Alud de hielo

[Douglas Niles]

Comencé la cacería impelido por el recuerdo de los rostros hambrientos y las miradas obsesionadas, pues habían pasado cuatro largos meses desde que nuestra tribu había comido algo más que raíces y duro pan de cebada. La caza había sido escasa durante el verano y, con la prematura llegada de un otoño que anunciaba un duro invierno, aquel período de días secos y despejados podía ser la última oportunidad que tuviese de cobrar alguna pieza antes de que el frío reclamara para sí las Praderas de Arena.

Tras darle a conocer el itinerario sólo a Darr, mi hembra, hice los preparativos con rapidez y me alejé del clan antes de que el alba despertara a la tribu del Asta Roja.

Me lancé a atravesar la llanura a toda velocidad y me deleitó el sentir lágrimas en las mejillas; las lágrimas que hacía brotar el viento en mi carrera desenfrenada. Mis cascos resonaban con un ritmo alegre mientras los kilómetros iban quedando atrás sobre el inmutable paisaje: grandes zonas de hierba agostada e incontables extensiones de fina arena interrumpidas aquí y allá por unos pocos arbustos cargados de bayas otoñales. Sobre el seco terreno reconocí el rastro de animales pequeños; vi la característica flor en forma de penacho de la raíz analgésica medicinal; percibí el aroma de los cebollinos y el orégano. No me sentí desanimado por la ausencia de caza mayor, ya que se daba por seguro que, en un área tan cercana a nuestro campamento, los retozos de los jóvenes centauros habrían alejado hacía ya mucho tiempo cualquier pieza digna de mis aceradas flechas.

Aunque me impulsaba la apremiante necesidad de comida que tenía el clan, disfrutaba no obstante de la libertad de cabalgar a solas y me alegraba de haberme librado de las ataduras de las preocupaciones diarias. Era agradable estar solo de vez en cuando, acechar a las astutas presas, y correr sin más. En ese momento estaba dispuesto a dedicar tantos días como fuesen necesarios a encontrar las huellas del alce, el ciervo o el búfalo.

Antes del mediodía de esa primera mañana, mi camino se cruzó con la senda que seguía un antílope pequeño, pero ni siquiera aminoré la marcha y mis largas patas mantuvieron la cadencia, un galope que devoraba kilómetros sin parar, mientras mis pensamientos se centraban gradualmente en un solo objetivo: regresar con la carne suficiente para un espléndido banquete, una fiesta magnífica para toda la tribu del Asta Roja.

A pesar de que el día era luminoso y en el cielo no se veía ni una nube, pude percibir el helor que llegaba en la brisa procedente del sur. El primer sorbo de aquella mañana, tras romper con los cascos la fina placa de hielo que se había formado sobre un pozo de agua, fue una señal más que evidente. Darr me había deseado todo el éxito que los dioses pudiesen concederme, y la visión de su abdomen hinchado me proporcionó un ímpetu adicional ya que, en la primavera siguiente, sería responsable de alimentar otra boca.

Tras trotar durante muchas horas en dirección oeste, llegué al profundo barranco de escarpadas pendientes que conformaba una de las fronteras del territorio de nuestro clan y era uno de los escasos obstáculos existentes en las extensas praderas. Me detuve al llegar al borde y miré a izquierda y derecha en busca de una de las numerosas sendas que bajaban hacia la hondonada. No vi ningún descenso fácil, pero no me preocupé. Aunque el fondo del barranco era estrecho, estaba relativamente limpio de rocas sueltas.

Pateé con los cascos y sacudí la cabeza para hacer que mi melena, de color castaño rojizo, cayera sobre el hombro derecho. Levanté en alto el brazo izquierdo con el que sujetaba el poderoso y largo arco que tenía ya tensa la cuerda hecha con tripas de oso trenzadas. Una aljaba a la que podía acceder con facilidad me colgaba del hombro hasta más abajo del vientre, y un haz de flechas adicionales se encontraba sujeto a los zurrones que llevaba atravesados sobre la grupa.

Mientras trotaba junto al precipicio gruñí en silencio, repentinamente impaciente. Aquél era uno de los pocos lugares en los que mi enorme tamaño y velocidad de centauro no constituían la más mínima ventaja: mientras que cualquier niño humano podía bajar por la pendiente cubierta de rocas sueltas sin dificultad, yo corría el riesgo de caer rodando sin parar hasta el fondo, y partirme una pata o algo peor. Así pues, continué recorriendo el ondulante borde en busca de un sendero relativamente seguro por el que descender.

Era ya muy entrada la tarde cuando hallé un lugar desde donde se podía bajar hasta el fondo del barranco. Dicha senda caía en un ángulo gradual y era lo bastante ancha para dar cabida incluso a los cascos de un centauro. Dirigí una última mirada a las praderas y, al ver el glaciar, comprendí que había recorrido una larga distancia hacia el sur. Desde donde estaba la descomunal pared de hielo parecía más grande y se encumbraba a mayor altura en el horizonte.

Inicié el descenso al tiempo que percibía cómo el polvo y la grava se deslizaban en una suave avalancha. Medio caminando, medio resbalando por el sendero, no tuve ningún problema para mantener el equilibrio sobre aquella rampa natural cuyo último tramo recorrí deslizándome sobre las ancas hasta llegar abajo.

El terreno del fondo del barranco era fácil, así que me puse en marcha con un trote regular para disfrutar de las curvas del serpenteante camino. Las paredes de ambos lados se inclinaban hacia fuera, y yo no apartaba la vista de la occidental, en busca de la ruta que me permitiría ascender otra vez hasta las praderas.

Eso explica, probablemente, que tardara tanto en advertir el rastro. Cuando al fin bajé los ojos, las huellas parecieron saltar hacia mí, más grandes que las dejadas por mis cascos, impresas con total claridad en el llano suelo, al socaire de una roca de gran tamaño. Se trataba de huellas de oso, sin duda alguna, y constituían un descubrimiento insólito.

Los únicos osos que yo conocía eran los enormes y peligrosos mamíferos carnívoros que moraban en el glaciar y sus alrededores, al sur del lugar en el que me encontraba. Me arrodillé para olfatear las impresiones dejadas por las zarpas y, de inmediato, percibí el olor del animal mezclado con el hedor ácido de la orina. El rastro había sido dejado hacía un día, más o menos. También detecté un dejo de pescado en el olor de la criatura, lo cual parecía confirmar que se trataba de un oso de los hielos, pues aquellos enormes depredadores se alimentaban de los salmones y focas que medraban a lo largo de la helada costa meridional del océano Courrain.

Pocos animales son más poderosos o peligrosos que un oso de los hielos plenamente desarrollado. La criatura había estado avanzando hacia el norte en la misma dirección que seguía yo, por el fondo del profundo barranco de escarpadas paredes. Por la dirección que señalaban las huellas, aquel enorme animal, que se encontraba muy lejos de su territorio, aparentemente continuaba alejándose del glaciar y adentrándose en las uniformes Praderas de Arena.

Al principio, fue sólo la curiosidad lo que me llevó a seguir su rastro, y durante el resto de la tarde continué galopando a buena velocidad. Las huellas eran tenues, pero resultaba claro que no había pasado más de un día desde que habían sido hechas. A pesar de ello, yo sabía que la criatura se encontraba a una distancia segura, por delante de mí.

La luz de últimas horas de la tarde sumía en sombras el barranco cuando me detuve en seco, sobresaltado por la visión del rastro y de las enormes zarpas que habían arañado la pendiente del despeñadero. El oso había realizado un esfuerzo tremendo: había trepado hacia lo alto y salido del refugio que le proporcionaba la grieta, con el fin de emprender la marcha a través de las praderas.

En ese momento, el plantígrado se hallaba en el mismo territorio que ocupaba mi tribu.

Al darme cuenta de eso experimenté una nueva sensación de urgencia, ya que resultaba evidente que si el oso permanecía en las Praderas de Arena, constituiría una amenaza mortal para los centauros del Asta Roja. Si lograba aclimatarse a las temperaturas algo más suaves que las de su lugar de origen, podría sentirse tentado de establecerse y alimentarse de las fáciles presas que moraban allí.

La pared del barranco era demasiado escarpada para que yo pudiese seguir el ascenso del oso así que, una vez más, tuve que buscar una ruta más transitable. Aceleré el paso y galopé por el fondo de la serpenteante quebrada, al tiempo que advertía que el barranco se desviaba hacia el oeste y se apartaba de la dirección norte que seguía al principio. La criatura había escogido aquel punto para salir, como si algo la impulsara a alejarse de sus montañas nativas.

Tuve la sensación de que pasaba una eternidad antes de encontrar, por fin, un saliente de sólida roca que me proporcionó una rampa de ascenso. Subí con toda la rapidez posible e irrumpí en las praderas con una flecha a punto en el arco, ya que casi esperaba que el oso de los hielos estuviera esperándome. Miré a derecha e izquierda y experimenté una cierta decepción cuando no pude ver al poderoso carnívoro por ninguna parte.

Giré hacia el este y galopé a lo largo del barranco, mientras el suelo pasaba bajo mis patas como un borrón. El sol se encontraba ya muy bajo, y mi sombra se alargaba sobre el plano terreno, ante mí, cuando llegué al lugar exacto por donde había ascendido el oso.

Vi que su rastro —más grande que el de los cascos de un semental centauro—, se dirigía en línea recta hacia las praderas y, de inmediato, reparé en otras huellas: éstas pertenecían a unas sandalias humanas, y seguían al oso desde el barranco. Resultaba obvio que un Hombre de las Llanuras, un cazador probablemente, había hallado el rastro del animal y me precedía a muy poca distancia. A pesar de que el oso constituía una peligrosa amenaza y no resultaba un alimento de la mejor calidad, experimenté una punzada de contrariedad ante la idea de que un humano persiguiera a mi presa. Los centauros toleramos en general a los Hombres de las Llanuras, pero en este caso se trataba de algo personal. El oso de los hielos me fascinaba, y estaba resueltamente decidido a ser yo quien lo derribase.

Cuando me apetece, puedo viajar a mayor velocidad que humanos y osos, así que redoblé la marcha mientras escrutaba el horizonte y sentía en la espalda el helado viento del sur, que se hacía cada vez más fuerte. De pronto, se formó un velo de nubes finas que ocultaron el sol de la tarde y continuaron espesándose con rapidez hasta oscurecer todo el cielo tras un manto de color gris. Tal vez debido a que ya estaba alterado por el extraño comportamiento de mi peligrosa presa, aquel fenómeno climático me pareció tan alarmante como una fuerza consciente y de naturaleza mortal.

No obstante, estaba decidido a continuar debido al convencimiento de que el oso de los hielos se había convertido en una amenaza mortal para mi propia manada. Al cabo de poco, sentí gélidas punzadas en la piel cuando los afilados cristales de hielo barrieron las llanuras, arrastrados por el vendaval en ciernes. Por un momento, deseé tener una capa. Como todos los centauros, normalmente desdeño las prendas de vestir por considerarlas un estorbo innecesario, pero aquella tormenta prematura era de un helor sobrenatural. Jadeé sonoramente y me estremecí, al tiempo que pensaba, anhelante, en Darr. Con estos pensamientos, me alegré de haberle dejado la piel que ambos compartíamos. Era una hembra espléndida, veloz y briosa, y la amaba con toda el alma. Sería para mí un gran placer matar aquel oso y llevarle otra piel como trofeo.

Me pregunté quién sería el humano que, al igual que yo, aún seguía el rastro. Sin duda, también a él lo incomodaba la repentina tormenta. Me detuve un instante y bufé mientras me volvía a mirar hacia el sur, donde el aire se había transformado en una niebla de lóbrega blancura, y las partículas de hielo —demasiado diminutas, demasiado duras para llamarlas nieve—, me azotaron el rostro. Al cabo de poco rato, ya no pude ver mucho más que el inmediato torbellino de la tormenta. El glaciar del Muro de Hielo ya se encontraba lejos y, sin embargo, tuve al mismo tiempo la rara percepción de que se hallaba más próximo de lo que resultaba posible.

En ese preciso instante, me asaltó la extraordinaria sensación de que me observaban. Era como si la descomunal tormenta tuviese ojos que se clavaran sobre mí desde las alturas de un cielo brillante e incoloro. La visión de una cabeza monstruosa, de unas extremidades gigantescas en forma de abanico y muy extensas, se me echó encima de modo tan súbito, tan avasallador, que me sentí paralizado por el miedo.

Mediante un esfuerzo de voluntad, aparté los ojos, me erguí en toda mi estatura, sacudí la cabeza y, tras volverme una vez más hacia el norte, eché a correr.

Fue apenas poco rato después, cuando la luz diurna se transformaba en pálida penumbra, que distinguí una figura embozada en una capa, encorvada para protegerse del viento y el aguanieve, que avanzaba con lentitud hacia el norte ante mí. Reconocí la lanza emplumada de una de las tribus cercanas de Hombres de las Llanuras, y llamé al cazador al acercarme.

—Ah, centauro —respondió él, tembloroso—. Veo que también tú has encontrado la senda de esta bestia insólita.

El hombre era un cazador moreno, de nariz aguileña, alto incluso para lo que era normal entre los suyos. No obstante, su cabeza apenas si me llegaba al pecho.

—Lo he seguido durante todo el día hasta ahora. —Estaba dispuesto a reclamar mi derecho por haberlo visto primero, y mantenía las manos apretadas con fuerza en torno a mi arma.

Por el asentimiento cordial de la cabeza, comprendí de inmediato que el hombre estaba dispuesto a abandonar la persecución, cosa que sus palabras confirmaron.

—En ese caso, quédate con el oso, y que tengas mucha suerte. Por lo que a mí respecta, ya casi había tomado la decisión de dar media vuelta, porque siento una gran necesidad de regresar a mi morada, donde aguarda mi mujer. En esta tormenta hay algo malévolo que me previene contra la posibilidad de aventurarme fuera de estas llanuras.

—Yo debo ocuparme de este oso antes de regresar con los de mi tribu. Una bestia semejante debe ser muerta si deseamos impedir que asole las llanuras…

—Intrépido cazador —declaró el hombre al tiempo que inclinaba la cabeza—. Debo admitir que esta tormenta me afecta profundamente. Es una señal nefasta.

Yo bufé, aunque sus palabras me preocuparon más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Hace falta algo más que una ráfaga de viento y un poco de nieve para detenerme —le aseguré.

—En ese caso —replicó el hombre, que si se sintió ofendido por mi bravata, no dejó traslucir sus sentimientos—, que los dioses bendigan tus flechas y a tu tribu —declaró con otra inclinación de cabeza.

Tras separarnos, pronto nos perdimos de vista en el blanco vendaval, y mi intranquilidad se desvaneció al hacerse más intensa e inmediata la persecución. A despecho de las palabras de advertencia del humano, yo sabía que había llegado demasiado lejos para abandonar.

Aminoré la velocidad hasta un paso de marcha, pues sólo podía mirar con los ojos entrecerrados al suelo donde distinguía, de vez en cuando, alguna pisada en la creciente oscuridad. Las huellas del oso estaban muy espaciadas, lo que demostraba que seguía avanzando a buena velocidad. Acabé por detenerme cuando oscureció y me vi imposibilitado para continuar adelante. Por suerte, la ventisca de hielo había cesado de momento y, aunque el viento continuaba siendo frío, yo sabía que también el oso tendría que descansar. Sin duda, le daría alcance hacia el mediodía siguiente.

Me obligué a dormir de pie para permanecer alerta, con el torso humano cómodamente reclinado sobre mi lomo equino. Dicha postura me permitía dormitar con sueño ligero al tiempo que permanecía alerta ante cualquier posible complicación. Durante la noche desperté sobresaltado en varias ocasiones, pero no se debió más que a los nervios, a las marmotas o al aullido del viento. No era nada que justificara una alarma, así que volví a reclinarme y aguardar con ansiedad los primeros indicios del amanecer.

Cuando volví a avanzar, en la penumbra, medité sobre el comportamiento de aquel oso. Esos poderosos carnívoros permanecían casi exclusivamente en torno a la periferia del gigantesco glaciar, a unos ciento cincuenta kilómetros o más, al sur de nuestra árida tundra. Las focas y salmones medraban en las gélidas costas del océano, y la temperatura estaba bien por debajo del punto de congelación. Más aún, el glaciar del Muro de Hielo, adornado por la escarcha y sus campos de nieve circundantes, proporcionaba a los depredadores de pelo blanco un camuflaje casi tan eficaz como un hechizo de invisibilidad. Aunque, de vez en cuando, algún oso de los hielos llegaba hasta las llanuras meridionales, nunca había sabido de ninguno que se hubiese aventurado tan lejos de sus montañas natales.

Entonces, a medida que avanzaba la mañana, me di cuenta de que el oso seguía una dirección definida, como si siguiese las indicaciones de una brújula: en línea recta hacia el norte, a través de las monótonas llanuras. El día era luminoso, pero los rayos del sol parecían pálidos y débiles en un aire que se hacía cada vez más gélido. A estas alturas, el animal ya había avanzado hasta más allá del área en que podría constituir una amenaza para la tribu del Asta Roja, pero yo no contemplaba siquiera la posibilidad de abandonar la persecución.

Armado con mi arco podía derribar a la bestia, y me encontré con que codiciaba su enorme piel: sería estupenda, gruesa y cálida durante el invierno en ciernes. Y la carne bastaría para celebrar un gran banquete colectivo. El tesoro de grasa que contenía, muy apreciada por los herreros y curtidores centauros, sería valioso para todos.

La verdad era que aquel oso de los hielos constituiría un buen premio.

Sus huellas aún resultaban visibles, como una línea de hierba aplastada sobre los matojos secos de la tundra. No obstante, hacia media mañana, volvió a aparecer el aguanieve y la nieve propiamente dicha, y comprendí que, en cuestión de pocas horas, aquella precipitación helada cubriría el rastro de la criatura.

Aceleré el paso y comencé a galopar tras sus huellas, impulsado por una sensación de urgencia. Me ajusté la aljaba de través sobre el vientre para asegurarme de que podría sacar las flechas en una fracción de segundo. Mis ojos miraban hacia uno y otro lado e intentaban atravesar el velo de la ventisca, que se hacía cada vez más espeso.

Y en aquella caótica nevada, volví a percibir la amenaza. La tormenta tenía una peculiaridad que presagiaba algo nefasto. ¿Acaso también el oso de los hielos percibía el poder de aquel fenómeno? ¿Acaso no sólo huía de mí, sino también del peligro de hielo y la escarcha?

La acometida invernal arreció con alaridos de viento cortante y nieve punzante. Al poco rato, las llanuras quedaron salpicadas por pequeños montoncitos de nieve. Las huellas del oso desaparecían con frecuencia bajo el blanco manto, pero logré seguirle el rastro y continuar adelante. Algunos ventisqueros me llegaban a las rodillas, pero mis poderosas patas se abrían camino con facilidad entre esas barreras.

A esas alturas tenía la melena y la barba cubiertas de escarcha. Al respirar exhalaba nubes de vapor y las zonas desnudas de mi piel ya estaban blancas a causa del contacto con el hielo. Intenté flexionar los vigorosos dedos de las manos y descubrí, con consternación, que estaban casi insensibles.

El viento aullaba sin parar. Entonces se me ocurrió que el camino que seguía me había hecho girar en redondo hasta acabar a favor del viento con respecto a mi presa, y que tal vez el oso podría percibir mi olor.

Entrecerré los ojos e intenté atravesar con la vista la blanca furia de la tormenta. Mientras avanzaba trabajosa y penosamente, me sentía cada vez más perplejo por aquel clima siniestro. En algún lugar cercano había un oso de los hielos, pero yo no tenía medio de saber si el animal continuaba su decidida fuga o si en ese mismo instante estaba describiendo un círculo para volver y acorralar a su tenaz perseguidor.

En ese instante, una masa blanca irrumpió desde mi izquierda, perceptible sólo como un destello de movimiento en la periferia de mi campo visual. Giré a toda velocidad, y el oso de los hielos hizo un terrible sonido chasqueante. Al abrirse, las enormes mandíbulas dejaron a la vista una lengua rosa entre labios negros y largos dientes amarillentos, mientras las terribles zarpas se tendían hacia mí, ansiosas por despedazar la carne de un centauro.

Yo tenía el arco preparado, pero disparé con torpeza. A continuación saqué una segunda flecha. Con la primera logré sólo rozar el pecho del oso, mientras que el siguiente proyectil atravesó el pelaje blanco, los gruesos tendones y fibrosos músculos, y se enterró hasta las plumas en la garganta del animal.

Impávido, el oso volvió a atacar y yo, tras arrojar el arco a un lado, me alcé sobre las patas posteriores y lancé contra el pecho ensangrentado de la bestia los cascos delanteros, cuyos peludos espolones se agitaron al viento como pendones de batalla. El oso me desgarró las patas, y me vi empujado hacia atrás por la fuerza de sus zarpazos. Mientras intentaba hacer caso omiso del terrible dolor, desenfundé mis últimas dos armas: unas dagas gemelas de hoja lo bastante larga para que pudiera llamárselas espadas cortas cuando estaban en las manos de un ser humano.

Con los brazos extendidos, me lancé hacia adelante mientras mis poderosos cascos posteriores pataleaban en busca de un punto de apoyo en el suelo, resbaladizo a causa del hielo. Volaron nubes de polvo y, por fin, hallé el terreno adecuado. A pesar de estar maltrecho a causa de las heridas, el oso de los hielos me hizo frente con toda la fuerza de una carga desesperada.

Tras clavar una daga en cada flanco del cuello del animal, proferí un grito ahogado cuando los largos dientes me atravesaron las duras fibras del pecho. Luego, estallé en un alarido de dolor al oír el crujido de mis costillas y sentir como si un fuego abrasador me lacerara el abdomen. La cabeza parecía darme vueltas, enloquecida, y una misericordiosa inconsciencia me llamaba con voz tentadora; pero mis poderosas manos mantuvieron la presa y las hojas de acero se hundieron más profundamente en la carne de mi enemigo.

Desesperado, retrocedí y volví a clavar las armas de agudo filo, hasta que, por último, la criatura se desplomó y supe entonces que uno de los cuchillos había encontrado la yugular.

Proferí un gemido y retrocedí con paso tambaleante para dejar que el cuerpo, repentinamente laxo, del oso cayera sobre el suelo congelado. Palpé con delicadeza la herida que el mordisco me había abierto en el hombro izquierdo, y el repentino y lacerante dolor me arrancó gruesas lágrimas. Estaba mortalmente debilitado, me tambaleaba y perdía el equilibrio, al borde del desmayo. Alcé la cabeza e intenté mirar hacia el sur, al interior de la tormenta, pero no vi nada más que blancura.

Fue en ese momento cuando percibí una sombra descomunal que pasaba por lo alto, que envolvía las llanuras y el mundo entero en una ventisca monstruosa. La forma colosal desapareció de modo casi instantáneo, aunque entonces el frío fue aún peor si cabe, y la tormenta arreció por todas partes a mi alrededor.

Pensé fugazmente en desollar a mi presa, pero comprendí lo estéril que sería el intento.

Estaba claro que el oso había comprendido mejor que yo lo que estaba sucediendo. Huía del origen… No, del amo de esta tormenta. Yo, arrastrado por la persecución, me había unido al animal como víctima de ese amo.

¿Por qué no había comprendido antes este hecho? Podría haber dejado en paz al oso, que sólo intentaba escapar. Podría haberme salvado del blanco monstruo de cuerpo serpentino que controlaba la nieve, el hielo y el viento. La tormenta conquistaba ya las llanuras, y la manada de centauros, si aún no estaba condenada, se habría puesto rápidamente en marcha para emigrar hacia el norte en un desesperado intento de sobrevivir.

Di un paso inseguro hacia las fauces de la tormenta, y esto me provocó dolor en el pecho cuando las costillas partidas se me movieron dentro y se clavaron en los pulmones y músculos. Proferí un gemido al tiempo que caía de rodillas y sacudía la peluda cabeza con la inflexible determinación de ponerme de pie una vez más.

Pero, al fin, me fallaron las fuerzas en el frío y el hielo, en la terrible tormenta. Pensé en Darr mientras me desplomaba en el suelo y posaba la torturada frente contra el flanco aún tibio de mi vencido enemigo.