne, en voz baja—. Aquí hay algo mágico que te está afectando, Gemel. Lo sé. Puedo percibirlo. Has sido maldito por un demonio de Caos. Yo puedo acabar con esa maldición, Gemel, pero para hacerlo necesito tu espada.
¡Una maldición! Gemel pensó en el asunto. Por supuesto. Eso lo explicaría todo. Pero ¿un demonio de Caos podía realmente ser expulsado por un posadero, gordo y de mediana edad? Contempló a Caramon, dubitativo.
—La magia ya no funciona. He oído a los hechiceros quejarse de que sus habilidades para hacer embrujos han desaparecido. Así que, aunque tu hermano fuese un grandioso archimago, ¿qué importancia tiene ahora eso?
—Raistlin viajó hasta el Abismo —le explicó Caramon—. Era Amo de la Torre de la Alta Hechicería en Palanthas. Conocía una cantidad enorme de hechizos mágicos. Ahora bien, nadie más sabe esto, pero… —Caramon bajó la voz con aire conspiratorio—, me enseñó varios. Creo que uno de ellos podrá ayudarte.
—¿Cómo? ¿Me fabricará un brazo nuevo, un brazo plateado, tal vez, como al herrero sobre el que los bardos no dejan de cantar? —se burló Gemel.
—No —replicó Caramon con voz queda—. Pero creo que la magia te librará del dolor.
Gemel le echó a Caramon una mirada larga y suspicaz que buscaba en el rostro franco, cordial y compasivo del hombretón el más ligero atisbo de risa, engaño o lástima. Caramon le devolvió una mirada serena.
—Vamos. Te mostraré dónde puse la maldita espada —replicó finalmente Gemel, a regañadientes.
Hallaron la fosa común donde los caballeros habían sido enterrados a toda prisa. La empuñadura de la espada de Gemel —una espada de hierro, sencilla, no una espada elegante como las que blandían los Caballeros de Solamnia— se alzaba en una árida llanura. Aunque el sitio se encontraba muy lejos de cualquier aldea o ciudad, estaba limpio bien y cuidado, casi como si una mano amante cuidara de la sepultura y le quitara las hojas y ramitas secas de encima. En el centro del pequeño túmulo mortuorio, cerca del punto en que Gemel había clavado su espada, crecía y florecía un arbusto de rosas silvestres.
Tras desmontar del caballo, Gemel avanzó con lentitud hacia las tumbas. Contempló, maravillado, el arbusto de rosas, mientras las lágrimas le inundaban los ojos. Posó la mano sobre el puño de la espada…
***
La lluvia que caía de los empapados cabellos a los ojos de Gemel, lo cegó durante un momento. Parpadeó para librarse del agua mientras intentaba desesperadamente ver, pero sin mucha suerte. Una rama de árbol le arañó el rostro. La apartó a un lado y continuó avanzando. Sir Trechard, el comandante de batalla, se encontraba algo más adelante.
Gemel palpó por centésima vez el estuche de mensajes para asegurarse de que estaba bien sujeto al muslo. Llevaba un recado urgente del capitán que debía entregarle al comandante y no tenía tiempo que perder tropezando en la lluvia y la oscuridad. Dado que no podía ver demasiado bien, usó sus otros sentidos para intentar hacerse una idea de lo que sucedía. Podía oír el tintineo de las cotas de malla, los gritos de los hombres en la batalla, y estaba también aquel olor extraño, el olor peculiar que le escocía en la nariz desde hacía unos cincuenta pasos, más o menos.
Podía identificar el aroma de los pinos y el olor de la vegetación mojada que estaba descomponiéndose, pero había otro, uno que no sabía reconocer. Volvieron vagos recuerdos de infancia: un árbol quemado en su pueblo, un árbol partido por un rayo. El olor trajo de vuelta el recuerdo de la luz cegadora, resplandeciente, y del ensordecedor ruido del trueno. Gemel forzó la vista a través de la torrencial lluvia, intentando desesperadamente ver algo, cualquier cosa.
Era extraña, aquella lluvia. Después de meses de sequía, de la peor sequía que había conocido Krynn, esta lluvia debería ser bien recibida. Pero no lo era. Tenía un tacto aceitoso y un sabor metálico, casi como si lloviera sangre de los cielos.
—¿Cómo esperan esos idiotas que están al mando que entregue un mensaje cuando no puedo ver nada de nada? —masculló para sí, valiéndose del habitual método del soldado para derrotar al miedo, consistente en protestar contra sus superiores. Aunque no podía ver nada, los oídos le decían que se aproximaba a la zona de batalla.
El bosque de abetos acabó por fin, y Gemel se encontró mirando hacia una amplia llanura. Suspiró de alivio: le habían dicho que buscara esa mismísima llanura. Se suponía que sir Trechard y sus fuerzas se encontraban en alguna parte de los alrededores. El caballero mandaba el ala izquierda del pequeño ejército que luchaba por su vida en los bosques del extremo norte de Qualinesti, que batallaba contra los terribles demonios de Caos.
Gemel podía oír los sonidos de la batalla, aunque continuaba sin ver nada. Aguardó, a cobijo del bosque, con la esperanza de poder determinar lo que estaba sucediendo antes de meterse en medio.
Destelló un relámpago que iluminó la escena, y Gemel vio; pero, aunque vio, no pudo creer. No quiso creer.
Un puñado de caballeros y un grupo pequeño de lanceros se encontraban detenidos en el árido llano, y se les acercaban varios monstruos gigantescos de una clase que nunca antes habían sido vistos en Krynn. Tal vez los monstruos habían salido del mar, quizá habían surgido del agrietado suelo, o se habían formado a partir de las oscuras nubes que flotaban, bajas y amenazadoras, en el cielo. Con independencia de lo que fuese, procedían de Caos: eran masas informes que exudaban oscuridad. De los cuerpos colgaban enormes tentáculos. Si tenían ojos, orejas o boca, no podía vérselos; pero sabían dónde encontrar a sus presas porque avanzaban inexorablemente hacia los caballeros, y éstos se mantenían firmes.
—¡Lanzad! —gritó una voz que Gemel reconoció como perteneciente a sir Trechard.
Una mortal lluvia de lanzas salió disparada a través de la tormenta hacia los tenebrosos monstruos. El corazón de Gemel se alegró porque las armas habían sido bien arrojadas, con buena puntería, y tendrían que destruir a aquellos engendros de Caos.
Los monstruos no realizaron ningún intento de agacharse o esquivar los venablos. En cambio, las enormes criaturas comenzaron a girar sobre sí, cada vez más y más rápido, a tal velocidad que los tentáculos se veían como un borrón a causa del movimiento, y Gemel se mareó debido a aquella visión. Los proyectiles se encontraron con los batientes tentáculos que cortaron las astas de madera con la misma facilidad con que un cuchillo corta mantequilla. Las lanzas, cercenadas, cayeron al suelo, inofensivas e ineficaces.
Los girantes monstruos comenzaron a avanzar hacia los caballeros. El viento generado por el movimiento golpeó a Gemel con una ráfaga que estuvo a punto de derribarlo; el olor a ozono y azufre era penetrante y nauseabundo.
Los lanceros titubearon y, luego, presas del pánico, dieron media vuelta y huyeron. Los caballeros de brillantes armaduras permanecieron en su sitio para defender la posición.
—Resistid con firmeza, Caballeros de Solamnia —les gritó sir Trechard a los hombres que quedaban, con voz serena—. Nos hemos enfrentado con cosas peores que ésta. Paladine está con nosotros.
El primer pensamiento de Gemel fue seguir el ejemplo de los lanceros y echar a correr. Entonces recordó el mensaje y la urgencia del mismo. Él no era un caballero, ni siquiera tenía la esperanza de serlo, pero había hecho un juramento de fidelidad y lealtad a su comandante. Gemel no decepcionaría a sus camaradas. No faltaría a su propia palabra violando aquel juramento.
Se obligó a avanzar y aferró con firmeza la espada. La empuñadura estaba resbaladiza a causa de la extraña lluvia. Al coger tan fuerte la espada, el brazo derecho le dolió a causa de la tensión.
Los monstruos estaban ya cerca de los caballeros. Sir Trechard se lanzó adelante y atacó a uno de los monstruos, al que le clavó la espada justo en el oscuro y girante centro del cuerpo. La espada, bendecida por Paladine, relumbró con luz azul y los tentáculos no tuvieron efecto alguno sobre ella. Se clavó en el corazón del enemigo, destelló el rayo y el monstruo estalló y salpicó a los caballeros y a Gemel con sangre de olor nauseabundo. Sin acobardarse, los demás monstruos continuaron girando sobre sí mismos y avanzando hacia sus presas.
—¡Puede matárselos, caballeros! —gritó sir Trechard—. Resistid.
Envalentonado al ver aquello, Gemel tendió una mano hacia el estuche de mensajes. Se preparaba para la carrera final, cuando sintió el viento en el cogote y oyó el sonido de un latigazo procedente de detrás de sí. El olor a ozono era intenso.
Se volvió, aterrado, y vio que uno de los monstruos se le echaba encima.
Gemel le lanzó un brutal golpe de espada a la criatura, pero fue desviado por los girantes tentáculos. Otro tentáculo, como un látigo, golpeó a Gemel en el muslo, y la fuerza del impacto lo lanzó hacia atrás y lo derribó. Fue a aterrizar pesadamente sobre el suelo empapado por la lluvia.
Aterrorizado ante la posibilidad de que aquel engendro fuese tras él, Gemel se puso de pie a toda velocidad, con la espada dispuesta. El girante monstruo estaba más concentrado en atacar a los caballeros, los cuales constituían una amenaza mayor, y no le prestó ninguna atención a Gemel.
Éste permaneció quieto durante un momento, débil y tembloroso, contento por aquel breve respiro. Sin embargo, no podía demorarse mucho allí. Tenía que cumplir su misión. Dio un paso adelante y jadeó repentinamente cuando el dolor le atravesó la pierna lesionada.
Intentó examinar la extensión de las heridas, pero no pudo ver nada debido a aquella extraña oscuridad. Cada fibra de sus ropas estaba empapada, ya fuera con sangre o con lluvia, pues no era capaz de diferenciarlas.
Sir Trechard se encontraba a sólo unos pasos de distancia. Gemel se lanzó hacia el comandante, mientras cada paso le dibujaba un rictus de dolor en los labios. El caballero atacó a uno de los monstruos con la espada, pero su golpe fue desviado del mismo modo que el de Gemel.
—¡Sir Trechard! —chilló Gemel.
Sir Trechard miró por encima del hombro derecho en un intento de encontrar al que gritaba, y Gemel volvió a chillar.
—¡Señor! Tengo un mensaje de Rae Vandish para vos. Solicita… ¡Cuidado, señor!
El monstruo de Caos saltó adelante. Sir Trechard le lanzó desesperadas estocadas, pero los tentáculos le arrancaron la espada de la mano y ésta salió volando por el aire. Luego pareció que el caballero era azotado desde todas partes por un centenar de látigos. Los tentáculos hendieron la armadura metálica como si fuese de pura seda, dejaron descubierta la carne de debajo y comenzaron a arrancarla también. Los golpes fueron dejando pelado el esqueleto; el rostro se transformó en un amasijo de sangre y hueso y, cosa horrible, sir Trechard continuaba con vida aunque sus mismísimas entrañas estuvieran al aire.
Con un borboteante grito de agonía, cayó al suelo.
Gemel se atragantó con un vómito. Aferró la espada con más fuerza aún y la empuñadura se le clavó dolorosamente en la palma. Con todas sus fuerzas, descargó el arma sobre el monstruo. La hoja, al entrar en el torbellino, encontró algo sustancial y, según esperaba él, vital. Un rayo destelló en el interior del engendro y su giro se hizo más lento, pero la criatura no murió. La espada de Gemel estaba incrustada en el ser. Intentó soltar la empuñadura pero descubrió, para su horror, que no podía.
Un tentáculo restalló y el monstruo arrancó el brazo de Gemel de la articulación del hombro. La extremidad, aún aferrada a la espada, se desgarró y lo roció con su propia sangre.
Gemel se hundió en un tormento de girante oscuridad iluminada por los rayos.
Cuando despertó se encontraba dentro de una tienda. Al mirar por la abertura de lo alto vio que el cielo aún estaba cubierto de nubes. El aire era cálido y olía a sangre, relámpagos y muerte. Volvieron los recuerdos y, con ellos, el dolor en el brazo derecho. Y sin embargo recordaba haber visto con claridad cómo se lo arrancaban. ¡Tal vez no había sucedido y había estado soñando! Podía sentir el brazo: le dolía. Después de todo, no lo había perdido.
Tendido en una manta sobre el suelo, desvió los ojos hacia donde debería haber estado su brazo derecho.
Allí no había nada, nada excepto unos vendajes empapados en sangre que envolvían el hombro destrozado. Entonces comenzó a llorar y, en ese momento, un soldado entró en la tienda.
—Has despertado. Excelente. ¿Cómo te encuentras?
—¿Cómo demonios crees que me encuentro? —gruñó Gemel con tono salvaje—. ¡He perdido un brazo!
—A pesar de eso puedes considerarte afortunado —replicó el soldado—. Eres el único al que encontramos vivo en la llanura. Y también ha sido una suerte que nos acompañara uno de nuestros druidas sanadores. Te cauterizó la herida, detuvo la hemorragia y te dio una poción para calmarte el dolor.
—¿Cuánto tiempo he permanecido inconsciente? —quiso saber Gemel.
—Tal vez un día y medio. Aún estamos enterrando a los muertos.
—¿Y qué ha sido de… —Gemel se tragó el súbito miedo que lo acometía—, qué ha sido de los monstruos de Caos?
—Destruidos. Tú y los caballeros hicisteis un buen trabajo. Las reservas avanzaron y mataron a los monstruos que quedaban. ¡Eh!, ¿qué estás haciendo?
—Ponerme de pie —gruñó Gemel—. Al menos tengo dos piernas sanas. Muéstrame dónde me encontrasteis.
—No creo que…
—¡Muéstramelo! —le gritó Gemel.
—Es bastante horrible —le advirtió el soldado.
—Lo sé —le aseguró Gemel con rostro ceñudo—. Estuve allí.
El soldado lo contempló con expresión dubitativa y, luego, al ver que Gemel se mantenía de pie, aunque con una ligera inseguridad, se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Te encontramos aquí —explicó el soldado algo más tarde mientras señalaba un punto de la llanura barrida por la lluvia.
El suelo, la hierba y plantas revueltas, todo estaba cubierto de sangre, no de agua. A poca distancia, un grupo de soldados con el semblante pálido y sudorosos, cavaba un enorme pozo para enterrar a los muertos. En realidad, para enterrar lo que quedaba de los cadáveres.
No había cuerpos reconocibles, sino sólo trozos: un pie aquí, una pierna allá, un brazo por el otro lado. Las armaduras de metal estaban cortadas en tiras, las cotas de malla desparramadas en pedacitos. La escena era horrible, pavorosa. De vez en cuando, uno de los soldados abandonaba la tarea y se alejaba discretamente para vomitar.
Gemel comenzó a temblar. La bilis le subió por la garganta y él la obligó a bajar otra vez. Su brazo, el brazo que ya no estaba allí, le dolía y ardía.
Cerca de los cuerpos había una pila de armas que habían amontonado para enterrarlas con los caballeros. Entre ellas estaba su espada. Resultaba fácil de reconocer, ya que los caballeros habían esgrimido espadas valiosas con volutas y rosas grabadas en la empuñadura, y la suya era simplemente una espada.
Los soldados colocaron los trozos de los cadáveres dentro de la sepultura, y Gemel se limitó a permanecer de pie y observar. Con un solo brazo, débil y mareado, no podía hacer nada por ayudarlos. No podía ofrecer nada más que su respeto y su remordimiento: si él no hubiera distraído a sir Trechard, éste tal vez no estaría muerto.
Los soldados acabaron rápidamente, pues estaban ansiosos por concluir aquella horrible tarea, ansiosos por ocultar los restos ensangrentados debajo de un montículo de tierra. No celebraron ninguna ceremonia, no pronunciaron ningún discurso sobre la valentía y lealtad de los caballeros. No había tiempo para eso. La guerra aún continuaba. Echaron tierra con las palas dentro de la sepultura, hasta que ésta estuvo llena.
Gemel recogió su espada y la apretó con fuerza en la mano izquierda hasta que le hizo daño y, entonces, la soltó. La espada cayó de su mano izquierda, pero la derecha la aferró con más fuerza, apretó aún más.
Los soldados acabaron de cubrir la tumba. No había lápida alguna, nada para señalar el sitio en que los Caballeros de Solamnia habían muerto por una causa noble. Gemel se inclinó, volvió a coger la espada y, con ésta torpemente asida en la mano izquierda, avanzó hasta el pie de la sepultura.
A continuación la clavó, con la punta hacia abajo, en el blando suelo.
Se volvió para iniciar el camino de regreso a la tienda, y se desplomó antes de haber podido dar un paso.
***
—Yo fui el único superviviente de aquella batalla —dijo Gemel. Clavó la punta oxidada de la espada una y otra vez en el terreno—. La gente dice que soy afortunado. —Profirió un bufido y miró la sepultura—. El dolor de ellos ya ha concluido. Pueden dormir en paz.
—Sí, lo sé —respondió Caramon con voz queda—. Lo mismo me dijeron a mí al acabar la Guerra de Caos. Después de que un caballero negro me trajera los cuerpos desgarrados y ensangrentados de mis hijos. Después de que yo tuviera que decirle a su madre que dos de nuestros hijos habían muerto. Después de que tuviera que plantar el vallenwood sobre sus tumbas, cuando debería haber estado recogiendo flores para sus bodas. Pasó mucho tiempo antes de que admitiera ante mí mismo que la gente tenía razón. Antes de que dejase de sentirme culpable porque yo estaba vivo y mis hijos no.
Gemel clavó los ojos en el suelo pero no dijo nada.
—¿Qué eran esos monstruos contra los que luchasteis? —preguntó Caramon que, prudente, cambió de tema.
—Algún tipo de monstruos de Caos. Los dioses mismos huían ante ellos, o al menos eso decían.
—Tú no huiste —señaló Caramon—. Te mantuviste firme. Tú y los caballeros.
—Sí. Nos mantuvimos firmes. —Gemel hablaba con amargura—. ¿Y qué consiguieron ellos a cambio? Ese trozo de tierra de allí, donde ahora yacen. Bueno, Majere, ya tengo la condenada espada. Y ¿ahora qué? ¿Vas a frotarla con excrementos de murciélago o algo así?
—Tenemos que llevarla de vuelta a Solace —dijo Caramon—. El hechizo que me enseñó mi hermano sólo será eficaz allí.
—Y Jassar cree que soy yo el loco —masculló Gemel. Se demoró un momento más ante la tumba. Luego dio media vuelta. Él y Caramon habían avanzado apenas unos pocos pasos, cuando Gemel se detuvo.
—Espera un momento. Si me llevo la espada, ya no habrá nada que señale la sepultura.
—Sí que lo habrá. —Caramon señaló el rosal silvestre cuyas flores blancas y rojas perfumaban el aire con su fragancia—. Ésa es su señal. Míralo bien, Gemel. ¿Has visto alguna vez rosas como ésas? Y ¿de dónde han salido? No hay más que pastizales y malas hierbas en kilómetros a la redonda. Sin embargo, aquí crece un rosal, aquí, con todas sus flores.
—Es verdad —replicó Gemel. Recorrió con los ojos la llanura arenosa y árida, cubierta de agostados pastizales y hierbas ralas. Allí, en el centro del pequeño túmulo mortuorio, crecía un rosal con sus hojas verdes y sus flores blancas, cada una de estas últimas con una gota de rojo en el corazón—. Es verdad.
—Y pensar que la gente dice que los dioses nos han abandonado… —comentó Caramon al tiempo que sonreía y sacudía la cabeza—. Y ahora, regresemos a casa.
***
—¡Caramon! —Tika estaba escandalizada—. ¿Qué estás haciendo? ¡Ésa es mi mejor sábana de lino!
Caramon alzó los ojos, con el rostro enrojecido de culpabilidad.
—Lo lamento. Pensé que era una vieja. Es que… necesito una túnica de hechicero…
Tika le lanzó una mirada feroz.
—Caramon Majere, esto ha ido demasiado lejos. ¡No podrías hacer un hechizo ni aunque tu vida dependiera de ello, y lo sabes!
—No es de mi vida de lo que estamos hablando —replicó Caramon al tiempo que sujetaba la sábana bajo su mentón e intentaba medirla sobre su propio cuerpo.
—¿Te refieres a la de Gemel? ¡Estás dándole falsas esperanzas a ese pobre hombre, Caramon, y creo que eso es una crueldad! Y ahora… ¡Ay, por misericordia, deja eso en mis manos!
Tras arrebatarle la sábana a su esposo, Tika la extendió sobre la cama y la observó con aire pensativo.
—Veamos, si la corto en este sentido, quedará tela para las mangas…
—Gracias, querida mía —dijo Caramon al tiempo que le besaba una mejilla.
—Espero que sepas lo que haces —respondió Tika con severidad.
—También yo lo espero —murmuró Caramon, pero no hasta que estuvo seguro de que Tika no podría oírlo.
***
A la mañana siguiente, la posada El Ultimo Hogar no abrió sus puertas, para gran consternación y conmoción de los habitantes de Solace. Los rumores abundaban. Los miembros más jóvenes de la población se jugaron el cuello trepando por los gigantescos vallenwoods para intentar espiar a través de las ventanas; pero, dado que las ventanas eran de vidrio coloreado, el intento acabó en fracaso. La posada había continuado abierta durante guerras y epidemias. Nadie sabía qué espantoso incidente había hecho que cerrara ese día; pero, en ese momento, todos aguardaban delante para averiguarlo.
Dentro había sólo cuatro personas: Caramon, vestido con una túnica blanca y con aspecto muy magnífico; Tika, con aire ceñudo y nervioso; Jassar, pálida y desesperada; y Gemel, con incertidumbre, dudas y ansiedad.
—Encontrar esa maldita espada sólo lo ha hecho sentir peor, no mejor —le decía Jassar, llorosa, a Tika—. La coge y la mira fijamente y luego la arroja al piso, luego vuelve a cogerla y la arroja otra vez. ¡Y durante todo el tiempo se queja del dolor!
—Vamos, vamos —respondía Tika que estrechaba a Jassar entre los brazos y la consolaba con ternura—. Todo saldrá bien. Caramon es un buen hombre, un poco chiflado, quizá, pero buen hombre. Eso tiene que contar para algo.
En una mesa situada en medio de la posada, había una caja mágica. De noventa centímetros de largo, sesenta de ancho y treinta de alto, la caja tenía un aspecto muy impresionante con sus símbolos cabalísticos tallados en los lados de madera. La parte superior de la caja estaba abierta y dejaba ver dos compartimentos que corrían a lo largo, compartimentos formados por una división de madera. En el extremo frontal se veían dos aberturas redondas, una en cada compartimento. En el centro había abierta una ranura. Sobre la parte superior de la caja había una tela fina, diáfana, delgada como una telaraña que Tika reconoció como uno de sus mejores pañuelos tejidos por elfos.
—Tráeme tu espada, Gemel Lathhauser —dijo Caramon con una voz adecuadamente impresionante.
Gemel avanzó, con aire hosco e incómodo. Cuando se detuvo ante la caja, alzó la mirada con una expresión tan desesperada y a la vez esperanzada, que Caramon se vio forzado a volver la cabeza por un momento. Se frotó los ojos y se aclaró la garganta antes de poder continuar.
—Mete la espada en esta ranura que hay en la parte frontal de la caja —ordenó Caramon.
A Gemel le temblaba la mano hasta el punto de que erró en los primeros intentos. Luego logró deslizar la hoja dentro de la ranura abierta en la parte frontal, entre los dos compartimentos. La hoja desapareció.
—Muy bien. —Caramon realizó una inspiración profunda y la dejó escapar de golpe. Ya estaba preparado—. Ahora, con independencia de lo que hagas, no toques la tela que cubre la parte superior de la caja. Ha sido encantada con poderosos hechizos que me fueron enseñados por mi hermano, el gran archimago Raistlin Majere. Debes seguir mis instrucciones con toda exactitud. Si te apartas de ellas en lo más mínimo, el hechizo fracasará. ¿Comprendes?
—Parece algo muy poderoso —susurró Jassar, con pasmo reverente, aunque Tika sólo se limitó a sacudir la cabeza y alzar los ojos al techo.
—Comprendo —replicó de malhumor Gemel, que permanecía erguido con la espalda tiesa.
—Ocupa tu lugar frente a la caja.
Gemel inspiró profundamente, se preparó para lo que pudiese acontecer y avanzó.
—Ahora cierra los ojos —prosiguió Caramon—. Haré el hechizo sobre ti y sobre la caja. Luego, mientras cuento hasta tres, tú meterás ambos brazos, el real y el fantasma, dentro de la caja hasta los codos.
—Y ¿entonces, qué? —Gemel se mostraba suspicaz.
—Entonces actuará la magia. Cierra los ojos —ordenó Caramon con tono picajoso.
Gemel suspiró, sacudió la cabeza y cerró los ojos. Caramon comenzó a entonar palabras místicas, palabras que tenían un sonido sutil, aéreo. Su voz ascendió en un crescendo y él golpeó las palmas una contra otra, de modo repentino y sonoro, sobresaltando a todos los presentes, incluido él mismo. Gemel dio un respingo ante aquel sonido, pero no abrió los ojos.
—El hechizo está hecho. Mete los brazos en la caja —indicó Caramon.
Gemel vaciló, pero avanzó hasta la caja y metió el brazo izquierdo en el agujero correspondiente de la caja. Luego hizo como si metiera el derecho en el otro. Entonces profirió una exclamación ahogada de asombro.
—¡No puedo creerlo! ¡Es inverosímil! ¡Puedo sentir que los dos brazos están dentro de la caja!
—Bien —respondió Caramon mientras sonreía con satisfacción—. Ahora puedes abrir los ojos.
Gemel abrió los ojos, miró al interior de la caja y realizó una sobresaltada inspiración de pavor reverencial. Jassar y Tika avanzaron con discreción para mirar a su vez.
—¡Dios mío! —gimió Jassar.
Dentro de la caja estaban los dos brazos de Gemel, el izquierdo y el derecho, con sus correspondientes extremidades. Las dos manos estaban fuertemente cerradas en forma de puños.
—Debemos guardar silencio —dijo Caramon—, y dejar que la magia actúe.
Permanecieron todos callados, todos pasmados y maravillados. En el exterior, el aire se volvió más fresco, las ramas de los vallenwoods se mecieron, la posada se balanceó con suavidad, como solía hacer a veces. Una tetera que se encontraba precariamente posada sobre el hogar, cayó al suelo con un repentino y metálico estrépito; y Tika profirió un grito entrecortado y se llevó ambas manos a la boca.
—¡Ésa es la señal! ¡La magia ya ha hecho efecto! A través del poder de mi hermano —declaró Caramon—, le he dado forma a tu brazo dentro de la caja. —Repitió las palabras mágicas y gritó con tono estentóreo—: ¡Demonio de Caos, te exhorto a que dejes libre la carne de este hombre! —A continuación, miró a Gemel—. Ahora abre los dos puños y relaja los brazos.
Con lentitud, Gemel aflojó los tensísimos músculos de las manos. Sus dedos comenzaron a enderezarse y se estiraron. Las manos se relajaron; las dos lo hicieron. Gemel las miraba fijamente a través de la tela.
—¡Rápido! —gritó Caramon—. ¡Saca los brazos de la caja! El demonio te ha dejado en libertad. ¡Lo tengo prisionero en un encantamiento, pero no podré resistir mucho!
De un tirón, Gemel sacó el brazo de la caja, y se quedó mirando el sitio en que había estado el brazo derecho, con expresión de pasmo.
—¡No puedo creerlo! ¡Ya no siento el brazo! ¡El dolor ha desaparecido!
Las rodillas de Gemel cedieron. Con un sollozo estremecido, se derrumbó en una silla. Jassar, llorando de felicidad, lo rodeó con los brazos. Él tendió el izquierdo y la atrajo hacia sí para estrecharla con fuerza, mientras Tika contemplaba a su esposo con ojos abiertos de par en par a causa del asombro.
—Caramon… —inquirió Tika.
—¿Sí, querida mía? —respondió él al tiempo que se volvía para mirarla con serenidad.
—Nada. —Parecía desconcertada. Miró, temerosa, el interior de la caja—. ¿Es… es verdad que el demonio está atrapado ahí dentro?
—Exactamente aquí —replicó Caramon al tiempo que cogía el pañuelo que cubría la caja y lo arrojaba al gigantesco hogar de la posada. Se produjo un destello de llamas azules y desapareció. Aunque había sido el mejor de sus pañuelos, Tika no dijo una sola palabra.
—El demonio se ha marchado. Ya nunca podrá volver a hacerte daño —declaró Caramon. Tras sacar la espada de la caja, se la entregó a Gemel—. Guarda esto para que te recuerde a los hombres valientes que murieron… y a los que viven.
Gemel extendió el brazo y aferró con fuerza la mano de Caramon.
—Has salvado mi cordura y mi vida. ¿Cómo podré pagártelo?
—Para empezar, manteniéndote fuera de El Abrevadero —respondió Caramon con severidad—. Te lo debes a ti mismo. En cuanto a pagármelo, hay algunas tareas que puedes hacer en la posada.
—¿Tareas para un hombre que tiene un solo brazo? —inquirió Gemel con tristeza.
—Aumenta la fuerza de ese único brazo —respondió Caramon—, y habrá trabajo de sobra para ti en cualquier parte.
***
Por Solace corrió a toda velocidad el rumor de que Caramon Majere había hecho un hechizo mágico y conseguido que a un hombre manco le creciera un brazo nuevo. A continuación llegó el pánico. Algunas personas acudieron a la posada con la esperanza de beneficiarse de algún milagro, mientras que a otros les entró el susto e insistieron en que nunca más volverían a poner un pie en aquel sitio maldito.
Durante todo el día, Caramon afirmó con determinación, ante todos y cada uno de ellos, que no había hecho nada fuera de lo corriente; y puesto que todos sabían que Caramon Majere era incapaz de contar mentiras, y dado que él se dedicó a sus tareas como tenía por costumbre y no sacó ningún demonio de Caos del interior de las patatas picantes, la gente empezó a pensar que el rumor no era más que eso: un rumor. A la hora de la cena, todos los habitantes de Solace reían sinceramente ante la idea de que Caramon fuera un hechicero.
Todos excepto Tika. Ella había visto los dos brazos dentro de la caja, había visto a Gemel libre de su dolor. Durante todo aquel día, trató a su esposo con un nuevo respeto, tratamiento del que él disfrutó plenamente porque, ¿dónde está la pareja casada cuyos miembros, por felices que sean juntos, no caigan de vez en cuando en la inercia de considerar la presencia del otro como algo seguro?
Aquella noche, a solas en el dormitorio, Tika se sentó con aire cansado.
—¡Vaya día! —suspiró—. Me alegro de que haya acabado.
—También yo —le aseguró Caramon. Llevaba consigo la caja mágica, que colocó sobre la mesita de noche de Tika. Ella le lanzó una mirada incómoda a la caja.
—¿No crees que deberías guardar eso bajo llave en algún sitio seguro?
—No, creo que está bastante segura aquí —replicó Caramon con despreocupación.
Tika, con aire dubitativo, cogió su cepillo del pelo.
—¿Dónde está mi espejo? —preguntó de repente, mientras contemplaba el espacio vacío que había en la pared—. ¡Ha desaparecido! ¡Caramon, un ladrón ha robado mi espejo!
—Yo no te lo robé, querida mía —replicó Caramon con tono taimado.
Metió una mano en la caja y sacó el espejo que, con gesto solemne, le devolvió a su esposa.
—Sólo lo cogí prestado.
Tika miró el espejo, luego miró la caja y, por último, le arrojó el cepillo del pelo a su esposo.