17 de mayo
Salvo los restos
AL DÍA SIGUIENTE me senté a comer en el instituto con Link y sus cuatro desaliñados colegas. Mientras comía pizza sólo podía pensar en lo que Link había dicho de Lena. Tenía razón. Poco a poco, me había cambiado, hasta el extremo de que yo casi no recordaba cómo éramos antes. De haber podido hablarlo con alguien, me habrían dicho que le diera tiempo. Pero es lo que suele decirse cuando no hay nada que decir y no se puede hacer nada. Porque Lena no conseguía salir adelante. No había vuelto a ser la misma y tampoco había vuelto conmigo, en todo caso, la arrastraba una corriente que la alejaba más de mí que de ninguna otra persona. Cada vez me resultaba más difícil llegar hasta ella. No alcanzaba su interior y ya no contábamos con el kelting o los besos o con cualquiera de las formas sencillas o complicadas en que antes nos tocábamos. Cuando le cogía la mano, ahora sólo sentía frío.
Cuando Emily Asher me miró desde el rincón opuesto del comedor, en sus ojos sólo había pena. Había vuelto a convertirme en una persona digna de lástima. Ya no era Ethan Wate, el chico cuya madre murió el año pasado, sino Ethan Wate, el chico cuya novia se volvió loca al morir su tío. La gente sabía que habían surgido complicaciones y que Lena no había vuelto a aparecer por el instituto.
Aunque Lena no les cayera bien, a los tristes les gusta ver tristes a los demás. Además, yo había abandonado la categoría de los tristes hacia tiempo y descendido a una aún peor que la de los desaliñados colegas de Link, a los que todos marginaban. Yo estaba solo.
Una mañana de una semana después un sonido extraño empezó a resonar con insistencia en el fondo de mi mente. Era como un chirrido, o como el ruido que se produce al arañar una superficie metálica o al rasgar un papel. Estaba en clase de historia y debatíamos la reconstrucción, que es una época todavía más aburrida que la Guerra de Secesión, cuando los Estados Unidos tuvieron que recuperar su unidad. En un instituto de Gatlin aquella lección resultaba tan embarazosa como deprimente, nos recordaba que Carolina del Sur fue un estado esclavista y que en la lucha por la justicia habíamos tomado parte por el bando equivocado. Todos lo sabíamos, pero la clase de aquel día era un recordatorio de que nuestros antepasados nos habían legado un suspenso definitivo en el expediente moral de la nación. Heridas tan profundas dejan huella por mucho que uno se esfuerce por curarlas. El señor Lee proseguía con su monótono discurso y culminaba cada frase con un suspiro dramático.
Yo me esforzaba por no escuchar cuando me llegó un olor a quemado. Parecía un motor recalentado o un encendedor. Miré a mí alrededor. El olor no provenía del señor Lee, la fuente más habitual de aromas horribles en la clase de historia, y parecía que nadie más lo notaba.
El ruido aumentó y se convirtió en una confusa mezcla de estrépito, rasgaduras, conversaciones y gritos. Lena.
¿L?
No obtuve respuesta. Por encima del ruido oí a Lena mascullar unos versos muy distintos de esos que se escriben el día de San Valentín.
No los escucho, me estoy ahogando…
Reconocí el poema, lo cual no era buena noticia. Si Lena leía a Stevie Smith, su día estaba a un paso de la sombría Sylvia Plath de La campana de cristal. Había sacado bandera roja, como cuando Link oía a los Dead Kennedys o Amma cortaba las verduras de los rollitos de primavera con un cuchillo de carnicero.
Aguanta, L. Ya voy.
Algo había cambiado. Antes de que no hubiera vuelta atrás, cogí los libros y, sin dar tiempo a un nuevo suspiro del señor Lee, salí del aula y eché a correr.
Cuando entré, Reece no me miró, señaló las escaleras. Ryan, la prima pequeña de Lena, estaba sentada en el escalón inferior con Boo. Parecía triste. Cuando la despeiné con gesto cariñoso, me indicó que no hiciera ruido.
—Hay que estar quieto hasta que lleguen la abuela y mamá. Lena tiene un ataque de nervios.
Ryan se había quedado muy corta.
La puerta de la habitación de Lena estaba entreabierta. Al empujarla las bisagras chirriaron como en una película de terror. La estancia estaba patas para arriba. Los muebles estaban volcados y rotos, algunos faltaban. El suelo, las paredes y el techo estaban cubiertos de páginas de libros arrancadas y en la estantería no quedaba un sólo libro. Era como si hubiera explotado una biblioteca. En el suelo había algunas páginas quemadas y todavía humeantes.
Pero no veía a Lena por ninguna parte.
L, ¿dónde estás?
La busque con la vista por toda la habitación. La pared de encima de su cama no estaba cubierta con pedazos de los libros que amaba, sino con los siguientes versos:
Nadie difunto y Nadie con vida
Nadie cede y Nadie se entrega
Nadie me oye, pero Nadie me cuida
Nadie me teme, pero Nadie me observa
Nadie es mío y Nadie presente
Nadie no sabe, no hay Nadie que sepa
Salvo los restos, el resto está ausente
Nadie y Nadie. Uno era Macon, ¿verdad? El difunto.
Y el otro, ¿quién era? ¿Yo?
¿Me había convertido en Nadie?
¿Tenían todos los novios que esforzarse tanto para comprender a sus novias? ¿Desentrañar los intrincados poemas que escribían sobre el yeso con un mini rotulador aprovechando las grietas de las paredes?
Salvo los restos, el resto está ausente.
Tapé la primera parte del último verso. No sólo quedaban los restos, sino bastante más. Y no se trataba únicamente de Macon. Mi madre también había muerto, pero como los últimos meses me habían demostrado, una parte de ella seguía conmigo. Cada día pensaba más en ella.
«Sé tú misma». Había sido el mensaje que mi madre había dejado a Lena en los números de página de libros esparcidos por el suelo de su habitación favorita. Su mensaje para mí no necesitaba escribirlo ni con números ni con letras, ni siquiera decírmelo en sueños.
La habitación de Lena, repleta de libros tirados por todas partes, se parecía mucho al estudio de mi madre aquel día. Sólo que a los libros de Lena les faltaban las páginas, lo cual transmitía un mensaje totalmente distinto.
Dolor y culpa. Era el segundo capítulo de los libros que tía Caroline me había comprado sobre las cinco —o las que sean— fases del duelo. Si Lena ya había superado la conmoción y la negación, que eran las dos primeras, yo debía haber intuido que la siguiente estaba al caer. Supongo que para ella significaba desprenderse de los libros, que eran lo que más apreciaba.
Al menos, eso esperaba yo que significase aquel incidente. Entré con cuidado de no pisar el montón de sobrecubiertas quemadas y oí sus sollozos. Abrí la puerta del armario y allí estaba, a oscuras, acurrucada, con la barbilla apoyada en las rodillas.
Hola, L. Tranquila.
Me miró, pero no sé si llegó a verme.
Los libros me recordaban a él, sonaban como él y no podía hacerlos callar.
Tranquila. Ya pasó todo.
Yo era consciente de que la calma no duraría. Porque no había pasado todo. En algún lugar entre la furia, el miedo y la tristeza, Lena había traspasado un umbral y, por experiencia, yo sabía que no había vuelta atrás.
Finalmente, intervino la abuela. Lena tendría que volver a clase en una semana tanto si le gustaba como si no. Sólo tenía dos opciones: una, el instituto; dos, la que nadie se atrevía a decir en voz alta: Blue Horizons o donde fueran los Caster cuando se encontraban en su estado. Hasta entonces sólo me permitirían verla para llevarle los deberes. Subí a pie la cuesta de su casa con la mochila cargada de preguntas fáciles y absurdas.
¿Por qué yo? ¿Qué he hecho?
Se supone que no debo estar con nadie que me ponga nerviosa. Eso dice Reece.
Y yo, ¿te pongo nerviosa?
Intuí que en el fondo de mis pensamientos se formaba algo parecido a una sonrisa.
Pues claro que sí. Sólo que no como ellos creen.
Cuando Lena abrió por fin la puerta, solté la mochila y la estreché entre mis brazos. No llevaba más que unos días sin verla, pero echaba de menos la familiar fragancia a limón y romero de su pelo. Apoyé la cabeza en su hombro y, sin embargo, no pude olerla.
Yo también te echaba de menos.
Lena me miró. Lleva una camiseta negra y unos leotardos negros llenos de cortes extravagantes. Del broche del pelo escapaban algunos cabellos y el collar de los amuletos estaba retorcido y demasiado largo. Además, tenía ojeras. Me preocupé. Luego me fijé en su habitación y me preocupé todavía más.
Su abuela se había salido con la suya. De los libros quemados no había ni rastro y ni un sólo objeto estaba fuera de su sitio. Pero existía un problema. En las paredes no había trazos de rotulador, ni poemas, ni páginas arrancadas. Formando una fila que recorría todo el perímetro de la habitación había fotografías cuidadosamente pegadas con celo, como si Lena o quien las hubiese colgado hubiera querido improvisar una verja.
Sagrada. Reposo. Amada. Hija.
Eran fotografías de lápidas tomadas tan de cerca que lo único que podía advertirse era la tosca textura de la piedra y las palabras cinceladas en ella.
Padre. Gozo. Desesperación. Descanso eterno.
—No sabía que fueras aficionada a la fotografía —dije, preguntándome cuántas cosas no sabría de Lena.
—En realidad, no tanto —repuso ella. Parecía incómoda.
—Son geniales.
—Se supone que me vienen bien. Tengo que demostrar que por fin he aceptado su muerte.
—Ya. Mi padre lleva un diario en el que tiene que anotar sus sentimientos —dije, pero enseguida me arrepentí. La comparación con mi padre no podía tomarse como un cumplido. Lena, sin embargo, no pareció darse cuenta. Me pregunté cuánto tiempo habría estado haciendo aquellas fotos en el Jardín de la Paz Perpetua y pensé en cuánto la había echado de menos.
Soldado. Reposo. A través de un cristal, oscuramente.
Llegué a la última fotografía, la única que se salía un poco del tono general.
Aparecía una moto, una Harley apoyada en una lápida. Los brillantes cromados parecían fuera de lugar al lado de las lápidas erosionadas. Al verla, mi corazón empezó a palpitar más deprisa.
—¿Y esta?
Lena hizo un ademán, quitándole importancia.
—Un tío visitando una tumba, supongo. Una especie de… no sé. La voy a quitar, tiene una luz terrible.
Sacó una a una las chinchetas que sujetaban la foto. Al llegar a la última, la foto se esfumó y en la pared negra sólo quedaron cuatro agujeros.
A parte de las fotos, la habitación estaba prácticamente vacía, como si Lena se hubiera mudado a otra. La cama había desaparecido y también la estantería y los libros. La vieja araña, que después de balancearla tantas veces yo temía que se desprendiera del techo, tampoco estaba. En el suelo, justo en el centro de la habitación, había un futón. A su lado estaba el diminuto gorrión de plata. Al verlo acudieron a mi mente las imágenes del entierro de Macon: los magnolios arrancados de cuajo, aquel gorrión en la mano manchada de barro de Lena.
—Todo parece distinto.
No quise pensar en el gorrión ni en por qué estaba junto a su cama, aunque sabía que la respuesta no tendría nada que ver con Macon.
—Bueno, ya sabes, al llegar la primavera hay que hacer limpieza general. Tenía la habitación llena de trastos.
Sobre el futón había unos cuantos libros descuadernados. Abrí uno sin pensar… y me percaté de que había cometido el peor de los delitos. Aunque la cubierta correspondía a un ejemplar viejo y sujeto con celo de El doctor Jekyll y mister. Hyde, no se trataba de un libro, sino de una de las libretas de espiral de Lena. Además, lo había abierto justo delante de sus narices, como si se tratara de un texto cualquiera o yo tuviera derecho a leerlo.
Luego comprobé que todas las páginas estaban en blanco.
Mi estupor fue mayúsculo, casi tan grande como al descubrir las hojas llenas de garabatos de mi padre cuando creía que estaba escribiendo una novela. Lena se llevaba sus cuadernos a todas partes. Si había dejado de escribir, las cosas estaban peor de lo que yo pensaba. Ella estaba peor de lo que yo pensaba.
—¡Ethan! ¿Qué haces?
Me aparté. Lena cogió el libro.
—Lo siento, L —dije. Estaba furiosa—. Pensé que era un libro. Parece un libro. ¿Cómo iba a imaginar que tendrías tu cuaderno encima del colchón, donde cualquiera puede leerlo?
Lena ni siquiera me miró, se limitaba a apretar su cuaderno contra el pecho.
—¿Por qué has dejado de escribir? —pregunté—. Yo creía que te encantaba.
Me miró con gesto de impaciencia y abrió el cuaderno para enseñármelo.
—Y me encanta.
Pasó las páginas. Estaban escritas por las dos caras con su pequeña y preciosa letra.
Algunas palabras estaban tachadas varias veces Aquellos textos habían sido revisados, reescritos y revisitados mil veces.
—¿Lo has hechizado?
—Hice que mi escritura fuera invisible para la realidad Mortal. A no ser que quiera enseñárselo a alguien, sólo los Caster lo pueden leer.
—Vaya idea, Lena. Porque da la casualidad de que Reece, que es quien tiene más probabilidades de querer leerlo, es una Caster.
Reece era tan curiosa como cotilla.
—Ella no necesita leerlo. Puede leer mi rostro cuantas veces quiera.
Era verdad. Reece era una Sibyl y tenía el poder de leer hasta los más secretos pensamientos y las intenciones con tan sólo mirar a los ojos y por eso yo solía evitarla.
—¿A qué viene tanto misterio? —dije, sentándome en el futón. Lena se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Yo fingía una comodidad que distaba mucho de sentir y ella tampoco parecía cómoda.
—No sé, aunque no se me han quitado las ganas de escribir, es posible que la necesidad de que me comprendan ya no sea tan grande. Ni la de ser como soy.
Apreté los dientes.
—La necesidad de ser como eres… ¿conmigo?
—No quería decir eso.
—¿Que otros Mortales iban a querer leer tu cuaderno?
—Tú no lo entiendes.
—Yo creo que sí.
—En parte tal vez.
—Lo comprenderé todo si me dejas.
—No se trata de dejar o no dejar, Ethan. No puedo explicarlo.
—Déjame ver —dije, tendiendo la mano para pedirle el cuaderno. Enarcó las cejas y me lo dio.
—No lo vas a poder leer.
Abrí el cuaderno y le eché un vistazo. No sé si a causa de Lena o del propio cuaderno, pero lo cierto es que lentamente, una a una, las palabras empezaron a emerger. No se trataba de un poema ni tampoco de una canción. Palabras, en realidad, no había muchas, más dibujos extraños, una colección de formas y remolinos que se enroscaban en el papel como bocetos tribales.
A pie de página había una lista.
Lo que recuerdo
Madre
Ethan
Macon
Cazar
El fuego
El viento
La lluvia
La cripta
El yo que no soy yo
El yo que mataría
Dos cuerpos
La lluvia
El cuaderno
El anillo
El amuleto de Amma
La luna
Lena me quitó el cuaderno. En la página habían aparecido otras palabras, pero no me dio tiempo a leerlas.
—¡Se acabó!
—¿Qué es? —pregunté.
—Nada, es privado. No sé cómo has podido verlo, no es para ti.
—Entonces, ¿por qué he podido?
—He debido de equivocarme con el Verbum Celatum, el hechizo de la Palabra Secreta —repuso Lena, y me miró con inquietud. No obstante, ya no tenía una mirada tan acerada—. Da igual. Intentaba acordarme de la noche en que Macon… desapareció.
—Murió, L, la noche en que Macon murió.
—Ya sé que murió. Claro que murió, sólo que no me apetece hablar de ello.
—Supongo que estarás deprimida, pero es normal.
—¿Cómo que es normal?
—Estás en la siguiente fase.
A Lena le brillaron los ojos.
—Sé que tu madre está muerta y que mi tío está muerto, pero las fases de mi duelo son mías y sólo mías. Este cuaderno no es el diario de mis sentimientos. Yo no soy como tu padre y tampoco soy como tú, Ethan. No somos tan parecidos como tú crees.
Nos miramos como no lo habíamos hecho en mucho tiempo o tal vez nunca. Fue un instante inefable. Me di cuenta de que en ningún momento habíamos hablado kelting. Por primera vez no sabía lo que Lena estaba pensando y era evidente que ella tampoco comprendía lo que yo estaba sintiendo.
Al cabo de un momento, sin embargo, lo hizo. Extendió los brazos y me dio un abrazo porque esta vez, y también era la primera, era yo quien lloraba.
Cuando llegué a casa todas las luces estaban apagadas, pero no entré. Me quedé sentado en el porche observando las luciérnagas, que iluminaban la noche con sus fogonazos intermitentes. No tenía ganas de ver a nadie, me apetecía pensar y tenía la sensación de que Lena no estaba escuchando. Sentarse a solas en medio de la noche nos recuerda como es el mundo en realidad y hasta qué punto estamos separados de los demás. Las estrellas parecen tan próximas que casi se pueden tocar. Pero no se puede. A veces tenemos la impresión de que las cosas están mucho más cerca de lo que realmente están.
Cuando llevaba allí sentado un tiempo y mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, me pareció ver que se movía algo junto al viejo roble. Por un segundo se me aceleró el corazón. La mayoría de habitantes de Gatlin ni siquiera cerraban la puerta, pero yo sabía que había muchas cosas capaces de entrar por una cerradura. Advertí que el aire volvía a cambiar casi imperceptiblemente, como si hubiera pasado una onda de calor, y me di cuenta de que no era alguien queriendo entrar en casa, sino algo que acababa de salir de la casa de al lado.
Lucille, la gata de las Hermanas. Subió al porche de un salto y vi sus ojos azules brillar en la oscuridad.
—Ya le he dicho yo a todo el mundo que tarde o temprano encontrarías el camino de vuelta, sólo que te has equivocado de casa —dije. Lucille ladeó la cabeza y me miró—. Sabrás que, después de lo que has hecho, las Hermanas no te van a quitar esa correa nunca más.
Lucille me miró como si comprendiera perfectamente lo que había dicho, como si supiera las consecuencias de escapar y por alguna razón hubiera querido hacerlo de todas formas. Una luciérnaga parpadeo delante de mí y Lucille saltó para atraparla.
La luciérnaga voló más alto, pero aquella gata estúpida volvió a saltar, como si no se diera cuenta de lo lejos que estaba realmente la luciérnaga. Como las estrellas. Como tantas cosas.