El buhonero

[Jeff Grubb]

«Con la muerte de los héroes, la incursión de Caos y la llegada de los grandes dragones, Ansalon había cambiado de modo irreversible. Y, sin embargo, en lo más básico, la mayoría de la gente continuaba viviendo como había vivido siempre. Había enseres que reponer, cosechas que recoger, comidas que preparar e hijos que criar. A medida que el tiempo fue pasando, la gente comenzó a olvidar el pasado o a darle, en su memoria, una forma más agradable y cómoda».

De las «Crónicas de Nathal», compiladas en 31 s. C.

El tañido de la campana llegó a la aldea mucho antes que el carro. El sonido era un repiqueteo disonante y atronador que no podía ser pasado por alto, que interrumpía cualquier pensamiento e influía en cualquier actividad de la población. El estrépito aumentó de intensidad cuando el carro se acercó a las puertas de la empalizada, como aviso incesante de la llegada del mercader.

Jamie la oyó por encima del rítmico soplar de los fuelles de la herrería de su padre. Cuando los demás niños y jóvenes se encaminaron hacia la muralla que protegía la ciudad, Jamie miró a su progenitor. No podía abandonar el puesto sin su permiso, pero se daba cuenta de que los otros ya estaban ocupando los mejores sitios para observar al recién llegado.

El herrero frunció el entrecejo por un instante y, luego, le hizo un gesto de asentimiento al chico que, al cabo de un segundo, ya se había marchado, dejando los fuelles a medio bajar, para reunirse con los otros en la muralla de madera de la aldea. Jamie se metió apretadamente entre sus amigos, Shel y Roger, que se encontraban alineados, como todos, en el estrecho anaquel interior, y se inclinó hacia afuera para mirar junto con los demás chicos y chicas. Para entonces, el carro del mercader ya casi estaba ante las puertas, y el tañido de la campana sonaba muy cercano y era casi doloroso para los oídos.

La estrepitosa campana estaba montada sobre un curioso carro que era muy bajo en la parte frontal y llevaba ruedas demasiado grandes en la posterior, unas descomunales monstruosidades metálicas que parecían pertenecer a un artefacto por completo diferente. En realidad, la totalidad del ingenio tenía el aspecto de un híbrido creado combinando varios vehículos distintos, de un superviviente de algún choque producto de la brujería. La mitad delantera se parecía a un bote rescatado de un naufragio, con la tabla para sentarse montada en la proa de cabeza de dragón. La mitad trasera, que se alzaba por encima de las enormes ruedas, no podía parecerse más a una casita pequeña de madera y escayola que, de golpe y porrazo, hubiese decidido adoptar un estilo de vida itinerante. Un estrecho balcón corría por su flanco izquierdo, a la altura del hombro, y de cada esquina y prominencia del carro sobresalían pequeños postes de los que colgaban banderolas hechas jirones, pero de brillantes colores. Del conjunto tiraba una yunta de bueyes, bestias enormes, pesadas y lentas cuyos arreos estaban adornados con banderolas igualmente hechas jirones. Avanzaban con un paso lento y resuelto que decía claramente que no se sentían impresionados por los festivos adornos de tela que los engalanaban.

La campana se hallaba colocada en la parte posterior, montada sobre un cono hecho de guijarros de río que parecía hacer las veces también de chimenea. Estaba conectada con el asiento del carro mediante una cuerda fina, rota y ligada varias veces. El conductor del carro tiraba una y otra vez de ella, y continuó con el estrépito hasta que se detuvo ante las puertas. Jamie advirtió que casi toda la gente joven del poblado, así como algunos de los miembros de más edad, se encontraban reunidos a lo largo de la pared de estacas y miraban al recién llegado.

El conductor parecía estar vestido con las banderolas sobrantes del carro. Su voluminosa capa era una combinación de diferentes telas: piel cosida a un forro de satén, y un trozo de seda roja que se superponía a un pedazo de forro de algodón azul. Debajo llevaba una camisa de sólido hilo blanco y unos pantalones, de duradero cuero negro, con el extremo de las perneras metido dentro de botas altas. Todo ello quedaba envuelto por el torbellino de colores de la capa.

El mercader no portaba armas visibles, y Jamie se preguntó si sería uno de esos brujos místicos que plagaban los cuentos que su fallecida madre le contaba a la hora de dormir. Decidió que no era probable. Los antiguos brujos eran poderosos y temibles, según había oído decir, y probablemente viajarían sobre nubes o monstruos cubiertos de escamas en lugar de hacerlo en aquel engendro de carro.

El guardia de la aldea, padre de Roger, alzó una mano y el conductor del carro dejó de tañer la campana, aunque no antes de arrancarle un último toque largo que le hizo describir una vuelta completa.

—¿Quién eres? —preguntó el padre de Roger con aquel tono profundo que usaba siempre que deseaba imponer respeto—. Y ¿por qué atraes todos los males sobre nosotros con ese estrépito incesante?

El hombre arco iris, cubierto de banderolas a jirones, con rostro curtido y lleno de arrugas, le sonrió al guardia.

—Soy un simple buhonero que trabaja con las mercancías de su oficio. Intento vender mis existencias dentro de vuestra aldea o, en caso de no poder hacerlo, me propongo esperar a que vuestros ciudadanos salgan a visitar mi carro. A cualquiera de las dos cosas me acomodaré, dependiendo de vuestras leyes.

El padre de Roger no se dejó impresionar por las opciones que el otro le ofrecía.

—Y ¿qué vendes?

—Una variedad de objetos, tanto maravillosos como dulces —replicó el mercader con la diestra elegancia de quien ha mantenido conversaciones similares, si no idénticas—. Traigo remedios y novedades de tierras lejanas. Llevo medicinas y ungüentos. No temo ningún mal porque tengo objetos mágicos y amuletos protectores. Llevo caramelos y confites para los niños… —y con esto les hizo un gesto de asentimiento a las pequeñas cabezas que asomaban por encima de la empalizada—. Traigo poderosas reliquias para vender y contaré relatos del grandioso pasado.

—El pasado no ha traído nada más que dolor —refunfuñó el padre de Roger—, y la magia ha muerto. Pero te damos la bienvenida al interior de nuestro poblado, donde puedes procurar vender tus existencias. —Dicho esto, les hizo una señal a los guardas de la puerta, que las abrieron de par en par.

El carro arrancó y, en el momento en que hubo traspuesto las puertas, el mercader metió una mano en el zurrón que llevaba a un lado. Sacó un puñado de caramelos envueltos en papeles de brillantes colores y los lanzó en colorido arco hacia su derecha, para luego coger otro puñado y arrojarlo a la izquierda. Los niños más pequeños profirieron chillidos y se lanzaron a coger las golosinas. El propio Jamie atrapó uno en el aire y lo desenvolvió de inmediato. Se trataba de un dulce caramelo que se disolvía en su lengua.

Tras haber comprado la lealtad de los miembros más jóvenes de la comunidad, el buhonero condujo su carro por las sucias calles. El padre de Roger abría la marcha hacia la plaza principal situada en el centro de la población. Algunas de las ovejas de la ciudad balaron para protestar por la presencia de los pesados bueyes, pero dejaron espacio suficiente para el apergaminado viejo y su carro.

El mercader tiró bruscamente de la cuerda de su campana, una vez más, para arrancarle un último tañido discordante. A continuación, se levantó del asiento y caminó hasta el flanco izquierdo del carro, a lo largo del estrecho balcón. Los niños que se habían reunido en el lado derecho se apresuraron a cambiar de posición, por si acaso el viejo buhonero quería lanzar más caramelos.

El balcón era el escenario del mercader, y lo situaba por encima de la multitud que iba reuniéndose. Para entonces, muchas de las mujeres de la ciudad y los hombres que tenían poco que hacer, se habían unido ya al grupo de chiquillos. El anciano sonrió a los presentes, se aclaró la garganta con un teatral carraspeo, y comenzó a parlotear.

—Os saludo, buenos ciudadanos —comenzó con voz bien modulada y melodiosa—. Os doy las gracias por acoger a este humilde buhonero, al bienintencionado mercader del pasado. Soy Habakor, el último de los discípulos de Fizban antes de la Guerra de la Lanza, que en estos tiempos presentes se ve reducido a vender bálsamos y objetos diversos, contar fragmentos de la historia y ofrecer relatos de la leyenda. Reuníos en torno a mí y permitidme referiros toda clase de maravillas.

El buhonero metió una mano entre los pliegues de su capa y sacó lo que parecía un trozo de madera ennegrecida adornada con una piedra amarillenta y translúcida que estaba rajada y tenía marcas de fuego.

—Éste es un fragmento del báculo de mi propio mentor —dijo Habakor—, destrozado en su batalla final con Caos hace muchos años. ¿Os gustaría oír la historia? —Dirigió la pregunta a un grupo de niños más pequeños que Jamie, que preferían hacer cualquier cosa que no fuesen las tareas que tenían asignadas.

Los niños le respondieron con un apresurado asentimiento y, antes de permitir que los adultos intervinieran con su opinión, el buhonero comenzó el relato.

—Mi maestro, Fizban, era un poderoso mago que, en los últimos días de la Era de los Dragones, fue llamado a batallar con la gran bestia humeante de Caos —dijo Habakor—. Fizban fue el mago más poderoso de su época, y era tan grandioso en sabiduría como en poder. Era anciano, pero no estaba encorvado por los años, y las energías mágicas le crepitaban en las manos cuando hablaba. Como aprendiz suyo, meramente un zagal por entonces, fui escogido para acompañarlo en su hazaña. No menciono esto por jactancia, sino para que os deis cuenta de que es verdad lo que digo.

Mientras Habakor hablaba, se paseaba a lo largo de su pequeño escenario, y todos los ojos lo seguían cuando narraba la historia de su entrada a las Tierras de Caos en compañía de su maestro. Su voz era tersa e implacable; hablaba como si no necesitase respirar y cada frase desembocaba en la siguiente sin esfuerzo ni pausa. Explicó cómo había entrado en las retorcidas tierras con su maestro y de los peligros que afrontaron juntos, cada uno peor que el anterior, hasta que al fin se enfrentaron a Caos.

—Era oscura como el más espeso humo, y se alzaba muy en lo alto sobre mi maestro y yo —explicó Habakor—. Eclipsaba las estrellas y las lunas mismas cambiaban su rumbo para no chocar con ella. Fizban se volvió hacia mí y me rogó que huyera de vuelta a la tierra de los vivos. Hice lo que me decía, pero me volví una vez para ver cómo blandía su báculo y brillaba como el propio sol al combatir la negrura de Caos. Se produjo un destello cegador, y ambos desaparecieron. Regresé al campo de batalla y allí sólo encontré los restos de su báculo donde momentos antes se hallaban los dos. Este báculo… —el buhonero agitó el trozo de madera adornado con la gema— fue lo último que vi del mago más poderoso de Ansalon. Se dice que la magia misma murió con su fallecimiento y yo, por lo menos, lo creo, porque he sido incapaz de hacer el más sencillo de los hechizos desde que él desapareció.

Jamie inspiró de golpe y se dio cuenta de que había contenido el aliento durante todo el relato. Podía imaginar las humeantes ascuas de los dominios de Caos, el poder de la descomunal bestia y el valiente sacrificio de Fizban, alto y de ingenio vivo, que había batallado contra las tinieblas y las había vencido a costa de su propia vida.

El ensueño de Jamie se hizo añicos a causa de un grito que sonó en la parte de atrás de la multitud reunida. El padre de Shel, que pasaba la mayoría de las tardes bebiendo, reía con sonoras carcajadas.

—Y ¿por cuánto vendes esa baratija, mercader? —bramó.

El rostro de Habakor se arrugó en un profundo ceño y pareció genuinamente herido por aquellas palabras.

—Éste es el único recuerdo que tengo del legado de Fizban —replicó con sequedad—. Jamás me separaré de él, con independencia del precio que se me ofrezca, y me siento insultado por el hecho de que alguien piense que sería capaz de venderlo. —En ese momento hizo una pausa y recorrió a la multitud con los ojos, como si desafiara a cualquiera a dudar de su honor. Nadie respondió al reto y el vendedor se permitió una sonrisa—. Ahora bien, si tenéis intención de comprar talismanes, tengo algo en lo que podríais estar interesados.

El vendedor hizo caso omiso de la risa entre dientes del padre de Shel, mientras sacaba una fina hoja metálica de debajo de la capa. Estaba hecha de acero fino y tenía un estilizado símbolo tallado en la empuñadura. Destelló con el sol de la tarde.

—Ésta es la daga de Sturm, con la que derrotó a una hembra de dragón en combate singular, aunque a costa de su propia vida. ¿Tal vez os apetece oír su historia?

Un grito de asentimiento obtuvo como recompensa otra historia, la cual culminaba con un gran guerrero que caía de la muralla de su blanca ciudadela, trabado en mortal abrazo con un dragón capaz de metamorfosearse en mujer, que se llamaba Kitiara y que en otra época había sido su amante.

Al concluir el relato, el viejo Ben, el posadero, gritó una oferta por el cuchillo. Habakor dijo que el precio propuesto constituía un insulto, y el viejo Ben subió el precio en un cincuenta por ciento. Habakor volvió a objetar, pero finalmente accedió a separarse del cuchillo cuando el viejo Ben añadió el alojamiento de aquella noche. La compra fue consumada, y Habakor celebró la venta con otro puñado de caramelos para los niños reunidos al lado del carro.

Y así fue pasando la tarde. Habakor habló acerca de una serie de bálsamos de hierbas que habían sido usados por la propia Goldmoon para traer a su esposo, Riverwind, de vuelta del umbral de la muerte. De las profundidades de su carro sacó una gema roja con la cual, en los tiempos de la magia, Raistlin se había enfrentado a Fistandantilus. La reliquia no fue objeto de ninguna oferta, pero tuvo más éxito con una serie de frascos de un líquido de color sanguinolento llamado Sangre de Toede, una cura para todo, supuestamente extraída del cuerpo viviente de un antiguo dirigente de Flotsam.

Había amuletos protectores hechos con escamas de dragones, y otros tallados en los colmillos de los demoníacos tha-noi; una sartén que una vez había pertenecido a Tika Majere; pequeños juguetes de madera, supuestamente diseñados en origen por el propio Fizban para entretener a Raistlin cuando era niño, y toda clase de anillos que en otra época se afirmaba que eran mágicos pero que, en ese momento, en los tiempos modernos, se veían reducidos a poco más que amuletos de buena suerte y recuerdos.

Con cada nuevo objeto había una historia, y con cada historia se producía una venta, a veces dos. Jamie, Roger, Shel y el resto de los más jóvenes estaban absortos en cada palabra que pronunciaba el mercader, y algunos se separaron de sus propias monedas de acero para adquirir un anillo o un brazalete.

Por último, cuando el sol besaba ya el horizonte, el buhonero interrumpió las ventas. Afirmó que le escocía la garganta de tanto hablar, aunque su voz parecía tan suave y melodiosa como al principio. Tras un último reparto de caramelos, la multitud se dispersó. La mayoría de los jóvenes estaban emocionados por los relatos, y sólo unos pocos se mostraban preocupados por haber dejado abandonadas las tareas durante toda la tarde.

***

Al regresar, Jamie encontró a su padre en la fragua, como lo había dejado horas antes. El hombre le gruñó al chico y le señaló los fuelles, y Jamie volvió a ocupar su puesto y aferró las gruesas asas de madera para accionarlas y mantener los carbones ardiendo.

—¿Has tenido oportunidad de escuchar al buhonero? —preguntó el chico, al fin.

—Hay trabajo que hacer —respondió el padre con tono malhumorado, tras negar con la cabeza—. No tengo tiempo para tonterías.

—Tenía cosas asombrosas —continuó Jamie.

—No le habrás comprado nada, ¿verdad? —preguntó el padre, que alzó los ojos para mirarlo.

Jamie sacudió la cabeza y se sonrojó. Había pensado en ello, pero no creía poder permitirse ninguno de aquellos objetos maravillosos. No obstante, la acusación de que pudiese llegar a pensar siquiera en gastar dinero, lo hizo sentir incómodo. Su padre trabajaba mucho, y era un hombre prudente con el dinero. Decidió probar por otro camino.

—Pero contaba historias fantásticas.

—Mentiras, querrás decir —dijo el hombre con un profundo suspiro al tiempo que sacudía la cabeza—. Mentiras de buhonero. Una dulce historia para vender una fruslería, o lo que sea, a una multitud de tontos. Si hay algo de verdad en ellas, está enterrada tan profundamente que se necesitarían diez hombres con palas trabajando durante una semana para desenterrarla. Los propios héroes, si alguna vez existieron, no se reconocerían a sí mismos. Ésa es la naturaleza de las mentiras de los vendedores ambulantes.

El herrero observó la expresión de su hijo, y vio que el rostro de Jamie expresaba la decepción que sentía. Su voz se suavizó apenas.

—Cuando yo tenía tu edad, hijo, antes de convertirme en herrero de la aldea, conocí a un mercader como ése. Tenía un par de calaveras montadas en su carro, una grande y otra pequeña. Decía que la grande era la calavera de Fistandantilus, el archimago, y que la más pequeña…

—Era la calavera de Fistandantilus cuando niño —acabó una voz grave y risueña desde la puerta. Habakor, el buhonero, se encontraba en la entrada, despojado de su capa de coloridos retales, con una simple bolsa a la espalda—. Yo mismo conocí buhoneros como ése, y si uno los creyese a todos hay las suficientes piezas del báculo de Fizban para construir una torre más alta que el Monte Noimporta. Me temo que hay demasiados pícaros y timadores incompetentes en esta profesión.

—Tú lo has dicho, mercader —replicó el padre de Jamie—. ¿En qué podemos ayudarte esta noche?

—Tengo asuntos que tratar contigo, herrero —dijo Habakor al tiempo que miraba a Jamie con una ceja alzada—. Asuntos privados, y también provechosos, espero.

El padre de Jamie profirió una breve risa entre dientes y le señaló la puerta a su hijo. Guardaba pocos secretos, pero uno de ellos era negociar con un cliente «asuntos privados».

Jamie deseaba quedarse, pero no podía pensar siquiera en desobedecer a su padre. Por supuesto, el chico dio un rodeo hasta la parte trasera de la herrería y volvió a entrar en silencio al área de la forja, por la puerta posterior. Escogió para esconderse una zona del fondo que estaba sumida en sombras, y se situó entre una colección de tenacillas, atizadores, palas y otros instrumentos para el fuego. Quería oír lo que Habakor, el buhonero deseaba de su padre.

Los dos adultos, sentados el uno frente al otro ante el banco de trabajo situado junto a la fragua, se encontraban ya sumidos en una profunda y queda conversación cuando él volvió a entrar. Ninguno de ellos lo vio. El vendedor sonreía, y el padre respondía a la sonrisa con una breve risa entre dientes.

Jamie la reconoció: era la risa profesional, la que empleaba en los tratos con guerreros y guardias. Se trataba de una risa calculada que pretendía transmitir aliento aunque no acuerdo. Jamie podía ver los ojos de su padre, cuya expresión era en ese momento tan dura como cuando trataba con algún moroso recalcitrante. Habakor, el buhonero, hablaba en ese momento.

—Como hombre razonable, herrero, creo que comprenderás la necesidad de discreción en este asunto.

—La discreción tiene un precio —replicó el padre de Jamie—. Esta tarde has llenado la cabeza de mi hijo con toda clase de historias disparatadas.

—Historias que también tú oíste cuando eras joven —precisó el mercader—, tal vez en otras versiones. Y no parecen haberte hecho el más mínimo daño. La gente joven necesita esas historias fantásticas. Les dan esperanzas.

—Les dan ideas —replicó el padre de Jamie—. Ideas peligrosas en un mundo mucho más mortal de lo que ya era en mi infancia. Y, ahora, ¿dónde está esa arma negra de la que hablas?

El mercader metió una mano en la bolsa, y Jamie casi profirió un grito ahogado. El arma que Habakor sacó de la bolsa era gemela de la que le había vendido al viejo Ben aquella tarde, una daga que el mercader había jurado que era única. A la luz del fuego, Jamie pudo ver el símbolo de Sturm tallado en la empuñadura. El vendedor se la entregó al herrero con la empuñadura por delante, y el padre de Jamie la cogió y la hizo girar entre las manos.

—Hechura sólida, diseño bastante sencillo. Supongo que así es mejor, ¿no?

—Es más fácil de reproducir —replicó el mercader con una suave risa—, sí. Y puedo hacer el grabado yo mismo, así que no tienes que acabarla aquí.

—¿Cuántas? —preguntó el padre—. ¿Y para cuándo las quieres?

—Tu pueblo me ha sido de lo más beneficioso —replicó el vendedor—. Me quedaré aquí durante dos días. Pasado ese tiempo tengo comprobado que algunos clientes comienzan a tener dudas sobre mis bálsamos y pociones, y que mis historias se vuelven anticuadas para ellos. Necesitaré media docena al menos, una docena si puedes hacerlas en ese tiempo.

El padre de Jamie emitió el tipo de gruñido que profería cuando calibraba la riqueza mineral o el trabajo de un herrero rival.

—El chico tendrá que ayudarme.

—No —dijo el buhonero al tiempo que negaba con la cabeza—. Hazlo tú solo. Deja al chico con sus sueños, herrero. Los míos se hicieron añicos a una edad demasiado temprana, y ya ves adónde me ha conducido eso.

—En ese caso, puedo tenerte media docena hecha para mañana por la noche —replicó el herrero—. ¿Cómo piensas pagarme por mis servicios… y mi silencio?

El mercader se echó atrás en el asiento, antes de responder.

—Podría pagarte en simple acero, despreciables monedas de imperios perdidos y reyes muertos —replicó al tiempo que sacaba otro objeto de la bolsa—. O podría ofrecerte algo de insólito valor.

El buhonero abrió la mano y dejó a la vista un frasco de cristal tallado y con tapón, que reflejó la luz rojiza de la fragua y la proyectó hasta los lejanos rincones del taller. En el corazón del cristal había una mota de oscuridad.

—Obtuve esto de uno de mis hermanos itinerantes —dijo Habakor—, que a su vez lo obtuvo de un guerrero, cuando se hallaba en el sur, el cual juró solemnemente haberlo encontrado entre las ruinas de Tarsis. Dentro de esta botella sellada está el propio espíritu de las tinieblas, una parte del gran Caos. Es la reliquia más peligrosa y el tema de conversación más interesante que existe.

El padre de Jamie frunció profundamente el entrecejo al tiempo que dejaba la falsa daga de Sturm sobre la mesa con gesto firme. Jamie sabía que el buhonero se había pasado de la raya. Una cosa era que admitiera con indiferencia que estaba estafando a los otros habitantes del poblado, y otra muy distinta era que intentase hacerlo con su padre. Al padre de Jamie le costaba mucho enfadarse; pero, una vez enfadado, era capaz de acciones precipitadas, irreflexivas.

—Yo no necesito tus medicinas de agua de rosas —gruñó el herrero—, y no me gusta la suposición de que soy tan crédulo como el viejo Ben y los demás.

—¡Eh! Yo no te insultaría de ese modo —le aseguró el mercader—. Porque te aseguro que eso me han dicho que es el frasco. Piénsalo bien… podría cobrar para permitir que lo vieran, o trocarlo con algún guerrero o aprendiz de nigromante que pase por aquí. ¿Ves? El sello de cera es auténtico, tiene la marca dorada de los gobernantes de Tarsis.

—Prefiero que me pagues con monedas de metal —replicó el padre de Jamie con brusquedad.

—Pero si esto vale el doble, el triple de lo que te pagaría de otra forma —insistió el mercader. Un tono implorante asomó a la voz del buhonero, y Jamie se dio cuenta de que estaba intentando zafarse para no pagar en metálico. Su padre ya había deducido lo mismo, y estaba más enfadado a cada segundo que pasaba.

—Si no tienes el dinero, mercader —dijo el padre de Jamie—, ya he desperdiciado tiempo más que suficiente contigo. Espero que te marches. Ahora mismo.

—Por favor, sólo te pido que lo examines. —El mercader se levantó del banco y tendió el vial hacia adelante para situarlo ante el rostro del herrero—. Me lo ha asegurado una de las últimas sacerdotisas de Mishakal. Con su último aliento me dijo…

—¡Ya basta! —dijo el padre de Jamie con tono cortante, al tiempo que alzaba una mano para apartar de un golpe el frasco que le metían por las narices.

El buhonero se encontraba demasiado cerca, tenía el frasco cogido con poca fuerza, y el golpe del herrero fue demasiado fuerte. El recipiente cayó de la mano de Habakor y se estrelló contra un lado de la fragua, donde dejó una mella en la piedra. El frasco permaneció intacto, pero la fuerza del impacto rajó el sello de cera que rodeaba el tapón.

Entre los dos hombres se produjo un tenso silencio, alterado sólo por las crepitaciones de la fragua. Luego, se alzó otro sonido en la herrería, un timbre agudo. Jamie se llevó las manos a los oídos, pero el sonido parecía penetrarle hasta el cerebro. El padre de Jamie se levantó del banco con los ojos entrecerrados.

Ambos hombres, y Jamie desde su escondite, miraron al interior del cristal que ahora parecía vibrar y relumbrar por voluntad propia. Los hombres se miraron el uno al otro, el padre de Jamie con las cejas alzadas de curiosidad. Luego, el herrero avanzó hacia el frasco que emitía aquel campanilleo, al tiempo que el mercader retrocedía con el rostro repentinamente contorsionado por el miedo.

El tapón del frasco salió disparado del cuello de cristal como un dragón de su cubil, se hizo mil añicos minúsculos contra las piedras de la fragua, y de dentro de la botellita salió una espesa negrura aceitosa.

Era del tono de una noche sin estrellas, sin definición. Existía sólo como silueta, una frontera dentro de la cual acechaba la oscuridad absoluta. Al salir de la botella, se hinchó hasta adquirir el tamaño y la forma aproximada de una persona. Sin embargo, tenía la cabeza demasiado grande para cualquier humano y, cuando les siseó a los hombres, Jamie pudo ver hileras y más hileras de colmillos afilados como navajas: única blancura contra la negra inexistencia.

El buhonero profirió un grito estrangulado. El padre de Jamie imprecó e intentó coger la falsa daga de Sturm que yacía sobre la mesa. No obstante, la sombría criatura fue más rápida y extendió un velocísimo y sinuoso brazo. El golpe de revés le acertó al padre de Jamie en un lado de la cabeza, y el herrero salió volando hasta el otro extremo del taller, donde desapareció entre las sombras acompañado por un estrépito de metal y herramientas de hierro que caían.

A pesar de sí mismo, Jamie profirió un grito. Tanto el vendedor como la criatura de tinieblas volvieron la cabeza hacia él. El monstruo era visible sólo por sus marfileños colmillos, los cuales le dedicaron una feroz sonrisa al chico. El ser dudó por un instante, como si tuviese que decidir cuál de los dos era el mejor bocado o la comida más apetitosa. A continuación, se volvió hacia Habakor.

El semblante del buhonero estaba tan blanco como la ceniza, pero sus ojos no se apartaban de la bestia. Sin mirar, buscó a tientas la daga de Sturm, que aún se encontraba sobre la mesa. Los dedos se le cerraron sobre ella y la levantó con movimientos torpes y los ojos abiertos de par en par, sujetándola ante sí, más como un talismán defensivo que como un arma real.

La criatura de sombras profirió un sonido bajo, sibilante, y avanzó un paso. Habakor, el buhonero, respondió retrocediendo cautelosamente. Otro paso de avance y otro de retroceso. Y entonces la criatura pisó con toda su tuerza, Habakor retrocedió de un salto y cayó sobre un banco bajo que estaba situado detrás de él.

La bestia de sombras hizo el mismo sonido bajo y sibilante, y Jamie comprendió que estaba riendo.

El buhonero profirió una imprecación y lanzó la daga de Sturm hacia la criatura. El lanzamiento fue vacilante y el arma pasó a través de ella como si ésta estuviese hecha de niebla, y desapareció en la oscuridad circundante.

Al instante, Jamie estaba de pie con uno de los atizadores de hierro en las manos, lo más parecido a un arma que tenía cerca. Entonces, el muchacho se lanzó hacia el banco de trabajo y atacó a la criatura con el atizador.

Esta vez, el frío metal arrancó trozos de oscuridad de la bestia cuando pasó a través de ella; cayeron flotando hasta el suelo como hojas muertas, y se disiparon al tocar la piedra. El ataque pareció tener algún efecto sobre la criatura de nombras, aunque sólo fuese en el hecho de que ésta dejó escapar un aullido bajo, gutural.

La bestia se volvió y le lanzó un golpe a Jamie, pero él se echó atrás y logró esquivarlo. Las hileras de afilados colmillos rechinaron una vez y otra. Jamie continuó retrocediendo, con el atizador ante sí hasta que sintió que el calor de la fragua le quemaba la parte posterior de la camisa.

La bestia de tinieblas se agazapó y saltó hacia el chico que, en el momento en que la vio alzarse, cayó sobre una rodilla. La criatura había calibrado mal el tamaño de Jamie y su rapidez, pues pasó por encima de la cabeza del chico y aterrizó sobre los carbones encendidos de la fragua.

El ser profirió un gañido al percibir el calor, y los bordes de su silueta comenzaron a crepitar y arder. Intentó salir a gatas de la fragua, pero sólo logró encender una parte mayor de su tenebrosa carne. Jamie gritó y hundió el atizador a través de la zona media de la criatura. La herramienta penetró en la espalda del monstruo con un sonido sordo y satisfactorio y lo lanzó de cara a los carbones, donde empezó a debatirse al tiempo que emitía un sonido parecido al que se oiría dentro de un saco lleno de gatos furiosos.

Los carbones comenzaron a arder más vivamente y, al alzar los ojos, Jamie pudo ver que el buhonero se había recobrado y se encontraba ante los fuelles, haciendo subir y bajar el asa de madera con ambas manos. La bestia se retorcía y aullaba, lanzaba los brazos atrás como un hombre que intentara rascarse una comezón situada en la cintura. Jamie continuó aferrando bien el atizador.

Entonces la cabeza de la criatura comenzó a pivotar penosamente, a girar en redondo sobre el cuello mientras unas llamas color púrpura danzaban por todas partes a su alrededor. Se oyó un chasquido cuando la cabeza completó el giro. Las hileras de dientes marfileños aparecieron a la vista en el momento en que la bestia se impulsó lenta, dolorosamente contra la fragua con las ya destrozadas manos, e hizo ascender el cuerpo por el asta del atizador de Jamie. Los serrados dientes relumbraron mientras tendía la cabeza hacia adelante, como una serpiente.

Jamie no podía cerrar los ojos mientras la cabeza ascendía con lentitud, rodeada por llamas color violeta. No podía soltar el atizador porque entonces la criatura escaparía de la fragua, ni tampoco podía continuar sujetándolo por más tiempo.

En el último momento, el monstruo fue apartado a un lado por la parte plana de una pala para fuego. La criatura siseó y se retorció ante este nuevo atacante, pero el padre de Jamie se mantuvo firme, aporreándole la cabeza cada vez que ésta se lanzaba hacia el chico. Jamie cogió el atizador con más fuerza aún y lo clavó más para inmovilizar a la bestia de sombras dentro de la fragua. La totalidad de la herrería estaba iluminada por una luz purpúrea.

En ese momento, el ser de tinieblas estaba completamente envuelto en llamas, la tenebrosa carne se le convertía en grisáceas cenizas y relumbraba, violácea, contra las ascuas. Los gruñidos de la bestia se convirtieron en gemidos ásperos y estrangulados y, por último, en una respiración débil y estertórea. Al fin quedó inmóvil; pero, durante largo rato, el mercader continuó accionando los fuelles mientras el padre de Jamie no dejaba de apilar carbones al rojo blanco sobre la bestia. Al cabo de un rato, Jamie relajó la presa y retiró el entonces tibio atizador. Nada se movió entre las ascuas de la fragua.

***

Jamie jadeaba, tanto debido al calor como al peligro pasado, y se enjugó con un brazo la frente sudorosa.

—¿Qué era eso? —les preguntó a los dos hombres con voz queda.

—Un servidor de Caos —respondió Habakor, el buhonero, y, después de tragar con dificultad, añadió—: o un hijo de Takhisis. Había una leyenda referente a una criatura de fuego negro. Tal vez un demonio. —Miró a Jamie y a su padre, y prosiguió—: No lo sé. La verdad es que no lo sé. —El buhonero abrió las manos con las palmas hacia arriba ante sí—. Cuando lo compré no pensé que fuera real. No sé qué decir.

—Ya se te ocurrirá algo —murmuró el padre de Jamie mientras enderezaba los bancos y mesa derribados como si no hubiese pasado nada—. ¿Todavía quieres esa docena de dagas?

El mercader abrió la boca y volvió a cerrarla, tras lo cual pasaron unos instantes antes de que volviese a hablar.

—Si te parece bien, preferiría comprar tus instrumentos para el fuego. Todos. Y te pagaré en dinero contante y sonante. Nada de permutas ni trueques.

El herrero miró a Jamie y, luego, al buhonero mientras sopesaba la pala. Jamie aferró el atizador con fuerza.

—No —replicó el padre. Jamie se dio cuenta de que esta vez se trataba de un «no» más suave y reflexivo.

El vendedor ambulante enderezó uno de los bancos y se dejó caer sobre él.

—No lo entiendes —dijo al tiempo que descansaba los codos sobre las rodillas y se echaba el cabello atrás con ambas manos—. Todas las historias que cuento son de segunda mano. Yo nunca… —Al mirar a Jamie, la boca del mercader se tensó por un instante. Luego, apartó los ojos—. Nunca he vivido nada como esto. No personalmente. Solía creer en ese tipo de cosas, pero se trata de una fe que desapareció hace mucho tiempo.

»Sin embargo, esto… —Habakor abarcó la herrería con un gesto—. Esto es real. Es el aquí y ahora. Esto prueba que queda algo de magia en el mundo. Magia para mal y tal vez también para bien. Peligros a los que puede hacerse frente con frío hierro y corazones fuertes. Esto es algo que necesite contarle a la gente para ponerla sobre aviso.

—Puedes contárselo a tanta gente como quieras —respondió el padre de Jamie tras negar nuevamente con la cabeza—. Pero no le pidas a este herrero que sacrifique sus herramientas ganadas con duro trabajo.

—¡Pero tus herramientas merecen ser famosas! —insistió el buhonero.

—Me contento con que sean útiles —replicó el herrero—. Ya sea como herramientas o como armas. Pero se quedan aquí, donde las necesito.

El buhonero guardó silencio durante un momento.

—Si yo le cuento esta historia a otros y ellos acuden aquí para verlas por sí mismos, ¿qué harás tú? Podríamos cobrar entrada y dividirnos el dinero a partes iguales.

El padre de Jamie rió entre dientes y luego miró a su hijo.

—Diré la verdad sobre lo que sucedió aquí —replicó—. Sobre cómo un buhonero llegó al poblado con una magia peligrosa que no sabía que tenía, y cómo nosotros, entre los tres, derrotamos a esa magia dentro de esta herrería. Nada de cuentos. Nada de evocar a los héroes muertos. Nada de cobrar ni de vender instrumentos para el fuego diciendo que son armas asesinas de monstruos. Simplemente les diré lo que ocurrió. —La voz del herrero era acerada.

—Por supuesto —asintió el mercader. Tragó con dificultad mientras miraba a Jamie. Luego se irguió y le devolvió al herrero la mirada fija con que lo observaba.

—¿Todavía quieres esas dagas?

El mercader volvió a observar a Jamie. La mirada del chico lo hacía sentir incómodo y sacudió la cabeza.

—No como dagas de Sturm originales, no. Las quiero como la obra de un valiente herrero y su hijo. Y te las pagaré en dinero contante y sonante.

El padre de Jamie sonrió, y Jamie vio que era una sonrisa de verdad, no una sonrisa comercial.

—Estarán listas mañana.

Jamie parecía extremadamente sombrío y tenía las cejas casi juntas de tan fruncidas que estaban. El herrero reparó en la actitud pensativa del chico.

—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó, pero él sacudió a cabeza como si intentara librarla de preocupaciones antes de hablar.

—El frasco de cristal —le dijo Jamie, por fin, al buhonero—. Dijiste que se lo habías comprado a un mercader.

—Sí —asintió Habakor—. Cuando los mercaderes nos encontramos, intercambiamos chismorreos y mercancías. Este frasco lo escogí entre las cosas de otro de mi profesión, hace por lo menos dos meses, junto con la historia que él contaba respecto a que procedía de Tarsis. Le di a cambio un par de dagas de Sturm y la historia que las acompaña. En aquel momento pensé poco en el asunto.

Mientras el mercader hablaba, Jamie miró a su padre y vio que tenía una expresión dura y preocupada. El herrero caminó hasta la fragua, cogió uno de los utensilios para el fuego y hurgó entre los carbones para asegurarse de que la criatura de sombras no se levantaría de entre las cenizas. A continuación miró a su hijo y al mercader.

—Y no te molestaste en comprobar la autenticidad del frasco —dijo el herrero con voz queda—. No te molestaste en abrirlo. —La voz era queda pero firme.

—Bueno, claro que no —replicó Habakor—. Supuse que era un fraude, como la mayoría de las historias de los buhoneros.

—Pero no lo era —dijo el herrero mientras removía por última vez los carbones y volvía a dejar la herramienta en su soporte. Se volvió a mirar al mercader al tiempo que cruzaba los brazos.

—El frasco —dijo Jamie—. ¿Era el único que tenía el mercader?

—¿El único? —preguntó Habakor—. Por supuesto que no. Lo mismo que yo tengo más de una daga de Sturm… —Su voz se apagó al darse cuenta de por dónde iba el chico—. Por la misericordia de la dulce Tika… —susurró—. Hay más frascos.

Jamie asintió con la cabeza y el herrero profirió un gruñido.

—Pero los otros podrían ser falsos, sólo copias. Tal vez yo cogí el verdadero por error… —dijo el buhonero, pero él mismo ya estaba negando con la cabeza—. No. Si un buhonero tuviese algo semejante, un verdadero y poderoso talismán, no se arriesgaría a hacer copias. Aunque también cabe la posibilidad de que él los obtuviera a su vez de segunda mano y no supiera lo que contenían los frascos.

—Eso carece de importancia —intervino el padre de Jamie.

El buhonero parpadeó con aire dubitativo y miró al herrero. Un largo silencio pareció descender sobre la herrería. El padre de Jamie alzó una mano carnosa.

—No creo que tengamos muchas alternativas. Esta vez hemos tenido suerte. Necesitaremos planificar un poco las cosas, y necesitaremos armas de hierro. Y en caso necesario, un buen brazo fuerte para esgrimirlas.

Una expresión horrorizada comenzaba a extenderse por el rostro del buhonero.

Jamie alzó los ojos hacia su padre. ¿Estaba oyéndolo bien? No obstante, fue el buhonero quien habló.

—¿Hablas de nosotros?

—De ti y de mí —replicó el padre de Jamie, que se permitió sonreír, para luego posar una mano sobre el hombro del chico—. Tienes la edad suficiente para dirigir la herrería hasta que yo regrese. Eres cuidadoso y tienes mano firme, dos buenos rasgos para un herrero.

—Pero yo quiero ir contigo —protestó Jamie al tiempo que alzaba los ojos hacia su padre; no obstante, el hombre negó con la cabeza.

—Esta vez no —le dijo—. También yo quería marchar cuando mi padre me dejó a cargo de la herrería, pero me quedé y prosperé en su nombre. Quiero que tú hagas lo mismo.

—Tal vez… —comenzó el buhonero al tiempo que sus ojos salían disparados hacia la puerta—. Tal vez podría sernos de ayuda. No cabe duda de que hoy ha jugado un importante papel, mientras que yo…

El herrero le lanzó una dura mirada al buhonero, y volvió a sacudir la cabeza.

—Yo quiero que se quede aquí. La aldea necesita un herrero.

—Y el chico necesita un padre —insistió el buhonero con voz queda, aunque no tanto como para que el herrero no oyese sus palabras.

El padre de Jamie alzó la mirada hacia el mercader, echando fuego por los ojos. Pero ese fuego se extinguió de inmediato, y el herrero se limitó a negar con la cabeza. El gesto se transformó en sonrisa, y la sonrisa en carcajada y, por último, en asentimiento. Había comprendido.

***

Por la mañana, el carro del buhonero salió pesadamente de la aldea y tomó el camino por el que había llegado. Llegaba sólo dos pasajeros: el herrero y su hijo. Al principio, las gentes del poblado se sorprendieron, pero luego se habituaron al nuevo herrero llamado Habakor. Una vez que llegaron a la herrería algunas herramientas nuevas que encargó para reemplazar las que se había llevado el dueño anterior, demostró no ser un herrero demasiado malo.

Los niños crecieron y los buhoneros continuaron acudiendo a la aldea. Algunos vendían cosas útiles, pero unos pocos vendían viejas reliquias y narraban historias de antiguos brujos y dragones olvidados desde hacía mucho tiempo.

Y nadie se mofaba de ellos tanto como Habakor, el herrero. Solía sonreír y decir que ni siquiera los héroes que figuraban en esas historias se reconocerían a sí mismos. Y hablaba de la manera que lo haría alguien que supiera de esas cosas, porque ésta era la naturaleza de las mentiras de buhonero.