1 de mayo

Caída

A LO LARGO DE LAS SEMANAS siguientes sólo en 3 ocasiones logré convencer a Lena de que saliera de casa. La primera fuimos al cine con Link, mi mejor amigo desde segundo curso, pero ni siquiera su famosa combinación de palomitas y chocolatinas le levantó el ánimo. La segunda, a mi casa, donde vimos un maratón de películas de zombis mientras comíamos galletas de melaza marca Amma, es decir, lo que yo considero una verdadera cita de ensueño —aunque ni mucho menos lo fue—. Y la tercera, a las orillas del Santee a dar un paseo que dimos por terminado al cabo de diez minutos tras unas sesenta picaduras de mosquito aproximadamente. Conclusión: Lena no estaba a gusto en ninguna parte.

Aquel día, sin embargo, era distinto. Finalmente encontró un lugar donde estaba cómoda. El último sitio, sin embargo, que yo habría imaginado.

Al entrar a su habitación la encontré tumbada en el techo con los brazos colgando y el pelo pegado a la escayola formando un abanico alrededor de la cabeza.

—¿Desde cuándo eres capaz de hacer eso?

Ya me había acostumbrado a los poderes de Lena, pero desde su decimosexto cumpleaños parecían más potentes y extraños, como si poco a poco y torpemente se estuviera transformando en Caster. Cada día que pasaba, Lena, la niña Caster, se volvía más impredecible y ponía a prueba sus poderes. Finalmente resultó que era capaz de llegar muy lejos y causar todo tipo de problemas.

Como cuando Link y yo fuimos al instituto en su coche y en la radio sonó una de las canciones de Link como si alguna emisora la estuviera poniendo. El pobre chico se llevó tal impresión que el coche se empotró en el seto de la señora Asher.

—Ha sido un accidente. —Se disculpó Lena con una sonrisa maliciosa—. Se me metió en la cabeza una canción de Link.

Ninguna canción de Link se le había metido nunca a nadie en la cabeza, pero mi amigo se lo creyó. Su ego, por supuesto, se infló hasta lo insoportable.

—¿Qué puedo hacer si provoco ese efecto en las chicas? Mi voz es suave como la mantequilla.

Una semana después estábamos Link y yo en el pasillo y Lena se acercó y me dio un efusivo abrazo en el preciso momento en que sonaba el timbre. Supuse que por fin había decidido volver a clase, pero en realidad no estaba allí. Sólo era una especie de imagen proyectada, o como lo que digan las Caster cuando quieren que su novio quede como un idiota. Link creyó que el abrazo era para él y me estuvo llamando «Lover Boy» unos cuantos días.

—Te echo de menos. ¿Tan raro te parece? —me dijo Lena. A ella le parecía muy divertido, pero a mí me daban ganas de que la encerraran en el cuarto oscuro o lo que hicieran con un Natural cuando no se portaba bien.

No seas niño. Ya te he dicho que lo siento, ¿no?

Eres más peligrosa que Link, que en quinto curso chupó todo el jugo de los tomates de mi madre con una pajita.

No volverá a ocurrir. Te lo juro.

Eso precisamente dijo Link.

¿Y a que cumplió su palabra?

Sí, cuando mi madre dejó de plantar tomates.

—Baja de ahí.

—Me gusta estar aquí arriba.

Cogí su mano y una corriente eléctrica recorrió mi brazo, pero no la solté. Tiré de Lena hacia la cama y me tendí a su lado.

—¡Ay!

Me daba la espalda, pero como sacudía los hombros supuse que se estaba riendo. O tal vez, aunque últimamente no la había visto hacerlo, estaba llorando. Las lágrimas habían sido sustituidas por algo peor: el vacío.

El vacío era engañoso, mucho más difícil de describir, de solucionar y de interrumpir.

L, ¿quieres que hablemos?

¿Y de qué vamos a hablar?

Me arrimé hacia ella y apoyé mi cabeza en la suya. Las sacudidas se calmaron. La abracé estrechamente, como si todavía estuviera pegada al techo y yo colgando.

El vacío.

No debí quejarme del techo, uno puede colgarse de sitios peores.

—Esto no me gusta —dije en el lugar del que en esos momentos pendíamos. Tenía la cara bañada en sudor, pero no podía limpiarme. Si soltaba una mano, me caía.

—Qué raro —dijo Lena, mirándome desde arriba con una sonrisa—, porque a mí me encanta. —La brisa agitaba sus cabellos—. Además, ya casi hemos llegado.

—¿No te das cuenta de que es una locura? Como pase la policía, nos detienen. O nos mandan a Blue Horizons con mi padre.

—No es ninguna locura, es muy romántico. Muchas parejas vienen al depósito del agua.

—Pero se quedan abajo, a nadie se le ocurre trepar hasta aquí.

Llegaríamos arriba en menos de un minuto. Estábamos los dos solos, sobre una endeble escalerilla de metal a treinta metros del suelo y, por encima, el radiante cielo azul de Carolina del Sur.

Intentaba no mirar abajo.

Lena me había dicho que quería subir al depósito. Estaba tan excitada que pensé que con una estupidez como aquella podría sentirse como la primera vez que, sonriente, feliz y con su precioso suéter rojo, estuvimos en aquel lugar. Me acordé porque el collar de los amuletos se había prendido un hilo rojo y seguro que también ella se acordaba.

De modo que allí estábamos, en la escalerilla, mirando al cielo por no mirar al suelo.

En cuanto llegamos arriba y contemplamos las vistas, comprendí. Lena tenía razón. Allí arriba uno se sentía mejor. Todo parecía lejano y sin importancia. Me senté con las piernas colgando.

—Mi madre tenía una colección de fotos de depósitos de agua.

—¿Ah, sí?

—Las Hermanas coleccionan cucharillas de café y mi madre coleccionaba fotos de depósitos de agua y postales de la Feria Universal.

—Yo creía que todos los depósitos de agua eran como este: grandes arañas blancas.

—En Illinois hay uno que parece un bote de Ketchup —dije, y Lena se rio—. Y otro como una casita, sólo que a treinta metros del suelo.

—Ahí deberíamos vivir nosotros. Yo subiría una vez y no volvería a bajar —comentó Lena apoyando la espalda en el caliente metal pintado de blanco—. El de Gatlin debería tener forma de melocotón, de melocotón grande y maduro.

Yo también apoyé la espalda en el depósito.

—Hay uno, pero no está en Gatlin, sino en Gaffney. Supongo que allí se les ocurrió primero.

—Y tendría que haber otro en forma de tarta. Podríamos pintar este para que pareciera una de las tartas de Amma. Seguro que le encantaría.

—Yo no lo he visto, pero mi madre tenía una foto de otro en forma de mazorca.

—Me sigo quedando con el que tiene forma de casita —dijo Lena mirando el cielo completamente despejado.

—Pues yo viviría en el Ketchup o la mazorca con tal de que tú estuvieras por allí.

Me cogió la mano y así nos quedamos, sentados al borde del depósito de agua blanco de Summerville contemplando el condado de Gatlin, que parecía una maqueta poblada por personitas de juguete, pequeña como el pueblo de cartón que mi madre solía poner al pie del árbol de Navidad.

¿Qué problemas podían tener unas personas tan diminutas?

—Te he traído una cosa —dije.

Lena se levantó y me miró con ojos de niña.

—¿El qué?

Yo me asomé, mirando el pie del depósito.

—Te la daré cuando no estemos en peligro de muerte. Si nos cayésemos desde esta altura…

—No seas gallina. No nos vamos a caer y no vamos a morir.

Metí la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón. Mi regalo no era nada especial, pero hacía tiempo que lo llevaba encima y esperaba que ayudase a Lena a encontrar el camino de vuelta a sí misma. Se trataba de un llavero en forma de mini rotulador.

—Lo puedes llevar en el collar. Verás, déjame.

Procurando no caerme, cogí el collar que Lena nunca se quitaba, el collar de amuletos con distintos significados: el bolígrafo plano de la máquina expendedora del Cineplex donde quedamos la primera vez, la luna de plata que Macon le regaló en el Baile de Invierno y un botón del chaleco que llevaba la noche de la lluvia. Lena sentía tanto aprecio por aquellos amuletos que daba la impresión de que perderlos sería perder también los momentos de felicidad perfecta de que eran prueba.

Coloqué entre ellos el mini rotulador.

—Ahora ya lo puedes escribir en cualquier parte.

—¿En el techo también? —dijo, mirándome con una sonrisa mitad traviesa mitad triste.

—Y los depósitos de agua.

—Me encanta —afirmó con tranquilidad y le quitó la tapa al rotulador.

Dibujó un corazón. Tinta negra sobre pintura blanca: un corazón secreto en el depósito de agua de Summerville.

Fui feliz por un instante. Luego me sentí como si hubiera caído al vacío. Porque Lena no estaba pensando en nosotros, sino en su próximo cumpleaños, en la Decimoséptima Luna. Había empezado la cuenta atrás.

En el centro del corazón no escribió nuestros nombres, sino un número.