16 de mayo
La llamada
AUNQUE NO HICE PREGUNTAS, no olvidé aquel gesto. ¿Cómo olvidarlo tras un año entero de cuenta atrás hacia lo inevitable? Cuando, aunque lo supiera, me atreví por fin a preguntarle por qué había escrito aquella cifra y qué significaba, no me respondió. Y tuve la sensación de que en realidad no lo sabía.
Lo cual era mucho peor.
Trascurrieron dos semanas y, según mis noticias, Lena seguía sin abrir su cuaderno. Llevaba un pequeño rotulador colgado del cuello, pero estaba tan nuevo como el día que lo compré en Stop & Steal. Se me hacia raro no verla escribiendo, garabateando algo en sus manos o en sus viejos Converse, que, por otro lado, aquellos días apenas se ponía. Los había cambiado por sus magulladas botas negras. También había cambiado de peinado. Ahora llevaba el pelo casi siempre recogido, como si guardara en él toda su magia.
Estábamos sentados en las escaleras del porche de mi casa, en el escalón más alto, el mismo lugar en el que Lena me confesó que era una Caster, un secreto que nunca había compartido con ningún Mortal. Yo fingía leer El doctor Jekyll y mister Hyde y Lena miraba fijamente una hoja en blanco de su cuaderno de espiral como si en las delgadas líneas azules de sus hojas se hallara la solución a todos sus problemas.
Por mi parte, cuando no miraba de reojo a Lena, me fijaba en la calle. Aquel día regresaba mi padre. Amma y yo habíamos ido a verlo todos los días de visita semanal desde que mi tía lo había ingresado en Blue Horizons. Aunque todavía no era el de antes, he de admitir que volvía a parecérsele. A pesar de ello, yo estaba muy nervioso.
—Ya están aquí.
La puerta mosquitera se cerró detrás de mí. Era Amma. Se había puesto un delantal de carpintero, lo prefería al tradicional de cocina, especialmente en días como aquel. Llevaba al cuello el amuleto de oro y no dejaba de frotarlo.
Me fijé en la calle, pero sólo divisé a Billy Watson, que pasaba en su bicicleta. Lena se inclinó hacia delante para ver mejor.
No veo nada.
Yo tampoco veía nada, pero sabía que antes de cinco segundos lo vería. Amma era una mujer orgullosa sobre todo de sus poderes de vidente. De no haber estado completamente segura, no habría salido a decirnos que venían.
Ahora lo verás.
Y, en efecto, el Cadillac blanco de tía Caroline apareció por Cotton Bend. Llevaba la ventanilla bajada —a mi tía le gustaba llamarlo aire acondicionado 360 grados—. Tras doblar la esquina, nos saludó. Me levanté y Amma me dio un codazo.
—Y tú, compórtate. Tu padre merece una buena bienvenida. —Era un mensaje encriptado. En realidad, quería decir: Ándate con cuidado, Ethan Wate, y cuidado con lo que sale por esa bocaza.
Respiré hondo.
¿Estás bien? Lena me miró con ojos color avellana.
Sí. Era mentira y ella debía saberlo, pero no insistió. Cogí su mano. Como de costumbre últimamente, estaba helada. La sacudida eléctrica fue como el pinchazo de la congelación.
—Mitchell Wate —dijo Amma—, no me digas que en todo el tiempo que has estado afuera no has probado más tartas que las mías. Porque tienes el mismo aspecto que si te hubieras caído en el tarro de las galletas y aún no hubieras encontrado la salida.
Mi padre le dirigió una mirada cómplice. Sabía que en el humor de Amma, que lo había criado, había más afecto que en cualquier abrazo.
Me quedé observando mientras ella lo mimaba como si tuviera diez años. Entretanto, Amma y mi tía parloteaban igual que si acabaran de llegar del supermercado. Mi padre me dedicó una sonrisa débil que tenía en Blue Horizons. Quería decir: Ya no estoy loco, sólo avergonzado. Llevaba vaqueros y su vieja camiseta de la Universidad de Duke y parecía más joven de lo que yo recordaba salvo por las patas de gallo, que se marcaron todavía más cuando, incómodo, me dio un abrazo.
—¿Cómo estás?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Bien —dije después de toser.
Miró a Lena.
—Me alegro de verte, Lena. Lamento mucho la muerte de tu tío.
Mi padre no había olvidado sus arraigados modales sureños. Aun en un momento tan peculiar, estaba obligado a mencionar el fallecimiento de Macon.
Lena esbozó una sonrisa, pero estaba tan incómoda como yo.
—Gracias, señor Wate.
—Ethan, ven aquí y dale un abrazo a tu tía favorita. —Me pidió tía Caroline extendiendo los brazos. Yo tenía ganas de que me abrazara y estrujara para ver si así desaparecía el nudo que tenía en el estómago.
—Vamos adentro. —Intervino Amma desde el porche—. He hecho pastel de Coca-Cola y pollo asado. Si tardamos en entrar, el pollo va a echarse a nadar.
Tía Caroline rodeó a mi padre por la cintura y subieron las escaleras. Tenía el mismo cabello castaño y complexión de mi madre. Por un momento fue como si mis padres estuvieran otra vez en casa, cruzando el vano de la mosquitera de la mansión Wate.
—Tengo que marcharme —dijo Lena, que apretaba su cuaderno contra el pecho a modo de escudo.
—No tienes por qué. Quédate.
Por favor.
Yo no pretendía ser cortés, sólo que no quería entrar solo. Meses atrás, Lena se habría dado cuenta, pero supongo que aquel día tenía la cabeza en otra parte.
—Deberías pasar algún tiempo con tu familia —dijo y se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla. Cuando quise protestar, ya iba camino a su coche.
Me quedé mirando cómo se alejaba en el Fastback de Larkin. Ya no llevaba el coche fúnebre y, por lo que sabía, no lo había vuelto a coger desde la muerte de Macon. Tío Barclay lo había aparcado detrás del granero y tapado con una lona. Ahora llevaba el coche negro y cromado de Larkin.
—«¿Tienes idea de a cuantas chicas me podría ligar con una máquina como esa?» —dijo Link limpiándose la baba la primera vez que lo vio.
Larkin había traicionado a su familia y yo no podía comprender que Lena cogiera su coche. Cuando se lo pregunté, se encogió de hombros:
—A mi primo ya no le hace falta.
Quizás pensara que al cogerlo lo castigaba a él. Larkin había contribuido a la muerte de Macon, algo que ella nunca le podría perdonar. Cuando el coche dobló la esquina, me dieron ganas de alejarme con él.
Cuando llegué a la cocina, el café de achicoria estaba casi a punto… y los problemas también. Amma se paseaba delante de la pila hablando por teléfono y cada dos minutos tapaba el aparato con la mano e informaba a tía Caroline de la conversación.
—No la han visto desde ayer —dijo, y volvió a colocarse el teléfono en la oreja—. Deberías hacerle un ponche a tía Mercy y que se acueste hasta que aparezca.
—¿Hasta que aparezca quién? —le pregunté a mi padre, que se encogió de hombros.
Tía Caroline me arrastró hasta la pila y me habló a susurros, como hacen las damas del Sur cuando el asunto es demasiado horrible para mencionarlo en voz alta.
—Lucille Ball se ha perdido. —Lucille Ball era la gata siamesa de tía Mercy y se pasaba la mayor parte del tiempo correteando por el jardín a mis tías con una correa atada al poste de tender ropa, actividad que las Hermanas denominaban ejercicio.
—¿Cómo que se ha perdido?
Amma volvió a cubrir el aparato y me miró frunciendo el ceño y apretando los dientes. Su mirada era elocuente: «Al parecer —decía—, alguien le metió en la cabeza a tu tía la idea de que los gatos no hay por qué atarlos porque siempre vuelven a casa. Tú no sabrás quién ha podido ser, ¿verdad?». No era pregunta. Los dos sabíamos que yo llevaba años diciéndole a Tía Mercy que a los gatos no se les pone correa.
—Pero los gatos no llevan correa…
Intenté defenderme, pero era demasiado tarde.
Amma me miró y se volvió para hablar con tía Caroline.
—Al parecer, tía Mercy no quiere moverse del porche y está allí sentada sin apartar la vista de la correa colgada del poste para tender la ropa. —Volvió a quitar la mano del teléfono—. Tienes que convencerla de que entre y, cuando lo haga, le pones las piernas en alto. Si se marea o se le va a la cabeza, le haces una infusión de diente de león.
Me escabullí. No quería ser víctima de las malas pulgas de Amma. Genial. La gata ancianita de mi tía había desaparecido por mi culpa. Llamaría a Link y daríamos una vuelta en el coche para ver si encontrábamos a Lucille. A lo mejor las maquetas de las canciones de mi amigo conseguían asustarla y el animal salía de su escondrijo.
—Ethan —me llamó mi padre, que me había seguido hasta el pasillo—, ¿puedo hablar contigo un momento?
Precisamente lo que yo quería evitar: la escena en el que él se disculpa e intentaba explicarme por qué en casi un año apenas me había dedicado tiempo.
—Sí, como no —respondí, aunque no sabía si quería escucharle. Se me había pasado la rabia. Tras estar a punto de perder a Lena, una parte de mí comprendió por qué mi padre estaba tan trastornado. Si yo no podía imaginar una vida sin Lena, ¿qué sentiría mi padre, que había amado a mi madre durante dieciocho años?
Mi padre me daba pena, pero que se hubiera desatendido tanto todavía me dolía.
Se pasó la mano por el cabello y se acercó.
—Quería decirte lo mucho que lo siento —dijo, y se interrumpió agachando la cabeza—. No sé qué me pasó. Un día estaba en el estudio escribiendo y al día siguiente lo único que podía hacer era pensar en tu madre. Me sentaba en su sillón, olía sus libros, la imaginaba asomándose por encima de mis hombros y leyendo unas líneas… —Se miraba fijamente las manos, como si estuviera hablando con ellas en lugar de conmigo. Supongo que era un pequeño truco que le habían enseñado en Blue Horizons—. Era el único sitio en el que me encontraba cerca de ella. Me negaba a aceptar su muerte.
Miró al techo y se le escapó una lágrima que resbaló lentamente por la mejilla. Mi padre había perdido al amor de su vida y se había deshilachado como un jersey viejo. Y yo había sido testigo sin hacer nada por ayudarle. Tal vez él no era el único culpable. Comprendí que esperaba de mí una sonrisa, pero no tuve fuerzas.
—Lo entiendo, papá, aunque me habría gustado que dijeras algo. Yo también la perdí, ¿sabes?
Cuando, tras una larga pausa, habló, su voz era serena.
—No sabía que decir.
—No pasa nada.
No sé si en ese momento fui consciente de ello, pero su rostro dejó traslucir alivio. Me dio un abrazo que estuvo a punto de estrujarme.
—Pero ahora estoy aquí. ¿Quieres que hablemos?
—¿De qué?
—De lo que uno tiene que saber cuando tiene novia.
Yo no quería hablar.
—Papá, no tienes por qué…
—Tengo mucha experiencia, ya lo sabes. A lo largo de aquellos años tu madre me enseño un par de cosas sobre las mujeres —insistió, pero yo ya estaba planeando la fuga—. Si alguna vez quieres hablar de, ya sabes… —Podía saltar por la ventana y quedarme escondido entre el seto y la pared—. Sentimientos.
Estuve a punto de soltar una carcajada.
—¿Qué?
—Amma me ha dicho que Lena está atravesando un período difícil tras la muerte de su tío, que no parece la misma.
Se tumbaba en el techo, no quería ir a clase, no me contaba nada, trepaba a los depósitos de agua…
—Amma se equivoca. Lena está perfectamente.
—Las mujeres son otra especie. —Asentí intentando no mirarle a los ojos. Mi padre no sabía hasta que punto había dado en el clavo—. Por mucho que quisiera a tu madre, la mitad de las veces no habría podido decirte que pasaba por su cabeza. Las relaciones son complicadas. Ya sabes, puedes preguntarme lo que quieras.
¿Qué iba yo a preguntarle? ¿Qué hay que hacer cuando casi te da un infarto cada vez que besas a tu chica? ¿Hay momentos en que se debe leerle el pensamiento y momentos que no? ¿Cuáles son las primeras señales de que tu novia empieza a cristalizar en el bien o en el mal para el resto de la eternidad?
Me estrujó el hombro y, cuando yo intentaba hilvanar una frase, dio media vuelta y se alejó por el pasillo en dirección al estudio.
En el pasillo colgaba el retrato de Ethan Carter Wate. Aún no me había acostumbrado a verlo, por mucho que hubiera sido yo quien lo había colgado al día siguiente del entierro de Macon. Había estado escondido debajo de una sábana toda mi vida y no me parecía bien. Ethan Carter Wate se había apartado de una guerra en la que no creía y murió intentando proteger a la Caster que amaba.
Así que busqué un clavo y colgué el retrato, que parecía lo más correcto. Después entré en el estudio de mi padre y recogí los folios desperdigados por el suelo. Contemplé los círculos y garabatos por última vez, eran la prueba de lo profundo que puede ser el amor y cuanto puede durar el duelo. Luego tiré las hojas, también parecía lo más correcto.
Mi padre se detuvo ante el cuadro y lo observó como si lo viera por primera vez.
—Hacía mucho tiempo que no veía a este hombre.
Me alegre tanto de que hubiéramos cambiado de tema que empecé a farfullar.
—He sido yo quien ha colgado ese retrato. Espero que te parezca bien. Pensé que tenía que estar ahí y no en un rincón tapado con una sábana.
Por un momento mi padre se quedó mirando el retrato de aquel muchacho con uniforme confederado que no debía de ser mucho mayor que yo.
—Cuando yo era pequeño, siempre lo tapaban con una sábana. Mis abuelos no comentaban nada, pero, por su forma de ser, seguro que se negaban a colgar el retrato de un desertor. Cuando heredé esta casa, lo encontré en el ático y lo bajé al estudio.
—¿Por qué no lo colgaste?
Nunca había pensado que mi padre se hubiera fijado en aquel cuadro tapado cuando era niño.
—No lo sé, tu madre lo quería. Le encantaba la historia, que ese muchacho dejase la guerra aunque acabara por costarle la vida. Y yo también quería colgarlo, pero estaba tan acostumbrado a verlo tapado… Aún no había tomado una decisión cuando tu madre murió —dijo, pasando un dedo por la talla del marco—, te llamamos Ethan por él.
—Ya lo sé.
Mi padre me miró como si me viese por primera vez.
—A ella le encantaba este cuadro. Me alegro de que lo hayas colgado. Ahora está en el lugar que le corresponde.
No me libré del pollo asado ni de la penitencia que impuso Amma. Así que, al terminar de comer, fui a dar una vuelta en coche con Link para buscar a Lucille. Link llamaba a la gata entre bocado y bocado a un muslo de pollo que agarraba con una grasienta servilleta de papel. Cada vez que se pasaba la mano por sus rubios cabellos, más relucía la brillantina con la grasa.
—Tendrías que haber traído más pollo. Los gatos silvestres cazan pájaros y les gustan los huesos —dijo. Conducía despacio porque yo me fijaba en la calle buscando a Lucille. Con golpecitos en el volante seguía el ritmo de Galleta de Amor, la última canción espantosa de su grupo de música.
—¿Y de qué me habría servido? ¿Para asomarse por la ventanilla con un muslo de pollo mientras tú conduces? —repuse. Link era transparente—. Lo que pasa es que te encanta el pollo de Amma y quieres más.
—Pues claro, ya lo sabes. Y el pastel de Coca-Cola. —Sacó el hueso de pollo por la ventana—. Gatita, gatita, gatita…
Yo escrutaba en busca de la gata siamesa de tía Mercy cuando algo captó mi atención. En una matrícula, vi una media luna entre pegatinas de las barras y estrellas, la bandera confederada y un concesionario. La matrícula era de Carolina del Sur y llevaba los símbolos del estado, que había visto mil veces sin reparar nunca en ellos: una hoja de palma azul y una media luna que podría ser la de los Caster, que tanto tiempo llevaban en aquellas tierras.
—Si no ha probado el pollo de Amma, ese gato es mucho más tonto de lo que yo pensaba.
—Es una gata. ¿Ya no te acuerdas que se llama Lucille, Lucille Ball?
—Pues gata, qué más da.
Link giró bruscamente al entrar a la calle principal. Boo Radley nos miraba desde la acera. Estuvo moviendo el rabo hasta que desaparecimos en la distancia. Era el perro más solitario del pueblo.
Al ver a Boo, Link se aclaró la garganta.
—Hablando de chicas, ¿qué tal le va a Lena?
Llevaba días sin verla, aunque en aquella época fuera de los que más la habían visto. Lena pasaba la mayor parte del tiempo en Ravenwood bajo la atenta mirada de su abuela y tía Del o, dependiendo del día, huyendo de sus ojos vigilantes.
—Sobrevive —repuse, lo cual no era una mentira precisamente.
—¿De verdad? Quiero decir, parece muy cambiada. Está mucho más rara que antes.
Link era una de las pocas personas del pueblo que conocía el secreto de Lena.
—Su tío ha muerto. Algo así puede trasformar a una persona.
Mi amigo lo sabía mejor que nadie porque había sido testigo de lo que me había ocurrido a mí: primero tratando de encontrar un sentido a la muerte de mi madre y luego a un mundo en el que ella ya no estaba. Algo que, como Link sabía bien, era imposible.
—Sí, pero apenas habla y se pone ropa de su tío. ¿No te parece raro?
—Lena está bien.
—Si tú lo dices.
—Tú conduce. Tenemos que encontrar a Lucille —dije si dejar de mirar por la ventanilla—. Gata estúpida.
Link se encogió de hombros y subió el volumen. Los altavoces vibraron con La chica se ha ido un tema de los Holy Rollers, su banda. El rechazo y los plantones inspiraban todas las canciones de Link. Era su forma de sobrevivir. Me pregunté cual sería la mía.
No encontramos a Lucille y no olvidé la conversación con Link ni la que mantuve con mi padre. La casa estaba tranquila, lo cual resultaba poco apropiado si lo que en realidad deseas es escapar de tus pensamientos. La ventana de la habitación estaba abierta, pero el aire era caliente y pesado, parecía estancado, como todo lo demás.
Link tenía razón. Lena estaba muy rara, pero habían pasado muy pocos meses. Lo superaría y todo volvería a hacer como antes.
Revolví entre los montones de libros y documentos que tenía sobre la mesa en busca de Guía del autoestopista galáctico, mi libro de cabecera para olvidar las preocupaciones. Bajo una pila de viejos cómics de Sandman encontré un paquete atado con un cordón y envuelto en papel de estraza. Así solía empaquetar los libros Marian, pero aquel no llevaba el sello de la Biblioteca del Condado de Gatlin.
Marian era la amiga más antigua de mi madre y la bibliotecaria jefe. En el mundo de los Caster era también una Guardiana, es decir, una Mortal que custodiaba los secretos y la historia de los Caster y, en su caso particular, la Lunae Libri, la biblioteca de los textos secretos de los Caster. Marian me había entregado el paquete tras la muerte de Macon, pero yo lo había olvidado por completo. Era el diario de Macon y Marian creía que a Lena le gustaría conservarlo. Pero se equivocaba. Lena no quiso ni verlo ni tocarlo. Ni siquiera quiso quedárselo en Ravenwood.
—Guárdalo tú —me dijo—. No creo que pueda soportar la visión de su letra.
Desde entonces llevaba acumulando polvo en mi estantería.
Sopesé el paquete. Era demasiado pesado para tratarse de un libro, pero ¿qué otra cosa podía ser? Me pregunté qué aspecto tendría. Probablemente sería muy viejo y con la piel agrietada. Desaté el cordón y lo desenvolví. No pensaba leerlo, sólo verlo, pero cuando retiré el papel de estraza, comprobé que no era un libro, sino una caja de color negro con intrincados símbolos Caster tallados en la madera.
Pasé la mano por la tapa preguntándome que habría escrito Macon. No me lo imaginaba escribiendo poesía, como Lena. Probablemente estuviera lleno de apuntes sobre horticultura. Abrí la tapa con cuidado. Quería ver algo que Macon tocaba todos los días, que era importante para él. Las carátulas eran de seda negra y las hojas, amarillentas y con su letra —desvaída y con trazos largos que recordaban patas de araña—, estaban sueltas. Toqué una con un sólo dedo. El cielo empezó a girar y sentí que tiraban de mí. Me vi cada vez más cerca del suelo, pero al ir a golpearlo, lo atravesé y quedé envuelto en una nube de humo.
Los incendios jalonaban el río, los únicos restos de plantaciones florecientes tan sólo unas horas antes. Greenbrier estaba en llamas y Ravenwood lo estaría muy pronto. Los soldados de la Unión debían de haberse tomado un respiro. Estarían borrachos de victoria y del licor de las mansiones que habían saqueado.
Abraham no tenía mucho tiempo. Los soldados estaban cerca y tenía que matarlos. Era la única forma de salvar Ravenwood. Los Mortales no tenían la menor posibilidad contra él, aunque fueran soldados. A un Íncubo no le podían hacer frente. Y si Jonas, su hermano, volvía alguna vez a los Túneles, los soldados tendrían que luchar contra dos. Abraham sólo temía a las armas de fuego. Aunque la de los Mortales no pueden acabar con los de su clase, las balas los debilitan. Los soldados dispondrían de tiempo para prender fuego a Ravenwood.
Abraham necesitaba alimento y aún entre el humo podía oler la desesperación y el miedo de un Mortal que había cerca. El miedo le daría fuerzas. Daba más poder y sustento que los recuerdos o los sueños.
Viajó hacia el olor, pero cuando se materializó en los bosques que hay al otro lado de Greenbrier, era demasiado tarde. El aroma era muy leve. A lo lejos divisó a Genevieve Duchannes, encorvada sobre un cadáver que yacía en el barro. Ivy, la cocinera de Greenbrier, agarraba algo contra su pecho.
En cuanto lo vio, la anciana corrió a su encuentro.
—Señor Ravenwood, gracias a Dios —dijo, y bajó la voz—. Tiene que guardar esto. Póngalo a buen recaudo hasta que yo vuelva.
Sacó un grueso libro negro del bolsillo de su delantal y se lo dio a Abraham, que percibió su poder nada más con tocarlo.
El volumen estaba vivo, palpitaba como si le latiera un corazón. Abraham casi lo oía susurrar, cómo lo incitaba a cogerlo, a abrirlo y a liberar lo que guardaba dentro. En la portada no había palabras, sólo una media luna. Abraham pasó los dedos por el borde.
Ivy seguía hablando. Confundió el silencio de Abraham, lo tomó por vacilación.
—Por favor, señor Ravenwood, no tengo a nadie a quien dárselo y no se lo puedo dejar a la señorita Genevieve. Ya no.
Genevieve levantó la cabeza, como si los oyera a pesar de la lluvia y del fragor de las llamas. Abraham comprendió. A través de la oscuridad vio los ojos amarillos de Genevieve, los ojos de un Caster Oscuro. Y comprendió también qué tenía en las manos.
El Libro de las Lunas.
Lo había visto ya en los sueños de Marguerite, la madre de Genevieve. Era un libro de poder infinito, un libro al que Marguerite temía y veneraba en igual medida. Se lo había ocultado a su marido y a sus hijas y jamás habría permitido que cayera en manos de un Caster Oscuro o de un Íncubo. Era un libro que podía salvar Ravenwood.
Ivy sacó un objeto de los pliegues de su falda y lo frotó contra la portada del libro. Los blancos cristales rodaron al suelo. Era sal, el recurso de las mujeres supersticiosas que de las islas del Azúcar de sus ancestros habían traído sus propias armas. Decían que la sal protegía de los demonios, creencia que Abraham siempre le había parecía divertida.
—Vendré a buscarlo en cuanto pueda. Lo juro.
—Lo guardaré en un lugar seguro, te doy mi palabra.
Abraham limpió de sal la cubierta del libro para sentir su calor y volvió a los bosques tras caminar unos metros para que Ivy no lo viera viajar. Las mujeres de color siempre se asustaban, se acordaban de quien era en realidad.
—Señor Ravenwood, escóndalo donde quiera, pero no lo abra. Sólo trae desgracias a los que se entrometen. No lo escuche cuando lo llame, yo vendré a buscarlo.
Pero la advertencia de Ivy llegaba demasiado tarde. Abraham ya había empezado a escuchar.
Cuando recobré el sentido estaba tendido de espaldas en el suelo mirando el techo de mi habitación. Era azul, como todos los techos de mi casa, para engañar a las abejas carpinteras que allí anidaban.
Estaba mareado, pero me incorporé. La caja estaba cerrada a mi lado. La abrí. Las hojas estaban dentro. Esta vez no las toqué.
Aquello carecía de sentido. ¿Por qué volvía a tener visiones? ¿Por qué había visto a Abraham Ravenwood, un hombre del que en mi pueblo sospechaban desde hacía generaciones porque la suya era la única plantación que sobrevivió al Gran Incendio? Yo no me fiaba mucho de lo que decían en el pueblo, pero…
Sin embargo, si el relicario de Genevieve había provocado aquellas visiones sería por alguna razón, por algo que Lena y yo tendríamos que averiguar. ¿Qué tenía que ver Abraham Ravenwood con nosotros? El Libro de las Lunas era el hilo que conectaba toda la trama. Aparecía en las visiones del relicario y en la mía, pero había desaparecido. Nadie había vuelto a saber de él desde la noche del cumpleaños de Lena, cuando lo vieron en el suelo de la cripta cercado por las llamas. Como tantas otras cosas, se había convertido en cenizas.