Carroñeros

[Jean Rabe]

La bodega del barco estaba envuelta en sombras, pero los ojos de elfa de Telyil penetraron en la oscuridad y distinguieron docenas de sacos de lona, llenos de monedas de acero.

—Una fortuna —susurró.

Mientras la doncella elfa se movía en silencio hacia la popa, sus delgados dedos pasaban sobre las tallas de marfil de animales exóticos. Un cofre volcado a sus pies contenía rubíes y sartas de perlas. Los diamantes destellaban desde un arcón cercano.

—¡Telyil! ¿Has encontrado algo? —preguntó una voz ansiosa desde la cubierta que quedaba en lo alto.

Al alzar los ojos, Telyil vio a un joven rostro de color azulado que la miraba por la escotilla, y sacudió la cabeza.

—Nada de valor para nosotros, me temo. ¿Y vosotros, Rulbir? ¿Habéis tenido más suerte?

—¡En la cocina hemos encontrado los cadáveres de una docena de hombres! Deben de haber quedado atrapados cuando se hundió el barco. Todos ellos tenían dagas, algunos iban armados con espadas. Había una lanza y la he reclamado para mí. —Agitó la lanza mencionada en el aire—. ¡Sólo unos piratas podrían tener tantas armas!

Eso explicaría aquella bodega llena de bonitas chucherías, pensó Telyil. Se impulsó fuera del lugar, moviéndose sin esfuerzo por el agua salada.

—Hemos recobrado un trozo de cuerda del camarote del capitán —explicó Rulbir mientras nadaban juntos por los estrechos corredores del barco—. Es fina y resistente. ¡Está hecha de un material excelente! Había un escudo en la pared, y Duqay quiere quedárselo. Es una tontería por su parte, porque pesa mucho y se herrumbrará.

Al cabo de unos momentos, Rulbir y Telyil se encontraron en cubierta, en compañía de otros dos dimernestis de piel azulada. Las dagas y espadas recuperadas, además del escudo, yacían dentro de una red junto con media docena de potes de cerámica bien tapados. Había otros varios objetos: herramientas de superficie a las cuales los elfos marinos les encontrarían alguna utilidad; coloridas túnicas y una funda de lana que, según explicó Rulbir, contenía cuchillos y tenedores de la cocina.

—Un buen hallazgo —asintió Telyil—. Nos queda uno más que explorar para hoy. —Señaló hacia el nordeste, y sus compañeros miraron por encima de los cascos podridos que conformaban el cementerio de barcos del fondo del océano Courrain Meridional. Había casi doscientas naves hundidas y la banda dimernesti las había explorado prácticamente todas.

Los elfos marinos creían que un dragón era responsable del hundimiento de los barcos. Aunque no habían visto nunca a la bestia, sí que habían observado evidencias de que existía: había agujeros dentados en el casco de los barcos, escaseaba el pescado que ellos pescaban en el pasado, y algo había calcinado los lechos de algas que solían cosechar en otro tiempo. El dragón había arruinado su territorio y los había convertido en carroñeros. Los elfos marinos sospechaban que usaba como cubil una de las cuevas de las aguas profundas, pero ninguno de ellos era lo bastante tonto para ir a investigar.

—¿Estás segura de que debemos arriesgarnos a entrar hoy en ese barco?

—Sí, Rulbir —replicó Telyil—, pero debemos darnos prisa.

Los dimernestis nunca permanecían mucho tiempo en el cementerio de barcos, pues temían que el dragón pudiese descubrirlos. Siempre registraban furtivamente los naufragios y luego regresaban con sus familias, que se encontraban a salvo en las interconectadas cuevas marinas, allende el cementerio.

El grupo de elfos nadó hacia el barco, manteniéndose en las sombras que proyectaban los restos de los navíos. Los más antiguos se habían hundido tan profundamente en la arena que era poco lo que quedaba visible de las cubiertas, y lo que se veía estaba incrustado de coral y moluscos.

Los elfos se deslizaron al interior a través de un agujero.

—Duqay, Rulbir, registrad la bodega —ordenó Telyil—. Phir y yo nos encargaremos de los camarotes de la tripulación y la cocina.

Telyil nadó hacia una escotilla y ascendió a la cubierta siguiente, mientras sus ojos observaban las ornamentadas lámparas de latón, los decorativos pomos de las puertas y las paredes de madera primorosamente labrada.

Algo pesado había caído contra una puerta cuando el barco se hundió, pero Phir era fuerte y decidido y, por fin, logró empujar la puerta hasta abrirla lo bastante para que él y Telyil pudieran deslizarse por ella.

La sala que había al otro lado estaba llena de camas atornilladas al piso, y sábanas que flotaban en el agua como fantasmas. Los cadáveres de ocho marineros, uno con los brazos y las piernas terriblemente mutilados, flotaban cerca del techo.

—¡Uno de los humanos está vivo! —exclamó Phir.

Imposible, pensó Telyil. Pero, al estudiar los cuerpos abotagados y cubiertos de llagas debido a la exposición al agua salada, reparó en que uno de ellos era diferente: estaba ileso. El hombre movía las piernas con lentitud para mantener la cabeza en el espacio en que había quedado aire milagrosamente atrapado.

—Pondré fin a su sufrimiento —dijo Phir mientras desenfundaba la daga que llevaba al cinturón.

Pero una mano de Telyil salió disparada para detenerlo.

—Pero se ahogará —protestó Phir—. Es una muerte desagradable para un ser que respira aire. Será mejor que muera rápido en mis manos, y experimente sólo un breve dolor.

—No, Phir, no si yo…

—¡Hay fruta en la bodega! —gritó la voz de Rulbir desde el pasillo y, al instante siguiente, asomó la cabeza por la puerta—. Telyil, hay tanta que… —Su voz se apagó al ver al marinero.

—Telyil no quiere que lo mate —explicó Phir.

—No es necesario —contestó Rulbir mientras se deslizaba al interior—. El mar lo matará muy pronto, aunque tal vez podamos hablar antes con él, averiguar algo sobre el dragón que hundió este barco.

—Yo lo haré —dijo Telyil mientras nadaba hacia el hombre. Salió a flote junto a él y contempló el rostro arrugado del marinero. Los ojos del hombre tenían una mirada dura y distante, y mascullaba suavemente para sí.

—Eferverd. No. Eferverd —repetía el hombre una y otra vez. Se encontró con la mirada de Telyil y su voz subió de volumen—. ¡No. Eferverd no! —El hombre apartó la mirada y reanudó el murmullo ininteligible, mientras sus músculos faciales se contraían.

Tal vez se había vuelto loco debido a lo que le había pasado, pensó Telyil, y no era probable que se calmara si se hallaba cara a cara con una mujer de piel azulada, de orejas en punta y cabellos plateados.

Telyil regresó junto a Phir y Rulbir.

—No puedo entenderle ni una palabra. Tal vez en la superficie sería diferente.

—¡No puedes hablar en serio! —le espetó Phir—. ¡Déjalo morir! En alguna parte de estas aguas hay un dragón, y podría verte. ¡Tiene que estar cerca, ya que ha hundido este barco!

—No podemos limitarnos a dejarlo morir.

—Hay muchísimos víveres en la bodega —intervino Rulbir—. Tendremos que hacer tres viajes, tal vez cuatro. ¡Hay frascos de vidrio llenos de fruta, carne, comida de la superficie! También hay una caja ornamentada con una cerradura que Duqay está intentando abrir, rollos y rollos de telas de colores y vasijas y vasijas llenas de vaya a saberse qué. ¡Tal vez sea vino! Espero de verdad que así sea. ¡Vayamos a casa y celebremos este maravilloso hallazgo! Olvídate de este hombre, Telyil.

—Rulbir, tráeme una de esas vasijas —ordenó ella con tono seco—. Phir, tú y los demás podéis comenzar con las provisiones.

Phir apretó los labios hasta que se convirtieron en una línea.

—Vaya tontería —susurró.

—Sí, es mi tontería. —Ella le dedicó una ligera sonrisa—. Hay un arrecife a cierta distancia de aquí. Está sobre el mar y se parece a la espina dorsal de un monstruo de piedra. Llevaré al hombre allí. Con suerte vivirá, y otro barco que pase podrá rescatarlo.

Continuaron discutiendo con palabras cada vez más acaloradas y coléricas.

—¡Se ahogará mucho antes de que lleguéis a la superficie! —le espetó Phir en un intento de acabar con la discusión y, en ese momento, regresó Rulbir con una vasija grande.

—Telyil debe hacer lo que crea correcto.

Ella la vació, la llenó de aire y la tapó mientras intentaba explicarle al hombre lo que tenía en mente. Pareció que él protestaba, pero ella lo atrajo más hacia sí y señaló hacia abajo, y él realizó una profunda inspiración antes de que ella lo arrastrara bajo el agua.

—Vas a necesitar esto. —Rulbir le entregó la lanza—. Por si acaso…, bueno, por si acaso encuentras… barracudas. —En realidad quería decir al dragón.

Ella sonrió y aceptó el arma, aunque sabía que sería prácticamente inútil contra la gruesa piel de un dragón. Luego, comenzó a nadar con el marinero a remolque. Salió de la habitación, recorrió el pasillo y entró en la bodega donde Duqay reunía contenedores de alimentos en una red. Antes de salir por el agujero del casco, le dio al marinero una bocanada de aire de la vasija.

—No hay mucho aire aquí dentro —dijo Telyil, aunque dudaba de que el marinero pudiera entenderlo—. Tendrás que conservarlo todo lo que puedas. Nos queda una distancia bastante larga por recorrer.

Él volvió los ojos hacia el barco y, luego, comenzó a nadar con ella y a tironearle del brazo cuando necesitaba aire. Ambos se mantenían cerca del fondo arenoso, y él abría mucho los ojos cuando veía los barcos hundidos. Cuanto más nadaban, más se le debilitaban los braceos y, al cabo de poco, Telyil se encontró con que prácticamente tenía que arrastrarlo.

—Estarás bien cuando lleguemos a la superficie —dijo ella—. No te des por vencido. Nada lo mejor que puedas.

Pasaron más allá del borde septentrional del cementerio de barcos, donde descansaban algunos de los pecios más grandes. El hombre intentó ascender hacia la superficie, pero ella lo arrastró de vuelta hacia abajo y lo obligó a reseguir un saliente que descendía abruptamente. El hombre se debilitaba cada vez más con cada minuto transcurrido, pero aquél no era el sitio conveniente para subir.

Entonces el suelo comenzó a ascender. Telyil nadaba con mayor rapidez, pues sabía que en la vasija no quedaban más que unas pocas bocanadas de aire. Sus pulmones bombeaban con fuerza mientras subía, veloz, hacia la superficie.

De modo repentino, algo se estrelló contra ella. Se trataba de un tiburón pardo de más de un metro y medio de largo. Telyil empujó al marinero lejos de ella y vio que él lograba continuar hacia la superficie. Telyil se volvió para enfrentarse con el escualo, cuya boca abierta ocupaba ahora todo su campo visual.

Giró del todo y sujetó la lanza ante sí. La criatura de ojos vidriosos se le acercó por la derecha, y ella se apartó rápidamente al tiempo que asestaba un golpe ascendente con el asta de su arma en la barriga del animal y, luego, un segundo golpe que lo alejó momentáneamente. La elfa no usó la punta de la lanza porque no quería correr el riesgo de derramar sangre que atrajese a más tiburones.

Esta vez el pez describió un círculo más amplio, lo cual le dio a Telyil la posibilidad de recobrar el aliento y nadar rápidamente hasta situarse encima de él para golpearle la cabeza con el extremo romo de la lanza, lo cual lo hizo huir. Descendió entonces para intentarlo una segunda vez; pero, entonces, el tiburón se volvió y le dio un coletazo que le arrancó el arma de las manos.

Ella unió entonces los puños, los levantó por encima de la cabeza y los descargó sobre el morro de la bestia con toda la fuerza de que fue capaz. En el mismo instante, se desplazó hasta situarse debajo del pez, lo rodeó con las piernas, se sujetó con fuerza y lo retuvo tenazmente mientras le daba puñetazos.

El tiburón se debatía sin parar e intentaba sacudírsela de encima, hasta que finalmente lo logró. Para sorpresa de ella, el pez se hundió en las profundidades para no regresar, y acabó por desaparecer entre las sombras del fondo.

—Estará buscando algo más fácil de tragar —murmuró para sí misma.

Cuando alzó los ojos distinguió apenas al marinero humano que continuaba nadando, muy en lo alto, y comenzó a bracear hacia él para darle alcance, a pesar de estar cansada y dolorida. El rostro de Telyil rompió la superficie momentos después de que emergiera el marinero. Al dejar entrar aire en su cuerpo, la sensación le provocó un mareo, pero sus pulmones se adaptaron de inmediato.

—Ahora estás a salvo —le dijo al hombre mientras se le acercaba.

—Dalan —jadeó él—. Me llamo Dalan, y estoy lejos de encontrarme a salvo. —Tenía los labios ampollados e hinchados, y aspiraba aire en jadeantes bocanadas.

—Tonterías, Dalan —le aseguró Telyil—. Nadaremos hasta esa cresta. Te ayudaré. Está allí. —Ella señaló con una mano palmeada el norte, donde se veía la silueta dentada de unas rocas que sobresalían del agua—. Pasará un barco y estarás bien. Allí podrás contarme todo lo referente al gran dragón que hundió vuestro navío.

—No fue un dragón —jadeó él—. Sólo la codicia. Estoy lejos de encontrarme a salvo —repitió—. Estoy muriéndome. —Y entonces las palabras comenzaron a salir quedamente de sus labios, y Telyil se esforzó por oír cuanto decía.

***

—¡A salvo! —gritó Dalan desde el otro lado de la cubierta—. ¡Ya estamos fuera de su alcance! ¡Navegación libre, compañeros!

Con las velas hinchadas, el barco surcaba las picadas aguas del océano Courrain Meridional y dejaba la bahía de Balifor tras de sí. El sol estaba poniéndose y las aguas se habían teñido de un color naranja brillante. El viento era fuerte y aseguraba que desarrollarían una buena velocidad.

—¡Cuando ese gordo mercader se dé cuenta de que le han robado… y de quién le ha robado…, nos encontraremos ya demasiado lejos para que pueda darnos alcance! —se deleitó Dalan.

—¡Sí, nunca podrá alcanzarnos! —El capitán se había acercado a él por detrás y le dio una palmada en la espalda a su primer oficial—. Un mercader debería ser lo bastante prudente para no dejar su galeón desatendido, con tantos piratas como hay por los alrededores.

Los dos profirieron sonoras risas y miraron a la tripulación, que ya había comenzado a celebrar. La cerveza corría libremente, y alguien entonaba una canción impúdica. En medio del barco, justo después del timón y el sonriente timonel, el contramaestre había empezado a clasificar el producto del pillaje. Dalan y el capitán se acercaron para contemplar el botín.

—También hay muchas telas en la bodega —dijo el contramaestre—. Telas costosas, pero tendremos que buscar el comprador correcto. Son demasiado elegantes para la mayoría de los puertos del sur.

—Tengo confianza en ti, Ferdnar —replicó el capitán al tiempo que se apoyaba sobre el hombro del contramaestre—. Ya encontrarás a alguien que quiera… Vaya, fíjate en esto. —Se inclinó para recoger una pequeña caja ornamentada con incrustaciones de plata y latón, sellada por una cerradura diminuta.

—Joyas para una dama, supongo —conjeturó el contramaestre con un encogimiento de hombros—. Veamos qué hay dentro. —Se sentó sobre la cubierta con las piernas cruzadas, y sacó un fino alambre de la hebilla de su cinturón—. Es un cierre difícil —murmuró—. Pequeño y delicado. —Ferdnar imprecó mientras continuaba manipulando el mecanismo—. Podría romperla. No, espera… ¡La tengo! ¡Ya!

La abrió y la mano del capitán descendió para coger una esfera de gran tamaño, de color esmeralda, que descansaba sobre un lecho de terciopelo, al tiempo que el hombre profería un silbido por lo bajo.

Dalan contempló el objeto con ojos fijos.

—Tiene que ser mágica, capitán. Fíjate cómo relumbra.

Estaba hecha de vidrio y destellaba alegremente. Dentro de ella parecía latir una luz, y bandas de color verde ondulaban de modo hipnótico sobre la superficie.

—Es fría como la nieve —comentó el capitán. La contempló durante largos momentos y, luego, se la pasó al contramaestre—. Enséñasela a los demás, pero ten cuidado. Diles a los compañeros que hemos recogido un buen botín.

El contramaestre la cogió con delicadeza y le pasó los curtidos dedos sobre la superficie.

—Es fría —convino—, y vale una bonita pila de frío acero.

El capitán relevó al timonel y rodeó el timón con sus largos dedos. Dalan lo siguió mientras miraba la esfera color esmeralda por encima del hombro. Más tarde le llegaría el turno de inspeccionarla.

—¿Qué es esto? —El capitán se miraba una mano—. En el nombre de Habbakuk…

Dalan también lo vio: una roja erupción punteaba los dedos del capitán.

En cuestión de segundos, el sarpullido empeoró. Unas pequeñas vejigas ulceradas se propagaron por el brazo del hombre. Dalan se hizo cargo del timón y observó cómo el capitán corría hacia una puerta, sin duda camino de la cocina para buscar algo que ponerse en las heridas; pero el contramaestre lo detuvo, y pareció que ambos intercambiaban palabras apresuradas.

Dalan se esforzó por oír desde donde estaba, y las palabras le hicieron perder todo interés por mantener el barco en su rumbo. A continuación vio también las mismas ronchas en los brazos y manos de Ferdnar.

—La peste —susurró Dalan—. Que el desaparecido Habbakuk nos proteja.

Las ampollas de los brazos del capitán empeoraban mientras las miraba. Luego, la erupción le apareció en el rostro. El contramaestre estaba igualmente cubierto de úlceras, y las manos le habían comenzado a temblar y marchitarse.

—La esfera verde —exclamó Ferdnar con los ojos abiertos de par en par.

—Sí —respondió el capitán—. Es un condenado objeto de magia. ¡Bajo cubierta con ella! —le gritó a un grupo de marineros que estaban admirando la esfera sin reparar en las diminutas manchas rojas que comenzaban a aparecerles en los dedos—. ¡Ahora! ¡Cerradla bajo llave! ¡Y rápido!

Cuando los hombres se quedaron quietos, hipnotizados, el capitán avanzó dando traspiés, les arrebató la esfera de las manos y la arrojó dentro de la caja. A continuación bajó la tapa de un golpe y se puso a manosear la cerradura, tras lo cual le arrojó la caja a uno de los marineros.

—¡A la bodega! —jadeó—. ¿No me oyes? ¡Apártala de nosotros!

Cuando el hombre desapareció bajo cubierta, Dalan tragó con dificultad y avanzó. No había tocado la esfera, y no deseaba correr el riesgo de que la enfermedad se le contagiara.

—Señor, tal vez deberíamos echarla por la borda —le sugirió al capitán—. Tal vez deberíamos…

El capitán se volvió hacia su primer oficial, con movimientos entorpecidos.

—Esa esfera es valiosa —dijo. Tenía los labios partidos y las mejillas hinchadas—. No puede hacernos daño si está bajo llave. No puede… —Una espuma color verde pálido se le derramó de los labios. Cayó de bruces, y el contramaestre lo siguió un segundo más tarde.

—¡No! —gritó Dalan. Recorrió la cubierta con la mirada y los ojos se posaron sobre los hombres que se encontraban más atrás y que aún no habían tenido oportunidad de tocar la esfera. Ellos entendieron y le hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza—. ¡Conmigo! —los llamó. A continuación bajó los escalones a velocidad de rayo, y los otros lo siguieron de inmediato.

Los gritos de los agonizantes hendían el aire por encima de ellos, seguidos por el chapoteo de algunos de los condenados que se lanzaban por la borda. Luego, oyeron el golpeteo de los pies de otros hombres bajo cubierta.

Dalan y un grupo pequeño se atrincheraron dentro de los camarotes de la tripulación y pusieron arcones contra la puerta para mantener fuera a los hombres que habían estado expuestos a la esfera verde.

—Estamos a salvo —bufó Dalan al tiempo que se reclinaba contra la pared—. Esperaremos aquí todo lo que haga falta.

—¿Hasta que hayan muerto todos? —preguntó uno de los marineros.

—Sí —replicó Dalan—. Hasta que hayan muerto o se hayan curado, aunque lo segundo no es probable. Dejadme tiempo para pensar, para decidir lo que debemos hacer.

Un sonido gimiente lo interrumpió. Era suave al principio; pero, luego, fue en aumento, y Dalan vio con terror que las paredes de madera burbujeaban y se hinchaban de una forma que a nada se parecía tanto como a la piel enferma de los que habían contraído el mal de la esfera. Los mismísimos clavos del crujiente maderamen comenzaron a salir volando.

El gemido se intensificó, y los atrincherados hombres se miraron con nerviosismo los unos a los otros, mientras el barco se estremecía y escoraba. Desde lo alto les llegó un estrépito, y supieron que uno de los mástiles se había desplomado. El estrépito fue seguido por más gritos.

—Estamos condenados —susurró Dalan—. Está entrando agua. Puedo sentirlo.

—No —lo contradijo uno de los marineros—. Lo conseguiremos, señor. Estaremos bien, ya lo verá. Nosotros no hemos tocado esa cosa. Estaremos a salvo y…

Dalan se volvió a mirar al hombre, y reparó en la primera zona cubierta de erupción de uno de los antebrazos. Entonces, el primer oficial cerró los ojos y rogó a los desaparecidos dioses.

***

—El agua tiene que haber atenuado la enfermedad, pero sé que estoy muriéndome —dijo Dalan con una voz casi extinguida. Tenía la piel del rostro cubierta de llagas y los dedos deformados. Por la boca le salió una burbuja de espuma verde cuando jadeó una vez más. Luego, quedó inmóvil.

Telyil profirió un grito entrecortado al recordar que Rulbir había dicho que acababan de encontrar una caja con una cerradura pequeña y la habían abierto, y recordó vagamente oírle mencionar que dentro había algo parecido a una perla. Entonces pensó en los primeros balbuceos de Dalan: «Eferverd. No. Eferverd». Esfera verde.

—¡No! —Se zambulló.

Le dolían las extremidades pero pataleó con furia y atravesó a toda velocidad un cardumen de sobresaltados peces tigre. «¡Deprisa! —se urgía a sí misma—. ¡Deprisa!».

El tiempo pasaba con terrible lentitud. Le ardía el pecho y el corazón le latía como loco. Sentía los brazos como si los tuviera de piedra, pesados y difíciles de mover. «He sido una estúpida al intentar salvar al hombre —pensó—, al abandonar a los otros y llevar a ese humano a la superficie». Y sin embargo, comprendió entonces, si no hubiese salvado al hombre no habría descubierto el horrible secreto de la esfera verde.

«Debes darte prisa», se dijo a sí misma.

Cuando ya temía que no podría dar una sola brazada más, apareció a la vista un mástil roto. «¡Deprisa!».

Había tres barracudas que acechaban en la periferia del cementerio de barcos. Telyil describió un rodeo para no encontrarse con ellas, pues sabía que no tenía la fuerza necesaria para luchar con aquellos peces.

Hizo una pausa cuando llegó sobre el barco con la esperanza de ver a Rulbir y los demás, a pesar de saber que tenían que haberse marchado a casa horas antes.

«¡Más deprisa!», se regañó, aunque se daba cuenta de que cada vez nadaba con más lentitud. Su respiración era una sucesión de jadeos entrecortados.

Entonces vio la pequeña entrada de su hogar de cuevas marinas, y se deslizó al interior, buscando a su alrededor a los otros carroñeros.

—¡Rulbir! ¡Phir!

—Muertos —le respondió un áspero murmullo.

Escrutó las tinieblas y distinguió a Duqay, que se hallaba recostado contra el escudo que había encontrado. El pecho, desnudo, lo tenía punteado por las ya conocidas úlceras, y también los ojos, tan hinchados que no podía abrirlos.

—Muertos —repitió Duqay.

—¡Sal de aquí! —logró decir Telyil mientras se le acercaba—. ¡Nada lejos de aquí! ¡Aléjate del orbe verde y de esta cueva!

—No puedo nadar —replicó Duqay con el rostro deformado—. Apenas puedo moverme.

—Tienes que encontrar las fuerzas para hacerlo —insistió ella mientras lo sacudía por los hombros—. Márchate. Tu presencia matará a los demás. Contaminará a todas las familias. ¡Márchate! —Lo orientó hacia la boca de la cueva y lo empujó.

Duqay se esforzó por avanzar al tiempo que le decía a ella algo en voz tan baja que no logró entenderlo. Luego continuó impulsándose a lo largo de la pared para salir. Satisfecha al ver que Duqay se marchaba, Telyil se adentró en la cueva y siguió un estrecho túnel que llevaba a una serie de cavernas. La primera cámara estaba vacía.

—Estoy tan cansada —susurró. Vaciló apenas un instante y se permitió un largo trago de agua de mar.

La cámara siguiente estaba ocupada por alrededor de tres docenas de elfos marinos, toda la comunidad. Varios de ellos estaban atendiendo a dos mujeres cuyos brazos se encontraban cubiertos de úlceras que se multiplicaban a gran velocidad.

La enfermedad se había propagado más allá de los carroñeros. Telyil avanzó por el agua. Una docena de elfos tenían llagas en el cuerpo. Hacer salir a los enfermos en ese momento era una locura.

—Los sanos, entonces —susurró para sí—. ¡Dejadlos! —gritó mientras agitaba los brazos—. Abandonad esta cueva. Es una epidemia.

Las preguntas se arremolinaron en torno a ella en tal número que le era imposible saber quién hablaba ni qué le preguntaban con exactitud. Hizo caso omiso de las protestas de un esposo que decía que no podía abandonar a su mujer. Les contó la verdad. Estarían condenados si se demoraban allí.

—Escuchadme. Rulbir y Phir murieron de esta epidemia, y a vosotros os pasará lo mismo. Se propaga con rapidez, y no tiene curación. No hay manera de salvar a los enfermos. ¡Es una maldición, pero puede que vosotros tengáis una oportunidad si salís ahora mismo de aquí! No os llevéis nada con vosotros, ni comida, nada que pueda estar contaminado. ¡Salid!

La mayoría de los elfos se marcharon rápidamente, con el miedo reflejado en los rostros. Ella empujó a los reacios mientras les gritaba con una voz que iba debilitándose.

—¡Nadad lejos de aquí! ¡No regreséis nunca! ¡Jamás!

Al cabo de unos minutos, todos los elfos de aspecto saludable habían abandonado la cueva, menos uno: el que se negaba a dejar a su esposa.

—Si permaneces aquí, morirás con ella.

—Confiaré en los dioses desaparecidos —replicó él al tiempo que sacudía la cabeza—. No tengo marcas en la piel. Atenderé a estos enfermos y se curarán. Entonces verás lo tonta que has sido por ahuyentarlos a todos de aquí.

—No hay marcas en tu piel… todavía —lo corrigió Telyil, y recorrió la cámara con los ojos—. ¿Dónde está la esfera verde? La que había en la caja. La trajeron los carroñeros…

El hombre se instaló junto a su esposa, le rodeó los hombros con un brazo y comenzó a hablarle con palabras consoladoras.

—No morirás —le dijo—. Telyil está loca. Los otros acabarán por regresar…

—¡La esfera!

—Está con las armas —replicó él—. No sabíamos lo que era, así que la guardamos allí.

Telyil miró al elfo con el ceño fruncido y salió con rapidez de la cámara para entrar en una sala mucho más pequeña. En el interior de la misma, dispuestas con cuidado sobre estantes de piedra, había dagas y lanzas; las redes pendían de las paredes rocosas. La caja se encontraba allí, abierta para exponer su contenido. Telyil contempló lo que parecía una enorme perla verde, con colores que variaban sutilmente sobre la superficie. Era hermosa.

Tendió una mano, se detuvo antes de tocarla, y percibió lo fría que estaba el agua en torno a la esfera. Tremendamente fría. Tuvo que luchar contra la repulsión para cerrar la tapa y ponerse la caja bajo el brazo.

Camino del exterior pasó junto al elfo que cuidaba de su esposa, y vio las primeras úlceras en la frente de él.

—Nos curaremos —le dijo el elfo—. Ya lo verás.

Telyil salió de la cueva dando traspiés, se apoyó contra las rocas para no desplomarse, y tendió la vista sobre el cementerio de barcos.

—Habbakuk —susurró—, dios de los mares, dondequiera que estés, dame fuerzas para hacer esto.

Avanzó con lentitud entre los cascos podridos, impulsándose contra objetos sólidos y nadando. Le dolían las extremidades y le costaba respirar.

—Estoy tan cansada… —susurró.

Telyil sabía que cualquier tiburón o barracuda que pasara podría hacer presa fácil en ella. Le rogó a Habbakuk y al resto de los desaparecidos dioses de Krynn, que hiciesen que su camino estuviese libre de todo peligro.

No sabía cuánto tiempo había tardado en llegar a la zona noroeste del cementerio de barcos, ni cuánto tiempo más necesitó para arrastrarse por una zona de arena ondulada en dirección a una alta colina rocosa. La loma quedaba muy por debajo de la superficie, a demasiada profundidad para que le llegara la luz del sol. Estaba cribada de cavernas y desprovista de peces y vida vegetal. Era donde ellos creían que vivía el dragón.

—Esta… cueva grande… tiene que ser. —Se detuvo en la entrada, con las piernas ya incapaces de moverse. Bajó la vista hacia ellas, y vio que estaban cubiertas de úlceras. Con la caja aún bajo el brazo, tendió una mano para aferrarse a la roca y tiró de sí hacia el interior.

—Me muero —jadeó—. Como los otros. Debo darme prisa.

Oleadas de frío y calor le recorrían el cuerpo arriba y abajo, mientras pasaba rozando huesos de animales grandes, tiburones o ballenas, sospechaba. También había huesos más pequeños, de marineros o elfos marinos, pensó, ausente.

Creyó que ya se había adentrado lo suficiente. Dejó la caja en el suelo, abrió la tapa y contempló la centelleante esfera verde.

—Dicen que los dragones codician los tesoros. —Pasó los dedos por la superficie del orbe y lo sacó de la caja. Puesto que estaba muriendo, ya no podía hacerle daño. A continuación lo dejó sobre la arena, donde estaba segura de que el dragón lo vería—. Tengo tanto frío…

Telyil se deshizo de la caja en el exterior, y se desplomó contra el casco de un viejo galeón. Tenía los ojos cerrados a causa de la hinchazón de su rostro, y por eso no pudo ver la enorme sombra que pasó sobre el cementerio de barcos y se dirigió hacia la loma rocosa. Luchó en vano para realizar otra inspiración.

—Tanto frío —susurró al morir.